2. El mediodía
TERESA
El sábado es un día de muchos invitados. Louise se pone de mal humor porque, además, el sábado es el día en que más residentes se quedan en la Casa para el lunch.
Mary, Louise y yo somos pocas para atender las mesas del coro, los platos que nos traen y nos piden, el cuaderno de control.
Louise sirve las mesas y nos deja a Mary y a mí al cuidado del mostrador. Mary se mueve a ciegas, aturdida e ineficazmente, entre el office y el salón.
—Buenos días, Miss Dudley… Un día frío, sí.
Miss Dudley busca su sitio, al lado de la doctora y de Miss Lancaster. La chimenea del salón está encendida. Del jardín entra, por la ventana entreabierta, un aire húmedo y gris. Otro plato. Ha entrado Miss Lancaster.
—Buenos días… Sí, pocos días, Miss Lancaster, muy pocos días ya…
Mary recoge los platos sucios. Pocos días. Dentro de pocos días no estaré aquí. Entra Kate.
—Te espero luego, para tomar en mi cuarto una taza de café.
De las mesas del coro viene Louise con una fuente en la mano.
—Un poco más de lechuga, Teresa, por favor.
La lámpara central del salón está encendida. La luz de las velas eléctricas entristece el salón. Entra Miss Dewey.
—Un plato, Mary.
Las primeras residentes van saliendo, camino del saloncito.
—Mary, por favor, ¿has preparado el café? Llévalo con cuidado, ya es hora.
Los platos sucios van aumentando. Las mesas van quedando vacías.
El lunch ha transcurrido al ritmo de todos los sábados. Louise vuelve del saloncito.
—Allá las he dejado, fumando y cotorreando. Ven a tomar una taza de café.
Mary ha preparado tres tazas en la mesa del office. Louise se sienta en el único taburete. Mary, en la mesa, yo, en el saliente interior de la ventana cerrada. Mary, desde la mesa, por encima de mi cabeza, mira al jardín.
—Miss Dudley ahora trabaja poco en el jardín.
A mis espaldas imagino el jardín, verde y mojado, sin carretilla y sin hamacas. Las piedras viejas del salón brillan más grises que el aire, y el río es negro, espejeante, como un pozo hondo. Fuera de la ventana, a mis espaldas, empieza Londres, las calles otoñales y adustas, los cristales empañados de los pubs y las salas de té.
Louise fuma un cigarrillo y el office se vuelve íntimo, caliente, con el humo y el aroma del café.
—Se está bien en casa, ya —dice Louise. Y echa el humo por la nariz.
Los ojos de Mary se animan.
—Sí, Louise, se está bien en casa. ¿Tú tienes chimenea, Louise? Me gustaría tener en mi cuarto una chimenea.
Hay que recoger los platos, limpiar las mesas, lavar cubiertos, vasos. Doy la voz de alarma.
—Cuando queráis, chicas.
Louise tira el cigarrillo. Mary suspira.
—Chimenea y café, ¿eh, Teresa? Para el invierno, chimenea y café.
KATE
«Las tazas de mamá. Hoy es casi la despedida de Teresa, hay que usar las tazas de mamá. Puede que Teresa no venga ya otro día a este cuarto a tomar café. Tendrá cosas que hacer… Mamá tiene pasión por estas tazas. ¡Qué milagro hizo regalándomelas!: “Para ti, Kate, para que las tengas en tu cuarto de Londres y te acompañe algo del hogar”… Mamá es tan conmovedoramente tradicional. Lissi quiere imitarla, pero su casa es vulgar y ella no tendrá nunca el delicado instinto de mamá para los detalles, para colocar la cosa adecuada en el sitio preciso… La casa de Lissi es fría, destartalada, como un almacén de muebles, aunque ella crea que es una maravilla… Claro que no es fácil, con un marido como el suyo, conseguir un ambiente refinado, ni siquiera cómodo… Pobre Lissi, compadeciéndome porque cree que nunca voy a tener lo que ella tiene… A Dios gracias».
Kate ha colocado sobre la mesa dos tazas, dos cucharillas, el cazo eléctrico con el agua a punto, el bote de Nescafé. La chimenea está encendida y los cristales de la ventana, empañados, no dejan ver el patio.
«Es mejor que los cristales empañen el espectáculo del patio —piensa Kate cuando su mirada tropieza con ellos—, porque el patio en invierno es más triste que nunca… Los cristales me protegen de la negra perspectiva de chimeneas, de la sucia hondura del patio».
En la chimenea, en el hueco que el Donald de trapo dejó vacío, hay un candelabro de un solo brazo, con una vela. Cuando lo colocó, Kate, burlona se dijo: «Una vela encendida al amor muerto».
Luego la burla se volvió amargura y pensó: «Una vela para el amor de Dan y el mío y para ella, para Ana, la muerta, para el fantasma al que no puedo imaginarme como un ser real. Ana, de la que no he visto una fotografía, de la que Dan no quiso nunca hablar, como persona de carne y hueso. Nunca aludió a su pelo, a los ojos, a la estatura. Ana era un fantasma para Dan o empezó a serlo cuando me conoció».
La amargura se reflejó en el espejo de la chimenea y Kate pensó en quitar el candelabro, pero no lo hizo porque un presentimiento, un vago temor la asaltó.
«Está bien ahí, por Ana o por nosotros o por todos».
Después, Kate dijo un día a Teresa:
—Estoy poniéndome neurasténica, créeme. Pienso constantemente cosas tristes y sombrías relacionadas con la muerte, y no quiero seguir así. Tengo que buscar un estímulo para salir de este decaimiento. Tengo que refugiarme en algo que me haga reaccionar y comprender que la vida exige seguir adelante, saltando por encima de los baches…
Pero Kate no buscó nada a su alrededor.
«Nada que esté fuera de mí puede ayudarme —decidió—. La voluntad es la que puede luchar dentro de mí, en contra y a favor de mí misma».
El agua hierve, la chimenea se apaga. Kate busca en su bolso y encuentra unas monedas. El calor reavivado de la chimenea espesa el vapor de los cristales.
Kate mira las tazas y piensa: «Tengo que comprarle unas tazas a mamá, unas tazas bonitas en el anticuario de King’s Road… Mamá sería feliz revolviendo en esas tiendas de Chelsea… Tendrá una alegría con las tazas… Merece la pena dar alegrías a mamá. Es una de las pocas cosas que merecen la pena… Mamá está cerca de mí aunque no comprende mis locuras: “Kate, no hagas locuras. Kate, por favor, hija mía, procura ser una chica normal y búscate un buen hombre que te ayude a seguir viviendo”… Lissi es distinta, Lissi es mezquina y si supiera que Dan…, que he dejado ahora lo de Dan, se enfurecería: “Kate, no te entiendo y me pareces retorcida y malvada; ahora es cuando tienes derecho, ahora y no antes, a pensar en Dan”. Eso pensaría Lissi suponiendo que yo le diera ocasión de saber algo concreto… Mamá reza por mí. Mamá piensa que sus rezos me están transformando y que me devuelven suave y mansa cada semana a sus brazos. Puede que tenga razón».
Kate mira el reloj.
«Teresa debe de estar a punto de subir. El Nescafé está listo… Cuando Teresa se marche ya sólo hablaré conmigo misma, pero no importa porque ya todo va calmándose y la voluntad ha vencido al torbellino».
—La voluntad ha vencido, Teresa. No te preocupes por mí. Yo creo que, de veras, he encontrado la tranquilidad.
—Y ahora que estás tranquila y los absurdos remordimientos y resentimientos y terrores han desaparecido, ahora…, cuando pase algún tiempo más, ¿no crees que podrás volver a pensar en Dan? ¿Crees que él va a ser tan loco como tú y te va a dejar en paz? Volverá, Kate, volverá a insistir en cualquier momento, cuando juzgue que la crisis de nervios ha pasado y se te puede hablar de las cosas serenamente.
Kate siente una congoja de lágrimas subiéndole hasta la garganta. No quiere hablar. No se mueve para que la voluntad actúe, domine, castigue. Teresa sigue hablando. Kate escucha el sordo rumor del torbellino, naciéndole en lo oscuro, en lo hondo, fluyendo liberado a la sangre. El dolor se desenrosca, se extiende por las sendas del pensamiento; el recuerdo, el amor… Kate siente el torbellino destruyendo controles, anulando propósitos. El torbellino y la congoja suben a los ojos de Kate. El llanto, prohibido, olvidado, difícil, cae sobre sus manos entrelazadas.
«Todo está igual. La voluntad no ha avanzado nada… Estoy tan desamparada como el día que llegué a Inglaterra, de vuelta de la guerra y de Dan… Estoy tan dispuesta a oír a Dan como lo he estado estos años de espera, de angustia y desesperación…».
Teresa ha cesado de hablar. Kate siente el llanto como una gran paz. Teresa habla y Kate recibe sus palabras serena, limpia, débil.
—No intentes seguir luchando, Kate. No quieras rebelarte contra algo que estaba escrito desde antes de que nacieras…
MARJORIE DEWEY
Marjorie tiene un diario. Lo empezó en el barco, el primer día de navegación a Europa. En la primera página Marjorie escribió:
«Creo que este diario se irá llenando de las cosas más importantes de mi vida. Cuando llegue a la última página, ya estaré empapada de Europa, si Dios quiere que así sea…».
Las páginas del diario de Marjorie habían ido llenándose con su hermosa caligrafía canadiense, de rasgos claros, redondos. La ilusión y la desilusión de Marjorie, el dolor y la esperanza, todo había pasado al papel, blanco y grueso, del diario. Los días en que no había nada interesante que anotar, Marjorie escribía: «Día incoloro». Los días de los grandes acontecimientos, las páginas se sucedían, bajo la fecha única.
Los sábados, Marjorie gusta de hacer un repaso de la semana. Un repaso mental, mezcla de examen de conciencia y lista de arrepentimientos. El sábado, después de comer, Marjorie dedica unos momentos al diario, y sólo luego, libre de obligaciones, se prepara la tarde y sus programas de fin de semana.
«Estoy contenta —escribe hoy— porque me ha salido un nuevo trabajo. Esta vez parece más seguro que el anterior. Se trata de dar clase a dos niños, en su casa, todas las mañanas, de lengua inglesa. Es una familia francesa que acaba de establecerse en Londres y no puede enviar a sus niños a un colegio inglés de momento, hasta que no aprendan bien el idioma. Es un trabajo bonito seguramente. Lo malo es que no podré ir a la biblioteca, pero lo primero es el dinero. No quiero pedir más dinero a papá. Al contrario, quiero ahorrar algo para que no necesite mandarme el importe del pasaje completo, cuando vuelva. Estoy muy animada a volver pronto. Quizá en la primavera. En la primavera ya habré pasado un año en Europa y puedo volver. Estoy contenta de haber venido y de los malos y buenos ratos que estoy pasando aquí. Es muy fácil hablar desde Kingston de lo que es la cultura europea, sin haberla vivido, que es lo que les pasa a la mayor parte de nuestros profesores allí. Yo podré explicar otra vez Historia Antigua con el profesor White, pero será distinto. He visto demasiadas cosas en Londres y en el British Museum para hablar con la frialdad de antes. También estoy contenta por lo que me ha servido este viaje para la vida. La vida, desde Kingston, no se puede conocer. Hay que verse en situaciones como las que yo he tenido que afrontar para saber que no todo es remar y pasearse entre los árboles del parque a la salida de la universidad… Esta tarde vamos al teatro y creo que nos divertiremos. Pensamos ver una obra de Anouilh, traducida. La semana próxima quiero terminar unos libros que he sacado de la biblioteca de abajo, de la Casa, y volver por tercera vez a la National Gallery. También tengo intención de visitar Westminster por dentro, porque un compañero inglés de mis amigas australianas conoce la abadía con todo detalle, y como sabe mucha Historia nos va a explicar todo minuciosamente».
Marjorie hizo un alto en su tarea para pensar.
«¿Escribiré algo sobre la anécdota del otro día, la que contó en la mesa Miss Lancaster? No estoy muy segura de si se referiría al primer Lord que vivió en la Casa o al que mandó construir el salón… Mejor es no escribir en caso de duda».
Marjorie siguió pensando. No sabía cómo seguir. De pronto, se dijo en voz baja:
—Hay algo importante. El lunes…
«El lunes en el autobús, un muchacho me cedió el asiento de la ventanilla. Me sonrió. Parecía estudiante. Era muy inteligente, por lo menos tenía mirada inteligente. Parece que vive cerca de aquí. Me lo pareció porque a las ocho y media de la mañana, la gente que coge el autobús en un barrio es porque vive en ese barrio. No sé por qué creo que a él se le ocurrieron cosas parecidas acerca de mí. Se bajó en Oxford Circus. El martes fui exactamente a la misma hora pero ya no le encontré. Quizá cogió el autobús anterior o el siguiente. Es fácil que cualquier mañana vuelva a encontrarle y me ceda el asiento o me sonría. Esas cosas no sólo pasan en Kingston, me imagino que también pueden suceder en Londres…».
Marjorie releyó lo escrito. La frivolidad de las últimas líneas contrastaba con las serias disquisiciones en que se había entretenido líneas arriba. Se avergonzó un poco. Para borrar su ligereza, siguió escribiendo.
«Desde luego eso son pequeñas anécdotas callejeras que escribo sólo para sonreírme cuando las relea, dentro de muchos años. Lo grave y lo decisivo es lo otro, lo que Londres me está haciendo aprender y mejorar en el aspecto intelectual. Temo que al volver a casa encuentre todo poco exquisito y la gente cerrada, obtusa para la fina ironía y la aguda penetración que aquí he adquirido. Pero no creo que tenga sentido quedarme dos años, como pensé en un principio; esto sólo serviría para ahondar las diferencias entre mis paisanos y yo. Mejor es que vuelva a casa en primavera. El verano en casa, en el lago, con los chicos, descansando, me vendrá muy bien. No es que añore a nadie. Soy lo suficientemente fuerte para pasar los años que haga falta lejos de casa, pero será agradable. Si lo pienso bien, quedan sólo unos meses para que sea verdad…».
Al llegar a este punto, Marjorie se sintió inoportunamente conmovida. Se indignó.
«¿Voy a permitirme sensiblerías acerca de mamá y la abuelita como una de mis amigas de Kingston que nunca ha salido de las faldas del hogar? Marjorie, por favor, tú eres una mujer, te has hecho una mujer en Europa y con tu experiencia no estaría bien que… No está bien que llores».
VERÓNICA
—Pues mi nuera estaba preocupada pero ya no, parece que no era eso. Y me alegro mucho porque no necesitaban tenerlo tan pronto. Un niño cuesta muchos sacrificios, Veric, tú lo sabes y ellos son tan jóvenes…
Verónica asiente.
—Sí, Louise, un hijo es un martirio… Yo estoy encantada con las dos pequeñas pero otro… Me vuelve loca la idea de que pueda ser otro y no una falsa alarma como la mujer de Dick…
Verónica cruza los brazos. Se sienta en la mesa del office. «No quiero ni decírselo a Tom, ¿para qué? Primero debo esperar, cerciorarme. Tom se quedaría tan contento y diría: “Esperemos que sea chico”. Pero no necesito un chico. Estoy cansada, Dios mío, las niñas van siendo mayores, no necesito otro… Dos hijas ya son mucho para gente que trabaja, como Tom y yo… Fue el aniversario, yo se lo advertí: “Tom, la fecha, te digo que es un día peligroso”. Pero Tom dijo: “Es nuestro aniversario, Veric”… Cuando nació Charlotte, cuando Charlotte vino y yo pude notarlo nos llevamos un disgusto».
—Yo me llevé un disgusto con Charlotte. Con la pequeña no, porque teníamos a la otra y estábamos acostumbrados. Pero con Charlotte… Eramos muy felices solos, Louise. No digo que después no lo hayamos sido, pero… están ellas y no hay tiempo, no hay ocasión de recordar los dos, solos, como al principio, que nos queremos y que estamos juntos y…
Louise secaba los últimos platos. Los cogía de la pila del office e iba colocándolos unos sobre otros en la mesa, al lado de Veric. Mary y Teresa limpiaban las mesas, pasaban el cepillo al suelo encerado, colocaban los vasos en el armario de cristales.
Verónica se había escapado un momento a ver a Louise. Estaba preocupada y Louise podía, sabía consolar.
—No te apures, Veric. Hasta en el peor de los casos no te apures… Todo se arregla y es alegre al final si se recibe con alegría… ¿Y si tienes un chico? Yo prefiero los niños, preferiría un nieto a una nieta cuando llegue el momento.
Verónica seguía recordando.
—Cuando nos casamos salíamos todos los días. Tom quería ir a bailar o al cine. Ahora vamos al pub, los dos, y yo soy muy feliz, pero… parece que estuviéramos viejos para intentar otras diversiones.
Louise se seca las manos. Se dirige a Verónica en un tono animoso, estimulante.
—No te nubles, mujer. Cuando seáis de verdad viejos como Charlie y yo, y los hijos se os hayan marchado, entonces estaréis todavía mejor. Fíjate que Charlie la otra noche viene y me dice: «En la primavera te advierto, Louise, que vamos a hacer un viaje largo. Hasta creo que podemos llegar a París». Me quedé viendo visiones. Le respondí: «Pero, Charlie, ¿tan joven te sientes? ¿Tanto dinero piensas ahorrar?». Pero no le dije que no, desde luego. Ahora sí que podemos ir y venir sin cuidados. Todo lo que ganamos podemos gastarlo sin miedo… ¿A qué vamos a esperar?
Verónica mira al jardín por la ventana del office. El día está nublado. Por el paseo camina Miss Dudley hacia la cancela, con un impermeable azul. Verónica observa sus pasos cuidadosos, sus precavidos pasos que pretenden evitar la posible torcedura de sus tacones altos. Verónica piensa: «Qué cuidadosa, qué prudente es Miss Dudley. No hay miedo de que se tuerza un pie».
—Louise, ¿verdad que Miss Dudley, suponiendo que estuviese casada, tendría sólo el número de hijos que quisiera tener?
Louise, la mira asombrada.
—¿A qué viene eso, Veric?
Verónica mueve la cabeza a ambos lados.
—No sé, tonterías. Se me ocurrió de repente al verla andar.
Louise sale del salón. Habla con Teresa, con Mary.
—¿Terminamos?
Teresa devuelve el cepillo a Louise.
—He terminado. Subo al cuarto de Kate, que me espera con el café hecho. Hasta luego.
«Tengo el tercer piso sin tocar —piensa Verónica—, la chica nueva habrá hecho su parte pero yo no he empezado».
—¿A qué hora te marchas, Verónica? —pregunta Louise—. Podemos ir juntas un rato, si quieres. Tomar por el camino una taza de té, te invito a unos bombones. Voy a sacar mis últimos cupones.
Verónica casi ha olvidado que es sábado, que en el bolsillo tiene las libras de la semana, recién cobradas. Libras, chelines, peniques, dinero. Sin tocar, además. Esta semana no hay deudas en la Casa. Ni Louise ni Rachel. El sueldo entero. Al llegar, Tom también traerá su dinero.
«¿Cómo puedo estar triste?».
—Louise, ¿cómo puedo estar triste con dinero en el bolsillo? ¿Estaré dejando de ser yo?
Verónica ríe alegre. La preocupación ha pasado y queda el momento, prometedor y seguro.
—Saldremos pronto, Louise. Lo antes posible. Me voy con mi aspiradora.
El rumor de la aspiradora balancea los pensamientos. Atrás y adelante.
«No estoy segura, no se lo diré a Tom».
Adelante y atrás.
«Se lo diré si encuentro ocasión».
La alfombra verdosa del cuarto tiene zonas blanquecinas y zonas en las que la aspiradora ha vuelto el color vivo y renovado. Verónica ataca las zonas blancas.
«¿Qué habrá tirado ésta aquí? Polvos o cal».
La aspiradora enreda en sus dientes los pensamientos de Verónica.
«Se lo diré cuando estemos bebiendo y Tom empiece a animarse, a hacer planes…».
La aspiradora absorbe el polvo, los hilos. Verónica no intenta introducirla debajo de la cama.
«Le diré: “Tom, no sé si darte una noticia o no, porque aunque no es mala, tampoco es buena”. Parece que estoy viendo lo que me va a contestar Tom: “Dímela o cállate, pero no empieces con tus rodeos”».
La bayeta baila sobre los objetos de la mesa, roza, leve, los cuadros.
«No es una noticia en realidad, Tom: es un temor, una probabilidad entre muchas…».
Verónica sale y cierra la puerta. Abre la habitación siguiente.
«Ésta no vuelve hasta la noche. Todo el día fuera. No mancha mucho la habitación».
Verónica recoge del suelo un alfiler. Se lo prende en la solapa del traje de lana beige, un poco corto y deslucido.
«Tom, no sé si vamos a tener otro niño».
Verónica se detiene, se apoya en el mango largo de la aspiradora. Va a abrir el armario para mirarse en el espejo, pero está cerrado con llave. Se mira en el que hay sobre la chimenea. Da vueltas contemplando su figura, un poco alejada del espejo.
«Otro niño. ¿Me pondré muy fea? Ya no soy tan joven como cuando nacieron Charlotte y Veric».
Verónica deja caer los brazos que mantenía apoyados en las caderas, se vuelve de espaldas al espejo.
«“Estoy cansada, Tom —le diré—, me da miedo luchar por otro más”. No me imagino lo que contestará Tom».