1. La mañana
MISS JACKSON
A las siete menos cuarto de la mañana hace frío en la habitación. Septiembre entra en su segunda mitad. Va siendo necesario encender las chimeneas. Unas monedas y la llave de gas funcionará, lo que debería ser troncos ardiendo, llamas, es una llave que obedece a unas monedas. El calor de la estufa de gas, incrustada en el hueco de la chimenea, vence lentamente el frío de la habitación.
Miss Jackson ha saltado de la cama. El agua del lavabo sale caliente, pero la piel, después de frotarla con agua tibia, se encoge de frío. Miss Jackson mira a la chimenea pero no se decide a encenderla.
«Todavía no. Hasta octubre, no».
Los tres primeros pisos tienen radiadores además de las estufas de gas. En invierno se necesitan las dos cosas. En invierno, el cuarto piso, el último piso, abuhardillado en las habitaciones extremas, sin radiadores, es como una cueva helada en medio de un bosque nevado: un refugio imperfecto. Con la chimenea encendida, a fuerza de peniques, la habitación logra caldearse. Pero en la noche, el calor se esfuma y el amanecer trae un frío doloroso a los cuerpos dormidos, arropados en muchas mantas.
Miss Jackson piensa: «Septiembre es una bendición. Octubre puede resistirse. En noviembre empieza la tortura y diciembre es como una huida entre hielos».
La humedad de septiembre todavía es sólo un escalofrío, un encogimiento de la piel, después de lavada, una mirada a la chimenea, una ligera tentación de encenderla.
Miss Jackson, bajo el guardapolvo verde, de cuello alto, de grandes bolsos, planchado, casi almidonado, severo, se pone una chaqueta de punto, fina. Se peina, se mira las uñas.
«El miércoles me las arreglaré».
En octubre las manos de Miss Jackson empiezan a sufrir, enrojecen, se vuelven duras y sensibles al mismo tiempo.
«Desde siempre, desde que, en la escuela, las escondía bajo el jersey, juntas, quietas. En la escuela hacía frío. Los niños llevábamos leña que nos daban en casa, de la que tenían guardada en el cobertizo del jardín. La llevábamos para la estufa de la escuela. Mis sobrinos dicen que ahora no, que ahora la escuela tiene calefacción. El pueblo ha cambiado mucho, lo han hecho cambiar las minas y la industria. El pueblo ya no es nuestro pueblo, el de papá y mamá. Es mucho mejor».
Las siete menos cinco. Miss Jackson está vestida —guardapolvo verde, estirado, sin arrugas—. Y calzada —zapatos de medio tacón, atados hasta muy alto con cordones, medias de hilo—. El pelo de Miss Jackson, asentado, alisado, corto; los cristales de las gafas, limpios, dispuestos a mostrar a los ojos cansados los menores detalles. Miss Jackson está dispuesta a empezar su mañana de trabajo. Las siete menos cinco. Miss Jackson reza.
«A ti, Dios, que estás en las alturas, contemplándonos…».
Miss Jackson sospechó siempre que la oración había sido inventada por su padre. Nunca, después, logró encontrarla en un libro, ni oírla a nadie.
«… conserva nuestro ojo claro, padre, para que reconozcamos el mal».
Las palabras eran del padre o estaba el padre tan unido a ellas que nadie sino él podía ser recordado al decirlas. «… la mano fuerte para la justicia…».
La mano del padre de Miss Jackson era, en el recuerdo, una mano alta, divina, castigadora de sus escasas travesuras infantiles.
«… arroja al fuego los cuerpos impuros…».
El padre de Miss Jackson no llegó a ver a su hijo mayor envilecido, sucio, impuro para siempre. Pero en su oración había palabras para él. Miss Jackson las repite cada día, en su nombre.
«… arroja al fuego a los impuros y salva a los intactos…».
Salva a la hija, a la virgen, a la no mancillada, exigiría a Dios, desde su otro mundo, el padre de Miss Jackson.
«… reúne a los míos, en torno a ti, para que canten tu gloria».
Miss Jackson piensa que el hermano ya no se reunirá con ellos. Miss Jackson imagina a los demás, la madre, los pequeños, que ya son hombres, los hijos de los pequeños y quizá sus mujeres, en torno al padre cantando la gloria de Dios.
El cielo de Dios y ellos, reunidos, alrededor del padre, somnolientos y tiritantes, en el ancho pasillo de la casa, espiando el final del rezo, como en la lejana infancia, el final del canto de gloria del padre.
Miss Jackson se estremece al pensar que el canto de gloria no tendrá fin.
Miss Jackson abre los ojos. Las siete de la mañana. A las once, Miss Jackson sube media hora a arreglar su habitación.
En el office del primer piso, las camareras esperan su llegada.
—Buenos días, Miss Jackson.
Miss Jackson las examina.
—Como si nos hubiéramos dejado en casa un brazo o una pierna —dice Verónica en la cocina—. Nos mira para comprobar si venimos al trabajo con todo el cuerpo…
Miss Jackson dice:
—Pueden bajar a desayunar.
HELEN HUTKINS
«La chimenea del estudio estará encendida ya. Los troncos arderán. Luigi estará tomando una taza de té, junto al fuego, pensando: “Dentro de una hora estará aquí Helen”. Luego se pondrá a trabajar».
Helen abre su gran cartera y empieza a meter papeles en ella.
«El mes que viene habrá aún más trabajo. Urge que Luigi arregle la casa de Hampstead. Trabajaremos allí mejor… Y podremos vivir allí», piensa Helen, pero no se lo dice, lo piensa contra su voluntad, rechaza el pensamiento.
—Viviremos allí —ha dicho Luigi—. Tenemos que irnos allí enseguida. Tú no puedes vivir sola, en la Casa. En cualquier momento puedes volver a…
—… Ya lo sé. Pero no es como antes, Luigi. Sabes que hasta en el silencio estás ahora tú.
Nina no aceptaría el divorcio. Nina no lo pediría, de momento al menos, hasta que se convenciera de que todo estaba perdido.
—Para ella no está perdido nada, de todas formas —había dicho Luigi—. Ella tendrá el dinero que pide y no creo que necesite nada más. La pequeña…
Helen no quiso intervenir.
—Es un asunto vuestro, Luigi. Yo no puedo, no debo opinar. El divorcio no me preocupa… No te preocupes tú por mí.
«El divorcio no me preocupa. El divorcio no cambiará las cosas. Luigi seguirá sufriendo por la niña de todos modos y yo no puedo hacer nada en todo esto… Pero nos iremos a vivir a Hampstead. Abandonaré el torreón…».
El torreón deja pasar la luz blanca de la mañana. La habitación la recibe en los objetos. La luz destaca los relieves, suaviza las formas.
La claridad de la mañana de septiembre sin sol, sin la descarnada agresión que la luz del sol tiene para las cosas. La luz blanca, nubosa, en la que el mundo se recuesta.
«La luz que yo necesito para trabajar —piensa Helen—, la luz para pensar y trabajar y estar dentro de un torreón, de un estudio, dentro de algo. Luigi se va acostumbrando a esta luz».
Las ocho de la mañana. Verónica llama a la puerta.
—Entre.
Verónica deja el desayuno sobre la mesita. Aparta los papeles a un lado, cuidadosamente. Sonríe.
—Buenos días, Miss Hutkins.
—Buenos días.
«¿Quién vendrá al torreón cuando yo me marche? Miss Dudley tenía razón: “Tiene usted suerte, Miss Hutkins, si necesita un cuarto con buena luz”. Dos años. En octubre la casa de Hampstead. Elegiré para mí aquella habitación en lo alto, con una ventana pequeña… El estudio de Luigi, en el salón con la pared de cristal, la débil barrera para la luz. El torreón quedará vacío. Lo ocupará enseguida alguien, como la casa de Sussex. En la casa de Sussex viven gentes extrañas y también aquí, en el torreón vivirá otra mujer que no conozco, que no tengo interés en conocer. En la casa de Hampstead olvidaré Sussex y el torreón».
Helen desayunó deprisa. En el espejo se ajustó una boina negra, cogió la cartera, se puso los guantes. Salió.
El torreón recogía toda la luz de la mañana para verterla, desleída, por la habitación vacía.
RACHEL
Las diez de la mañana.
Las mejillas de Rachel, sofocadas del vapor de sus cazuelas, hirvientes de guisos, tienen un color sano, violento. Rachel está entregada a sus tareas con tranquilo interés.
La mañana ha llegado a su exacto punto medio, entre pronto y tarde. Las siete es la llegada, la puesta en marcha de las cocinas, el temprano comienzo del día. Después, la una es la comida, terminando en el salón la última mirada al último plato. La una es la comida, tarde, de Rachel.
El equilibrio de la mañana está en las diez.
«Todo en marcha, dispuesto. Ahora un momento de descanso, hasta que, enseguida, las primeras cosas estén en su punto y sea necesario intervenir».
A las diez Rachel toma su cuarta taza de té, sola o acompañada de la ayudante de turno, de las chicas que hayan bajado, accidentalmente, o de algún visitante comercial: el hombre del pan, el muchacho de la carne, el niño de la fruta. Si está acompañada, Rachel dice unas frases sin importancia, puramente circunstanciales, a la persona que la acompaña.
—Podemos ir preparando el repollo de la noche —dice, si se trata de la ayudante.
O también:
—Están sin abrir las latas de guisantes.
Si es Louise o Mary o Verónica, Rachel comenta:
—¿Anda Jackie por arriba? No me ha dado la lata en toda la mañana. Creí que estaba enferma.
Y, otras veces:
—He comprado un sombrero rebajado, negro y blanco, precioso.
Con Mr. Brown, o Mr. Smith o Tommy, Rachel emplea las mismas palabras de saludo y cortesía.
—¿Mucho frío? ¿Mucho trabajo? Un pastel, por favor, tome un pastel.
Cuando Rachel está sola, como hoy, las diez de la mañana llevan su pensamiento a la reflexión o el recuerdo.
«No me explico —se dice mientras mueve la cucharilla en la taza— cómo a la gente le gusta el té sin azúcar. Claro que tampoco me explico cómo a la gente le gusta fumar, y son dos cosas absolutamente normales».
Rachel bebe el té, dulce, confortante.
«¿Qué sería en invierno sin té? Ni la guerra es tan dura, teniendo té. Hubo momentos en la guerra en que era difícil tenerlo… Recuerdo cuando Bobby escribía desde el campo: “No te preocupes, tenemos mucho té”… En la Navy tampoco nos faltó. Preferible, a pesar de todo, la falta de té a la sobra de bombas… Preferible la Navy a Londres, en la guerra. Si hubiera otra guerra, yo volvería. Bobby tendría que ir… Ya no es un niño al que se evacúa al campo… Bobby es un hombre y la guerra sería para él, para que se alistase con Dick y con todos los chicos de su edad que eran entonces niños… Si hay otra guerra, mejor será morir que verla, aunque yo creo que iría a la Navy vieja y cansada o como sea…, si me admiten, claro, contando con que les interese Rachel, vieja, y sus guisos. Si hubiera otra guerra lo siento por Bobby, sería tremendo por Bobby, pero guisaría otra vez para la Navy…».
A las diez y cuarto el equilibrio se ha roto. La mañana se inclina a la prisa, las cazuelas se retiran y se sustituyen, la comida del servicio urge. Las doce llegan enseguida. Mientras las chicas comen, se puede terminar con los platos de arriba. Después, cuando todo haya sido resuelto, la mañana, terminada, agotada, podrá dejar a Rachel un último descanso, su propio almuerzo.
Las diez y cuarto. El tomate, la carne, la salsa dorada, harinosa.
«La lechuga no va a llegar a tiempo… El melón delante… Puede que si no tarda mucho, podamos todavía…».
La imaginación de Rachel vuela entre las cazuelas, salta de una a otra, sujeta, prisionera del menú del día, de los pequeños, iguales y conocidos obstáculos con los que se necesita luchar para llegar, vencedora, al mediodía.
TERESA
Miss Jackson me ha buscado esta mañana, temprano.
—Teresa, ¿quiere ayudarme a trabajar en el almacén? Quiero eliminar de allí varios cajones, latas grandes medio vacías. Venga conmigo.
El almacén es frío y oscuro. Miss Jackson enciende la luz. Nuestro aliento se hace visible y Miss Jackson comenta:
—Los almacenes deben ser frescos.
El almacén no tiene ventanas. Las paredes tienen estantes anchos, muy separados entre sí, llenos de botes, latas, paquetes, cajones.
—Empezaremos por aquí —dice Miss Jackson, señalando la pared de la derecha, al lado de la puerta. Se queda de pie, a la entrada—. Súbase a esta escalera. Bajaremos lo de arriba, Teresa. Mire los paquetes que estén abiertos y bájelos todos.
La escalera de mano, pequeña y firme, está apoyada en la pared.
Miss Jackson coge de mis manos las cajas de cartón, los paquetes desenvueltos, con los precintos rotos. Tiene en la mano un cuaderno, en el que va anotando números, nombres.
—Dígame, Teresa, ¿cuántas latas de queso?
El almacén está helado. Tengo las manos rojas y Miss Jackson también. Miss Jackson tiene los dedos deformados, con señales de sabañones. Su vida debe de haber transcurrido en gran parte en fríos almacenes. De pronto siento compasión por ella, Jackie temida y burlada por las chicas de la Casa, seria y consciente de su importancia, más tiesa que el cuello verde de su guardapolvo.
—Miss Jackson, ¿algo más? ¿Puedo subir estos paquetes?
Miss Jackson anota. Mermelada, leche condensada, café. Las reservas alimenticias de la Casa pasan a su cuaderno, se aprietan en sus letras del mismo modo que ha querido que las apretáramos en los estantes.
—Miss Jackson, ¿qué hacemos con estas botellas de agua mineral?
—Las llevaré a la despensa, se están terminando las que hay allí.
Seria, responsable, sin una frase frívola o amable.
—La carne danesa aquí… Los espárragos allí… Deme, por favor, las guindas en almíbar…
Hace frío y prefiero moverme escaleras arriba y abajo, antes que estar de pie, quieta y vigilante como Miss Jackson, que no debe de sentir nada, aunque al verla, parece que se hubiera quedado helada, fija en el suelo.
—Son las once, Teresa. Hay que pensar en ayudar a Louise en el salón. En otro momento seguiremos.
En otro momento. Si Miss Jackson no se da prisa, no seguirá ordenando el almacén con mi ayuda. Porque las maletas, arriba, en el cuarto piso, me esperan para irse llenando con mis cosas en el primer rato libre.