3. La tarde

MISS LANCASTER

El brazo de Miss Lancaster tenía unas venas abultadas, palpitantes. La piel era blanca alrededor de las venas, un poco amarillenta en la parte exterior del brazo, velloso y rubio.

La mano de la doctora no tembló. La aguja entró en la vena y Miss Lancaster esperó el calor del líquido en la sangre un segundo después. Se echó hacia atrás en la silla, un poco sofocada. El rápido correr de la sangre, el violento calor que la inyección había transmitido a su cuerpo casi la ahogaban.

—¿Se siente mal? —preguntó la doctora Rupa.

—No, es la reacción de todos los días, a veces es más fuerte.

La doctora recogió sus cosas. Observó a Miss Lancaster, aparentemente tranquila, recostada en la silla. Se despidió.

—Buenas tardes, Miss Lancaster. No olvide las gotas antes del té.

«Este plan me hace bien, indudablemente —pensó la directora de la Casa—. Creo que las fuerzas me vuelven poco a poco y soy capaz de resistir las mismas horas de trabajo que hace un mes, antes del último bajón».

Miss Lancaster dudó un poco antes de decidirse a bajar al despacho. «Podía quedarme aquí un rato, echada, leyendo».

Pero en vez de hacerlo se puso la chaqueta de punto, negra y holgada, y bajó las escaleras.

Miss Dudley le había dejado una nota: «Voy a salir enseguida. Ya he pagado a todo el mundo esta mañana. Volveré tarde. L. D.».

La directora sonrió.

«Las notas misteriosas de Miss Dudley».

El despacho estaba un poco frío. Miss Lancaster enchufó la estufa eléctrica y el calor, a sus pies, le hizo sentirse bien.

Respiró con esfuerzo, pero profundamente, queriendo liberarse de la sensación de ahogo que le había hecho sentir la inyección.

«Tarda un rato en desaparecer, pero hay momentos, enseguida de ponerla, en que es difícil respirar… Qué horrible sensación, la de los ahogados…».

Sobre la mesa, al alcance de la mano, están los cigarrillos. Miss Lancaster hace un movimiento, queriendo coger uno, pero se contiene.

«Esperaré un poco. He prometido fumar menos. Me lo he prometido a mí misma, no me importaría si la promesa hubiese sido sólo a la doctora. Es tan molesto tener varias cosas a la vez y necesitar tratamientos contradictorios… Las inyecciones que me levantan de la silla me agobian de calor, de fuego… y los cigarrillos que no son convenientes porque me excitan demasiado…».

Miss Lancaster puso a un lado las cartas que contestaría personalmente, los asuntos que pensaba resolver para luego pasárselos a la secretaria. Empezó a trabajar. A los pocos momentos se encontraba mejor. Mecánicamente alargó la mano y cogió un cigarrillo. Al buscar el encendedor, reparó en lo que iba a hacer.

«Ya es hora. Me encuentro bien del todo…, puede que sea la inyección. Me siento descansada, limpia la cabeza, dispuesta a trabajar unas cuantas horas, fuerte como para resistir diez cigarrillos seguidos».

La llama rodea el papel, penetra en el tabaco. Miss Lancaster apaga el encendedor. Muerde el cigarrillo.

«Me siento bien ahora. Puedo fumar y estar sentada ocupada en estas estúpidas tareas sin cansancio, sin aburrimiento… Será un año de molestias e inquietudes, dijo la doctora. Después me sentiré nueva. Después, cuando el camino desciende y queda ya la parte fácil… El descenso en el que no podemos hacer más que dejarnos llevar de lo que hemos hecho o no hemos querido hacer en otras épocas… Debe de ser cómodo alcanzar el otro lado de la barrera… No dudar, ni luchar, ni temer equivocarse porque ya nada tiene remedio y lo único que puede hacerse es esperar la paz, si es que llega…».

El cigarrillo se consume entre los dedos de Miss Lancaster. La ceniza cae sobre los papeles. Los ojos azules —«como nunca los has visto tú, Rachel», dice Louise— tienen en este instante una vaga nostalgia, un descontento, una interrogación.

«Nunca se hace bien o mal, nunca se pierde o se gana la vida… Obramos impulsados por cosas fuera de nosotros y pocas veces es posible elegir».

Louise llama a la puerta. Miss Lancaster ha reconocido sus pasos, tras la llamada del timbre de la calle.

—Entre, Louise.

Louise aparece en el umbral.

—Unos señores, Miss Lancaster, necesitan verla. Algo urgente, según parece. No puedo decirle quiénes son, porque no me lo han dicho, pero juraría que es algo serio…

ISOLINE KATZ

El policía tiene entre las manos una caja de bombones vacía.

Mira a sus compañeros y a Miss Lancaster. Dice:

—Así, esto es todo lo que Isoline Katz ha dejado tras de sí. La información ha llegado demasiado tarde, como siempre.

Miss Lancaster se dirige al policía que ha hablado:

—Si vienen ustedes a mi despacho, podré darle toda clase de detalles respecto a la vida de esta señorita en la Casa… A la vida que cualquiera podía ver; y quizá eso pueda darles alguna pista. Las camareras pueden saber… Y la encargada de la oficina de recepción nos dirá las fechas y lugares de algunas conferencias telefónicas…

El policía da vueltas a la habitación. La cama está deshecha; los cajones de la cómoda, en el suelo; el armario, abierto; la mesa…

La caja de bombones, vacía, la habían encontrado sobre el radiador. El policía la sostenía entre sus manos y la miraba pensativo.

—La caja de dulces vacía. Una burla.

Tiró la caja sobre la cama. Miró a su alrededor.

—La bombonera está aquí pero ha desaparecido el único bombón que nos podía servir.

El compañero no hablaba. Miss Lancaster, directa, cordial, invitó de nuevo.

—Cuando ustedes quieran, a no ser que quieran seguir examinando la habitación. Es una pena que la limpiaran enseguida, cuando quedó vacía, aunque dudo que dejara cosa de interés alguna. Preguntaremos a la camarera de todos modos. Cuando ustedes quieran…

El policía volvió a coger la caja. La guardó en el bolsillo de su gabardina. Se inclinó ligeramente ante Miss Lancaster invitándola a salir. El compañero salió detrás. Miss Lancaster bajó las escaleras, guiándoles. En el despacho llamó al timbre.

—Louise, por favor, ¿puede usted traer unas tazas de té?

Los policías se sentaron frente a ella. El que al parecer dirigía la investigación habló.

—Es desagradable molestarla a usted… en una tarde de sábado. No hubiéramos podido esperar. Hace media hora que supimos el nombre de la muchacha y su dirección.

Miss Lancaster explicó.

—La enviaron de una Embajada amiga, lo cual no tiene nada de extraño, porque nos envían a las universitarias que piden alojamiento para un tiempo largo, y Miss Katz debió de informarse de que esta casa reunía muchas garantías de comodidad y discreción… No puedo imaginarme… Es la primera vez, y no deja de ser enojoso no haber podido adivinarlo…, ayudándoles así en su trabajo.

El policía escuchaba con atención. Su compañero anotaba todo lo que Miss Lancaster iba diciendo. Miss Lancaster recapacitó unos momentos.

—Hasta el día veintiocho de agosto no dijo nada de marcharse. Lo tengo anotado aquí.

Buscó en su agenda de mesa. La mostró al policía. Escrito en letra pequeña podía leerse: «Avisad Miss Dudley, Miss Katz marcha mañana. Cuenta a Kate».

—Se marchó el veintinueve por la mañana. Dijo que iba al campo pero que no volvería a la Casa. Pensaba marcharse a Escocia. Viajar algún tiempo por la isla…

El compañero anotaba. El policía pidió:

—La camarera… ¿No podría informarnos de algunos detalles de su vida en el cuarto? Por ejemplo, una frase de una carta que algún día, impensadamente, haya podido leer…, una nota, una palabra entrevista en algún sitio puede servirnos…

Miss Lancaster se dio un pequeño golpe en la frente.

—¡Qué mala suerte!… La camarera actual va a poder dar pocos detalles. El cuarto lo arreglaba una camarera que ya no está en la Casa. Claro que eso no es un gran inconveniente, porque puedo darles su dirección. Vive ahora en Glasgow con su familia.

—De acuerdo. Deme esa dirección, por favor.

El policía se disponía a escribir. Miss Lancaster no se atrevía a preguntar. Al final lo hizo, educada, impersonalmente.

—¿Es un asunto… privado o que afecta de algún modo al Gobierno?

—Es un asunto muy grave. Internacional. Afecta desde luego a la política nacional, pero no puedo darle más detalles… Lo siento.

Louise entró con las tazas de té. Miss Lancaster se dirigió a ella:

—Busque a Kate en su habitación. No creo que haya salido todavía de la Casa. Afortunadamente es muy temprano —y dirigiéndose a los policías terminó—: Kate les dirá lo que sepa respecto a las conferencias con el extranjero… Apunte la dirección, por favor, de la camarera: Glasgow, 7 Low Street, Emily…

EMILY

En lo alto de la escalera de servicio, Emily se detuvo, miró abajo, a la cocina desierta, limpia, ordenada como si nadie pensara ya trabajar en ella.

«Rachel debe de estar libre y ha dejado todo dispuesto para la cena fría. Louise estará en el salón».

Emily bajó las escaleras. El corazón le latía deprisa. Se detuvo sin atreverse a cruzar la cocina y seguir avanzando.

«¿A quién vengo a ver, en realidad? Creí que encontraría a alguien aquí… No sé cómo está abierta la puerta si no hay nadie en la cocina… Creí que habría alguien y así hubiera sido fácil decir: “Hola, Rachel, Louise. Vengo a dar una vuelta, a saludaros”. Pero si no hay nadie es más difícil. ¿Por quién voy a preguntar arriba? No quiero ver a las brujas y soportar sus amables preguntas sobre mi salud».

Emily salió al pasillo. Fue hacia el comedor de servicio. No había nadie.

«Parece que me huye todo el mundo. Otros sábados, cualquier otro sábado suele estar Verónica por aquí, esperando a Louise, o si está Louise de guardia o Mary ya me las habría encontrado husmeando la cena, subiendo fuentes, preparando los pasteles del té… No hay nadie… No sé si debo o no subir… Encontraré a Kate o a Teresa… Teresa no quiere encontrarme, porque no contestó a la carta… Miss Lancaster, si me ve, dirá: “Hola, Emily, ¿ya está usted bien? ¿Piensa solicitar un trabajo aquí? No lo espere. Aquí no queremos locas”… Con sus uñas roídas, la loca número uno, pero me lo dirá…».

Emily se sentó en una silla del comedor de servicio. Encendió un cigarrillo. Miró la mesa larga, de madera mala, con el pan en una esquina, sobre la tabla, el cuchillo al lado.

«El pan siempre está ahí, preparado para que la hambrienta Mary en sus viajes a la cocina se coma una tostada. En el estante están los tarros de mermelada para que Mary los olfatee. Mary es golosa. Se entretiene comiendo. Mejor para ella…».

El sótano estaba silencioso. No se oían pasos en él: los lavaderos, el almacén, el cuarto de las calderas. Nadie venía en sábado a lavar. Miss Jackson no entraba en sábado al almacén, Polish no llegaba hasta la noche a las calderas.

«He escogido un mal día. Un lunes estarían todas aquí. Creo que debo volver el lunes».

Aplastó el cigarrillo en la concha marina que hacía de cenicero. Salió al pasillo. Caminó hasta el pie de las escaleras del sótano, que subían a la planta baja, al lado del salón. Escuchó. Creyó oír la voz de Miss Lancaster, despidiendo a alguien.

—Buenas tardes, señores. Siento mucho no haber podido ayudarles en algo más. Siento de veras que la camarera ya no esté aquí, pero creo que la encontrarán en las señas que les he dado.

Emily se quedó quieta, sin respiración. Un repentino terror la invadió.

«¿Quién? ¿Quién pregunta por mí? Es por mí, no hay duda… Me buscan… Me persiguen… Teresa habrá avisado a la policía… Se creerán que estoy loca…».

Quiso moverse, pero el terror se lo impidió. La voz de Miss Lancaster volvió a oírse por el hueco de la escalera. Emily se dijo que debía de estar a la puerta de su despacho, despidiendo a los que la buscaban.

«De todas formas sepan que la Casa insistirá en la búsqueda de detalles que puedan aclarar todo esto. Buenas tardes, señores…».

Emily apretó el bolso, grande, feo, mal rematado, contra su pecho.

Tuvo ganas de llorar.

«No puedo creer lo que me pasa. ¿Por qué he venido aquí para encontrarme con esto? ¿Por qué Miss Lancaster habla así de mí? He vuelto después de aquello y nadie me molestó y ahora esos señores. Ha dicho: “Adiós, señores”… La policía me busca… Tengo que marcharme. Miss Lancaster puede bajar aquí…, encontrarme. ¿Por qué todo me sale mal y todos me odian? ¿Por qué he venido aquí?».

Emily fue retirándose de espaldas por el pasillo, queriendo vigilar hasta el último momento la entrada de la escalera. Llegó a la cocina. Subió las escaleras de servicio. Echó a correr en los últimos escalones y se perdió en la calle después de cerrar la puerta, lenta, sigilosamente.

TERESA

No he comprado muchas cosas, pero las maletas se niegan a aceptar todo lo que quiero meter en ellas. He deshecho tres veces la más grande intentando comprimir la ropa, aplastar los zapatos, extender al máximo los libros. No cabe casi nada. No me explico cómo se cerraron al venir. Sobre la cama he colocado todo lo que quiero guardar. Dejo fuera las cosas de última hora, lo que puedo necesitar, pero quiero hacer el equipaje con tiempo, no tengo quien me ayude y mañana trabajaré todo el día. El lunes todo debe estar dispuesto.

Oigo hablar a Kate y a Louise en el pasillo. Kate parecía calmada al fin. Pobre Kate. Sobre la mesa he dejado una lista de pequeñas cosas que debo hacer a última hora: telefonear preguntando por el billete, escribir a casa, comprar bombones con los cupones que me queden, lavarme la cabeza, etcétera.

Mañana quiero despedirme de las chicas. Rachel ha dicho que hará unos dulces para nuestra fiesta. Yo traeré una botella de vino del Soho, de Casa Pepe, Kate llevará Gold Flakes… Rachel ha dicho: «Sólo beberé vino después de beber té, no pretendas cambiarme a mi edad, Teresa». No pienso en la marcha. Pienso sólo en los pequeños detalles. Mejor así. Quiero escapar, si es posible, a la sugestión de las despedidas, la melancolía de la partida y todas esas cosas. El lunes por la mañana limpiaré el cuarto. No quiero que la inspección de Miss Jackson sea para recordarme desdeñosamente. También me tengo que despedir de Miss Jackson. Adivino lo que me dirá: «Gracias, Teresa, su ayuda ha sido muy útil». Algo parecido dirán la directora y la secretaria. Tengo la gabardina mojada. La colgaré junto a la chimenea, necesito salir dentro de un rato. La maleta grande ya se ha cerrado. En la pequeña meteré las cosas que voy a necesitar en París. Me gustaría no tener que abrir la maleta grande en París. París, ojalá me dure el dinero unos cuantos días. Una carta a Thomas Dunn. Mañana, la carta mañana. Y la de casa, también mañana. Tengo que limpiar los zapatos, están horribles de la lluvia, pero creo que ya estarán secos. Si me quedara aquí necesitaría unas botas o algo así y un impermeable amarillo. Me compraría sin dudar un impermeable amarillo y parecería una inglesa más. «Ya pareces inglesa», me dice Louise, queriendo hacerme un favor. El acento es lo que debería parecer inglés y sin embargo… No debo quejarme. Delia lleva aquí un año y no habla mejor que yo. Delia, tengo que contestar a Delia. Tengo en la cartera del laboratorio su carta. Me alegro de que haya mejorado tanto. Romualdo debe de estar fuera de Londres. No me ha telefoneado en todo este tiempo. Intentaré despedirme también de él. Veo que me he dejado la mitad de las cosas sin anotar.