5. La noche
TERESA
Al entrar en la Casa ya es de noche. Louise está en el salón terminando de servir la cena.
—¿Has salido sola? ¿Te has divertido? Siéntate a cenar.
Como no estoy de servicio ceno en el gran salón. Los sábados cenan pocas residentes en la Casa, al menos a la hora en que se sirve la cena. Pero muchas se apuntan para cenar tarde, cuando llegan de la calle. Louise les guarda los platos con sus raciones de pudding y carne, y a las diez, las once, la una o la hora en que vayan llegando, los recogen de la placa caliente.
Después de cenar subo a mi habitación. Louise me ha advertido:
—Mañana harás el servicio del comedor con Mary. No estaré yo. Pero no te preocupes. Los domingos es muy fácil: comida fría. Mary te ayudará mucho.
El ascensor sólo llega al tercer piso. Luego está el pasillo de madera encerada y al fondo unas escaleras. Hay que subir andando un piso más. Me alegro de tener una habitación para mí sola. Tengo espacio suficiente para guardar todas mis cosas. La ventana es triste y da a un patio, negro del humo de las mil chimeneas que se ven desde aquí. Pero tiene buena luz. Una luz gris que parece venir de abajo, del fondo del patio, a pesar de estar tan cerca del cielo. Las casas cercanas son bajas, de una sola planta o de dos. No impiden ver a lo lejos. A la lejanía de tejados y tejados. Sobre la mesa hay un papel extraño, un papel que yo no dejé al salir. Lo desdoblo: Welcome. Y continúa en inglés: «He venido a visitarla pero no había nadie. La puerta estaba abierta y me he tomado la libertad de dejarle este billetito. Vivo en el segundo piso, tres, y me gustaría saludarla. Soy uruguaya. Welcome, Delia Soto».
¿Uruguaya y me escribe en inglés? Un inglés muy defectuoso por otra parte. Una uruguaya. Alguna vez necesitará hablar español. Es tranquilizador saber que hay una residente que habla castellano, aunque me dé la bienvenida en inglés. Mañana la saludaré.
DOCTORA RUPA
—No se preocupe usted, Marjorie. Esto no es nada. La fiebre ha desaparecido, prácticamente. Las décimas son consecuencia natural de un resto de infección que está a punto de extinguirse. Con esta inyección dormirá usted muy bien.
La figura blanca de la doctora se mueve de un lado a otro de la habitación. Dentro de su gran cartera, la doctora Rupa lleva siempre preparado todo lo que puede necesitar. En sus visitas a las residentes no tiene ayudante; ella misma hierve el agua en la cocinilla de gas, en el office del piso. Ella prepara, levanta, arregla a la enferma. Es verdad que las enfermas de la Casa nunca son graves. Para casos graves está, enseguida, el hospital.
Marjorie, después de la inyección, se ha quedado quieta, recostada sobre la almohada.
—Pero ¿podré levantarme mañana? —suplica.
La doctora está recogiendo sus instrumentos de trabajo. Agujas, jeringas, algodón van desapareciendo en la gran cartera. Sonríe y su sonrisa ilumina la cara ancha y morena, llena de bondad.
—Desde luego, Marjorie. Puede levantarse un rato y bajar al jardín si se siente con fuerzas. ¡Ah! Y nada de disparates; nada de baños rápidos y refrescantes…
La doctora Rupa tiene una inagotable capacidad de ternura, paciencia y comprensión para sus pacientes de la Casa. Su profesión adquiere con ellas matices sutilísimos, calidades extracientíficas. Con un profundo instinto materno, la doctora practica una medicina psicosomática que se explica a sí misma en los ratos de tranquila meditación.
«Cómo buscar el pulso, cómo auscultar e interrogar fríamente, ignorando la mirada, la ansiedad y, sobre todo, la tremenda soledad de estas muchachas. Ah, las causas de la enfermedad suelen ser tan complejas…». Para la doctora Rupa las residentes son todas muchachas: jóvenes, maduras o viejas, pero muchachas al fin.
Ahora se ha despedido de Marjorie y, al subir a su habitación —tercer piso, al fondo—, va pensando en ella.
«La alegría que tiene Marjorie… El afán de ver las cosas, de conocer personas… Marjorie, tan joven, con su añoranza del lago y del hogar y, sin embargo, empeñada en aferrarse aquí… Ojalá triunfe al fin la añoranza».
La doctora Rupa sube las escaleras sin cansarse. Rara vez reclama el ascensor. A los cincuenta y cinco años, después de un día de intenso trabajo, Rupa O’Connor no se siente fatigada.
Ha llegado a hacer de su trabajo el más extraordinario y cambiante entretenimiento, el único imperativo, fresco y siempre renovado, de su vida.
La ocupación a que la doctora Rupa dedica la mejor y mayor parte de sus energías no es la visita de enfermos. Durante toda la jornada —de ocho a cinco—, y durante todo el día, si no hay nada importante en la Casa, trabaja de ayudante en el laboratorio de un famoso investigador médico. La doctora es allí una humilde, anónima pieza, que sigue extasiada el curso de los trabajos de su jefe, callada, absorta, dispuesta a encargarse de la parte más pesada.
«Bien sé que no seré nunca una Marie Curie —se dice Rupa O’Connor muchas veces, contemplando el retrato de la investigadora que está colgado en su cuarto, sobre la chimenea—. Pero también es verdad que el doctor no sabría prescindir de mí, que me necesita casi tanto como a sus cultivos».
La doctora Rupa, que no ha sentido nunca la alucinada visita de una intuición creadora, de una revelación, es del todo feliz sólo con esa participación suya, silenciosa y necesaria, en el misterio. Cree en el proceso milagroso que su jefe ha provocado y espera, de un momento a otro, la revolución científica que sobrevendrá.
Esto es lo realmente importante: ser testigo en la elaboración del milagro, en la transformación, en la comprobación final.
Lo demás, las visitas a las residentes, responde a otras razones, a otras necesidades que nada tienen que ver con la verdadera vocación. Existe una razón práctica, material: la Casa le da comida, habitación y un pequeño sueldo, por sus funciones de doctora. Luego, hay otras cosas. Impulsos sentimentales que obligan a Rupa, casi a pesar suyo, a salir de vez en cuando de la celda aséptica en que se ha refugiado, que la obligan a descender de su limbo paradisíaco para ponerse en contacto con la inquietud y el dolor de los otros.
En el fondo de esta tendencia humanitaria late la herida vieja del recuerdo. El marido joven, muerto en la otra guerra, la juventud destrozada, la desesperanza final.
—Es difícil conquistar la serenidad —dice gravemente la doctora Rupa a alguna de sus pacientes—. Pero se consigue…
Lo dice con su sonrisa ancha, que le transforma el rostro. Luego se mete las manos en los bolsillos de su bata blanca y se retira sin cansancio, como ahora, después de la visita a Marjorie, sin sentir el peso de sus años.
En su habitación, la doctora Rupa se detiene sólo un momento. Deja la cartera sobre la mesa y con un gesto de alivio vuelve a bajar las escaleras. «Es sábado, habrá que divertirse un poco…».
Desciende hasta la planta baja, cruza ante el gran salón oscuro y vacío y entra en el saloncito de las sobremesas. Enciende una luz, la luz de la lámpara de pie; gira el mando de la radio y pone en marcha el pick-up. En un armario están los discos: la doctora conoce muy bien el orden, los títulos y los intérpretes de las grabaciones. Elige sin dudar: un programa ligero, intrascendente, alegre. Música popular, canciones de moda, bailables…
Hundida en el sillón, la doctora Rupa empieza su noche de sábado.
JOAN BRACKLEY
Joan apaga la luz y cierra al salir la puerta de su habitación. Se sube el cuello de la gabardina y va hacia la puerta de hierro: el ascensor está subiendo. Con el dedo apoyado en el botón de la llamada, Joan espera el cesar brusco del ruido, el chirrido del muelle al cerrarse en el segundo piso. Pero el ascensor no se detiene, se acerca, viene hasta el tercer piso. A través de las rejas, Joan ve aparecer en la jaula de madera a Kate, la muchacha de la oficina de recepción. Kate abre la puerta.
—Buenas noches, Miss Brackley. Estupenda noche de sábado. Después de la lluvia, la temperatura es tan agradable… Casi frío.
Brackley escucha las palabras de Kate sin contestar; la mira como si no comprendiera bien lo que está oyendo. Al fin dice:
—Buenas noches, Kate. Voy a dar una vuelta, cerca; ya sé que es sábado.
Dentro del ascensor, Joan se repite en voz alta:
—Es sábado, claro que es sábado.
Bajo el brazo lleva el bolso, apretado. Le brillan los ojos. Los de Joan son negros como su pelo y brillan siempre.
«Claro que es sábado, pero se ha pasado muy rápido en la cama… Podía haber bajado a cenar, noto en el estómago un gran vacío… ¿desde anoche? No, esta mañana he tomado el té del desayuno. La mermelada y el pan no, pero el té lo he bebido».
La puerta del ascensor; la otra puerta. En el reloj de la planta baja son las diez menos cuarto. Joan sale al jardín. El jardín tiene un paseo largo. Los pasos de Joan se hacen cada vez más rápidos.
Joan es americana. Ha llegado hace tres semanas. Es licenciada en Leyes y ha trabajado en Viena en las oficinas del Ejército de ocupación. Viene a Londres a buscar trabajo. Se admira de todo lo que ve en la Casa: de la historia, de los muebles, de la cara de Miss Lancaster. Y dice cada vez que se admira: «Dios Santo».
Es alegre y amable. Cuando llegó a la oficina de Kate, con las maletas, parecía nerviosa y dijo:
—Una habitación, por favor, señorita. Me envían de la Embajada, me han dado allí esta dirección. Llevo dos días en Londres recorriendo hoteles, hoteles espantosos, Dios Santo, y carísimos. Una habitación no muy cara, por favor, y alguien que mueva estas endiabladas maletas.
Kate consultó con Miss Dudley y le dieron una habitación del tercer piso. Antes de subir, allí mismo, de pie y excitada, con las maletas a su lado, Joan abrió el bolso, contó dinero, y pagó una semana adelantada. Luego se encerró en su cuarto y estuvo veinticuatro horas sin salir. Emily tuvo que llamar muchas veces a la mañana siguiente cuando intentó servirle el desayuno. Por fin, Joan abrió con cara de sueño, cogió la bandeja, la colocó sobre la mesa y se volvió a meter en la cama. A la noche se levantó y bajó con cara de susto, Dios Santo, preguntando a todo el mundo a qué hora y dónde se cenaba.
Desde entonces nadie se volvió a ocupar de ella, ni de sus desayunos intactos ni de la ausencia de su nombre en los tableros de la comida y la cena, aunque era fácil suponer que estaba arriba, encerrada, porque Emily no había podido entrar a limpiar la habitación. Para Joan fue un alivio comprobar la absoluta independencia de que podía disfrutar en la Casa.
El jardín tiene un paseo demasiado largo. Los pasos de Joan son lentos. Llama. Abre el portero de noche. El ascensor está a la derecha. No, no es esta puerta. Aquí. Tercer piso. Joan no enciende la luz de su habitación. Tropieza ciegamente y se apoya en la chimenea. Un reloj cae al suelo. La débil luz que entra de la calle se refleja en la esfera: las once menos cuarto.
Joan intenta cogerlo pero el reloj se escapa, desaparece… Es mejor dejarlo.
Lo dejaremos todo e iremos a la guerra… Iremos a la guerra y dejaremos a la rubia Molly regando su jardín…
El hombre del pub cantaba aquello y también bebía solo. Tenía el pelo rojo y gafas gruesas de cerco oscuro.
«¿Cerveza, señorita? Ya es la hora, señorita. No se puede beber más. No se puede beber. Los Estados Unidos han venido aquí a moralizar el país y no simplemente a liberarlo. Lo siento, Miss Brackley».
Joan ha encontrado la cama. Se sienta y dando al pie un impulso desproporcionado, arroja al aire un zapato, luego otro. Tiene frío y la cabeza le arde. Se acurruca bajo el edredón. La almohada está deliciosamente fresca. Debajo de la cama, el reloj, con la cara pegada al suelo, recorre las horas iguales, los minutos vacíos de la noche.
EL PORTERO DE NOCHE
«Las gallinas viejas son las últimas que entran en el gallinero», piensa Polish mientras cierra la puerta detrás de Miss Dudley, que viene elegante y sofocada. Sobre el traje azul estampado de aros blancos, lleva prendida una rosa roja, cerca del hombro.
—Buenas noches, Polish. ¿Ha cenado usted ya?
—Ahora mismo iba a bajar, Miss Dudley. Buenas noches.
«Pocas deben de quedar fuera —se dice Polish—, aunque hoy es sábado y hasta las viejas tienen derecho a divertirse».
En el reloj de la oficina de recepción son las dos y media. Polish baja las escaleras del sótano. Por el pasillo, el olor señala el camino de la cocina. Polish gira el interruptor. La cocina brilla, blanca y negra bajo la luz de neón. El olor de las comidas del día no ha desaparecido del todo. Las ventanas altas y estrechas, al nivel de la acera, están abiertas, pero no es suficiente.
El olor está en las cosas, habita en ellas, ha llegado a impregnar madera, hierro y mosaicos. Pero Polish se encuentra a gusto en la cocina y el olor no le molesta: al contrario, le conforta, le acompaña. Con la luz encendida y el agua hirviendo en la tetera negra, sobre la llama rebajada del gas, la noche es corta, hogareña. Tiene algo de noche recién comenzada; la llama dispuesta para la cena, la madre que ha salido un momento y está a punto de volver.
Polish no se dice estas cosas pero las intuye de un modo impreciso. Le acompañan y le protegen en la larga noche de vigilancia. Rachel le deja la cena en el horno caliente. Sobre la mesa, los cubiertos, el pan y el agua. Polish retarda lo más posible el momento de comer. Tiene su tiempo muy estudiado, las horas de la noche perfectamente distribuidas. Hasta las doce, en la oficina de recepción, hojea los periódicos del día, lee los titulares sin entenderlos del todo, contempla las fotografías. A las doce, una taza de té en la cocina, un cigarrillo y otra vez arriba, hasta las dos. Generalmente las residentes llegan antes de esa hora.
«La que no haya venido ya no viene», dice Polish para sus adentros. Y baja definitivamente a la cocina.
El timbre se oye muy bien desde abajo y, si hay una llamada inesperada, Polish puede acudir en dos zancadas de sus piernas jóvenes y fuertes.
Los sábados, Polish se queda arriba hasta un poco más tarde. «Un sábado es un sábado», piensa, como un padre transigente que espera a sus hijos para acostarse.
«Y para uno nunca es sábado», filosofa mientras saca del horno la fuente de la cena. Pero lo dice sin rencor, tranquilamente, porque Polish, el portero de noche de la Casa, está muy lejos de sentir cualquier clase de rebeldía ante el destino, las cosas o las personas. Polish, como le llaman todos, porque efectivamente es polaco y su nombre es difícil de pronunciar y recordar, ha sufrido demasiado como para quejarse ahora de este remanso en que navega desde hace algún tiempo. Polish es joven, simple, no sabe explicarse las circunstancias históricas que le llevaron desde una aldea de Polonia hasta las filas del Ejército británico.
Llegó un día hambriento, destrozado a las trincheras aliadas. No sabía inglés. Le tradujeron los soldados polacos. No tenía mucho que decir, pero sus palabras, repetidas una y otra vez, eran tremendas.
—Padre, madre y los demás ya no están…
Se quedó con la tropa. Vio desfilar lo que quedaba de guerra. Todavía no había encontrado quien le explicara claramente el porqué de todo aquello.
En Londres le hicieron súbdito inglés, ex combatiente. Trabajó en muchos sitios distintos, a disgusto, en trabajos para los que no servía. Cuando iba a alistarse para trabajar en el campo, se presentó a la portería de noche de la Casa.
Al principio, Miss Lancaster no le quería admitir.
—Esto va a ser demasiado internacional, Miss Dudley. No confío nada en estos extranjeros exiliados. Nadie sabe exactamente de dónde han salido ni lo que se proponen hacer en este país. Es una verdadera nube, una invasión progresiva…
Pero tuvo que aceptarlo porque no se presentó de momento ningún inglés y urgía resolver el problema.
Polish come lenta y reposadamente. Hace durar la cena, como un entretenimiento. Después, una taza de té y un cigarrillo. A las cuatro de la mañana, otra taza de té…