1. Sábado, 1 de julio
TERESA
—Yo, particularmente, no puedo admitir que todos los hombres seamos iguales. Se necesitan tres generaciones para ser un gentleman. Yo así lo creo.
Mrs. Loridge está exaltada, pero su exaltación es apenas perceptible. Sólo las mejillas, blancas y fláccidas de ordinario, se han cubierto de un rubor leve y las venas del cuello, transparentes, golpean con prisa el collar de perlas.
—Teresa, ¿usted qué opina? ¿Qué opinan los españoles de la diferencia de clases? Ustedes no son demócratas, ¿verdad? Dígame por favor que a ustedes, los hidalgos y caballeros de siempre, no les ha enturbiado aún ese afán creciente de igualamos haciéndonos descender al suelo…
El salón de Mrs. Loridge, a esta hora, tiene una luz verde, reflejada, filtrada, de los árboles que rodean la casa. El sol está ya demasiado alto y la puerta vidriera que da al jardín, abierta hasta el oscurecer en verano, deja entrar una humedad agradable.
La diferencia de clases… España… Mrs. Loridge no debe de saber Historia. Si no, recordaría los reyes, los nobles enamorados de lavanderas, la confraternización en las tabernas, en los bailes, entre las clases… La democracia, el sentido democrático de los españoles va por distintos caminos que en Inglaterra… Es una democracia sensorial, de piel a piel, pero no tiene nada de inteligente, de intelectual. Aquí no, aquí les repugna mezclarse, igualarse, pero lo practican porque «saben» que es justo.
Thomas Dunn está sentado frente a mí, en la alfombra, serio, desconcertantemente moreno a pesar de la pureza de su sangre sajona.
No me da tiempo a contestar, a intentar contestar.
—Tía Silvia, ¿cómo puedes creer que en España o en cualquier otro lugar de Europa, quedan gentes que piensan como tú y como muchos otros ingleses? Me parece difícil que este país levante la cabeza mientras no nos demos cuenta todos de una serie de principios verdaderos e inalterables…
Marta permanece ajena a la discusión. Con la mano apoyada en la barbilla, contempla hipnotizada, desde su butaca, el ciego ir y venir de los peces en el engañoso recinto submarino del acuario revestido con algas y piedras.
Mrs. Loridge ha replicado algo a Thomas; algo que me he perdido en parte, distraída en observar la distracción de Marta.
—… y sé que ni tú mismo sostendrías esos principios si te obligasen a vivir una semana en la casa de uno de esos desgraciados que se hacinan en los docks. Ni, sin ir más lejos, con la familia honrada de un honrado cobrador de autobús…
En la mesa, al lado del sillón de Mrs. Loridge, descansa el servicio de café, en una bandeja de plata. Las tazas están al alcance de nuestras manos: en el suelo la de Thomas, sobre el acuario la de Marta, la de Mrs. Loridge y la mía en la mesa, y junto al candelabro, en la repisa de la chimenea, la del Mayor. El Mayor está siempre de pie. No recuerdo haberle visto sentado en esta casa a no ser para comer. Las sobremesas en el salón de Mrs. Loridge, con el Mayor sosteniéndose o sosteniendo con su enorme cuerpo la chimenea, se me van haciendo familiares y necesarias.
Cuando trabajo en la Casa, sola, en algo tan mecánico y aburrido como limpiar el polvo, colocar cubiertos para treinta residentes en mesas de seis o secar platos en el office, recuerdo la casa, el salón y la hospitalidad de Mrs. Loridge. Veo a Marta abstraída, como ahora, imaginando fantásticas aventuras de adolescente al ritmo del coleteo inquieto de sus peces. Veo a Thomas, ceñudo e infantil a pesar de su estatura, sentado en la alfombra, discutiendo con su tía. Y al Mayor, sonriente, como ahora, escuchando la discusión e interviniendo sólo al final, con su aire bonachón de estar de vuelta de todo, sus manos grandes, su espalda ancha, de hombre que puede sostener un ejército, una insurrección africana, una chimenea. El recuerdo de esta estampa, repetida cada sábado, me serena, contrarresta el influjo desequilibrante de otros momentos, de otras personas. El recuerdo me hace volver a ellos como a una obligación, como si les fuera o me fueran imprescindibles.
—Teresa, ¿un poco de café? ¿Un cigarrillo?
Marta y su madre no fuman. Thomas fuma en pipa. El Mayor fuma unos cigarrillos especiales que lleva distribuidos por los bolsillos y dejan un olor fuerte, dulce y picante, en la habitación. Mrs. Loridge tiene para los invitados Gold Flake o Virginia en una caja de madera tallada, de artesanía india.
—No piense, Teresa, que tengo ideas anticuadas o egoístas. Usted sabe que trabajo demasiado, que he trabajado siempre. Antes de casarme, con aquella agotadora entrega a mi carrera musical, a los conciertos extenuantes. Y luego, esta casa que he llevado sin ayuda desde que las niñas pudieron andar por sí solas. He trabajado mucho y sigo trabajando como la última mujer inglesa. Sé muy bien que los tiempos son malos y que a Inglaterra le esperan aún golpes terribles después de tantos golpes cercanos… La guerra me hizo perder a mi marido y nosotras aquí sufriendo día a día el terror de los bombardeos. No vivo en un mundo falso, Teresa, pero reclamo un último derecho, el derecho a saberme distinta del bajo pueblo porque para algo se ha educado mi inteligencia y mi sensibilidad de modo distinto…
Yo sé que Thomas no se atreverá a seguir discutiendo con su tía. Temerá herir sentimientos y esto ya no entra en su concepto de la discusión. A Thomas, y probablemente a muchos ingleses les sucede igual, no le importa atacar, herir las ideas de los otros. Las ideas pueden ser defendidas, salen claras y fortalecidas del ataque si merecen la pena. Pero con los sentimientos es distinto. Los sentimientos no son algo objetivo acerca de lo cual es necesario ponerse de acuerdo. Pertenecen al ámbito personalísimo de las propias dudas, exaltaciones y depresiones, y todo respeto y todo pudor son pocos cuando se trata de ellos.
—Ésa es la gran dificultad al discutir con las mujeres —me explicó Thomas la primera vez que yo vine a esta casa, después de su carta de invitación.
Como siempre, tía y sobrino se habían enzarzado en una de sus discusiones «de generación a generación»; una discusión como todas las suyas, correcta, reposada, sin salidas de tono en ningún momento. A Mrs. Loridge, mujer de espíritu inquieto, desasosegado por las transformaciones de que ha sido testigo a lo largo de su vida, le encanta este enfrentar sus ideas con las de los jóvenes. Necesita como contrincante un hombre y Thomas sustituye al hijo rebelde que a tía Silvia le hubiera gustado tener.
—Pero ésta es la dificultad al discutir con las mujeres —me decía Thomas aquel primer día al volver andando desde la estación donde nos dejó el tren de Wembley—. No saben o no sabéis discutir con ideas puras. Enseguida echáis mano de argumentos sentimentales. Pretendéis algo tan absurdo como razonar y justificar razonamientos usando situaciones y sucedidos subjetivos y personales.
Marta ha salido de la contemplación de sus peces japoneses, diminutos, brillantes a la media luz que les llega de la lámpara, encendida hace mucho rato.
—Mamá, ¿dónde está el Mayor?
El Mayor ha salido del salón no sabemos exactamente cuándo. La pregunta de Marta nos sorprende.
—No sé. Estaba aquí hace un momento.
Ya es de noche. Wembley está lejos de la Casa. Saliendo del mundo de sensaciones amortiguadas que llegan hasta mi butaca —la masa negra de los árboles afuera, el humo del tabaco, el brillo débil del pelo gris-blanco de Mrs. Loridge, de sus perlas de un blanco grisáceo—, voy a hablar, a levantarme, cuando entra el Mayor. Entra sonriente, natural.
—Querida Silvia, yo me marcho. Hoy es un poco tarde para mí. Tengo que hacer…
Se ofrece a llevarme en su coche y nos despedimos de Mrs. Loridge, de Marta, de Thomas, que pasa los fines de semana en Londres, con Marta y tía Silvia. Mrs. Loridge, de pronto, recuerda o intuye algo. Entra un momento en la cocina blanca, limpísima, con ventanas al jardín. Sale enseguida.
—Es indignante, Lewis. Indignante.
El Mayor sonríe torpemente, con su boca cerrada, con sus mejillas coloradas, con la mirada huidiza de la travesura descubierta. La puerta abierta de la cocina deja ver sobre la mesa de mármol los platos limpios, apilados, los cubiertos de la cena secos, en orden.
Seguro que mi sorpresa es la mayor de todas. Los demás ríen. El Mayor me empuja levemente por la espalda.
—Vamos, Theresa of Spain.
El primer día que yo aparecí en el jardín de Mrs. Loridge, invitada y acompañada por Thomas Dunn, expectante y un poco tímida, el Mayor jugaba al ajedrez con un muchacho joven.
Después, muchos otros sábados me he encontrado con gente nueva: amigos y amigas de Marta; Silvia, la hija mayor de Mrs. Loridge, con su marido. Pero los constantes, como era fácil comprobar a poco que se frecuentase la casa, eran los cuatro: la mujer de pelo gris-blanco, casi anciana, aunque sus ojos vivos; la tersa frente inteligente y la rapidez de sus movimientos pudieran hacer desviar la atención del cuello torturado por el ramaje de nervios y venas en violento relieve, de las mejillas reblandecidas, caídas por el tiempo y el cansancio.
La hija, Marta, recién salida de su prolongada adolescencia, alta y desgarbada, poco habladora, con los ojos azules e infantiles, recorriendo las páginas de sus libros de pájaros o siguiendo la marcha de los peces por el agua. Marta, que, en las tardes tranquilas, cuando no hay amigos ruidosos ni visitas inesperadas, aunque esté yo, que he acabado por ser alguien cercano para los cuatro, toca el piano larga y apasionadamente, no para nosotros sino para ella misma, pero permitiendo nuestra muda presencia. Mientras, la madre seguramente añora el gozo pasado, el esfuerzo doloroso del gozo, la lucha por la expresión musical, por la interpretación expresiva. Marta es la única alumna de su madre, que ya no toca, que no puede tocar porque la mano izquierda está medio paralizada a consecuencia de un shock nervioso.
El Mayor, de la edad de Mrs. Loridge, probablemente amigo de siempre, admirador silencioso de siempre.
Y Thomas, el sobrino que afirma su rebeldía a cada instante, que ya no es demasiado joven porque ha hecho la guerra, pero que se refugia aquí, en esta casa, en este rincón intacto, porque no parece tener demasiados sitios adonde ir. Seguramente muchos amigos murieron y los compañeros supervivientes no viven aquí o tienen a su vez otros amigos, familia, mujeres.
Aquel primer día el Mayor jugaba al ajedrez con un muchacho joven. Al presentarnos, Mrs. Loridge dijo:
—Lewis, ésta es Teresa, la muchacha española amiga de Thomas, de la que Thomas nos había hablado tanto después de su viaje…
El Mayor pareció sorprendido, agradablemente sorprendido.
—Teresa, Teresa de España, ¡magnífico!
Después, aquella misma tarde me explicó su encuentro con Teresa de España, como él decía, con las obras de Santa Teresa. En sus años de África, aislado durante meses en un puesto destacado en la selva, solo con dos criados indígenas a su servicio, había empleado su tiempo en una doble, aparentemente contradictoria, tarea: la lectura de los místicos españoles y la bebida. Así salía de la borrachera del alcohol para sumirse en la embriaguez luminosa de las páginas de San Juan o de Teresa.
El Mayor ha buscado y, según él, ha encontrado la verdad eterna, la misma verdad eterna en las páginas místicas y en el éxtasis indio.
—Vamos, Teresa de España…
En el coche, después de cruzar el río, camino de la Casa, el Mayor me mira de reojo y trata de disculpar la situación de hace un momento con Mrs. Loridge.
—Ella está cansada y algo enferma, y no tiene quien la ayude. Claro que Marta es una buena chica de todos modos.
En mi cabeza dan vueltas ideas que pretendo ordenar: democracia, refinamiento, el Mayor limpiando platos, España, los nobles, la democracia.
Polish me abre la puerta de la Casa.
MISS DUDLEY
—Lo siento mucho. A mí también me gustan los perros. Pero no está permitido tener animales en la Casa.
La nueva residente mira a Miss Dudley con pena y disgusto. Está de pie con el perro en brazos. A su lado, reposan un maletín y un saco de viaje.
—Yo creo que… sólo unos días. Además, no sé qué puedo hacer con él. Los amigos que me lo han regalado estarán fuera este fin de semana y… ¿No podría tenerlo conmigo hasta el lunes?
A Lucila Dudley no le conmueve el tono de voz de la muchacha. Pero mira el perro y algo que suele estar aletargado en su fondo y que a veces le brota, rebelde e incontrolable, se remueve y le hace decidir:
—Déjelo de mi cuenta, déjelo aquí. Yo veré el modo… Hasta el lunes, naturalmente.
La muchacha da las gracias. Deposita el perro en el suelo, le hace una caricia y se retira con su saco y su maletín. Lucila Dudley se queda mirando el animalito que se mueve asustado hacia todos los lados, sin atreverse a ladrar, quizá sin saber ladrar porque es un cachorrillo todavía. Intenta esconderse debajo de un sillón, de la mesa, buscando un refugio que adivina necesario en el lugar extraño. Lucila coge al perro en brazos y va a sentarse junto a la ventana.
—Cariño, cariño —dice lo que se ha removido dentro de ella—, cariño, perrito, no te asustes… Te trataré bien. Lucila te tratará bien. Es un caniche, qué bonito caniche. Pequeño, cariño, no llores, te daré de comer, te trataré bien…
El perro, ante las caricias, ha ido calmando su inquietud. Se ha quedado tranquilo en el regazo de la secretaria, como un garito. Lucila siente su calor y ese algo turbador, esa ternura indiscreta, dormida casi siempre, pero que a veces con los animales, sobre todo con los animales, renace y la va invadiendo. Siente su cuerpo seco, repentinamente blanco, jugoso, relajado. Cierra los ojos. El perro no se mueve.
«Si pudiera tener un perro en la Casa, lo tendría. Es bueno tener algo vivo en el regazo… El perro es tan inteligente, tan buen amigo. A Miss Lancaster no le gustará si se entera, pero si no se entera, yo no necesito ir a decirle… No es ocultarlo, es evitar dar una noticia inútil que nada tiene que ver con la buena marcha de la Casa… Lo encerraré en la casita del jardín, junto a la carretilla. Le puedo hacer una camita dentro de la carretilla. Está oscureciendo. Dentro de un momento iré a la cocina… Rachel ya se habrá marchado y yo misma le puedo hacer unas sopitas de leche o buscar dulce de la cena para dárselo…».
Esta tarde de sábado, Lucila no ha recibido ninguna invitación.
Es su sábado en blanco de cada mes. Los otros tres los reparte invariablemente entre sus tres casas amigas. Primer sábado: cena en casa de Miss Gall, la vieja amiga de su madre que vive sola, que la conoce desde niña, que desde niña le ha dicho cada sábado: «Lucy, querida Lucy, qué alegría verte aquí. Siéntate. Enseguida está la cena. Tu pudding de nueces… Lo he preparado hace rato… ¿Qué tal mamá? —cuando era niña—. ¿Qué tal en la universidad? —cuando era estudiante—. Y ¿qué tal en la Casa? —estos últimos años».
Miss Gall, siempre sola, su pudding de nueces, su vejez progresiva, la casa fría y pequeña de Putney, las preguntas hechas sin interés, contestadas con amable indiferencia; la lenta, aburrida tarde, sin embargo esperada por Lucila con cierta alegría las mañanas del sábado, todos los meses una vez.
«Cuando se muera Miss Gall tendré dos sábados libres en vez de uno —piensa, a veces, Lucila—. Miss Gall se morirá cualquier invierno, en medio de la niebla. A lo mejor, cualquier sábado de invierno, cuando vaya a visitarla, la encuentro muerta. Nadie se habrá enterado aunque lleve dos días muerta. Nadie la conoce. Los vecinos no se enterarán. Nadie se enterará de que hace dos o tres días que no sale de casa, temprano, a comprar su escasa comida, porque Miss Gall no le importa a nadie ni le ha importado nunca a nadie, a no ser a mamá, que la conocía desde que eran las dos jóvenes, desde que mamá iba al colegio, y luego, cuando mamá se casó, siguieron siendo amigas. Miss Gall iba a casa los sábados. Luego, cuando murió papá, mamá o yo, o las dos, veníamos los sábados a casa de Miss Gall. Y, ahora, yo voy un sábado cada mes, pero tampoco a mí me importa Miss Gall, ni yo le importo a ella, todo lo más soy para ella una vieja costumbre. Pero nunca me ha dicho que me quiere un poco ni ha hablado de mamá con nostalgia, ni de su juventud, ni de nada. Ya sé que no es necesario hablar de esas cosas y por otra parte tampoco a mí me gustaría, pero es así y no lo sentiré cuando la encuentre muerta, porque la encontraré yo, sé que la encontraré yo, y como no tiene parientes ni a nadie, yo tendré que hacerme cargo de todo, de avisar para que la entierren y de liquidar sus cosas. Y luego otro sábado libre, dos sábados cada mes en la Casa, aunque no lo siento porque es igual la Casa que Miss Gall y su pudding y sus preguntas indiferentes».
Segundo sábado: cena en casa de los Miller. El doctor Miller, el doctor de mamá, y su mujer, Linda, «que también era amiga de mamá, como Miss Gall, pero más amiga porque las dos se habían casado y Miss Gall no. Linda no había tenido hijos pero no importa, ellas se entendían, eran amigas, y aunque mamá me había tenido a mí, esto no era nada importante para ellas ni les impedía recordar el pasado y su juventud. El doctor asistió a mamá hasta los últimos, lejanos momentos… Luego dijo: “Ven todos los sábados, querida Lucila, ven con nosotros ahora que estás sola”. Yo, naturalmente, voy sólo un sábado cada mes, porque no se debe y porque no conviene ligarse demasiado a nadie y como ellos no tienen hijos y ya son viejos y yo no necesito otros padres, nunca los he necesitado y no es que tenga queja de los míos, pero ellos no están y desde luego yo no los echo en falta, menos aún para desear como padres a los Miller. Pero los sábados, un sábado, es distinto. Linda habla de mamá constante y, a veces, abusivamente. Tanto recordar me pone nerviosa. Yo, durante la semana, no recuerdo nada, pero luego Linda quiere a toda costa hacerme revivir cosas que no quiero revivir, que estoy muy a gusto sin revivir. El doctor calla y hace bien. No es necesario hablar de los muertos ni pensar en ellos. Es una manía de Linda hablar tanto de mamá, y hasta dudo que lo sienta, pero cree que yo lo agradezco, y no es verdad, aunque tampoco quiero decir que no sea agradable ir a cenar con ellos y charlar un rato y…».
Sin duda el mejor sábado de Lucila es el tercero. El tercer sábado tiene algo vagamente juvenil, remotamente propicio a la aventura, a lo inesperado. El tercer sábado, Lucila sale con su amiga, con su única verdadera amiga, a cenar en un restaurante. La amiga de Lucila está empleada en un banco; es de su misma, aproximada, edad… «Betty cuarenta y tres, ¿no?, y yo cuarenta y dos…, o quizá al revés».
Betty y Lucila salen a cenar una vez al mes, un sábado al mes. Se citan en Picadilly Circus. Luego pasean un rato por las calles llenas de gente. Miran escaparates. Se ríen y comentan discretamente las nuevas modas, los últimos acontecimientos mundiales. Lo personal apenas se toca porque no es necesario, es lo bastante impersonal para no hablar de ello. Sólo una vez, recuerda Lucila, le habló Betty de un asunto, de un problema sentimental, extrañamente complicado, impropio de ella, de Betty. Ya estaban en la sobremesa, Betty fumaba, habían cenado con vino en un restaurante italiano. Porque los sábados de Lucila y Betty eran sábados de restaurante continental, en el Soho o sus cercanías. Nada de comida inglesa; de vez en cuando es agradable variar.
Aquel día estaban en un restaurante italiano y habían cenado con vino. «¿Por qué no? Cenemos con vino, Lucila, estos sábados son distintos». A Lucila le había sonado rara aquella afirmación. Después Betty fumaba y empezó a hablar. Lucila no podía creer lo que decía. No es que no le pareciera bien, sino que le parecía impropio de Betty, de ella misma, que lo estaba escuchando, de su amistad…
—Es un hombre muy joven pero creo que debo… No sé cómo decirlo, Lucy, pero me gustaría hacerlo. No sé lo que tú piensas de estos problemas, nunca hemos hablado de ellos… No soy todavía muy vieja, puedo gozar de la vida en ese sentido, ¿no crees?
—Betty, no hables así. Me haces daño. Es tan… grosero.
—Por Dios, Lucy, no veo lo que puede tener de grosero el que yo te hable de un asunto tan humano… Nunca lo había pensado, pero ¿es que quizá te repugnan los hombres?
—No digas cosas absurdas. Los hombres me dejan absolutamente fría. No me molestan ni me atraen. A esta edad ¿tú crees que se me pasaría por la imaginación pensar en hombres? Creo que nunca pensé en ellos como algo cercano, como posibilidad personal de que uno de entre ellos… Los hombres no han tenido que ver conmigo y yo nada he tenido que ver con los hombres.
—Pero este chico… ¿Qué te parece? Es alemán, trabaja ahora en el banco… Está muy solo en Londres… Imagínate, alemán y refugiado, aunque no era nazi, al contrario, huyó antes de la guerra… Pero ¿qué te parece? Le he invitado a casa, ha venido muchas noches a cenar… Yo no voy a hablar de matrimonio, naturalmente, pero acepto lo que viene, lo que la vida quiere todavía darme…
En dos o tres meses no había sabido nada de Betty. Ni la había llamado, ni esperaba su llamada. Después todo volvió a la normalidad. Se reanudaron las citas en Picadilly, las cenas en los restaurantes extranjeros, la sencilla aventura de sentirse turistas, o famosas o ricas una vez al mes. Y Betty no habló ya del joven. Lucila no sabía cómo había terminado aquello ni quiso preguntarlo. Betty estaba igual que antes. Fue fácil olvidar la confidencia, la pequeña violencia, casi discusión de aquella noche.
Hoy Lucila está en su sábado libre, en su cuarto sábado y sábado primero del mes de julio. Tiene un perro en los brazos. «Hay que darle de comer».
Lucila sale de su sensual ensoñamiento, de su plácido olvido de todo, con el perro en el regazo, con el calor del perro recorriéndole el cuerpo dormido.
Se levanta, deja el cachorro en el suelo. Baja a la cocina. Al poco rato vuelve con un plato de restos de tarta nadando en leche. Recoge al cachorro y lo lleva al jardín, a la casita de la carretilla y la regadera, el cortacésped, las azadas…
«Ahora vas a quedarte aquí, perrito, cariño, aquí quieto, dormido, después de que cenes… Lucila te vendrá a ver luego a la noche, antes de acostarse, y mañana otra vez. Perrito, no llores, no ladres, cariño. Perrito…».
DELIA SOTO
—Teresa, ¿vas a salir? ¿Qué traje te piensas poner? Me gustaría que me prestases la falda gris. Todos mis trajes me desesperan. Estoy harta de ellos. Si tuviera dinero, los quemaría todos o los regalaría o los tiraría y me compraría cosas nuevas. Me fatiga ver una y otra vez los mismos vestidos, los mismos zapatos… ¿No te ocurre a ti igual?
Teresa estaba ya descolgando la falda gris.
—Está un poco arrugada, Delia. Tendrás que plancharla.
Ante el espejo de su armario abierto, Delia gira, contemplando el efecto de la falda.
«Un poco larga. Teresa es más alta que yo. Pero me estará muy bien con la blusa roja…, los zapatos de piel de serpiente… A Romualdo le gusta que vaya bien vestida… Estoy contenta; no sé por qué pero estoy contenta… Hoy vamos a ser muy felices. Después de cenar, si Romualdo quiere, iremos a tomar café a su cuarto… Debo descansar; no debo excitarme… Me echaré un rato ahora mismo… Relax, Delia, relax…».
Delia se quitó la falda, se echó en combinación sobre la cama, sin molestarse en apartar a un lado el edredón. Le dolían las piernas. Al estirarlas sentía alivio, pero enseguida venía el cansancio otra vez. Un agotamiento sordo afluía a su conciencia desde los extremos de cada miembro, una sensación de agotamiento total, de incapacidad de movimiento.
«Necesitaría dormir diez días seguidos, sin interrupción, a ver si al final de ellos me levantaba fresca y nueva, como hace tanto tiempo que no me levanto».
Delia se sintió repentinamente deprimida. La alegría de un momento antes le pareció absurda y lejana. El dolor del cuerpo se extendió a los sentimientos, a las ideas. «La verdad es que hoy no seremos felices, ni mañana, ni nunca. Hay cosas que nacen condenadas, como esto nuestro. Es inútil luchar por ello. “Nunca se arreglará, con tu pesimismo anticipas la desgracia”, dice Teresa. A Romualdo no le gusta verme triste. “Te he dicho mil veces que te quiero y que si tú no lo estropeas todo con tu creciente histeria, si me das tiempo, todo se arreglará…”. Pero él sigue recibiendo cartas de allá, enviando dinero allá, esperando noticias de allá…».
Cuando la obsesión empezaba a dominarla, Delia sabía que el único remedio era la actividad, una desordenada, nerviosa y continua actividad. De un salto dejó la cama y el apenas iniciado relax. Sacó la plancha, la enchufó. Sacó los zapatos, las medias, el bolso… Mientras la plancha se calentaba, cogió de la mesa un tarro de crema y empezó a extenderla sobre el rostro suavemente con las yemas de los dedos.
Al volver, la Casa estaba en silencio. Al entrar en la habitación, Delia encendió la luz. Tiró el bolso en la mesa, se descalzó y buscó las zapatillas. Se las puso y sin apagar la luz, se abalanzó escaleras arriba.
Teresa estaba levantada y no se sorprendió al verla entrar.
—Teresa, he terminado definitivamente con Romualdo… Me ha pedido las libras, las libras que me había dado para hacer mi viaje a Dinamarca. Y sé para qué las quiere… Se las ha pedido la otra de allá… Se lo he dicho y se puso furioso… Me llamó loca, egoísta… Le dejé y me vine, pero no pienso volverle a ver… Me marcharé enseguida de Londres, a cualquier parte…
—No lo creo —dijo Teresa.
Delia se quedó mirándola en silencio, sorprendida. Su torrente de quejas, de propósitos, se cortó en seco.
—Yo tampoco —dijo lentamente—. Yo tampoco lo creo.
LOUISE
Mary se servía grandes cantidades de mantecado. Verónica fumaba. Emily, pegada a la radio, prescindía de la conversación. Rachel estaba en la cocina. Louise hablaba.
—Me hubiera gustado tener ahora mis vacaciones. Esto de la boda nos ha dejado muy cansados a Charlie y a mí. Pero qué se le va a hacer… Gracias a que le he sacado tres días extra a la de arriba.
«Y Dick se casó ayer. A estas horas ya estaba casado».
—Mañana creo que ya podré traeros las fotografías. Me hubiera gustado que los vierais. Tan jóvenes, ¡Dios mío!
Verónica piensa: «Yo me casé muy joven. Tom y yo éramos también muy jóvenes».
Mary dice:
—Ah, Louise, qué bonito debió de ser todo. ¿Comisteis cosas muy buenas?
Mary saborea el mantecado. Sus ojillos tienen un brillo de gula que molesta a Louise.
—Mary, se diría que no comes bastante en la Casa. Siempre preguntas lo que comemos en nuestras fiestas, en nuestras vacaciones… A mí no me preocupa mucho lo que comimos, no vivo pendiente de lo que voy a comer, pero si quieres saberlo, comimos muy bien. Pollo frío y helados y bebidas.
Luego se dirigió a las demás:
—Es nuestro único hijo. Charlie tenía ahorrado sin decírmelo y pudimos gastar sin preocupación.
Mary se ha quedado pensativa. Parece que las palabras de Louise le han hecho reflexionar. «No es que yo la haya herido —se dice Louise, que en este momento la está observando—, sino que piensa en lo que yo le he dicho como si nunca antes se le hubiera ocurrido». La indignación, la pequeña irritación de Louise ha pasado. Siente ahora una gran compasión por Mary.
«¿Y de qué va a preocuparse esta infeliz si no es de las comidas? Sola, absolutamente sola».
—¿En qué piensas, Mary? —dio a su voz un tono alegre—. Te gustará mucho ver las fotografías. Os gustarán a todas. La novia estaba tan bonita con el traje blanco… Y yo no estaba nada mal, de veras. Charlie no tenía ojos más que para mí…
—Chicas, ¿sabéis qué es de Teresa?
—Hoy está libre —contestó Verónica—. Comerá en el salón.
Rachel fue a sentarse al lado de Louise.
—Estás triste, ¿verdad? No te preocupes, Louise. Si él es feliz, tú tienes que ser feliz. Han hecho bien casándose jóvenes. Los hijos, luego, cuestan más, pero a su edad son un juego. Te veo abuela enseguida, Louise…
Y Rachel piensa: «Mi Bobby cualquier día también me dirá que va a casarse. Si encontrara una buena chica como Dick…».
El silencio, invitado extraño en las sobremesas del servicio, se extendía incómodo por la habitación. La radio había dejado de funcionar y Emily se levantó para irse. Dijo sólo: «Adiós». Pero fue suficiente. Louise, Mary, Verónica y Rachel despertaron.
—Rachel, por favor —pidió Mary—, ¿puedes darme un poquito más de mantecado? Está estupendo.
—Voy, Mary. Deberías estar muy gorda, mucho más gorda de lo que estás con tanto pastel y tanto mantecado…
Mary sonrió apacible, casi dulcemente. Verónica le pidió a Louise:
—Por favor, ¿tienes un pitillo? Estoy sin fumar desde hace un rato. En cuanto cobre saldré disparada a comprarme un paquete.
Louise, sin contestar, le tendió un cigarrillo y una caja de cerillas. Al subir las escaleras que llevan al salón, Louise se cansa hoy más que nunca. «Me hubieran venido muy bien las vacaciones ahora, y no en agosto, cuando no las necesite ya. No deja de ser una tabarra estar siempre pendiente de lo que a estas señoras se les antoje. No deja de ser triste depender hasta estos extremos de un patrón y no poder disponer de las vacaciones a que una tiene derecho ni cuando se le casa el único hijo, o está enferma, o…».
En el salón, las mesas dispuestas esperaban a las residentes para el lunch. El servicio siempre comía antes. «A unas horas —pensó Louise desde su actual pesimismo—, a unas horas en que todavía no hay quien tenga ganas de comer, como no sea Mary, que comería piedras cada dos horas, si fueran piedras lo único que…».
La primera en entrar fue Miss Lancaster. Tendió la mano a Louise.
—Enhorabuena, Mrs. Childs. Espero que esa boda les dé mucha felicidad a todos ustedes.
Louise agradeció con toda su alma las palabras de la directora. Los rencores de Louise duraban poco tiempo. Se desvanecían si intervenía algún factor emotivo. «¡Qué buena es!, estoy segura de que es buena, una buena mujer. Una mujer lista además —se dijo—. Sabe que he sacrificado mis vacaciones por la Casa, pero ella también se está sacrificando a cada instante. Las chicas dicen que es fría como una serpiente, eso dicen, pero no se dan cuenta de que la gente fina y educada no es como nosotros… Ni mucho menos… Ellos no van a ir contando a todo el mundo lo que les pasa y lo que sienten, como hacemos nosotros. Ellos tienen que callarse sus cosas y nunca sabremos si sufren o no, porque no se puede ver por fuera, no lo dejan ellos ver y hacen bien. Es de personas bien educadas ser así y no como somos nosotros, siempre contando a todo el mundo las bodas de nuestros hijos, lo que les queremos, lo que nos cuestan, lo que nos preocupan…».
Louise se sentía reconfortada. Trabajaba deprisa, preparando las raciones de pescado en los platos. Mary todavía no había subido a ayudarla. En realidad faltaban unos minutos para el lunch. Sonó el gong. «Entonces es que ya está ahí Mary. Miss Lancaster hoy ha venido más pronto que nunca, pero debe de ser por mí. Ha debido de venir por felicitarme antes de que llegue la gente, a la que no le importa por qué me felicita la directora».
Mary, con sus ojos de topo, sus manos gorditas, de piel rosácea y opaca, se movía alrededor de Louise tratando de ayudar. Entró Teresa. Se dirigió a Louise.
—Enhorabuena, Louise. ¡Qué alegría verla otra vez! Ha estado tres días de descanso, ¿no? De cansancio y emociones mejor dicho… Ya me contará cómo fue todo…
Entre plato y plato, servido en mano a las «clientes», como las llamaban las camareras cuando hablaban entre ellas, Louise se hacía reflexiones.
«Teresa es también una buena chica. Tan cariñosa y tan buena como las otras compañeras… Ella es una persona educada y fina, pero también habla de lo que siente y se interesa y pregunta por las cosas de los demás…».
—Mary, por favor, date un poco de prisa y retira estos platos, porque ya se nos van almacenando a docenas y no hay sitio para nada.