3. El mediodía

TERESA

El mostrador es metálico y a estas horas abrasa. Me aísla en un cerco sofocante de hornos y platos que hay que sacar deprisa. En realidad, no es un mostrador, sino una placa que se calienta con gas. Otro plato. Hoy se han presentado veintiséis residentes para el lunch.

—Buenos días, Miss Dudley. Muy bien, muy fácil, Miss Dudley, gracias.

Louise a mi lado, un poco roja del calor y la excitación del trabajo, reparte platos y sonrisas. Procuro ayudarla. Yo estoy encargada sólo de los platos limpios, que Louise va llenando, y de los platos sucios que las residentes van dejando en la mesita que hay a mi derecha.

Por las vidrieras abiertas se ve el jardín. Londres empieza ahí, en ese césped, en la carretilla de Miss Dudley. Otro plato. Estoy en Londres. Tengo que pensar en inglés.

—Un día muy agradable. Gracias.

—Sí, es el primer día. De España… Gracias.

—Su plato. Gracias.

Si me dan un plato, dicen «gracias». Si les doy un plato, dicen «gracias».

Hay que decir «gracias» por todo, por dar y por recibir. No hay que olvidarlo, «gracias». También hay que sonreír. No es muy difícil. Es el primer día.

España estará quemada de sol, pero Londres desde las vidrieras del gran salón es un trozo de jardín y una carretilla mojada.

KATE

—Gracias, Teresa.

La muchacha española parece sorprendida. Kate sonríe. Le dan ganas de decir:

«Sé su nombre porque ya lo tengo apuntado, entre las residentes. Habitación número siete en el cuarto piso, cerca de la mía. Teresa… algo, universitaria, Ciencias Naturales, viene de Madrid, España, cuatro meses. Es una residente más, no hay contrato de trabajo que justifique… Es una ayuda pero con todos los derechos de las residentes… Comerá en el gran salón cuando no tenga servicio… Envíele invitaciones como a las demás… Puede traer invitados… Ya sabe usted, Kate, como Jacqueline el año pasado… Teresa se ha sorprendido porque sé su nombre».

Kate suele sentarse entre Miss Jackson y la doctora Rupa. No tiene sitio fijo. Nadie tiene sitio fijo excepto la directora, pero hay una tendencia a ocupar, a ser posible, el asiento del día anterior. Hoy la directora no come en casa. Frente a Kate se sienta Delia Soto. A Kate la uruguaya le parece muy simpática. Sonríe siempre al saludar y está como desamparada, diría Kate.

Miss Soto, ¿sabe usted que ha venido una española?

—Sí, sí, Kate. Ya me lo dijo Miss Dudley. Todavía no la he saludado.

Kate no añade nada más. Sería incapaz de señalar. De hacer alguna indicación hacia el mostrador para que Miss Soto se volviera.

En el gran salón apenas se oye el murmullo de las conversaciones. Las residentes comen y charlan educadamente. El acento de la mayoría es extraño, pero para Kate es una extrañeza familiar. Está acostumbrada a este retorcimiento del idioma, suavizándolo unas veces, endureciéndolo otras, haciéndolo incomprensible muchas. Las residentes son en su mayoría extranjeras. Universitarias extranjeras. No estudiantes, sino posgraduadas. Doctoras en distintas cosas. A Kate, en otro tiempo, le asustaban un poco los títulos acumulados por las mujeres de la Casa. Le parecían seres extraordinarios cargados de ciencia, de talento. Kate era muy joven entonces.

«¿Cómo podía yo al principio asustarme ante una doctora Soto, por ejemplo? Tan inofensiva, tan indefensa. Algunas me asustan todavía, pero ya no por su doctorado. Algunas asustan como mujeres».

Kate aprendió a medir exactamente a las personas durante la guerra. La guerra había anticipado su madurez y había transformado su asombro en crítica. De esto no se pudo apercibir Kate hasta que no volvió a la Casa. La Casa fue su punto de referencia para examinarse a sí misma y para determinar la dimensión del cambio. Cinco años de movilización y cinco de posguerra la habían convertido en una mujer de treinta, segura de sí misma, espectadora un poco amarga del mundo circundante.

Kate saludó a Miss Dudley, que venía a sentarse a su lado.

—Hoy me ha telefoneado Mary Bee, aquella muchacha de la Navy. ¿Recuerda, Miss Dudley? Aquella muchacha que vivía en Southampton Court, que nos invitó a su casa cuando todo acabara, y que luego encontró la casa destrozada y lloraba porque no podía invitarnos… Ahora ya tiene otra casa. Vive cerca de aquí. Me ha dicho que algún día, cuando usted pueda, tenemos que ir a pasar la tarde con ella, como prometimos hace seis años…

Lucila Dudley se quitó las gafas y se puso a limpiar los cristales con un gran pañuelo blanco. Los ojos, cercados de arrugas, se movieron hacia Kate.

Kate pensó, como otras veces, que Miss Dudley, sin gafas, era un ser desconocido. La nariz se agrandaba, la frente dejaba paso al dominio de las cejas, grises y pobladas. Los ojos casi desaparecían, hundidos, lejanos, pequeñísimos no eran los mismos ojos que podían sonreír o entristecerse ayudados por el cristal de aumento. Se oscurecían, cobardes, a la luz directa, temerosos del contacto con las cosas.

—Cuánto me alegro, Kate. Iremos, desde luego. Dígale que escoja un día de la semana que viene. Cuánto me alegro…

Delia Soto comía en silencio. A Kate le pareció triste y cansada. Fue a decirle algo amable, algo que la hiciera sonreír, pero en aquel momento la uruguaya se levantó y, después de saludar, depositó su plato en el mostrador. Kate pudo observar que ni siquiera reparaba en la muchacha española. Sin detenerse a buscar el postre, Miss Soto salió del gran salón. Kate siguió comiendo. Lucila Dudley se volvió a ella otra vez.

—Oiga, Kate, mañana llegan las cinco australianas que esperábamos de paso para Edimburgo. ¿Me ayudará usted dentro de un momento a estudiar la forma de alojarlas?

—Por supuesto, Miss Dudley.

En aquel momento Kate estaba pensando en lo que diría su madre cuando recibiese la carta y viera que, aunque estaba libre, tampoco este fin de semana iría a casa. La tristeza de Delia Soto había liberado, en un reflejo condicionado, sus propias tristezas.

«Es mejor que no vaya. Así se darán cuenta de que no tienen derecho a meterse en mis asuntos. Y esa imbécil de Lissi, con su cómoda manera de resolver la vida, su vida… y su afán de querer resolver del mismo modo la de los demás… Lo siento por mamá… Pero mamá está con Lissi, es como Lissi… Yo soy la histérica y la…».

Las palabras de Miss Dudley le llegaron claras sólo al final… «Estudiar la forma de alojarlas».

—Por supuesto, Miss Dudley.

Tardó un momento en desprenderse del torbellino de ideas y sentimientos en el que se sumergía a su pesar, una y otra vez. El torbellino estaba siempre dentro de ella; discurría por zonas dormidas, subconscientes, podía oír su rumor sordo en cualquier momento, pero trataba de olvidarlo como un enfermo crónico trata de olvidar el dolor, oscuro y resguardado en algún pliegue del cuerpo; el dolor que a veces se desenrosca, se estira y sale a la corriente de la sangre. Así Kate quería olvidar el desorbitado girar, el desquiciado agruparse de los recuerdos y los presentimientos que latía en su torbellino. Pero al menor descuido, el obsesionante rumor se extendía y el torbellino se adueñaba de Kate. Por fuera era difícil verlo, adivinarlo. La cara de Kate no se alteraba, la dolorosa obsesión la invadía sin traicionarla, lenta y familiar, como una costumbre.

Con un esfuerzo, Kate contestó a Miss Dudley.

—Además, este fin de semana no pienso ir a casa.

«No pienso ir a casa, como el anterior y el otro y todos los fines de semana desde hace un mes. Tenía que haber dicho: “La ayudaré, Miss Dudley, desde luego. Resolveremos entre las dos este gran problema suyo que es alojar a cinco australianas. Si le parece, después resolveremos también entre las dos alguno de mis problemas… Aunque usted no sepa que existen otros que los de organizar esta casa cada día… Aunque usted haya pasado por la guerra sin que la guerra pasara por usted… Aunque usted, con esa sonrisa estúpida…”».

Kate comía a un ritmo ligeramente más rápido que el ordinario.

Terminó antes que Miss Dudley. Se levantó y fue a llevar el plato al mostrador. La muchacha española la distrajo un momento. Parecía sofocada y ligeramente inquieta. Trataba de no hacer esperar a Louise en la distribución de los trozos de tarta para los distintos platos que ella le iba tendiendo. Kate sintió una vaga ternura por Teresa. Desde hacía algún tiempo solía decirse: «Envejezco». Lo decía porque se conmovía ante cosas de las que antes ni siquiera se hubiera apercibido. Otras veces, cuando el chorro de ternura le brotaba del pecho, tranquilo y seguro, pensaba: «Puede que no sea envejecer. Puede que esto sea riqueza, sea el precio que se recibe por el dolor y las preocupaciones graves y los problemas sin solución. Puede que esto sea el resultado de la angustia».

MARJORIE DEWEY

Estaba echada encima de la cama con los ojos cerrados y sentía el calor como un ancho ondear que le subiera a la cabeza para luego descenderle por el pecho y el vientre, hasta las piernas. El camisón se le pegaba al cuerpo sudoroso y caliente. Había retirado hacia atrás las mantas que el frío de la noche hacía imprescindibles, y se cubría sólo con una sábana hasta la cintura. Marjorie pensaba en las calles de Londres, extrañamente llenas de luz en estos días, sofocantes de polvo negruzco, impuras y sucias, vagamente hermanas por unos momentos de las calles de las ciudades meridionales. Pero el calor del verano londinense duraba poco como calor luminoso, como castigo directo del sol. Enseguida se enturbiaba y brotaba húmedo y vaporoso de la tierra, de las casas. Un calor opaco, casi sólido, que oprimía los pulmones al respirar y golpeaba el cerebro.

«Debo de tener fiebre. No es posible que hoy haga calor. Seguro que es la fiebre que ahora sube otra vez».

La ventana estaba cerrada, las cortinas echadas, pero la luz del verano se filtraba por algún resquicio, aclarando levemente la habitación. Marjorie pensó en las habitaciones de enfrente que daban al río. La sola idea del agua fresca del río la hizo suspirar.

«Un baño ahora, Dios mío, un baño en el río. En casa se habrán bañado hoy ya por dos veces en el lago… Ya habrán comido. A la tarde saldrán los chicos a remar con los Leeville o con los Branney…».

Frente a la cama, sobre una estantería llena de libros, Marjorie había colocado en un marco dorado la fotografía de su casa en Kingston, Ontario, Canadá. Abrió los ojos para mirarla. La oscuridad le impidió distinguir las formas, pero no era necesario. Conocía de memoria la imagen de la casa grande, colonial, heredada de sus abuelos y gradualmente embellecida por dentro con los ahorros de la familia.

En torno a la casa se extendía un parque. Los árboles, altísimos, rozaban sus copas con los árboles del bosque que comenzaba en una línea de difícil precisión, agrandando el parque y protegiendo la casa. Un ancho paseo, que nacía de la puerta principal del edificio, llevaba hasta el embarcadero. El lago asomaba apenas sus aguas por un ángulo de la fotografía.

Marjorie, desde la cama, bebía el frescor de los árboles oscuros, cautivos en la cartulina.

«… Ellos no pueden imaginarse cómo estoy yo ahora… Ellos estarán cómodamente sentados en el porche, charlando después del café… Mamá no puede imaginarse que estoy enferma… La fiebre debe de haberme subido… Hasta la noche no me verá la doctora. Puede que sea algo grave… Puede que no sea sólo el agotamiento del maldito cólico…».

En la puerta sonó un golpe débil. Marjorie dijo «adelante», aunque no estaba muy segura de que hubiera sido en su puerta. Entró Delia Soto. Desde el umbral sonrió un poco a ciegas, buscando, adivinando la figura de Marjorie en la cama.

—¿Dormías, Marjorie? —preguntó.

—No, Delia. Me alegro de que hayas entrado. ¿Qué tal estás? ¿Has comido aquí? ¿Has estado fuera toda la mañana?

Las preguntas fluían encadenadas con rapidez, con la ávida curiosidad por los pequeños acontecimientos que muestran los enfermos.

Delia se había sentado en una butaca, al lado de la cama. Con su inglés dulce e irregular, explicó a su amiga todos los pasos del día:

—Sí, he estado en la biblioteca del British Museum toda la mañana. Pensé comer allí, pero estaba demasiado cansada y decidí volver a la Casa. Pienso acostarme un rato largo esta tarde. Y tú ¿qué tal estás? ¿Ha venido la doctora Rupa?

—No, Delia, no ha venido desde ayer. No vendrá hasta la noche. No sé cómo estoy pero tengo mucho calor. Ahora mismo, cuando tú llegaste, estaba pensando que debo de tener fiebre. No es posible que haga realmente tanto calor.

—Sí, sí hace calor. Pero puede ser que tengas algo de fiebre. ¿Te has puesto el termómetro?

—No, no quiero ponérmelo hasta la tarde. Me asusto y me pongo peor cuando tengo unas décimas. Me sugestiono. Soy muy cobarde. No quiero ni pensar que me pusiera grave, quiero decir, estando tan lejos de casa, tan sola.

—No te preocupes, Marjorie. Esto no es nada. Ya te dijo la doctora que no era nada. Además, no estás sola. Puedes llamarme en cualquier momento y yo vendré. No seas niña…

Marjorie, ante Delia Soto, se sentía un poco niña. Necesitaba de alguien que la mimara y la uruguaya le parecía instintivamente la persona más indicada para dar y recibir afecto. Las otras residentes vivían demasiado aisladas de ella, de todas, aisladas entre sí. No era fácil saber si estaban tristes o alegres y se limitaban a saludar cortésmente en el comedor o donde una se las encontrase. Y eso sucedía con las inglesas, las americanas, las australianas, las que podían estar más cerca por razones de idioma. Con las verdaderamente extranjeras de la casa, Marjorie se sentía desvalida. Las barreras le parecían aún mayores, insalvables, y se imaginaba diferencias psicológicas que harían imposible una amistad. Con Delia Soto, sin embargo, todo fue más fácil, porque al llegar Marjorie a la Casa, habían sido compañeras de habitación durante un mes. Delia era cariñosa y bastante mayor que ella. La había tomado un poco bajo su protección cuando la vio entrar, joven y asustada, cargada de maletas en la habitación.

Marjorie acababa de llegar de Canadá en busca de un empleo. Quería conocer Europa, trabajar en lo que ella llamaba «la Patria de los antepasados», «el origen de nuestra cultura», etcétera. En Canadá había sido profesora ayudante de Historia Antigua, en la universidad, después de terminar brillantemente su carrera. Pero al cabo de un año de ayudantía se había cansado y había empezado a planear el viaje a Inglaterra. La aventura la atraía. Pensaba que en Londres sólo encontraría gente interesante, hombres extraordinarios, saturados de vieja cultura, de sensibilidad, de talento. Sus compañeros de universidad, en Kingston, le parecían vulgares, desprovistos de atractivo y tremendamente estúpidos con sus preocupaciones por el baseball, la natación y el remo.

—Estaba también pensando en casa, Delia —dijo de pronto Marjorie. Habían estado calladas las dos unos momentos—. Estaba pensando en mi familia, en que estarán muy bien ahora en la casa tan grande y tan fresca, junto al lago. ¿En tu país tenéis lagos, Delia?

—Sí, hay lagos al sur. Pero no en la ciudad donde yo vivo. Mi ciudad está en un terreno seco, árido. Es una ciudad un poco triste para el que llega de fuera, con sus calles estrechas y sus casas de balcones salientes, de pura arquitectura española.

Marjorie parecía olvidar su preocupación de hace un momento. Hablaba animada.

—Tu país debe de ser muy interesante. Me gustaría ir algún día, viajar mucho. Viajar creo que es una de las pocas cosas que merece la pena hacer en esta vida.

Delia asintió.

—Sí, viajar es una delicia, pero hay que viajar con alguien. Viajar solo es una de las cosas más tristes que puede sucederle a uno…

—Desde luego —la interrumpió Marjorie— es mucho mejor acompañada, si la persona que nos acompaña quiere ver las mismas cosas que nosotros y detenerse donde nosotros queremos detenernos.

Marjorie se había sentado en la cama y hablaba de un modo exaltado. Delia pensó que, en efecto, debía de tener un poco de fiebre.

—Perdona, Marjorie, pero voy a dejarte. Debes descansar. Yo también tengo ganas de echarme un poco. Me encuentro siempre cansada y aunque no tengo ningún dolor localizado, no estoy bien. Prefiero no sugestionarme, como tú dices. A la noche volveré a ver qué te ha dicho la doctora. Si puedes, trata de dormir. Te encontrarás como nueva después de una buena siesta.

Marjorie asió la mano de Delia y la estrechó con fuerza.

—Gracias, Delia, por venir. Estoy mejor ahora, después de charlar contigo. Es tan aburrido. Aquí todo el día sola y sin tener ganas ni siquiera de leer…

Cuando Delia Soto salió de la habitación, Marjorie volvió a tumbarse. Le dolía un poco la cabeza.

«He charlado tanto… Qué buena es Delia… Parece algo triste y preocupada por su salud. O quizá le preocupe también ese muchacho amigo suyo con quien sale. Debe de estar muy enamorada de él».

El calor volvía a molestar a Marjorie. La idea de un baño en el río, en el lago, volvió a asaltarla. «Si pudiera darme un baño estoy segura de que me encontraría mejor. Un baño en el Támesis, en las aguas sucias del Támesis, aunque tuviera que darme luego otro baño en la bañera…».

«Otro baño en la bañera» fue una frase que se quedó grabada en la mente de Marjorie. A los pocos momentos se decidió: iría al cuarto de baño y se daría un buen remojón. «El agua sale caliente. No hay miedo a que me resfríe. El agua caliente deja tan relajada…».

Se levantó, buscó a tientas las zapatillas bajo la cama, bajo la butaca. Cuando las encontró metió en ellas los pies, sin calzárselas. Luego cogió de una silla un salto de cama de seda y se lo puso. Vaciló un momento, midiendo sus fuerzas, y abrió la puerta de la habitación.

VERÓNICA

—Y tú, Emily, ¿cuándo te vas de vacaciones? —preguntó Verónica.

Estaban sentadas en los taburetes del pequeño office, en el segundo piso. Emily fumaba lenta, parsimoniosamente. La bata blanca que se ponía para trabajar destacaba el feo tono de su piel, el color indeciso del pelo, entre negro, pardo y castaño.

—No sé todavía. No tengo ninguna prisa porque no pienso moverme de aquí —contestó al fin.

—Pero ¿no vas a visitar a tu familia?

—Este año no. Mi madre vive ahora en Glasgow con mi hermano casado. Me arruinaría si intentara hacer el viaje hasta allí.

Verónica no dijo nada, pero compadeció para sus adentros a su compañera. Verónica no podía comprender que Emily viviese en la Casa todo el año y que pasara las vacaciones también en la Casa. El sueldo era pequeño, desde luego, porque para eso incluía habitación y comida. Emily no hubiera podido pagarse una habitación fuera. Por otra parte, mirándolo bien, no tenía objeto cambiarse a otro sitio, al menos por razones de independencia. La Casa no se metía para nada en la vida de sus residentes ni de sus empleadas. Las unas pagaban su hospedaje, y ahí terminaban sus obligaciones. Las otras, ellas, el servicio, tenían sus horas fijas de trabajo.

Fuera de estas horas podían salir y entrar lo que quisieran. Dormir o no dormir en casa, o como solía decir Verónica: «Morirse por la calle sin pedir permiso a nadie, con tal de que en las hojas de Miss Jackson una no tuviera asignado trabajo para aquel momento».

—Yo quisiera mandar a las niñas con mis padres a Devon, pero Tom no quiere separarse de ellas. Dice que las niñas están fuertes y sanas y que, todos juntos, podemos pasar un buen verano. Los fines de semana pensamos ir a la playa… Tom y yo siempre preferimos tomar las vacaciones en invierno, en Navidad.

—Es una buena idea —comentó Emily.

«Navidad —pensó Verónica—. Navidad en casa, preparando los regalos de las niñas, de Tom. Este año, Tom necesita un jersey nuevo. Puedo empezarlo en noviembre… Las niñas llegan de la escuela tan contentas… Tom traerá el árbol de Winchmore de casa de sus tíos. Todos los días juntos, en casa, y a la tarde salir a pasear, a ver los escaparates, los juguetes… Este año Charlotte es ya mayorcita y hay que comprarle una muñeca grande…».

—¡Qué bonita es la Navidad, Emily! —exclamó Verónica.

Emily no contestó y siguió fumando. Verónica la miró un instante. Luego cortés, suavemente, suplicó.

—¿Podrías darme un cigarrillo, Emily? Estoy sin un penique hasta que cobremos…

Emily sacó el paquete de cigarrillos un poco aplastado de un bolsillo de la bata y se lo tendió a Verónica.

—Gracias.

Verónica fumaba con verdadera delectación. Después de Tom y las niñas, si había algo que necesitaba vitalmente eran los cigarrillos.

—A Miss Jackson le molesta muchísimo que fumemos. No lo puede remediar. ¿Te acuerdas, Emily, cuando yo le dije?: «Pero, Miss Jackson, ¿usted no ha hecho la guerra?». Y ella me contestó: «Sí he hecho la guerra, Mrs. Cadwell, pero de una guerra hay que salir más limpio». Y yo le dije: «Oh, Miss Jackson, fumar no es un vicio tan grande». Y ella me contestó: «Mrs. Cadwell, usted tiene dos hijas, puede que tenga algún hijo más todavía, y ¿cree que tiene derecho a destrozar su salud para que sus hijos hereden un cuerpo enfermo? Los británicos hemos dominado al mundo gracias a la pureza y a la fortaleza de nuestras mujeres…». Fue un discurso precioso. Yo, como no quería discutir, le dije: «Puede que tenga usted razón, Miss Jackson. Los británicos degeneramos a gran velocidad…». Me miró con verdadero odio, te lo juro, Emily.

Emily se había levantado ya y recogía su aspiradora, su bayeta del polvo y su cepillo.

—Vamos, Verónica, hay que empezar.

La encargada del tercer piso estaba de vacaciones, y después de terminar su trabajo, Verónica y Emily se repartían sus habitaciones. Verónica miró su reloj. Eran las dos y media.

«Después de comer es bastante molesto tener que seguir trabajando. Menos mal que hoy es sábado… Mañana dormiré mucho… Hay que decirle a Tom lo del Chelsea Palace… Podíamos dejar a las niñas acostadas temprano… ¡Qué cuarto más desordenado, Dios mío!».

Rápida, con verdadera destreza, Verónica manejó de un extremo a otro de la estancia la aspiradora. En el tercer piso las habitaciones eran pequeñas y casi todas de dos camas. Verónica echó hacia atrás la ropa, y sin molestarse en sacarla de los pies, en un momento, hizo la primera cama. La otra estaba ya hecha.

Cogió la bayeta de una silla y se puso a limpiar el polvo de los pequeños objetos que se amontonaban en la repisa de la chimenea. La puerta de la habitación estaba abierta y en el umbral apareció Miss Jackson.

—Verónica, ¿terminará usted pronto?

—Sí, Miss Jackson, enseguida.

—Baje usted a cobrar antes de las tres. Miss Dudley tiene hoy mucha prisa.

Miss Jackson desapareció. Verónica volvió a tararear un vals y siguió limpiando el polvo, por encima, muy por encima, de los objetos de la chimenea. Luego, recogió sus bártulos de limpieza y pasó a la habitación siguiente.

«Dinero, dinero… Qué agradable es tener dinero… Como dice Tom: “El dinero, Veric, es bueno cuando se tiene todo lo demás, como nosotros lo tenemos. El dinero es bueno teniéndote a ti y a las niñas”… Desde luego, Tom, porque ¿qué iba a hacer yo con el dinero si no te tuviera a ti? Iré corriendo a casa y al pasar por Stone compraré dos paquetes de Player’s y dulces para las niñas…».