4. Jueves, 13 de julio

MISS LANCASTER

—Nos falta sólo la bandera de Turquía. Dígale a Kate, por favor, que telefonee a Patrick’s. Allí la encontrará seguro… ¡Ah! Miss Dudley, por favor: a Rachel que prepare más mantecado. Estoy segura de que al fin se presentarán muchas de las que no han contestado.

En la mesa de Miss Lancaster se alinean firmes, sobre sus metálicos soportes, dos filas de banderas. Miss Lancaster está sentada tras la mesa y su mirada se pierde en la inmóvil formación de los pequeños trozos de tela, pintados, bordados, patrióticamente cargados de simbolismos, de palabras vacías y vueltas a llenar con nuevos sentidos, con significados distintos.

Miss Lancaster mira las banderas, pensativa, recuenta las residentes que debe agrupar cada bandera, consulta la lista que tiene en la mano y vuelve a mirar las banderas.

«Diez australianas, cinco francesas…, la bandera de Francia me ataca los nervios…, dos indias… ¿Dónde está nuestra bandera? Esperemos que llegue a tiempo la de Turquía. Cada año hay que añadir alguna nueva, esconder alguna, transformar alguna… Me pregunto por qué en el mundo hay otra bandera que la nuestra…». Miss Lancaster pulsa el timbre que hay sobre la mesa, a su derecha. Entra Kate.

—Kate, perdone que la interrumpa en sus trabajos, pero necesito su ayuda. ¿Quiere ir comprobando el número de tarjetas, el número de invitaciones, la lista y las banderas…? Ya no podemos esperar más para encargar la cantidad exacta de dulces. Queda media hora y aunque está tan cerca…

«Las banderas, los dulces, las residentes…, el discurso: “Bienvenidas a la Casa, a Inglaterra… Como todos los años… Veinte naciones hermanas, sí, yo quiero que sean naciones hermanas —¿lo quiero realmente?—… Aquí todas reunidas en esta fiesta anual de unidad y recuerdo… La Casa será siempre para ustedes, cuando estén en sus respectivos países, este nexo momentáneo que ojalá sea duradero, de razas y naciones”… Podría ser un discurso digno de la ONU…, tan inútil como los de la ONU…».

Kate, con un lapicero en la mano, tacha, comprueba, Miss Lancaster sale.

—Hasta ahora, Kate. Voy a subir a la habitación a arreglarme un poco.

La habitación de Miss Lancaster es abigarrada. Tiene algo de restos de naufragio, de almacén provisional de muebles recién retirados de una casa en ruinas, muebles que van a ser llevados a otra parte porque su transitorio refugio no les sirve, les resulta pequeño. La cama, grande, segura, los dos armarios uno frente a otro, distintos, magníficos, que prometen estar llenos de trajes isabelinos uno, de plata y china el otro. Las sillas de tres estilos distintos, las butacas, las chucherías, la mesa de trabajo. Bajo la ventana un diván intemporal, ni moderno ni antiguo, con almohadas y cojines de colores. Cada objeto desplazado, como perdido en su actual asentamiento, y sin embargo, definitivamente colocado, condenado a la compañía y la mezcla con otros objetos históricamente distantes, estéticamente lejanos.

Ésta es la primera impresión. Luego, la habitación descubre su interna, subyacente armonía. Hay una razón funcional, si no bella, en la distribución de los muebles. Se adivina, por ejemplo, el porqué del diván bajo la ventana, al lado de la mesa de trabajo, facilitando el descanso momentáneo, acercando el rápido descanso de un minuto entre hora y hora de lectura y estudio.

El gran armario, a la derecha del diván, el armario que promete trajes está abierto en este momento, y Miss Lancaster busca algo en su interior. El armario, vaciado de su primitiva estructura, se ha convertido en una biblioteca profunda, con estantes de arriba abajo, habitada de libros de lomo rojo, verde o apergaminado. Miss Lancaster busca algo en su armario-biblioteca; lo encuentra: una historia del mundo contemporáneo. La hojea. Piensa.

Miss Lancaster va hacia el segundo armario, el armario bajo y ancho que promete estar lleno con la plata y la china. Lo abre y, del centro, de la parte destinada a los trajes, escoge uno gris perla, el traje de las reuniones sociales. A ambos lados del cuerpo central hay cajones cerrados. Los de la derecha están llenos de objetos íntimos, de pequeños regalos, de fotografías. Miss Lancaster no suele abrirlos con frecuencia. Los de la izquierda contienen la ropa interior, los jerséis, los pañuelos.

Miss Lancaster se viste, forcejea un instante con el traje, ancho, holgadísimo, que se niega sin embargo a deslizarse a la altura del busto. El traje cae al fin, envuelve el cuerpo grande —destartalado, dice Rachel—, deja al descubierto un trozo de pierna delgadísima que parece incapaz de sostener la cuarta parte, no ya la mitad, del cuerpo. El cuello alto del traje, ligeramente armado por detrás, da dignidad a la cabeza inteligente y erguida; suaviza, al descender curvado hasta el escote, la dureza de los labios finos, que avanzan empujados por los dientes agresivos y desiguales. La manga cubre el codo y abandona los brazos a su desnudez blanquísima, que termina en el tono, apenas perceptiblemente tostado, de las manos. Miss Lancaster nunca ha usado joyas, adornos, flores. Con el traje puesto está lista, preparada para la fiesta de las residentes extranjeras, para el discurso sobre la hermandad de las naciones, para la sonrisa permanente, las frases amables, la atención a los detalles del servicio… «Afortunadamente es jueves. Peor hubiera sido en sábado, este próximo sábado con el cumpleaños de Lina y su estúpida manía de que hemos de pasarlo juntas y celebrarlo y…».

Sobre la chimenea de Miss Lancaster hay un gran óleo, un retrato de mujer. En la repisa no hay frascos, figurillas ni objeto alguno que pueda distraer la atención del cuadro. A Miss Lancaster le gusta verlo así, solitario, ocupando el paño de pared libre. Cuando lo trajeron, hace unos meses, tenía decidido el sitio. Descolgó un viejo grabado de la Torre de Londres y lo colocó allí, frente a la puerta, sobre la chimenea encendida. Luego, retrocedió, lo miró, asintió con un gesto y no volvió a preocuparse de él. El retrato había llegado a la Casa con naturalidad, había sido recibido, desempaquetado y colocado por Miss Lancaster con absoluta tranquilidad, y nadie se preocupó de él. Fue Verónica, al hacer la limpieza al día siguiente en la habitación de la directora, la que se sorprendió, se admiró y habló de ello, en la cocina.

—Juraría que es Lina, la misteriosa Lina, Louise. Es una mujer guapa, delgada, elegante, con un broche de brillantes en el pecho como único adorno, el pelo un poco gris, el cuello muy largo… Elegantísima, Louise… Yo entré y de pronto noté algo raro, algo distinto en el cuarto, y era el retrato… No te puedo decir por qué, Louise, pero inmediatamente pensé en Lina, la que vino aquel día, ¿recuerdas?, y llamó a la puerta de la Casa, desencajada, preguntando por ella, por la bruja número uno…, y cuando tú la viste salir del despacho, roja, sofocada, juraste… Acuérdate que juraste haber oído a Miss Lancaster decir: «No seas niña, Lina. Todo está olvidado». Y nunca más volvimos a saber nada de ella…, hasta hoy que yo te aseguro que el retrato… Si pudieras subir a verlo… Ya sé que no es posible, pero te lo volveré a explicar: es una mujer guapa, pero no demasiado guapa. Atractiva sí, atractiva muchísimo. Los ojos oscuros, el cuello largo, el broche… Ya te dije lo del broche. Creo que el traje era todo verde.

Louise dijo: «Ella puede hacer lo que quiera y traer a su cuarto todos los retratos de mujer del mundo».

Rachel dijo: «Estaba segura de que era una cerda además de un caballo».

Emily pensó: «Un retrato para no sentirse tan sola. Un retrato para morderse las uñas contemplándolo».

Mary dijo: «Debías explicarme, Louise, por qué Miss Lancaster tiene ese retrato y por qué habláis así de ella y de esa Lina»…

Rachel volvió a decir: «Es una cerda. No tiene vergüenza».

Miss Lancaster, sin mirar al retrato, sin verlo, cogió sus gafas de la mesa y salió de la habitación. Abajo empezaba a oírse el murmullo de las conversaciones.

«Me imagino que habrá llegado al fin la bandera de Turquía y Kate las habrá colocado todas en la mesa del salón».

ISOLINE KATZ

—Buenas tardes, Delia. Esperaré su aviso con verdadero interés.

Isoline se despidió sólo de Delia y salió del gran salón. El ascensor no bajaba. Isoline no quiso esperar y subió escaleras arriba, lentamente. En los primeros escalones se detuvo un instante para arrancar de su pecho la cartulina redonda que colgaba de un pequeño lazo. La cartulina decía: Miss Katz, Suiza.

«Incomprensible. Incomprensible y estúpido».

Isoline estrujó entre sus dedos la cartulina y siguió subiendo escalones. Al llegar al primer piso, la cartulina era una bolita compacta y caliente. Isoline la tiró por la ventana abierta.

«Mañana la encontrará Miss Dudley, cuando juegue a arreglar el jardín. Creerá que es un billete de amor y se le pondrá la carne de gallina. A Miss Dudley, con esa cara de pastel mal cocido, inexpresiva y vulgar, seguramente le gustaría descubrir secretos».

Isoline entró en su habitación y se derrumbó, rendida, en la butaca, bajo la ventana cerrada. Los zapatos le hacían daño y se los quitó. Pensó que estaba arrugando su traje de fiesta, pero no tuvo fuerzas para levantarse.

«Una tarde de éstas agota más que una noche intensa de baile, alcohol y todo lo demás… Traje de fiesta, etiqueta, para una reunión de mujeres solas… Éste es el país más insoportable que me ha tocado recorrer en mi larga vida… Y aquella estúpida comentando: “Oh, Miss Katz, en Suiza ustedes deben de tener muchas fiestas como éstas. Me imagino su país tan tranquilo, tan ordenado, tan serio, tan…”».

El vestido de gasa, color malva, fue a parar a una silla. Isoline respiró descansada. Descalza y en combinación, fue hacia la cama, abrió las sábanas y se deslizó entre ellas.

«La combinación… Voy a dejar hecha una pena la combinación tan delicada… Bonito traje el de la uruguaya… Le sienta bien el blanco, la rejuvenece y buena falta le hace, porque se adivina peligrosamente su edad…».

Con los ojos cerrados rememoró la fiesta.

El salón estaba iluminado con candelabros. Las habituales luces altas, severamente encaramadas en las lámparas de madera, apenas si se recordaban. Los candelabros encendidos manchaban de sombras los manteles, hacían brillar los ojos de las mujeres agrupadas en torno a las mesas, habían convertido el salón en un lugar íntimo, habían expulsado la frialdad de otras noches.

Las residentes charlaban en grupos. En la mesa de Miss Lancaster se sentaban unas cuantas señoras invitadas, que sonreían a todo el mundo. Las mesas estaban llenas de bandejas con dulces, de flores, de vasos y tazas. A primera hora se había servido té y café, luego, la limonada. Las residentes se levantaban a veces, iban hasta otra mesa, charlaban un momento con alguien. Volvían. En algunos momentos casi todas estaban de pie, moviéndose pausadamente, haciendo y deshaciendo pequeños grupos. A ratos, un cansancio general las invadía y sin proponérselo, se sentaban todas a un mismo tiempo. El salón resplandecía.

—Parece una boda —dijo Delia Soto.

Isoline Katz estaba a su lado y la miró sonriendo burlona.

—Parece una triste reunión de mujeres que nada tienen que decirse y, sin embargo, se empeñan en vestir sus trajes de fiesta y reunirse aquí y hablar de sus naciones y aplaudirse y dar grititos histéricos.

Estaban un poco aisladas de la mesa de Miss Lancaster, hacia la cual se había desplazado el centro de la fiesta momentáneamente. Delia parecía aburrida y eso incitó a Isoline a continuar.

—¿Qué le parecen a usted estos festejos entre patrióticos y escolares?

Delia Soto sonrió y sus ojos oblicuos se empequeñecieron divertidos con la hiriente crítica.

—Me parece una pena… ¿Usted había visto antes una fiesta sin música, sin alcohol y sin hombres? Yo no…

El cartelito de Delia temblaba en su pecho. Uruguay. Uruguay.

Isoline contemplaba la palabra exótica. «Uruguay es una fiesta con muchas luces en la que se beben zumos extraños y se bailan danzas estremecedoras».

—¿Por qué está usted en Inglaterra, si no le gusta?

Delia Soto la miró con desconfianza.

—¿Y por qué está usted?

Isoline estaba preparada.

—Por mi trabajo, desde luego. El periodismo exige sacrificios, ya sabe…

Delia Soto contestó.

—Hay también otras cosas que exigen sacrificios.

Kate se había acercado a ofrecerles bombones.

Isoline creyó adivinar en su mirada una pregunta. Pensó: «Seguramente Kate está intrigada por la interrupción de mis conferencias telefónicas. Lo disimula pero le gustaría saber por qué de momento estoy libre».

—De momento estoy libre, Miss Soto, ¿cuál es su nombre? Es antipático usar el apellido para llamar a los amigos… Bien, Delia. Estoy libre y me gustaría, si usted tiene algún plan fuera de la Casa, acompañarla… Quiero decir una excursión o algo así.

«“Mañana —había dicho Delia Soto— véngase con nosotros a Stratford. Queremos ver Measure for Measure en el Memorial Theatre”. Nosotros… ¿quiénes serán “nosotros”?», se preguntó Isoline.

—Muy bien, mañana, ¿a qué hora?

Isoline estaba a punto de dormirse. Antes de apagar la luz se dijo muchas veces: «A las ocho, a las ocho, tengo que despertarme a las ocho… Todavía puedo dormir muchas horas… No merece la pena bajar a cenar… con tanto pastel y tanto té y tanto aburrimiento… A las ocho, Stratford es un nombre conocido… Me pregunto por qué ese interés en ir a un teatro de Stratford…».

EMILY

Emily encendió la luz del comedor del servicio. Sobre la mesa vio los restos de la cena. Comprobó que no había ningún plato intacto. Dejó el bolso sobre una silla y fue a la cocina. Rachel había dejado su plato en el horno. Había, además, otros dos. Emily pensó: «Kate o Teresa, o las dos, no cenan en casa».

El plato le quemaba la mano y Emily lo soltó. Buscó a su alrededor un paño para llevarlo cómodamente. Se frotó los dedos doloridos del instantáneo contacto. Oyó pasos y voces en las escaleras del sótano y se sintió intimidada, como sorprendida en algo ilegal. Dobló los dedos, apretándolos contra la palma, cogió el plato con la otra mano y se alejó hacia el comedor, sin esperar. Kate y Teresa se acercaban charlando.

Emily se arrepintió de haber entrado a cenar.

«Ahora me preguntarán y tendré que hablar. Tratarán de ser amables y de preguntarme qué he hecho, dónde he pasado mi día libre… Debí haber subido directamente a mi habitación, en realidad no tengo hambre».

—Buenas noches, Emily.

Kate y Teresa estaban de pie, mirándola con sus platos en la mano. Emily pensó: «No necesitan paño para ayudarse. Resisto el calor menos que nadie. Los dedos me arden y ellas están ahí, con los platos en la mano, sin dolor».

—Buenas noches.

Kate se sentó a su derecha. Teresa enfrente de ambas. Kate se dirigió a ella:

—¿Qué tal, Emily? Día libre, ¿no? De buena te has librado… Teresa y yo hemos disfrutado durante unas horas de la deliciosa compañía de las de arriba, en masa y vestidas de gala…

Kate hablaba con naturalidad, trataba a Emily como a una amiga. Emily pensaba: «Kate tiene derecho a asistir a esas fiestas y habla como si yo también… Kate no es una criada en realidad, sino una señorita. Teresa es una señorita también. ¿Por qué cenan aquí, ahora, y me hablan y tratan de ser amables?».

Emily de pronto habló.

—Me duelen los dedos.

Kate y Teresa la miraron sorprendidas. Emily explicó:

—Me duelen porque el plato estaba demasiado caliente…

«Estoy portándome muy bien… Tengo que seguir hablando».

—No resisto el calor, me hace daño en la piel.

Kate se aferró al titubeante cable que tendía Emily.

—A mí me ocurre al revés: no resisto el frío. ¡Viviría muy feliz en España, Teresa! En España no hace frío, ¿verdad?

Teresa comía en aquel momento, pero se apresuró a contestar.

—Claro que hace frío, en la mitad norte los inviernos son tremendos.

Emily no comía. Preguntó:

—¿Hay niebla en España?

«Ya no me duelen los dedos… Estoy tranquila. Cuando me pongo nerviosa algo me duele intensamente… A veces las muelas… A veces el estómago…, los dedos».

—La niebla no es frecuente, aunque si piensas en el norte, en la costa norte…

«Está hablando especialmente conmigo. No con Kate, sino conmigo. Yo he preguntado y ella contesta… Las demás habrán hablado mal de mí pero a ella no le importa… Me mira con simpatía… Tengo que hablar».

—Kate, ¿a ti te gustaría visitar España?

Kate comía. Contestó a Emily con un gesto afirmativo.

—Me gustaría mucho.

Se levantaron las tres. Por el pasillo, camino de las escaleras del sótano, Teresa propuso:

—¿Queréis acompañarme a tomar una taza de Nescafé en mi habitación?

Kate y Emily se miraron. Emily bajó los ojos.

—Desde luego, ¿verdad, Emily?

En el cuarto de Teresa, Emily se preguntaba: «¿Por qué es tan sencillo y tan difícil? O es ella la que lo hace sencillo. Kate me ayuda. Kate me comprende y me ayuda. Es la única; y ella ni se da cuenta… Me trata como a una persona cualquiera…». Teresa no tenía cigarrillos.

—Yo iré a buscar los míos —se ofreció Emily.

Su puerta era la siguiente. La abrió temblorosa. Buscó por todas partes los cigarrillos. No recordaba dónde los había dejado. De repente pensó en el bolso. Volvió a la habitación de Teresa. Explicó torpemente.

—Los tenía aquí… Olvidé que el bolso estaba aquí…, que los metí en el bolso esta tarde.

Las palabras le fluyeron después fáciles y seguras.

—He visto una película divertidísima. Una película musical que se titula Un día en Nueva York. Me encantan las películas musicales, las revistas…

—Un día podemos salir al cine, las tres —propuso Kate.

TERESA

—Estoy muy triste, Kate. He recibido una carta y estoy muy triste.

La fiesta es triste también. Los candelabros que han distribuido por las mesas aumentan la tristeza del salón. Las sombras de las mujeres al moverse de un lado a otro se agrandan, fantasmales.

—Espérame en la biblioteca —dice Kate—. En cuanto pueda librarme de esto iré allá. Podemos salir a dar una vuelta, si quieres.

En la biblioteca están los periódicos del día. «Mister Bevin hace declaraciones. Rapto de un niño en Putney». Las calles de Londres están llenas de cochecitos con su niño dentro. Cochecitos parados en la acera, instalados en el jardín. Las madres trabajan en la casa o van de compras y los coches siguen allí. No hay peligro. En Inglaterra no se roba nada. Las botellas de leche en las puertas desde la mañana temprano, intactas. Este niño de Putney…

Pero Londres es muy grande y hay muchos extranjeros. Esta clase de cosas las hacen siempre, en Londres, los extranjeros.

—Vamos, Teresa.

Me sobresalto. Estaba medio dormida con el Daily Herald en la mano. El ascensor sube hasta el último piso. Kate dice:

—Tomaremos una taza de té antes de salir. Yo también necesito dar una vuelta. Tengo dolor de cabeza y esa dichosa reunión me lo ha aumentado.

A través de la ventana de Kate, las chimeneas negras de las casas vecinas amenazan, calladamente, al cielo gris. El cielo gris de Inglaterra no es un tópico. El cielo es gris y yo tengo en mi bolsillo una carta dura y amarga.

—Salgamos pronto, Kate, en cuanto te arregles. Estoy deseando verme fuera de la Casa. Hay días en que no la resisto, en que se me cae encima…

Los pubs de Chelsea son pubs elegantes. Paseando hemos llegado, siguiendo el río, el barrio de los poetas, los artistas consagrados, los snobs. En las casas hay placas de recuerdo: «Aquí vivió…».

Los pubs de Chelsea tienen velas en las mesas, cortinas almidonadas, maderas antiguas, nombres evocadores.

La cerveza dorada vierte su espuma sobre los bordes del jarrón de cristal. La espuma sabe amarga. Kate bebe cerveza negra.

—La cerveza negra me recuerda la guerra. Bebí mucha cerveza negra entonces, en la Navy.

A Kate no le gusta hablar de la guerra. Tampoco a Rachel, Verónica y las demás, en las comidas del sótano. Una vez yo pregunté algo acerca de la guerra y los bombardeos y me miraron entre doloridas y extrañadas.

Todas callaron. Comprendí que había hecho mal sin quererlo, sin saberlo. Ahora, sin embargo, sé que Kate piensa en la guerra. Se ha quedado abstraída. Kate tiene la sonrisa bondadosa y los ojos un poco tristes, como apesadumbrados, como si siempre acabara de recibir una mala noticia. Ahora los ojos de Kate parecen saborear la peor de las noticias.

—¿Piensas en la guerra, Kate? Háblame, si quieres, de la guerra, si eso te hace bien.

Cuando Kate habló dijo cosas que al principio no pude creer, pero que fui comprendiendo poco a poco.

—Siento que haya terminado la guerra, Teresa. Ha sido una pesadilla después de la guerra.

Kate miraba a la cerveza, a las burbujas de la cerveza. Movía el jarro hacia los lados y la espuma de la superficie blanqueaba las paredes.

—La guerra era tremenda, pero alegre. Era lo más alegre que se puede vivir. Sí, no te extrañes. Es alegre saber que puedes morir en cada instante, que todo carece de sentido: obligaciones, mañana, porvenir. Eran días regalados, días libres del compromiso de seguir viviendo. Y se podía ser feliz porque no había que pensar en las consecuencias de lo que se estaba viviendo…

Las manos de Kate hacen girar el jarro. En el oleaje de la cerveza, Kate encuentra nuevas palabras.

—No puedes saber lo que fue la guerra en la Navy. Una locura con pequeños intervalos de descanso. Pero ¡qué intervalos! Cuando desembarcábamos en algún puerto a recoger víveres, a esperar órdenes… Recuerdo una noche en Bombay… Toda la noche en la ciudad. Al día siguiente Dan y yo nos separábamos. Él embarcaba dos días después, esperaba un nuevo barco, yo seguía… Aquella noche fue alegre a pesar de todo. Todavía esperábamos la muerte en cualquier momento. Por eso podíamos vivir sin preocupación. Por eso teníamos derecho a vivir. Después ya no. Cuando llegó la paz, ya no podíamos vivir. Dan tenía a su mujer enferma en Brighton y yo…, yo no tengo nada que merezca la pena, pero es lo mismo.

Kate bebió su cerveza de un trago. La bebió y se mordió los labios. Yo no sabía qué decir. Quise discutir eso de la alegría de la guerra porque no estaba conforme.

—Te comprendo muy bien, Kate. Comprendo tu caso y a mí me hubiera sucedido lo mismo. Pero no se puede generalizar. ¿Tú crees que para todos los ingleses ha sido lo mismo? Habrá mucha gente a la que la guerra la dejó deshecha. Mujeres que eran felices con sus maridos y los perdieron. Mucha otra gente. No sé…

Kate me miró viniendo de muy lejos.

—No lo dudo. Yo te he hablado de mí y de muchas mujeres que hicieron la guerra como yo, que estaban solas antes de la guerra y en ella supieron lo que es la amistad y la alegría de estar juntos y… Hablo de mujeres solas, como yo…

Al volver a la Casa, Kate se encontraba casi alegre. En la cocina estaba Emily, taciturna y huraña, como siempre. Kate le habló cariñosamente. Emily se esponjó. Kate me miraba y parecía decirme: «La soledad, ¿recuerdas?».

En mi habitación tomamos Nescafé. Kate decidió que fuéramos al cine juntas las tres el sábado. Un momento que salió Emily a su habitación a buscar cigarrillos, Kate me dijo:

—Trátala bien, es una desgraciada —y añadió—: Tú tratas bien a todo el mundo, ya lo sé, pero a Emily es más difícil…

Kate parecía purificada por la confesión que me hizo o se hizo en el pub. Sonreía como si tuviera por dentro una gran paz. La carta de mi bolsillo quedó olvidada en él. Me parece menos amarga desde que Kate me ha hablado de Dan.