3. Domingo, 13 de agosto
TERESA
Delia se ha marchado hace unos días. Hace tiempo que no se encuentra bien y se ha decidido a descansar cerca del mar una temporada. Se ha llevado todas sus cosas. Piensa estar algún tiempo en la isla de White y luego pasar a Francia. Cuando regrese no volverá a la Casa, alquilará una habitación cerca de Romualdo, me ha dicho. Cuando regrese, quizá yo no esté en Londres.
—¿Estarás mucho tiempo en Francia? ¿Volverás antes de que yo me marche?
Delia no estaba segura al contestarme.
—No sé, Teresa. Depende de cómo me siente el cambio. Si mejoro y me encuentro bien, vendré enseguida…
Nos despedimos en la escalera después de un rato de charla en su habitación mientras ultimaba los equipajes. Romualdo vino a buscarla con un taxi y nuestra despedida fue rápida.
—Hasta, pronto, Teresa. Te escribiré.
Delia tenía los ojos brillantes de lágrimas.
—Buen viaje, Delia. Espero enseguida una carta tuya diciendo que todo va bien.
Las despedidas deben ser rápidas, como fue la de Delia. Al estrechar mi mano, sin embargo, sus lágrimas se habían adelantado a nuestra urgencia. Se dio media vuelta y salió corriendo. Desde las escaleras vi a Romualdo en la puerta haciéndome un gesto de saludo. Yo también me volví de espaldas a ellos y subí a mi cuarto, entristecida. Delia era una costumbre ya en la Casa: la costumbre de comentar con ella, en español, las pequeñas cosas, de escuchar sus largas confidencias, sus pesimismos y sus exaltaciones. Delia se ha marchado.
Los docks, a esta hora, están vacíos. Tarde de sábado con Thomas. No hay voces de orden, de ánimo, voces de trabajo. Las cadenas penden de las fachadas rojas de los almacenes.
En una sala de té sucia, miserable, de bancos de madera unidos por el respaldo, de cromos colorinescos en las paredes, pedimos una taza de té. En un rincón dos hombres mal vestidos, con gorra de visera a cuadros, mirada triste, nos contemplaban. No hablaban y estaban el uno al lado del otro, dejando pasar el tiempo, sintiendo vagamente la compañía mutua. Yo pensé: «Es como en las tabernas de España. ¿Qué diferencia hay entre este narcotizado silencio, taza de té tras taza de té, y los vasitos diarios, silenciosos, en la taberna habitual, de los barrios bajos madrileños? Es esta tienda de té, pequeña, incómoda, íntima y sucia, lo que me recuerda, lo que equivale a nuestras tascas. El pub es distinto, el pub puede que se parezca a los bares, pero no a las tabernas humildes, castizas, entrañables».
En las ruinas de las casas viven gentes que cuelgan sus trapos a secar, en cuerdas sujetas a estacas. La guerra, los bombardeos han barrido calles y calles. En el jardín de una iglesia desaparecida, verdeante en sus derrumbadas piedras, un niño pelirrojo está sentado con un perro lanudo al lado. El niño calla, inmóvil. La iglesia, el solar de la iglesia, es un triángulo entre dos calles que confluyen en el vértice del triángulo. El solar avanza, cinematográfico, en primer plano.
Las dos calles también están deshechas, aplanadas y aplastadas contra el asfalto. El niño y el perro contemplan el desastre sin verlo, porque el desastre es anterior, estaba ahí cuando nacieron y empezaron a mirar en torno a ellos. Probablemente está ahí desde siempre y no pueden imaginarse las calles y la iglesia como eran, dos filas de casas, alzadas piedra sobre piedra, y la iglesia, las torres verticales. En su llanura de ruinas, el niño y el perro reflexionan.
Thomas se marcha a Manchester. Quiere buscar un trabajo, algo que ocupe su tiempo y dé sentido a su vida.
—Y tú, ¿qué piensas hacer en España, Teresa, cuando vuelvas?
No quiero pensar en lo que haré, en lo que no estoy haciendo. No quiero recordar que Londres está lleno de bibliotecas, museos de ciencias naturales privados y públicos, invernaderos con rarísimas especies.
—Ahora estoy en una tregua. Y a la vez en una encrucijada. Cuando los meses de Inglaterra terminen, tendré que decidir. No puedo imaginarme lo que haré en España cuando vuelva, prefiero no pensarlo todavía…, pero también te lo diré, también recibirás alguna crónica privada mía.
Thomas no pregunta más. Sabe, intuye conflictos personales, crisis que nada tienen que ver con nuestra amistad.
—¿Recuerdas lo del otro día, lo de Eliot? Es una pena no estar con él, no poderlo resolver tan fácilmente como él.
El camino a seguir… Después de ver The Cocktail Party, hace unos días, Thomas estaba intelectualmente indignado.
—Demasiado fácil, dos caminos: vida vulgar, charla junto al fuego con la persona que no nos comprende, a la que nunca comprenderemos, vida en zapatillas al lado de esa persona o lo otro, el camino heroico. ¿Qué deja el señor Eliot para los que no elegimos lo uno ni lo otro? Lo heroico, la solución sublime… No estoy de acuerdo. En el medio quedamos los dudosos, los indecisos, los que no servimos para el heroísmo o no lo queremos seguir porque nos parece poco inteligente, demasiado sencillo, sin que por eso nos resignemos a «la mañana que separa y la tarde que reúne», a la «tolerancia, la rutina y el dar y tomar en la forma acostumbrada»…
—No desquicies a Eliot, Thomas, no creo que quiera decir exactamente eso. Recuerda también lo otro, lo verdaderamente importante: la soledad. El remedio a la soledad: olvido o posesión. Eliot tiene razón, lo malo es no poder elegir la posesión, y seguro, seguro que tú y yo, y la mayoría acabaremos eligiendo el olvido. No te ensañes con Eliot, ¿qué más da el olvido de la soledad, logrado por la compañía de otra soledad, una compañía en zapatillas si quieres, que el olvido de la soledad logrado a fuerza de huida, barcos, mochila…?
Thomas no contesta. Thomas se marcha mañana. Cuando nos despedimos dice:
—Buena suerte, Teresa.
KATE
«Estoy tan decidida como no lo he estado nunca. Esta tarde o el próximo domingo volverá. Aprovecha los domingos porque puede salir por la mañana temprano y volver el lunes antes del trabajo. Espero que llame, hace muchos días que no escribe… Hoy me siento segura, preparada… Será un descanso, un triste y deseado descanso como el que se siente cuando muere una persona largo tiempo enferma». Kate siente un escalofrío, un desfallecimiento.
Kate está libre la tarde del domingo, pero no ha querido salir de la Casa, de su habitación. Mira al timbre, sobre la puerta, piensa.
«De un momento a otro sonará y aunque lo esté esperando me sobresaltaré. Aunque sonara ahora, mientras lo miro, me estremecería».
Kate mira a su alrededor buscando algo en que entretenerse durante la espera.
«Acabaré poniéndome nerviosa si va pasando la tarde sin que llame. Perderé fuerzas en la espera y cuando llegue el momento accederé, iré como otras veces. Y si le veo no podré decir nada…».
Leer, oír la radio, fumar. A Kate no se le ocurren otras soluciones. Necesitaría una ocupación manual, punto, costura, algo en que trabajen las manos mientras el pensamiento se ajusta al ritmo de la aguja.
«Hace ya mucho tiempo que no coso. Y sin embargo la labor empezada, cogida a ratos, acompaña, serena. Pero no tengo nada, nada que coser…».
Kate recuerda.
«Creo que hace años, en casa, antes de salir de casa, cosíamos o hacíamos jerséis, Lissi, mamá y yo. En el invierno. Entonces, el punto era un pretexto para dejar volar la imaginación, para concentrarse en el número de vueltas y olvidar a Lissi y a mamá, que comentaban el último acontecimiento social del pueblo, boda, bautizo o sermón».
Sobre la cómoda están los frascos de tocador de Kate. En la chimenea, una caja de piel, un retrato de los padres, antiguo, un pato Donald vestido de marinero, con una cinta en la gorra que dice «Navy». Kate mira el muñeco de trapo y se dice: «Por algún sitio hay que empezar».
Y lo coge, lo envuelve en un papel, lo guarda en el primer cajón de la cómoda, al fondo. Vuelve a la butaca parda, desgastada por el respaldo, en que estaba sentada.
«Pocas cosas para guardar o destruir. Dan y yo estamos atados por muy pocas cosas materiales… No hay regalos, muebles, no hay siquiera una habitación determinada que pueda añorarse. Un amor en el aire».
Kate mira al timbre, al hueco que el pato Donald ha dejado sobre la repisa. La Casa está silenciosa. Desde la ventana, las chimeneas de las fábricas lejanas no echan humo, es domingo. «Domingo. Mamá y Lissi en la iglesia. “Ven a la iglesia, Kate. Hace tiempo que debes de estar condenada”. Aunque termine lo de Dan no volveré a la iglesia. Puede que sea la Iglesia la que me hace decidir en el fondo; ese resto de temor religioso al castigo… Pero no, el castigo es dejar lo que no hemos tenido tiempo de iniciar apenas. No es la Iglesia, soy yo, es Ana, que no puede defenderse. Si Ana estuviera bien, yo no dudaría, no me acordaría de la Iglesia. Es el instinto supersticioso que avisa de que el mal hecho a otro cae al fin sobre nuestras espaldas. Si ese timbre suena de una vez llamándome, hoy dormiré tranquila».
El timbre agudo, insoportable, eriza la piel de todos los objetos en la habitación. Kate salta de la butaca. Sale corriendo, sin preocuparse de cerrar la puerta.
Cuando vuelve, el temor y la angustia están en sus ojos. Cierra la puerta tras de sí. Se sienta, se muerde los nudillos.
Sale al pasillo y llama a la puerta de Teresa. Nadie contesta. Kate vuelve y del armario de su habitación saca un abrigo fino. Se lo pone.
«No resistiría un momento más aquí. Demasiado tarde… Ha llegado demasiado tarde. Antes, mucho antes tenía que haberlo hecho. Ana no vivirá más de hoy. Se está muriendo ahora mismo, se moría mientras yo esperaba la llamada de Dan y quitaba el pato Donald de la chimenea…».
Kate se sienta en la butaca. Las piernas le tiemblan y a la garganta le sube una opresiva sensación, las palabras de Dan en el teléfono.
—No estoy en Londres, Kate, estoy en casa. Ana se muere.
Y un rato después:
—No seas absurda, Kate. No digas disparates. Te exijo que te calles…
«Quiero creer lo que indudablemente es la verdad: Ana estaba muy enferma, Ana no tenía remedio, no podía salvarse de ningún modo y no ha podido afectarle nuestra… Ella no sabía que yo existiese. No quiero dejarme sugestionar por este estúpido presentimiento… La oscura fuerza del deseo, de lo que se desea con intensidad… Hemos deseado su muerte, dormidos y despiertos, ocultándonoslo hipócritamente el uno al otro… Pero ella estaba enferma, si yo no hubiera conocido a Dan, lo mismo, a estas horas, estaría muriéndose…».
—¿Kate?
Kate se levanta de la butaca. Abre la puerta. Teresa parece triste.
—Me acabo de despedir de Thomas, Kate. ¿Conoces algo más antipático que una despedida? ¿Ibas a salir?
—No. Teresa, acabo de entrar…
«Si hablara, todo sería menos trágico, más normal. Si dijera “Teresa, acaba de llamarme Dan. Su mujer está muriéndose”, Teresa diría algo, rompería el maleficio y la muerte de Ana sería un acontecimiento vulgar, sobre el que mi imaginación cesaría de inventar fantasmas».
—Pues yo, Teresa, estaba decidiendo, hace un momento, lo que voy a resolver respecto de Dan…
—¿Con Dan? ¿Vas a decidir algo con Dan?
«No me ha entendido, lo ha entendido al revés, como yo he querido, todavía, que lo entendiera, porque quiero dar tiempo, retrasarme, volverme atrás…».
—Voy a terminar de una vez esta situación, Teresa.
«Todavía no he aclarado nada. Teresa sigue confusa. Puedo dar dos sentidos a la frase. Tengo tiempo de volverme atrás».
—Tengo remordimientos. Yo no he hecho nada directamente, quiero decir, no he creado disgustos, ni dificultades a la mujer de Dan, al contrario, tú lo sabes. No quiero que venga ni que me busque, ni saber nada de él, pero él sigue aferrado a la idea de que algún día esto tendrá arreglo. El arreglo es la muerte de Ana…, cosa natural, que sucederá cualquier día…
«Que puede suceder hoy mismo, que sucede en este momento, Teresa».
—… porque está muy enferma… Pero tengo remordimientos, me parece que nosotros, con nuestra urgencia egoísta por resolver nuestro futuro, anticipamos su muerte.
«La hemos anticipado».
—No pienses esas cosas, Kate. Termina si quieres la relación por un tiempo. Vive y actúa como si no creyeras que puede resolverse alguna vez, pero si se resuelve, como es lógico que se resuelva…, entonces no debes tener ideas negras y crearte complejos de culpabilidad, sombríos y absurdos.
—Ya no tiene remedio… Nunca tuvo remedio, pero ahora, menos. Dices estas cosas para tranquilizarme, pero sólo la separación definitiva de Dan me tranquilizará. No tiene remedio. Estamos condenados desde un principio. El engaño empezó cuando esperábamos nuestra muerte, deseábamos nuestra propia muerte, juntos, en la guerra, y terminó teniendo que desear la de Ana.
Teresa quiere dar un aire frívolo a las palabras de Kate. Se burla.
—Kate, ¿sabes que eres una actriz magnífica, una actriz que, además, inventa su papel a medida que lo interpreta…?
Kate mira a Teresa desde lejos, pensativa, serena.
—Puede que tengas razón, Teresa.
MARJORIE DEWEY
Desde que Delia Soto se marchó, Marjorie habla poco con la gente de la Casa. Se sienta callada en el salón a la hora del lunch o de la cena, contesta si le preguntan algo, saluda y se retira sin preocuparse, como al principio, de la indiferencia o la cortesía formularia de las otras comensales. El té suele tomarlo en la biblioteca. Lleva su bandeja, y, mientras lee, come trocitos de cake o se lleva la taza a los labios. Marjorie ha organizado su vida en la Casa y ya no duda cuando se encuentra con alguien en el ascensor, cuando tiene que pedir a una camarera un plato, cuando reclama que limpien su habitación con más detalle, por la mañana. Marjorie se ha convertido, insensiblemente, en una residente más, segura, adaptada a la Casa y a sus pequeñas rutinas, con una vida aparte, una ocupación que dura toda la semana y amigos para pasar la tarde del sábado y el día del domingo. Mejor dicho, amigas. Marjorie se reúne desde hace una temporada con tres compañeras del University College que conoció en el British Museum. Dos son australianas y la tercera, inglesa. Trabajan en la biblioteca del British Museum, como ella, suelen tomar el lunch todas juntas en un Lyon’s cercano y vuelven, después de un breve descanso, a trabajar. Una de ellas ha hablado a Marjorie de un posible empleo como profesora en un colegio de niñas, en el campo, pero bastante cerca de Londres. Marjorie espera con ilusión la solución de las gestiones de su amiga porque está gastando demasiado dinero y le gustaría resolver por su cuenta el alojamiento. Mientras tanto, Marjorie estudia concienzudamente, lee, repasa y ordena con cariño sus libros y cuadernos de la universidad. Su entusiasmo por la cultura no ha decaído, pero ya no asocia el talento a hombres o personas a las que le gustaría conocer, sino que se conforma con la belleza de las piedras, de los cuadros. Esta belleza estática, que se le ofrece en los museos, la serena y la reconcilia con Europa, después de sus primeros choques desilusionantes con la «cuna de la cultura». Las tres amigas de Marjorie adoran la música y, con ellas, Marjorie hace cola cuatro o seis horas los días de concierto interesante en el Albert Hall para lograr una entrada de «arena».
En el redondel, como de plaza de toros, del Albert Hall, la arena, el ruedo, es lo más barato, y los estudiantes se apiñan de pie en él, mudos, religiosamente transportados por la música a un paraíso en que se olvida el calor, el cansancio y los pisotones del señor de al lado.
Las australianas viven juntas en una habitación alquilada, y Marjorie las visita con frecuencia los días de fiesta. Toman el té, charlan, oyen discos. Cuando vuelve a la Casa, Marjorie está plenamente satisfecha de su tarde y todavía lee, aplicada, una biografía o una tragedia clásica antes de dormir.
Hoy Marjorie se ha quedado en la Casa. Ha invitado a sus amigas a tomar el té con ella, en el saloncito de las sobremesas. Las tres amigas han disfrutado mucho. La tercera, la inglesa, vive con su madre y a veces, lleva a Marjorie y a las australianas a cenar a su casa.
Marjorie ha hecho los honores del saloncito, seria, circunstancial; luego ha explicado la historia del salón como se la explicó a ella Miss Lancaster. Las amigas comentan doctamente, añaden opiniones a las opiniones que ha dado Marjorie sobre la historia, la antigüedad de los muebles, de la chimenea.
Marjorie, a la noche, anota en su cuaderno de frases importantes algo que ha dicho la amiga inglesa y que la ha impresionado hondamente: «Inglaterra está aquí, en las viejas casas inconmovibles, aunque ya no esté en otras partes».
Marjorie lee dos veces la frase. Suspira y cierra el cuaderno.
VERÓNICA
—Sí, Mary, mañana es nuestro aniversario. Cinco años.
Mary es la única oyente de Verónica, porque la nueva chica que ha venido a sustituir a Emily es tan cardo como Emily, en expresión de Verónica, y porque Louise el domingo se marcha enseguida después del café, si no está de turno para la noche.
Mary escucha a Verónica con una atención concentrada y al mismo tiempo perdida en algo ajeno a lo que Verónica dice: el vaivén de sus zapatos, por ejemplo, los brillos que la luz hace en los zapatos al aparecer éstos de su instantáneo escondrijo bajo la mesa para volver a desaparecer, en el balanceo, apenas reflejada la luz en la punta, apenas contemplado el reflejo por Mary.
—Tom quiere que lo celebremos en serio. El quinto aniversario es una fecha importante, un poco menos importante que las bodas de plata, pero algo parecido. Charlotte estrenará un vestido blanco que le ha regalado mamá y Veric, la pequeña, uno que le he comprado yo, azul, con un lazo así de ancho en la cintura.
Mary sigue el movimiento de las manos de Verónica. Verónica piensa: «Seguro que no ve lo que le señalo. No sé ni para qué estoy hablándole a este tronco».
—Estarán muy elegantes, Veric —comenta Mary—. ¿Y qué haréis para que se note que es fiesta?
Verónica se empieza a sentir comprendida.
—La cena, Mary, la cena será lo estupendo. Vamos a adornar la mesa como en Navidad. Las niñas tienen guardadas las figuras de la mesa de Navidad, las cintas brillantes del árbol, las bolas de colores. Yo se lo guardo todos los años… Con eso adornaremos la mesa, y con un candelabro antiguo de cinco brazos que me ha regalado mamá… Cinco, Mary, ¿te das cuenta? Son cinco por los cinco años… Mamá lo tenía en casa desde hace mucho tiempo. Ya sabes que la casa de la madre de mamá estaba llena de cosas buenas y que mamá misma tiene en su casa cosas preciosas que en parte serán mías algún día… Pues, como te iba diciendo, en el centro de la mesa, el candelabro con las cinco velas encendidas y las cintas brillantes colgadas de la lámpara y el techo… Prepararé la cena por la mañana porque es mi día libre. Lo elegí desde el domingo pasado, se lo dije a Jackie: Jackie, digo, Miss Jackson, por favor, necesito que mi día libre, la próxima semana, sea el lunes. Asuntos familiares, Miss Jackson. No le dije lo del aniversario porque como ella no ha estado casada ni sabe lo que es eso es capaz de fastidiarme por envidia o por rabia.
«Mary tampoco ha estado casada, pero es incapaz de tener envidia cuando le cuento estas cosas. Mary es de una pasta especial y con ella se puede hablar de todo, con la seguridad de que todo le importa poco y le afecta menos».
Mary, soñadora, contempla la punta de sus zapatos, levantando un momento los dos pies a la vez, suspendiendo el balanceo para la mejor contemplación.
—¡Lo pasaréis muy bien, Veric! Te doy la enhorabuena y te deseo que celebréis las bodas de plata con las niñas crecidas a vuestro lado y…, y todo bien.
Verónica se conmueve.
«Pobre Mary».
—Gracias, Mary. Dios te oiga. Ojalá nuestras bodas de plata sean alegres, con Charlotte hecha una bailarina famosa y Veric, tal vez, una actriz, y las dos con nosotros sanas y fuertes… Mary, qué intranquilidad dan los hijos… Mañana la fiesta es nuestra, pero será de ellas, ya lo verás, y nosotros casi no pensaremos en el aniversario, en nosotros mismos, como debe ser, porque estaremos pensando en ellas, en lo que harán y en lo que serán…
Mary se aleja en los zapatos de los que pasan por la ventana alta del comedor de servicio, en las sombras movedizas que los cristales le dejan ver. Mary adivina, juega a adivinar quién pasa por la ventana: hombre o mujer, entrecerrando sus ojos adormecidos para ver las formas más claras.
—¿Qué miras, Mary? —pregunta Verónica.
Mary no tiene tiempo de inventar.
—Me entretengo, Verónica, cuando estoy sola, quiero decir, mirando a ver si soy capaz de distinguir desde aquí los hombres y las mujeres. Es difícil porque las faldas oscuras, a veces, son como pantalones y los pantalones claros me parecen faldas…
—No te voy a repetir por milésima vez que con gafas te entretendrías mucho más viendo lo que realmente pasa a tu alrededor y no simplemente tratando de adivinarlo.
Mary sonríe apacible, e inicia el tic de la barbilla, arriba y abajo.
—¡Qué cosas dices, Verónica!… Anda, cuéntame cosas de mañana, de la fiesta. ¿Qué clase de dulces llevarás?
Verónica ha prescindido de Mary. Se refugia en sus pensamientos, en sus planes, en sus preocupaciones.
«Dulces… Esperemos que Tom lleve hoy dinero si queremos tener fiesta completa… Dinero, asqueroso dinero, qué pronto se gasta y cómo se necesita. La fiesta de mañana sin dinero… Tom dice que será alegre de todos modos y yo estoy convencida, pero el dichoso dinero. Debo seis chelines a Louise, pero que se espere… Ella puede esperar».
—Los hijos consumen mucho dinero, Mary. Y cuando son mayores más. Recuerdo los apuros de mamá, viuda y con tres hijas, cuando nosotras ganábamos poco y ella quería que vistiéramos bien… Porque mamá ha sido con nosotras muy cuidadosa, no como otras madres, que abandonan por completo a sus hijos cuando ellos ya trabajan. Mamá sufre porque yo estoy de camarera y por cosas así. Mis hermanas y yo le decimos: «Mamá, tú eres rara y antigua». Louise dice que mamá, teniendo hijas que trabajan en empleos humildes, no debe votar a los conservadores, pero yo ¿cómo voy a impedírselo, Mary? Mamá es una señora fina y no puede comprender que se vote a los laboristas tenga o no tenga hijas camareras, pero Louise es muy exigente en esas cosas, tanto que a veces no puedo contarle todo lo que quisiera contarle…
Mary parece absorta. Verónica sigue hablando para sí misma, en voz alta, sabiendo que Mary no escucha. De pronto, Mary dice, sobresaltada:
—¿Qué hora es, Verónica? Creo que me he dormido, Dios mío, y debe de ser ya tarde para preparar el té.
Verónica consulta el reloj.
—Pronto. Las cuatro menos cuarto. Yo tengo que esperar aquí una media hora más, hasta que venga a buscarme Tom.