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Entró bailando en el cementerio
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Tres meses. Noventa días.
Tres meses para que los periódicos dejaran de hablar de ello. Para que los escandalosos titulares desaparecieran de las primeras páginas, para que los programas de la tarde dejaran de regocijarse con lo macabro.
Tres meses para que por fin empezara a olvidarse.
Tres meses, para Pepè. Para reponerse de las heridas y trasladarse con toda su familia a Birmingham. Lavaba platos y suelos y no comprendía una palabra de inglés, pero nadie volvería a maltratarlo bajo los puentes de la carretera de circunvalación. La droga era un recuerdo del pasado. Su madre era feliz, y para su hermano todo era nuevo y fascinante.
Tres meses, para Don Aldo. Para morir de infarto en la mesita desportillada de su habitual bar lleno de moho. En el momento del tránsito a la vida eterna había perdido el control de la vejiga y se había orinado encima. La noticia había corrido entre las familias; y el viejo boss, en la muerte, había perdido ese honor tan anhelado en vida.
Tres meses, para Genny B. Para continuar siempre igual. Entre alcohol y cocaína, jovencitas y fiestas privadas. Se miraba al espejo después de ponerse una raya, la piel gris, los ojos hundidos. Se alisaba su largo cabello engominado, forzaba una sonrisa de cadáver, y por un momento…, solo un momento, hubiera querido estar en otro lado, desaparecer…, pero qué diantres, él era Genny B. Su destino era pasarse los últimos restos de coca por las encías y volver a la gran sala inundada de música.
Tres meses, para Umberto De Marco. Para salir de cuidados intensivos, donde había acabado después de que los hombres de Don Aldo le metieran una sobredosis. La oreja se le había infectado y en el hospital se la habían amputado durante el coma. El abogado se había despertado confuso, no había comprendido que había tocado fondo, que no tenía nada ni a nadie. Le dio por reír. Era la ocasión perfecta para comenzar desde el principio.
Tres meses, para el inspector Lopresti. Para entregar su dimisión y abandonar el cuerpo, para encontrar el valor de subir a aquel tren que lo llevaría arriba, a los confines del norte de Italia. Entre montes perdidos, entre gamuzas y cabras, donde le esperaba un trabajo de guarda jurado en un centro comercial, y Martina…, que al final había decidido responder a sus llamadas y creer en sus promesas. Carmine veía correr veloz el paisaje por la ventanilla del tren, a cada kilómetro que se alejaba del pasado se sentía más ligero, casi feliz.
Tres meses. Tres meses para que la puerta del cementerio volviera a abrirse de nuevo.
La muchacha caminaba con paso ligero por el sendero de grava. Miraba a su alrededor confundida. No sabía seguro adónde se dirigía. Había probado a preguntar a un par de personas, pero nadie había querido responderle. Dio vueltas unos instantes, entre un olor a flores marchitas y a gatos vagabundos. Luego, a lo lejos una mujer anciana le hizo una señal. Rápida y temerosa, pero suficiente.
La tumba de Michele Vigilante estaba abajo, en uno de los últimos nichos de la parte nueva del cementerio. Desnudo y frío. Sin flores, ni lamparilla, ni foto. Un nombre grabado de mala manera sobre la lápida de piedra gris.
Le dolía la cara, todavía sentía los golpes del gitano, aunque los cardenales ya estaban desapareciendo. Pero no le importaba, aquella era la última vez que le había pegado. Al final Yleana lo había logrado, había hecho lo que le había dicho Michele: irse muy lejos. Fuera, para siempre, sin que nadie conociera su destino. Sin ella saber qué sería de su futuro.
Una nueva vida que estaba loca por abrazar, conocer, amar.
Se inclinó sobre la tumba de Michele y dejó un ramo de flores. Hizo un leve gesto con la mano, casi una caricia, luego se marchó. Era el momento de desaparecer.
Solo quería irse lejos de allí.
Se encaminó hacia la salida del cementerio, mientras un viento hostil esparcía sus flores sobre la tumba de Michele.
Sobre la séptima lápida.