5. Lunes, 17 de julio
TERESA
Tengo miedo. No he dormido en toda la noche. Cerré mi puerta con llave, ajusté herméticamente la ventana tirando de ella hacia mí y levantándola un poco para que pudiese entrar del todo el pasador. Luego eché las cortinas. Pero no pude dormir. Esperaba, aterrada, los golpes en la puerta de mi habitación. Nadie va a vigilarla, nadie va a impedirle que se levante y aporree mi puerta. Su cuarto es el siguiente al mío. Rachel me avisó: las Navidades últimas quiso tirarse por la ventana.
Me gustaría marcharme hoy mismo de la Casa. La Casa, de pronto, ha perdido su aire pacífico, de templo o palacio. Ya todo puede suceder. No me atrevería a salir a los pasillos de noche, a volver tarde, a cenar sola en la cocina, aunque sepa que Polish vigila despierto la Casa. Ella ha roto la paz y es inútil que intente recobrarla, porque, ahora, estoy demasiado nerviosa, demasiado afectada para razonar.
Yo estaba aquí, ayer, por la mañana, pensando en el domingo, en el trabajo, en que me gustaría tener el día libre —un día claro— para salir a las calles con sol. Pensaba en el encierro del día mientras ordenaba el armario, porque era temprano para bajar y ya hacía muchos días que necesitaba un rato libre para dedicarlo al cuarto: demasiados papeles inservibles en la mesa; demasiados trajes en un mismo colgador. Ayer por la mañana, a las ocho, yo estaba pensando en todo esto, en la salida imposible, en el orden de mis cosas, puede que pensara algún momento en el día anterior, en la tarde del sábado. La tarde del sábado estuve libre. Kate me había llamado temprano, a las cuatro, cuando yo leía tranquilamente, para decirme: «Vamos al cine con Emily, ¿recuerdas?».
La película era intrascendente y divertida: una revista musical, como había pedido Emily. Creo que era algo parecido a Annie gey your gun. Además de la película —en que una pelirroja salvaje hacía de cowgirl en un circo, cantaba y se enamoraba, salvajemente, del protagonista—, el show incluía una demostración de patinaje artístico sobre hielo, un malabarista, etcétera.
A mí me recordó las fiestas de los colegios con asistencia de las familias, para recaudar fondos con vistas a una excursión, o a la adquisición de trajes y balón para un equipo de fútbol. Pero el público era distinto. Había muchos hombres y mujeres solas y todos fumaban sin cesar. Kate dijo: «Si en Londres no permitieran fumar en los cines, no vendría nadie».
Emily fumaba mucho, como siempre.
Después de cenar en la Casa, subimos a la habitación de Kate porque se marchaba al día siguiente, temprano, de vacaciones y quería invitarnos. Yo le dije a Kate que sentía su marcha. Pero ella estaba muy alegre y lo comprendo. Son sus vacaciones de verano. Creo que se iba a una playa diez días, a casa de unos amigos. Charlamos, bebimos unas botellas de cerveza y nos separamos pronto porque Kate tenía que madrugar.
El domingo, ayer, oí el timbre de la habitación de Kate; es fácil oír los timbres de las otras habitaciones en el silencio de la noche. Debían de ser las seis. Polish la llamaba desde la oficina para que se despertase. Kate tardó muy poco en salir, pasó de puntillas —tenía el equipaje abajo desde el sábado— y al pasar le dije medio en sueños: «Bye, bye, Kate, buenas vacaciones». No sé si lo oyó. Seguí durmiendo aunque estaba preocupada por la hora y quería levantarme con tiempo suficiente para la limpieza del cuarto. A las ocho ya estaba yo dando vuelta al armario pensando en lo del día libre. Seguro que también pensaba en Kate y en sus vacaciones.
«Delia y Kate de vacaciones. Delia en Stratford desde el viernes empapándose de Shakespeare y Kate en la playa… Buen domingo para las dos, mejor que el mío, desde luego…».
Es muy fácil que yo estuviese pensando algo parecido.
Los dos golpes en la puerta no me dieron ni tiempo a pensar «¿quién será?». No era demasiado temprano, al contrario, para Miss Jackson por ejemplo, era tarde. Las camareras de los pisos también están de pie mucho antes. Podía ser cualquiera pero no tuve tiempo de pensarlo. Dije: «Entre». La puerta se abrió y Emily cayó a mis pies, el cuerpo de Emily, largo, blanco de la bata de trabajo, ocupando toda la habitación, llenándola y llenándome de espantada sorpresa.
—Emily, Emily, ¿qué te pasa?
Le hablé instintivamente en español porque no hubiera recordado en aquel momento que existiera otro idioma ni otra forma de gritar ante el miedo.
—Emily, Emily, ¿qué te pasa?
La mano crispada de Emily se aferraba a un periódico. Me pareció el Daily Worker, que es su periódico. De entre los dedos de Emily se escapaba en un pliegue la palabra Rusia. Yo pensé: «La guerra, esto sólo puede ser la guerra. Estas letras enormes… Y Emily no lo ha resistido».
Habían llegado ya dos o tres personas a la habitación. Mis gritos llamando a Emily con la puerta abierta las habían traído. Miss Jackson estaba allí y al poco rato llegó Miss Dudley. Alguna residente que no recuerdo. Entre todas habíamos logrado colocar a Emily en la cama. Emily gritó:
—¡Todas fuera de la habitación! Quiero estar con Teresa… Sólo quiero estar con Teresa… Os odio a todas vosotras. Fuera de la habitación.
Nadie sabía qué hacer. Alguien había ido a buscar a la doctora Rupa. Emily seguía gritando, dando tremendos alaridos.
—Teresa se quedará aquí siempre. Teresa se quedará conmigo y no me dejará pero las demás se marcharán lejos… Las odio… Sólo quiero a Teresa.
La doctora entró y nos hizo salir a todas. Se quedó encerrada con Emily un buen rato. Al salir nos advirtió:
—Nada de contemplaciones. Mano dura. No le consientan sus gritos y sus lamentaciones. Es la única manera de contener sus ataques histéricos. Mano dura.
En la cocina no hablaban de otra cosa. Todas reían y yo me asombré de su crueldad. Me tomaban el pelo y me decían:
—Guapo chico, Teresa, eres un guapo chico español…
Yo no comprendía cómo podían ser tan duras con Emily. Otros días me parecían buenas, amables, cariñosas, pero entonces me parecieron monstruos.
—¿No os da pena de Emily? —pregunté.
Louise me miró sorprendida.
—¿Pena? A mí me da pena de ti que has tenido que soportarla. ¿Por qué no se va a su casa si no está bien? ¿O al hospital? Todas hemos pasado la guerra y tenemos los nervios bien probados, pero si ella no es lo bastante fuerte, debe tratar de curarse… Lo que no se puede, Teresa, es crear estos conflictos…, molestar a los demás.
Rachel añadió:
—Está loca. Las últimas Navidades quiso tirarse por la ventana de su cuarto. Por lo menos dijo que iba a tirarse.
El domingo fue un día muy triste. Si no hubiera tenido trabajo me habría escapado de la Casa. Añoraba el salón de Mrs. Loridge, la casa de los españoles, no sé…
Yo no me atrevía a preguntar si Emily estaba todavía echada en mi cuarto o si la habían hecho marcharse al suyo. Yo no sabía nada más desde las palabras de la doctora.
—Mano dura…, la histeria.
Emily me producía pena e indignación. Es una pobre chica sola y abandonada, pero ¿por qué ha tenido que tomarla conmigo que me siento aquí más sola y más abandonada que ella? Kate y Delia son mis únicas amigas y las dos están lejos.
Miss Lancaster me llamó a su despacho después del lunch.
—Cuánto lo siento, Teresa. Olvídelo. Emily no volverá a molestarla. En cuanto esté mejor se irá a su casa. Es muy desagradable que a usted, una extranjera, le haya molestado Emily con sus estupideces…
Me miró con cierta tristeza.
—Va usted a pensar que es éste un país de locos.
A la tarde me decidí. Subí a mi habitación. Abrí la puerta con cuidado. No había nadie. Sobre la repisa de la chimenea estaban las gafas de Emily. Recordé que habían ido a parar lejos de ella, bajo la mesa, cuando se cayó. Alguien las había recogido y las había puesto allí. Las cogí y las bajé a la cocina. Se las di a Rachel.
—Devuélvaselas cuando la vea.
Como era domingo todas terminaban al mediodía. Verónica estaba libre y Mary también. Rachel se marchó pero se quedó Louise. Pasamos la tarde juntas en el gran salón preparando el té y la cena. Louise trató de animarme y estuvo alegre y charlatana toda la tarde. Yo estaba angustiada y temía el momento de subir definitivamente a mi habitación. Pensé en salir a casa de Mrs. Loridge. Le explicaría todo y me quedaría allí a dormir. La telefonearía. A las diez subí a mi habitación. Me había obligado a mí misma a subir, a vencer el miedo. Entré en mi habitación. En la de Emily no se oía ruido alguno.
«Es un miedo absurdo… Ella no va a volver a llamar».
Luego miré a la ventana —ya tenía cerrada la puerta con llave—. La ventana me fascinaba.
«Entrará por la ventana… Está loca, pasará de una ventana a otra». Cerré la ventana y me llamé veinte veces estúpida.
«No podré resistir muchos días aquí con Emily en la habitación de al lado. Acabaré volviéndome loca yo».
No dormí apenas. No recuerdo haber dormido. La noche tiene pequeños lados que parecen concentrarse en la habitación de Emily. Yo esperaba que su puerta se abriera.
«Ahora».
Su puerta no se abrió, pero no pude dormir. Ahora, por la mañana, tengo frío, sueño y dolor de cabeza. Tengo que trabajar. Estoy triste. Tengo miedo.
DOCTORA RUPA
—Lo mejor sería que se marchara a su casa. ¿Dónde vive esta chica?
La doctora Rupa interrogaba a Miss Lancaster. Su cara ancha y morena se contraía de preocupación.
—Es una pena, estas chicas, ¿por qué viven tan solas? ¿Por qué se empeñan en vivir lejos de la familia? ¿Por qué se aferran a Londres?
Miss Lancaster no contestaba a las preguntas de la doctora. Se sujetaba la frente con las manos y cuando habló parecía cansada.
—Creo que su madre vive en Glasgow. Propóngale que se vaya con ella. Yo le pago el viaje para que se marche. Si no acepta, háblele del hospital. Aquí no puede seguir. Ha sido un conflicto desagradable con esa muchacha española…
La doctora Rupa seguía pensando.
«¿Por qué ha llegado a esto? Vive aquí sola por tres libras a la semana y la madre vive seguramente sola por otras tres libras. Y no piensan que es mejor vivir juntas, que siempre es mejor estar juntas aunque sea molesto transigir, aguantarnos los unos a los otros».
—Estoy de acuerdo, Miss Lancaster… Emily no tiene nada grave. Nada orgánico, quiero decir. Necesita tranquilidad, compañía, cariño.
—¿Cariño? Eso dice ella, por lo visto… Que la quiera Teresa… No puedo resistir esa falta de personalidad, esa debilidad que lleva al absurdo y al escándalo.
La doctora Rupa pensó: «Es como un hombre».
La directora le parecía muy inteligente, muy capaz y una insustituible directora.
«… desde luego, pero como el mármol».
En la cocinilla del cuarto piso, la doctora hierve la jeringa, las agujas.
«Que duerma, no ha debido de dormir en toda la noche. Que duerma hoy».
Fue hacia la habitación de Emily. Llamó. Nadie contestó. Entró. Emily no estaba en ella. La cama estaba hecha. La habitación en orden. La doctora Rupa con la jeringa en la mano dudó un instante. Luego salió de la habitación.
«Se ha ido, pero ¿adónde? Con su madre no, seguro… Y sin dinero, con poco dinero seguramente… Tengo la culpa, no debí dejarla sola… La inyección… Ayer parecía calmada y razonable al fin…, pero ¿quién puede prever las reacciones de una histérica? Se habrá marchado para llamar otra vez la atención. Para llamar la atención de Teresa, que es en este momento su obsesión».
—Miss Lancaster, Emily se ha marchado. No está en su habitación.
Miss Lancaster se indignó. Se indignaron sus ojos.
—No quiero saber nada más de esa pobre mujer. No se preocupe, doctora. Ya volverá. Supongo que habrá dejado aquí todas sus cosas. Ya volverá.
«Yo tengo la culpa. Me parece que tengo yo la culpa. Ayer debí quedarme. No debí marcharme al laboratorio. Era domingo y pude telefonear al doctor. Decirle: “Un caso grave que tengo en observación”… A la noche parecía tranquila, pero ya tendría planeada la fuga. Ahora yo tengo la culpa. Ayer debí ponerle la inyección para dormir, aunque no quiso y parecía tranquila… Yo tengo la culpa, es imposible dedicarse a dos cosas a la vez».
La doctora Rupa colgó la bata blanca detrás de la puerta y salió de su habitación dispuesta a coger deprisa el primer autobús.
«Llegaré tarde, pero el doctor sabrá disculparme. Le diré: “El caso grave, un caso grave que tuve ayer y se ha empeorado”… Telefonearé cada hora por si Emily vuelve».
JOAN BRACKLEY
—¿Qué quiere usted?
Joan, sobresaltada, se irguió en la cama. La muchacha desconocida tenía una bandeja en la mano, la bandeja del desayuno. Joan empezó a comprender.
—Perdone, usted no es la camarera de todos los días. ¿Dónde está Emily?
Teresa se había quedado suspensa en la puerta, sin saber qué hacer.
—Emily no está. Yo la sustituyo. Ella puede que esté fuera… unos días.
Joan estaba ya completamente despierta.
—Gracias, gracias. Perdone mi brusco despertar… Gracias.
Joan se tiró de la cama. Fue a la ventana y la abrió. Llovía.
—¡No!…
Teresa iba a salir pero se detuvo un poco inquieta.
Joan estaba de espaldas a Teresa, mirando hacia fuera. Se volvió.
—No es posible que hoy llueva todo el día. ¿Usted cree que lloverá todo el día? Usted no es inglesa, ¿verdad? Claro que no es inglesa, usted es… italiana, ¿no?
—Española.
—¡Dios Santo! Española… Casi acierto. ¿Ha visto muchas corridas de toros? He querido decir que hoy no debe llover. Es injusto que llueva. Llegan unos amigos míos, compañeros de Viena. Debo ir a esperarles a la estación Victoria, a las seis y media. Vienen vía París… Es una pena que llueva.
La muchacha española la miraba silenciosa. Joan se sintió incómoda.
—Está bien. Gracias.
Hubiera querido añadir: «Váyase». Pero Teresa, sin decir una palabra, fue hacia la puerta. Joan se quedó sola. La lluvia entraba por la ventana abierta. No hacía frío pero Joan se estremeció.
«¿Lloverá todo el día? A las seis saldré de la Casa… Mejor a las cinco y media. Gilbert traerá dinero abundante. ¿Con quién vendrá?».
Buscó entre un montón de planos de Londres, guías de metros y autobuses. Una tarjeta de París con el Arco de Triunfo. La leyó una vez más: «Querida Joan: Llego a Londres el lunes 17 a la estación Victoria. El tren llega a las seis y media. Te sorprenderá ver quién me acompaña. Hasta pronto. Gilbert».
Joan se sentó en la cama y empezó a desayunar. El té estaba hirviendo todavía. Joan dijo en voz alta:
—Es el primer día que no lo tomo frío.
Su voz le sonó extraña.
«Hablo sola. Debo de estar muy mal de la cabeza».
Después de desayunar, Joan comenzó a arreglarse las uñas. A las nueve estaba lista.
—¿Qué haré ahora? —exclamó en voz alta.
Pero esta vez no se asustó. Le dio risa.
—Es divertido hablar sola —exclamó bajito.
Sobre el lavabo había un espejo pequeño. Sobre la chimenea, uno grande. Joan se miró primero en uno, luego en el otro.
«¿Cómo me encontrará Gilbert? El viejo Gilbert… Me quiere y yo le quiero más. Es una pena que nunca me haya dicho: “Cásate conmigo, Joan”. Le hubiera aceptado. ¡Dios Santo! Claro que le hubiera aceptado».
El espejo estaba sucio, salpicado de la pasta de los dientes. Joan se entretuvo moviendo la cara entre las manchas blancas, imaginándose lunares en la cara.
—No estoy tan mal —dijo en voz alta.
Revolvió en el armario hasta que encontró unos botes de crema. Los alineó sobre la mesa. Abrió uno de ellos y empezó a embadurnarse los párpados, la nariz, la frente.
«Hace mucho tiempo que no uso esta crema, pero algún efecto hará».
Con la cara barnizada se miró en el espejo. Hizo muecas a su imagen. Rió alta, prolongadamente. Fue hasta la ventana. Seguía lloviendo.
«Hasta las seis quedan muchas horas. Puede salir el sol todavía».
El bolso de Joan pendía de una silla, inclinado hacia un lado. Joan lo cogió. Lo abrió. Contó el dinero. Una libra, en total.
—La última libra.
Joan se puso una bata sobre el pijama y salió al pasillo. Descolgó el teléfono.
—Kate… ¿No es Kate? ¿Miss Dudley? Por favor, envíeme una camarera con una botella de cerveza. Tengo tanta sed…
La Casa tenía encendidos los cuatro ojos de siempre. Dos en la planta baja, dos en el último piso. Los ojos de luz exploraban el jardín. Investigaban, vigilantes, las entradas y salidas de sus habitantes.
«Esos ojos de checa me conocen bien», pensó Joan. Repentinamente se rebeló contra ellos, contra los ojos espías y contra la Casa.
«No entraré, no quiero entrar… Creen que pueden espiarme y están equivocados. Nadie va a espiarme de aquí en adelante. Ningún ojo brillante. Cada noche dormiré aquí, en el jardín… No importa que esté húmedo, la gabardina me protegerá».
Joan abandonó las losas del paseo. Entró en la yerba. Se sentó. Los ojos de luz de la Casa la miraban fijamente. Joan se echó. El frío de la yerba mojada pasaba a través de la gabardina. Joan empezó a tiritar pero no se movió.
«Me quedaré aquí toda la noche… Les demostraré que no tengo miedo a los espías… aunque se disfracen de ojos de luz».
La puerta de la Casa se abrió. Un hombre avanzó por el paseo del jardín. Joan se acurrucó y cerró los ojos. El acelerado galope de las sienes aumentó.
«Así no me verá… Ese hombre creerá que soy una carretilla o una mecedora caída…».
Joan pudo oír los pasos acercándose hasta ella, sonando en las losas de piedra. Al llegar a su altura, los pasos se detuvieron. Joan sintió que el hombre había dejado el paseo central y se acercaba a ella por el césped. Abrió los ojos. El hombre la miraba desde lo alto, desde muy alto. Vio el brillo de sus ojos, como dos ventanas de luz. Gritó.
—Déjeme, no me toque.
Polish trató de levantarla.
—Señorita, señorita, levántese. No se quede aquí. Levántese, hace frío.
De pronto Joan se echó a llorar. Polish la cogió del brazo y la llevó a la Casa, despacio. Polish no hablaba. Bajó con ella a la cocina y le hizo sentarse. Joan miró a su alrededor y las lágrimas se le detuvieron en los ojos. La cocina la distrajo unos momentos y olvidó el llanto.
—Polish, no diga usted nada… Me van a echar de Inglaterra si usted habla… Lo mejor es que no diga nada.
Polish preparaba el té en su pequeña tetera.
—Estese tranquila, señorita. Yo no diré nada. Pero no debe quedarse en el jardín, señorita. Un día la descubrirán. Fue una suerte que yo la oyera andar en el jardín… Oí pasos y luego nada y me dije: «¿Quién ha entrado?». No debe hacerlo, señorita, la descubrirán. Además, hay humedad. Aunque no hubiera llovido, como llovió hoy, siempre hay humedad… Usted llama a la puerta y sube a su cuarto. Yo no voy a decir nada, desde luego.
Joan estaba tranquila. La cocina, caliente, olorosa de comidas, la conversación apacible de Polish iban despejando su agitada, hormigueante imaginación.
—Tú eres bueno, Polish, eres muy bueno. A ti no te importa que yo beba o no beba, ¿verdad? Me dejas en paz. Eso es todo. ¿Por qué no hacen los demás igual? Tú no me das consejos. Dices: «No se quede en el jardín porque le va a hacer daño», y nada más… Gilbert no solía darme consejos hasta hoy. Gilbert es un amigo mío, Polish. Un americano que ha llegado hoy de Viena o de París o de no sé dónde con una mujer horrible que es su mujer… Ya me lo advertía: una sorpresa… Enseguida se puso a hacerme cargos. Yo le dije: «Pensaba haberte pedido dinero, pero es inútil, ya veo que vienes dispuesto a dar sólo buenos consejos, ánimos y ejemplo. Adiós, Gilbert». Y les dejé plantados a los dos. Ella era horrible, si no, no me hubiera importado. Pero ¿tú crees, Polish, que se puede dejar a una mujer como yo…, vamos, que se puede pasar a mi lado sin fijarse para luego casarse con una horrible secretaria, desteñida, con gafas y esquelética…?
«Estoy hablando sola en voz alta. Polish no existe, como si no existiera. Es divertido hablar en voz alta».
Polish se dirigió a ella:
—Señorita, bébase el té. Suba pronto a la cama, mañana estará mejor. No se preocupe de esos amigos suyos. Beba el té.
Joan bebió el té de un trago. Se abrasó la lengua, la garganta, pero no dijo nada. Le lloraban los ojos del escozor. Se levantó y miró a Polish.
—Buenas noches, Polish. Hasta mañana.
Por el hueco de la escalera del sótano entraba un chorro de luz. Joan cerró los ojos y se sumergió en él, escaleras arriba.
EL PORTERO DE NOCHE
Con la cabeza sobre la mesa, apoyada en la almohada de sus brazos, Polish intentaba dormir. De cuatro a seis de la mañana siempre intentaba dormir. Eran dos horas muertas en la Casa. Nadie llamaría a esas horas ya. Nadie llamaría todavía. El sueño de Polish venía y se marchaba con facilidad. Una mesa, los brazos doblados para apoyarse eran suficientes para dormir. Unos pasos suaves en la calle, un ligero golpe lejos, inesperado, no habitual, era suficiente para despertar. De cuatro a seis, el sueño ligero de Polish se adentraba por caminos familiares, gratos. Antes de dormir, Polish pensaba: «¡Quiero soñar con el campo o con Nancy o con el río!».
Los sueños venían mezclados, confusos, y en ellos aparecían siempre los tres elementos deseados: Nancy, el campo y el río. Nancy risueña, gordita, charlatana, con el delantal arremangado, decía:
—Vamos de paseo al bosque, Polish.
Polish, el Polish fantasmal que no se veía a sí mismo en sueños, pero que indudablemente estaba allí, accedía y los dos se perdían por un bosque borroso en el que aparecían de vez en cuando caras, conocidas, desdibujadas, para escapar enseguida y dejarles solos, Nancy y Polish entre los árboles. Cuando llegaban a un lugar despejado del bosque, Nancy proponía:
—Sentémonos, Polish.
Los sueños de Polish iban por derroteros amorosos, ingenuamente eróticos, funcionales, poco complicados.
Otras veces no era así. Otras veces era en el río, en el Támesis. Nancy venía en una barca y le invitaba.
—Vámonos, por el río.
Él embarcaba invisiblemente, incorpóreo y sin embargo presente; se sentaba al lado de Nancy y le cogía las manos.
—Huyamos por el río, lejos de aquí.
Y la barca les llevaba lejos, a un lugar despejado como el del bosque donde desembarcaban para reanudar el idilio del sueño anterior. Durante dos horas y media cada día, Polish se dedicaba a Nancy Dos horas por la noche, y media hora en el día. Nancy trabajaba cerca de la Casa en una panadería. Despachaba el pan durante la jornada comercial y a la salida tenía que ir a casa corriendo a preparar la cena de su padre. Nancy vivía sola con su padre, al que Polish temía sin saber muy bien por qué. Se veían media hora por la mañana, al salir Polish de la Casa, antes de entrar Nancy en la panadería. Los domingos, algunos domingos lograba Nancy escapar de la tutela del padre y se iban juntos a Regent’s Park. La tarde transcurría entre sobresaltos porque Nancy temía que el padre la hubiese seguido.
—No te perdonaría nunca que no fueses inglés —aseguraba Nancy.
Y Polish vivía en un perpetuo terror a su posible suegro y únicamente se escapaba del sobresalto en los sueños de cuatro a seis, apoyado en sus brazos, en la cocina de la Casa.
Hasta que llegaron las cuatro, hasta hace un momento, Polish ha estado reflexionando, sentado en la cocina. A las dos se dijo: «Hoy ya no subo, no tengo ganas de encontrarme a otra loca rondando por el jardín. Hoy me quedo aquí, tomando mi té, reposando la cena y, si no llaman, no subo… ¿Se lo contaré a Nancy? No se lo contaré… No se lo contaré a nadie porque a nadie le importa, pero no subo porque no quiero encontrarme con otra por el estilo… Si las viejas se enteran, no les parecerá bien, pero yo no tengo obligación de decir nada de nadie… Todo lo que tengo que hacer es abrir la puerta y nada más. Allá cada una si llega mal o bien o si se echa en el jardín o en la escalera… Yo hice bien, yo le dije, en cuanto me di cuenta: “Señorita, no se quede ahí, va a coger frío”… Le hice una taza de té y se acabó… No se lo diré a nadie, ni a la misma Nancy».
A las tres, Polish miró el techo y recordó.
«¿Y la otra? La que se escapó. No andará muy lejos. No entendí muy bien lo que Rachel quiso decir, no me enteré bien de la historia pero algo ha pasado aquí… A mí no me importa, allá ellas. Yo con abrir la puerta y estar al tanto toda la noche… ¿Volverá de noche la otra? Yo no subo. El timbre se oye bien desde aquí… La que quiera entrar que llame al timbre».
A las cuatro, Polish apoyó la cabeza en los brazos y se dijo: «A soñar con Nancy».