1. Sábado, 5 de agosto

MISS DUDLEY

«¡Dios mío, una negra! ¿Y por cuántas pruebas tendremos que pasar todavía?», piensa Lucila mientras sonríe a Kate y a la visitante.

—Me envían de la Escuela de Ballet. Creo que aquí tienen ustedes sitio para profesionales universitarias… Tengo el título de profesora de danza y expresión dramática.

—¿Habitación independiente? No sé si va a ser posible a no ser que hagamos algún traslado por un día… Comprende, MissMiss

Mrs. Kelly… Es sólo una habitación para cuatro días. Espero a mi marido el miércoles, luego nos iremos los dos a un hotel.

Lucila Dudley consulta sus libros, sus planos de la Casa. Piensa.

«Está libre la número cinco del primer piso, pero ¿tendrá suficiente dinero esta negra? ¿Merece esta negra la habitación número cinco con los muebles de la condesa?».

—Tenemos un cuarto libre, magnífico. Pertenece a una antigua residente que ya no vive aquí y ha legado sus muebles a la Casa. Quizá le parezca un poco caro, pero es el único libre de momento.

La negra es esbelta, graciosa, de una elegancia abrumadora. La línea de su traje de viaje, siena tostado, contrasta con la desgraciada confección del vestido rosado de Miss Dudley, comprado en un almacén de Oxford Street, a principios de temporada.

«¡Qué piel, qué espantosa piel! Los muebles de la condesa van a quedar impregnados de olor a negra… Las negras huelen… Pero no hay nada en contra, hay que admitirla. No es la primera vez que hay en la Casa gente de color. ¿Hay tanta diferencia entre ésta y Miss Soto? ¡Ah! Sí, Dios mío, la hay…».

Lucila Dudley toma unas notas. Kate se ha retirado. Miss Dudley llama al teléfono.

—Kate, por favor, acompañe usted a Mrs. Kelly al primer piso, al número cinco, sí.

«Kate se asombrará de que no la acompañe yo misma, como siempre, pero no puedo, estoy deseando quitármela de delante».

La negra se ha sentado mientras la secretaria decide los últimos detalles. Junto a sus piernas delgadas, bellas, fuertes, el bolso de piel clara reposa en el suelo. Al oír las palabras de Miss Dudley se pone en pie, le tiende la mano.

«¿Notará la repugnancia? ¿Estará acostumbrada a la repugnancia, imposible de vencer nunca aunque se trate de una negra culta, de una negra profesora o lo que ella sea?».

—Bienvenida, Mrs. Kelly.

La negra, sonriente, salió de la habitación. Kate venía por el pasillo, a buscarla. Miss Dudley esperó en la puerta de su despacho, hasta que las dos, Kate y la negra, desaparecieron en el ascensor. Luego, cerró la puerta.

«Qué movimientos, qué ordinariez, qué insulto a los sentidos… Cuatro días».

Lucila consultó el reloj: las once y media. La mañana del sábado no solía ser muy molesta. Pocas visitas, pocos problemas inmediatos. El sábado era un corto paréntesis abierto que no se cerraba hasta el lunes. Lucila lo agradecía, porque llegaba al sábado, mejor dicho, al viernes por la tarde, rendida. El trabajo de la Casa no era excesivo, pero no terminaba nunca. A cualquier hora del día se reclamaba a la secretaria, se la interrumpía en su descanso, en su lectura, en sus trabajos del jardín. La secretaria ocupaba una posición intermedia y desfavorable —eso decía Lucila—, porque tenía obligaciones poco definidas y trabajos que, la mayoría de las veces, recaían sin necesidad sobre ella.

A Lucila no le molestaba el trabajo, pero los viernes estaba cansada.

«Afortunadamente el sábado por la mañana es tranquilo».

Del otro lado de la puerta oyó la voz de Kate.

—¿Miss Dudley?

—Entre.

Miss Dudley, es sobre Mrs. Kelly, quiere que, si es posible, le sirvamos el almuerzo en su habitación todos los días.

Lucila Dudley lo pensó un momento. La norma de la Casa era servir las comidas en el cuarto únicamente cuando las residentes estaban enfermas.

«Pero este caso es excepcional. Es peor que estar enferma. Ser negra es peor que todo… Verla en el gran salón a las horas de las comidas, transformándolo en un comienzo de función de jazz…».

—Desde luego, Kate, no hay ningún inconveniente puesto que Mrs. Kelly va a estar pocos días entre nosotros.

«¿Qué dirá Miss Lancaster? Debía haber consultado, pero… creo que esto es algo fácil de decidir, creo que entra en mis funciones de secretaria».

DELIA SOTO

—Romualdo, no mires abajo, te aseguro que no hay nada que merezca la pena mirarse…

Romualdo se movió incómodo en el asiento. Delia, frente a él, revolvía el azúcar del café con una cucharilla diminuta, de plata. Desde lo alto, desde el coro del gran salón, las mesas del lunch tenían algo de teatral. Romualdo se echó hacia atrás en la butaca.

—No miro nada, Delia. Ya sé que no hay nada que mirar. No seas celosa.

Delia Soto está pálida. El traje amarillo vivo destaca más la palidez, las ojeras.

—De mañana no pasa, Delia. Mañana te vas de aquí. Estás muy mal.

«Peor de lo que te imaginas… La cintura… Toda la noche sin dormir por este dolor de cintura. ¿Tengo muy mal aspecto?».

Romualdo contempla el rostro ajado, sudoroso, la nariz afilada, los ojos febriles. Contiene un estremecimiento.

—No has dormido, Delia, no duermes, tienes necesidad de descansar.

Le coge una mano. La aprieta con suavidad.

—Delia, tienes que cuidarte. Márchate. Vete a la isla de White, vete a Francia, a cualquier sitio lejos de Londres. Te empeñas en quedarte aquí conmigo y no ves que así no te tengo ni me tienes de verdad…

Delia Soto piensa que es verdad, que sus nervios, su agotamiento, su enfermedad los separan, impiden que los pocos momentos de estar juntos sean alegres.

—Si yo fuera la que fui, Romualdo. No me conociste como fui antes. Alegre, despreocupada…, sin celos.

Romualdo es pequeño, moreno, fuerte. El pelo se le riza a pesar de la tirantez del fijador, del agua. Romualdo da sensación de solidez, de seguridad en sí mismo. Delia se aferra a él con la angustia del náufrago.

—He sufrido mucho y Romualdo es mi último amor —dijo una vez Delia a Teresa, en una de sus charlas, en uno de los monólogos—. Me quiere, Teresa, pero me hace sufrir porque no comprende mi debilidad, mis celos… Mis celos porque Romualdo tiene aquella cochina allá, en su país, una mujer vulgar, a la que envía dinero, con la que se siente comprometido de un modo especial e incomprensible.

Delia mira a Romualdo, frente a ella, que trata de sentirse natural y sin embargo se siente terriblemente incómodo, en el coro, en el salón, en la Casa.

—No me gusta que me invites al salón. Prefiero que comamos fuera, donde tú digas, pero no en este antipático comedor lleno de mujeres, ni en lo alto, donde parece que nos contemplan desde abajo, en vez de ser nosotros los que los contemplamos.

—Me marcho mañana, decididamente. Estaré unos días en White y luego, a Francia. Quiero buscar un pueblo de Francia, cerca de la costa, en un sitio en que te sea fácil ir a verme… La cocina francesa me devolverá el apetito.

«Además, prefiero no saber nada de ti, no telefonearte ni estar pendiente de tus llamadas. No saber si recibes cartas o si estás preocupado».

—Será un descanso dejar todo esto.

Romualdo se anima al ver la decisión serena de Delia. Hace proyectos, se vuelve optimista.

—Verás, Delia, qué bien te sienta el mar. En septiembre puedes venir y para entonces… Bueno, para entonces habré cancelado yo mis asuntos de allá definitivamente y podremos casarnos. Ya no tendré problemas de dinero. Buscaré este tiempo que estés fuera un pequeño apartamento… Tienes que descansar mucho este mes… Luego, en la primavera, cuando termine mi trabajo, nos iremos de aquí para siempre… Pediré un destino en Uruguay.

Delia siente grandes deseos de llorar.

«Será verdad, tiene que ser verdad, tiene que ser tan fácil como él lo ve».

Quiere evitar el llanto, cambia de tema.

—Romualdo, ¿y mi trabajo? ¿Cómo va a quedar mi trabajo, a medias?

—Lo terminarás en septiembre. Ahora, lo más importante es que te cuides.

El salón ha quedado vacío. Romualdo echa una ojeada rápida abajo y se siente más tranquilo.

—No se está mal aquí, cuando las señoras se marchan —Romualdo está alegre, se esfuerza en alegrar a Delia—. Estoy contento porque te vas, ya lo ves, porque me dejas solo… Pero tú sabes que mi contento es por ti misma, porque lo necesitas mucho y mientras no te sientas bien, vives y vivo en una pesadilla.

«El dolor de la cintura es una pesadilla».

Inconscientemente, Delia se sujeta la cintura. Romualdo ha observado su gesto, la mueca de dolor que no ha sido capaz de disimular.

—¿Qué te duele, Delia?

—Nada, es un malestar difuso, nada concreto. Cansancio…

Romualdo la mira preocupado. Delia le suplica.

—Quédate a tomar el té. No nos moveremos de aquí y nadie vendrá al salón; ya sabes que el té se sirve fuera. Quédate charlando conmigo.

«Es sábado, no va a trabajar en sábado. Si no se queda es que…».

—Claro que me quedo, Delia.

LOUISE

—Precisamente la mujer de Dick trabaja allí al lado y me lo ha dicho: unas bolsas magníficas, de plástico, naturalmente, pero de un tamaño enorme. Ideales para ti, Verónica, cuando sales todo el día con las niñas. Son estupendas para llevar la merienda, chaquetas, lo que quieras… Seis chelines. Yo desde luego le he encargado una, y si vosotras queréis…

Cuando Miss Jackson está en la casa, las conversaciones accidentales entre las mujeres del servicio fuera de las horas de la comida tienen lugar en el cuarto de los lavabos que sirve a la vez de vestuario. Miss Jackson no tiene acceso a aquel lugar, no lo pisaría nunca.

Aunque no exista una prohibición, de nadie, Miss Jackson no entraría en los vestuarios del servicio, simplemente por conciencia de clase. Por eso no puede sorprenderlas nunca, cuando charlan, aunque puede espiar desde el pasillo, esperar a que vayan saliendo y hacerles sentir su muda cólera con una mirada, con un gesto, con una orden desagradable. Hay momentos muertos en el día, cuando la limpieza de las habitaciones ha terminado, cuando el servicio del té no ha comenzado, pequeñas treguas que aprovechan las mujeres del sótano para hablar, fumar, reír, aconsejar.

Louise suele llevar la voz cantante. Conoce los mejores saldos, las nuevas tiendas, las medias, los zapatos y las bolsas que duran más, que son más baratas. Louise tiene un instinto, un olfato para comprar, para confrontar el valor del dinero y el de las cosas y descubrir el equilibrio o desequilibrio que hay entre ambos valores. Las compañeras de trabajo le piden opinión, consejo, información. Mary, por ejemplo, desde que está en la Casa, viste según las órdenes directas de Louise.

—Para ti, Mary, como para tu tamaño, he visto una falda de rayas, ayer, en Sloane Square. ¿Cómo andas de dinero? Deberías comprártela, porque necesitas mucho una falda, Mary. Sólo tienes aquella gris, fea, que te compraste el año pasado mientras yo estuve de vacaciones.

Mary es una dócil discípula de Louise. Verónica discute con ella, aunque acaba apuntando la dirección, tomando nota de la ganga. Rachel hace sus compras de un modo independiente pero escucha con simpatía las noticias de Louise.

—¿Una bolsa, Louise? Creo que me va a venir muy bien… Precisamente ahora se me está rompiendo la de lona. Te encargaré una, porque está cerca de tu casa, ¿no? ¿No dices que tu chica las vio?

Louise se hace cargo del dinero de Rachel.

—Mañana te la traeré. Te dará envidia en cuanto la veas, Mary. Te vendría bien para tus compras y para llevar lo que te da Rachel, las vísperas de tu día libre.

Por el pasillo, se acercaron unos pasos familiares. Rachel hace un signo pidiendo silencio y sale, cerrando la puerta tras de sí.

Las chicas, desde dentro, oyen la conversación.

—Buenas tardes, Miss Jackson. ¿Busca algo? ¿Me busca a mí?

—No, Rachel, busco a Mary.

Los pasos de Rachel siguen hacia la cocina. Los pasos de Miss Jackson van hacia el comedor de servicio. Mary aprovecha para salir. Louise y Verónica oyen sus desconcertadas excusas.

—¿Me buscaba, Miss Jackson? Oímos… Oí cómo le decía a Rachel… Estaba lavándome las manos y las oí en el pasillo.

Louise se pone furiosa.

—Mary es idiota, te lo he dicho mil veces, Veric. ¿Por qué tiene que darle explicaciones a esa vieja?

—Louise, estoy pensando que si no te importa adelantar el dinero hasta la semana que viene, puedes comprarme esa bolsa. Esta semana tengo ya gastado lo que me dará Lucy.

Cariñosamente, llaman a Miss Dudley, Lucy, a Miss Jackson, Jackie.

Cariñosa, y ofensivamente, porque el tuteo, la intimidad es lo que más podría herir a las jefas.

—Más que si las llamamos loros, solteronas o imbéciles, te lo aseguro, Veric. Lo que más les molesta es la familiaridad.

Y, sin saberlo, Louise profundiza en la llaga de la intolerancia, de la repugnancia de clases que late en Miss Jackson, en Miss Dudley, en cualquier jerarquía, elevada o insignificante del país.

—Mucho Mrs. Childs por aquí y Mrs. Childs por allá, pero no aguantan que te metas en su intimidad, ni un poco, ni quieren saber de la tuya.

—Yo haría igual si fuera ellas —decía Louise.

Y era verdad.

—He gastado lo que me dará Lucy. Lo debo ya, Louise. Esta temporada ando muy mal de cuentas. ¿Puedes tú prestarme, adelantarme los seis chelines de la bolsa?

—Sí, Veric, pero no creas que yo ando tan bien.

«Nos hemos quedado sin ahorros…, claro que eso no tiene importancia. Ahora gastamos menos, sin Dick… Dick, Dick, me preocupan esos chicos, sospecho que ya están esperando algo y sería una locura, una locura tan pronto… No sé si lo esperan o lo temen o lo andan buscando… Deberían esperar más tiempo… Luego andarán como Veric, con trampas y deudas».

—Tú ya no necesitas dinero, Louise, mucho dinero. Vosotros dos podéis divertiros y vivir bien con poco. Pero mira yo… con esas dos fierecillas y tantas ilusiones puestas en ellas y tantas desilusiones como nos esperan…

—En cambio, vosotros sois jóvenes, Veric. Eso vale por todo.

Louise habló melancólica, apagadamente.

—¡Louise! No te vas a poner triste, ¿verdad? Sería la primera vez que te veo triste… sin motivo.

Louise no contestó. Repentinamente, al hablar, se dio cuenta de que lo que afirmaba era verdad.

«Ser jóvenes… Aunque me empeñe, Charlie y yo vamos para viejos, vamos para…, para muertos, uno primero y otro después».

Verónica insistió.

—No dirás en serio lo de la juventud, ¿verdad, Louise? Tú eres más joven que muchas mujeres, incluso que yo, si lo miras bien. Tú eres fuerte, tienes un humor excelente, te conservas guapa.

—Y tengo cincuenta años.

—Y eso qué importa.

«Los años… Charlie, cincuenta y tres… Charlie está bien, no se suele quejar de nada… Pero la vejez viene de repente… Una mañana te levantas distinta, más cansada, sin fuerzas y es que has envejecido».

—Se envejece en un día, Veric.

Verónica se rebela.

—También se rejuvenece en un día… Un disgusto, tú te refieres a los disgustos que envejecen de pronto. ¿Y las alegrías? Las alegrías rejuvenecen. Imagínate que tú y Charlie ahora… Que os pasa algo muy bueno.

—Que somos abuelos, por ejemplo, ¿no?… Es algo alegre, ¿crees que nos rejuvenecerá?

—Louise, eres imposible, imposible discutir contigo.

«Se envejece en un día —pensaba Louise—, en unas horas…».

El corazón de Louise tenía un ritmo normal, perfectamente normal, jovial, impetuoso; no resistía mucho tiempo el fluir de la sangre entristecida de humores. En algún rincón del organismo de ella la sangre se purificó y sonrió, aliviada.

—De todos modos, Veric, puede que ese día, el de la vejez, quiero decir, esté lejos todavía.

Louise asomó la cabeza por la puerta del vestuario. No oyó nada. Miss Jackson debía de haberse marchado.

—Vamos, Veric, debe de ser tarde ya.