2. Miércoles, 9 de agosto
MISS JACKSON
Por tercera vez desde que estaba en la Casa, Miss Jackson tuvo que renunciar al miércoles como día libre.
La primera vez fue a causa de un resfriado. Intentó hasta el último momento levantarse de la cama para asistir a la reunión de su club, pero no pudo. Le dolía el cuerpo, tenía fiebre y no podía respirar con facilidad. La doctora Rupa le había advertido:
—No se mueva de la cama en dos días, Miss Jackson, es una gripe benigna, pero empeorará si usted se mueve.
Miss Jackson sufrió tanto por no poder asistir a su concierto semanal como por no poder acudir al día siguiente a su cita con las camareras, a las siete de la mañana. La obligación era una obsesión para Miss Jackson, que había llegado a convertir hasta su misma diversión en un deber.
La segunda vez, el segundo miércoles fracasado, se debió a la inoportuna intervención de Miss Lancaster.
—Miss Jackson, querida, había pensado reunirías a usted y a Miss Dudley el miércoles en mi cuarto para tomar té y hablar de determinados puntos un poco dudosos en relación con los desayunos… Ha habido quejas, creo que podríamos tratar de mejorarlo sin que supusiera un gran desequilibrio… En fin, el miércoles, a las cuatro, las espero en mi cuarto.
Aquel miércoles Miss Jackson no se sintió tan defraudada porque era consecuencia de una interferencia de obligaciones, más que abandono de una de ellas.
Hoy es el tercer miércoles de renuncia a la música y Miss Jackson lo siente de veras.
En el club oirán unas grabaciones de Rubinstein, del propio Rubinstein, homenaje a Chopin, gentilmente prestadas por otra asociación filarmónica. El programa, cruzado de dobleces, está sobre la mesa de Miss Jackson, nostálgicamente abandonado.
En la Casa hay fiesta. No una fiesta propiamente de la Casa, sino uno de esos compromisos que aparecen en los estatutos. Una residente que vive en el primer piso da una fiesta para celebrar el regreso de su hija, de Norteamérica. Puede alquilar el salón, tiene derecho.
Miss Jackson evoluciona por el office del salón, por el salón, por la cocina. Da órdenes.
—Teresa, ¿a usted no le importaría encargarse del guardarropa de las señoras?
—Verónica, despeje pronto el primer piso. Las amigas de esta señora vendrán temprano, antes de la fiesta, a su cuarto.
—Kate, por favor, ¿qué hay de la orquesta? ¿Ha confirmado la hora?
—Louise, Louise, usted va a ser mi mano derecha.
«Necesitaré treinta manos hoy… La cena fría, las bandejas listas para luego, para las once, una segunda cena reducida a las once».
—Una segunda cena, en realidad, Rachel, quieren que sea todo abundante.
—Suspenderán el baile unos momentos, Louise, y usted con las que vengan de Lee’s servirá lo que le pidan en el bufet.
«Me pregunto si Kate ha comentado a los músicos los números que, sin falta, quiere esta gente en el programa de baile… El programa, las grabaciones de Rubinstein… Ojalá mañana pueda encontrar en la radio por la tarde algún programa parecido, bueno, con Chopin, aunque no lo interprete Rubinstein».
HELEN HUTKINS
La habitación olía a cerrada, Helen abrió los cristales del torreón. Respiró. Dejó en el suelo el bolso de viaje. Miró a su alrededor. Los objetos le parecieron viejos y nuevos a la vez, distintos.
Sobre la mesa de trabajo, en el torreón, los lápices, los papeles, en el mismo desorden momentáneo del último día. Helen levanta una cartulina del suelo. Un plano. Al margen hay unas advertencias a lápiz. Letra de Luigi. Helen mira el retrato, sobre la mesa. Deja el plano y acaricia, comprueba la fotografía. «Cuatro años conmigo sin que Luigi lo sepa».
Sobre la chimenea hay tres platos de colores vivos, barnizados toscamente. Cuatro platos de cerámica popular italiana, regalo de Luigi al volver de uno de sus viajes al continente. En la mesa de trabajo los planos de Luigi, la fotografía.
«He estado estos años viviendo entre cosas suyas sin saberlo, sin querer mirar a mi alrededor. Luigi me ha acompañado estos años sin que él mismo se diera cuenta y de pronto, en cuatro días, estas cosas han empezado a pertenecerme de veras, he empezado a tener derecho a la fotografía, al trabajo, a la presencia de Luigi en este cuarto. Lo que antes permanecía oculto voluntariamente oscurecido ha salido a la luz y al volver, los objetos me reciben, luminosos, saliendo de la sombra en que mi desesperanza los tenía».
Helen se quita la chaqueta. En el cuarto, cerrado varios días, hace calor. El aire fresco que entra por la ventana del torreón va abriéndose paso, ganando terrero al aire enrarecido.
«Se acerca el atardecer. Luigi estará en casa, dará vueltas en el estudio, buscará, me encontrará. Mi mesa cerca de la suya, mi taburete, comprenderá de pronto hasta qué punto hemos estado cerca, sin que él lo viese, viéndolo yo y olvidándolo y forzándome a no pensar en ello».
Por el torreón abierto, viniendo del jardín, del suelo, de abajo, o quizá de dentro, brotando de las entrañas mismas de la Casa, la música llenó la habitación. Helen se asomó a la ventana. Oscurecía. Por el paseo avanzaba una pareja de etiqueta, hacia la Casa.
«Tenemos fiesta. Eso significa que no podré dormir».
La música sosegada, para bailar despacio, salía de las ventanas abiertas del salón.
«No podré dormir porque oiré la música. Hoy necesito silencio para dormir. Lo necesito porque el miedo ha huido. El miedo al silencio nacía de la soledad. Creo que los intervalos de silencio no serán ya un terror, podré combatir el miedo y la angustia del silencio cuando llegue».
El cuarto está desordenado. Sobre la cama, Helen había dejado el día de la marcha ropas, guantes, sombreros desechados en la elección del conjunto para viaje.
«Todo fue muy precipitado», se dice Helen, y comienza a colgar trajes, a reponer las cosas en su sitio. El desorden la inquieta, la desconcierta.
«No puedo pensar a gusto, ni descansar, ni trabajar con el desorden rodeándome. La desarmonía exterior me confunde, desordena mis ideas».
La tarde de la marcha, sin embargo, todo fue demasiado precipitado para detenerse a pensar en el desorden que quedaba atrás.
Helen recuerda la sorpresa, jubilosa, irreprimible, de aquella tarde, apenas comenzada, apenas separada por unas horas de la mañana de trabajo igual a todas, en la que Luigi parecía más concentrado, más ceñudo que de ordinario, tanto que Helen había pensado:
«Nina ha vuelto, o le ha enviado fotos de la niña o se las ha negado. Algo ocurre para que Luigi esté más serio que nunca. Serio y lejano como nunca lo había estado en el último año, de seriedad y lejanía».
La mañana del sábado Helen pensó una vez más que Luigi se estaba destrozando y destrozaba al mismo tiempo lo mejor que tenía: la fácil, original inspiración creadora.
«El fracaso de su vida íntima le agobia, va extendiéndose a su vida profesional, le arrollará totalmente y cualquier día tendremos aquí la catástrofe, la destrucción definitiva del hombre, de la persona».
Helen lamentaba de veras que Nina y Luigi hubieran llegado a un desastre tan total, que él se hubiera engañado tanto y que ella hubiese hecho durar tan poco el engaño.
«Y no es eso, el fracaso sentimental, lo que más le afecta. Lo que verdaderamente le consume es la hija, condenada desde el principio a la amargura, al desconcertado ir y venir del padre a la madre, a las influencias contradictorias, perjudiciales, de dos personas tan distintas que intentan además hacerle sentir a ella las diferencias».
Helen reflexionaba frecuentemente sobre estas cosas y aquella mañana, la mañana del pasado sábado, ante la nublada apariencia de Luigi se las había repetido, las había visto más claras y amenazantes.
«Todavía no me explico la reacción, el estímulo que provocó aquella llamada de la tarde, a las pocas horas de haberle dejado en el estudio, solo y ausente. ¿Qué pudo hacerle despertar, recordar, descubrir en un minuto lo que no pudo ver en años, a pesar de tenerlo al alcance de sus ojos, palpable, evidente?».
Helen se ha quedado suspensa, recordando. Se apoya en el armario. Del salón llega, suavísima, la música. Helen revive el instante milagroso, insólito.
—Miss Hutkins, la reclaman abajo, en el teléfono exterior.
Era Verónica quien la avisaba.
—Gracias.
«No existen los presentimientos, no adivinamos cuándo se acercan las grandes transformaciones, los acontecimientos decisivos. Al bajar las escaleras, hacia el teléfono, yo hubiera tenido que sentir algo anticipadamente, y no fue así, no recuerdo lo que iba pensando. Seguro que me molestaba la llamada, inoportuna como todas, y preparaba la excusa para el compromiso de sábado que me iban a proponer».
—Helen, ¿qué vas a hacer esta tarde? ¿Puedo ir a buscarte, puedes venir conmigo a pasar el fin de semana, en algún sitio cerca de Londres? Ya decidiremos por el camino. Hasta ahora, Helen.
«Luigi no dudó. La pregunta era pura fórmula. Él sabía desde antes de preguntar que yo contestaría sí». En el descubrimiento de Helen iba implícita la aceptación, la posición anticipada de la misma Helen.
—Helen, no es demasiado tarde, no me digas que es demasiado tarde. Todo está a punto de empezar. La vida está a punto de realizarse, nuestra vida, Helen.
Luigi había detenido el coche en la carretera, incapaz de seguir adelante por más tiempo sin antes haber hablado y explicado tumultuosamente todo lo que sentía.
Helen no había dudado.
—Claro que sí, Luigi. Para empezar siempre es temprano. Y nosotros hemos preparado este comienzo reposadamente, desde hace mucho tiempo.
La noche enfría la habitación. Helen enciende la luz, cierra la ventana del torreón, recoge apresurada las últimas cosas. Cuando está en orden, se desviste, se pone una bata y coge la toalla de baño. Mira a su alrededor desafiante, alegre, la fotografía de Luigi clavada en la pared, pensando en algo, sorprendido, interrogante.
—Perdona, Luigi. Quería tener una fotografía tuya mientras trabajas, mientras trabajamos.
—Está bien, Helen, ¿tienes el proyecto del salón de los Maxwell?
«Esto es ya mío porque todo ha comenzado y en cuatro días hemos recuperado cuatro años. Y la soledad, la zozobra y la lucha estéril de cuatro años han sido destruidas».
RACHEL
—Por amor de Dios, Mary, te pido que no me estorbes… Yo te avisaré cuando todo esté dispuesto… Cenad vosotras lo antes posible… Diles a esas chicas nuevas de Lee’s dónde se tienen que sentar… Quitaos todas de en medio de una vez y dejadme sola porque hoy no va a haber fiesta ni cena ni nada a este paso…
Rachel no está nerviosa, Rachel es tranquila por naturaleza y si parece alterada y agita a los que la rodean con sus palabras es sólo para convencerse ella misma de que, en realidad, hay prisa, y de que, verdaderamente, debe estar apurada. Pero Rachel sabe que llegará a tiempo como siempre, por complicado que sea el tinglado que Miss Jackson le ha organizado. Porque éste es el nombre que Rachel aplica a las recepciones que se celebran en la Casa, sean o no organizadas por la misma Casa.
—Son tinglados que me prepara Miss Jackson, que no está a gusto si me tiene una temporada tranquila, con sólo las residentes, que ya es bastante.
La fiesta de hoy, como otras fiestas, encierra para Rachel la única preocupación del número de asistentes. El número, que haya suficiente número de lonchas de jamón, de carne asada, de hojas de lechuga, de tomates, de dulces. Teme que Miss Jackson no le haya proporcionado la cifra exacta, que aparezca al final anunciando:
—¿Cómo podríamos arreglarlo, Rachel? Resulta que, a última hora, son diez más.
Descartado este posible obstáculo lo demás corre de cuenta de Rachel, y Miss Jackson lo sabe. Lentos, aparentemente tardos, los movimientos de Rachel son de una eficacia callada, que se evidencia en el resultado final de su trabajo.
Las chicas la conocen pero olvidan de una vez para otra la infalible puntualidad de sus citas con los que esperan su comida arriba en el gran salón. Hoy, las chicas temen el retraso, casi dos cenas, demasiado jaleo, y aconsejan:
—Rachel, por favor, date un poco de prisa porque hoy no vas a llegar.
Rachel se detiene en lo que está haciendo, se las queda mirando y pregunta:
—¿Adónde no voy a llegar? ¿Al cine? Desde luego que no voy a llegar y me gustaría de veras. Hay un buen programa hoy en el Palace…
Y reanuda la tarea pequeña, de importancia secundaria, que la ocupaba un momento antes. Y a la hora prevista, los platos, servidos, o las fuentes para que las camareras sirvan están arriba, en el office del salón.
«… No voy a llegar… Vosotras no vais a llegar a ninguna parte si es que queréis ir a algún sitio y tenéis quien os espere…».
TERESA
Se han acabado las perchas, las sillas, no sé dónde colocaré los próximos abrigos si llega alguno más. Por mi improvisado cloakroom han desfilado las señoras y señoritas de la fiesta. A cada una le he recogido el abrigo, le he dado un número, he clavado el mismo número en el abrigo. Abrigo o capa o chaqueta de piel me rodean, me alarman con el anuncio del maremágnum que va a ser la habitación dentro de unas horas, cuando todas vuelvan reclamando su número. El orden que he establecido es relativo: ventana, pared, puerta, sillas, butacas. Los brillantes tejidos, los aterciopelados o lanosos o tiesos tejidos de las prendas dan a la habitación un aire de camerino, de trastienda de alquiler de disfraces. La fiesta ha comenzado hace un rato y estoy sola. Me pregunto cuántas horas durará. Los trajes de noche eran pálidos, descoloridos, de telas transparentes o sedosas, rosa, azul claro, salmón. Algunas mujeres mayores estaban elegantes, pero las jóvenes en su mayor parte tienen un aire demasiado envarado, falto de naturalidad. En el espejo que Miss Jackson ha colgado encima de la mesa en una esquina de la habitación, las jóvenes se han mirado largamente, retocando su maquillaje. Las viejas han salido sin preocuparse de comprobar su belleza, seguras de sí mismas o escépticas e indiferentes.
Estoy aquí desde las nueve. Estoy cansada de la mañana de trabajo, de la tarde de andar, kilómetros de City, de East End, con Thomas.
Las calles severas de la City me han impresionado. Toda la fuerza de Inglaterra está allí: bancos que son mitad palacios y mitad catedrales, compañías de seguros, compañías de navegación, o los grandes periódicos.
En una calle transversal, recogida, había un pub antiguo, entre una casa-pasadizo, que comunica con otra calle, y una conocida editorial. Entramos. En las mesas hay candelabros con las velas todavía apagadas.
—Dentro de una hora estarán encendidas las luces de todos los candelabros londinenses —dice Thomas.
Londres nos tiene momentáneamente abrumados. La solidez del Londres que acabamos de recorrer nos vuelve pensativos.
—Thomas, ¿no te parece que Londres es una ciudad muy masculina? Cuadrada, angulosa, maciza, fuerte. Una ciudad hecha por hombres.
—Pero no olvides que en Inglaterra las mujeres cuentan mucho, no olvides el feminismo.
—Y no olvides tú tampoco que el feminismo tiene perfiles duros, viste traje sastre y corbata.
Thomas ríe, los dos reímos y yo miro el reloj: el nuevo servicio de la Casa me reclama.
Estoy aquí desde las nueve. Me pregunto a qué hora tiene lugar el vals final o el fox o cualquiera de esas lánguidas, desmayadas piezas de baile que la orquesta interpreta en el cercano salón y que llegan a mis oídos a través de la puerta, abierta al pasillo de la planta baja.