6
Huían las oscuras siluetas de la ciudad
Viernes, 29 de enero de 2016,
San Constancio de Perugia, obispo y mártir
1
El enfermero entró en la habitación con cuidado para no hacer ruido. Una preocupación inútil, porque el hombre tumbado en la cama no podía oírle. Pero toda la prudencia era poca cuando se trataba de aquella gente. Retiró el carrito metálico y las ruedas chirriaron en el suelo de linóleo. En el interior de la habitación había un joven de pie junto a la ventana, inmóvil y silencioso, tenía los brazos cruzados y le seguía con la mirada. El enfermero se llamaba Alessandro, para todos Sandro, y aunque había estado trabajando en el norte durante muchos años, antes de lograr el ansiado traslado cerca de casa, también había crecido allí, entre aquellas calles y callejones, entre los grandes edificios todos iguales y las azoteas donde se traficaba, y sabía quién era aquel paciente con los goteros saliéndole de los brazos y el tubo endotraqueal metido por la garganta. Los hombres de la entrada con el chándal del Nápoles y el bulto de la pistola despejaban cualquier posible duda.
Trató de darse prisa para salir de aquella habitación y poder dedicarse a sus pacientes, a los que no tenían santos en el paraíso ni pecados que expiar. Sandro amaba su trabajo, desde la primera vez que se había visto reflejado en los ojos agradecidos de una anciana que se moría lentamente. Le parecía que su presencia junto a los enfermos daba sentido a toda su vida y eso era más de lo que muchos podían afirmar. Sin duda más de cuanto pudiera alardear el individuo que tenía tumbado ahí delante.
Cambió el gotero sin dejar traslucir en el rostro sus pensamientos. Silencioso y profesional. Quería ser una sombra para aquella gente. Visto y no visto.
Hacía una semana que aquel tipo estaba conectado a las máquinas de cuidados intensivos. Sin que nada cambiase, sin decidirse a irse o a quedarse. A vivir o morir. Durante aquellos días había habido un vaivén de gente mala, policías de paisano, mujeres lacrimosas rezando el rosario y políticos locales que venían a rendirle homenaje. El vestíbulo del servicio todavía estaba lleno de flores marchitas que dejaban un olor rancio, pero al menos habían logrado retirar las lamparillas y el improvisado altar votivo…
Hizo lo que debía en silencio, luego salió de la habitación siempre bajo el ojo avizor del joven de brazos cruzados que parecía una estatua. Fuera, Salvatore Cuomo, que se las daba de gran capo, andaba con chulería dando órdenes y sacando pecho. En los últimos días el Bola había experimentado una transformación. Para empezar, ya nadie le llamaba de ese modo, y la actitud de los hombres del Cardenal era diferente, habían empezado a mostrarle respeto. Algunos habían empezado a llamarle Don Salvatore y él había empezado a comportarse en consonancia.
Sandro se había dado cuenta de ello, pero esas cosas no eran asunto suyo, él lo que quería era volver con sus pacientes. Se dirigió al pasillo empujando el carrito con la cabeza gacha. Pero Salvatore Cuomo tenía ganas de hacer algo de teatro.
—’Uaglio’, ¿cómo evoluciona? —preguntó con voz impostada para que todos le oyeran.
El enfermero se sobresaltó, él pretendía ser invisible.
—No lo sé —respondió inseguro—, tendrá que preguntarle al médico.
—Sí, pero ahora te lo estoy preguntando a ti.
El joven aferró fuertemente la barra de hierro del carrito.
—Las constantes son estables.
El Bola se acarició el mentón como sopesando aquellas palabras.
—Mmm… No te olvides, ’uaglio’, cualquier novedad, cualquier cosa sobre la salud de este grandísimo hombre que es Don Peppe el Cardenal, deberás comunicármela única y exclusivamente a mí. ¿Has comprendido? —El tono era untuoso y melodramático.
—Sí, señor. —Sandro a duras penas ocultó su asco mientras trataba de alejarse. Pero Salvatore le impedía el paso. Bajo y gordo, se había colocado delante, haciéndole frente con su tripón.
—No te he entendido, ’uaglio’.
Pero Sandro había entendido perfectamente.
—Sí, Don Salvatore —repitió más fuerte.
Ahora podía irse. Ahora que lo habían oído todos.
El Bola se apartó sonriendo.
El joven se fue a ver a sus pacientes sintiéndose una mierda.
El hombre estaba embutido en su sillón preferido. Años y años habían logrado que los cojines y el respaldo adoptaran la forma de su cuerpo, así que acomodarse en ellos era un verdadero placer. El único al que aún podía abandonarse.
Miró a su alrededor. La estancia estaba envuelta en la penumbra, las contraventanas echadas, la puerta cerrada, solo la lámpara a su derecha alumbraba débilmente. Pero no le interesaba. Conocía el lugar. Lo conocía de siempre, lo había amado y odiado al mismo tiempo. En parte como había sucedido con su vida, que había estado encerrada entre aquellas paredes. Todo le hablaba del pasado, de lo que había sido y lo que hubiera podido ser. Pero al final de todo, al final de la feria, él se había quedado allí solo, mirando viejos muebles cubiertos de polvo.
Estiró la mano hacia la mesita de centro y cogió la carta. Doblada en cuatro. La abrió suspirando profundamente. El día que la recibió la había leído y releído mil veces, y ahora tenía la impresión de que las palabras se desvanecían ante sus ojos, que se gastaban cada vez más, hasta por fin desaparecer. Y él con ellas.
Se detuvo en las primeras líneas y empezó a leer en voz baja, moviendo los labios imperceptiblemente: «Tú no me conoces, pero ha llegado el momento de decirte quién soy…».
Continuó leyendo palabra tras palabra, dolor tras dolor. Hasta volver a doblar cuidadosamente la hoja de papel. Hasta volver a hundirse en el sillón. Pero sería por poco tiempo.
Tenía una cita a la que no podía faltar.
2
Michele caminaba a paso ligero pero aquel frío húmedo le penetraba hasta los huesos. Ante la boca se le condensaban nubes de vapor, como bocanadas de una locomotora. Parecía que estuviera fumando. Así que pensó que más valía encenderse un pitillo. Se detuvo en medio de la acera, entre la gente que avanzaba inconsciente y segura a saber hacia dónde, y buscó el paquete en los bolsillos del chaquetón. Lo encendió y aspiró fuerte. Sintió el humo caliente bajar por la garganta y llenarle los pulmones; por un instante consideró la idea de dejar de fumar algún día, pero luego sonrió ante tal estupidez. No iba a cambiar mucho la cosa.
El cielo estaba blanco, de un candor deslumbrante. En aquel amanecer helado estaban cayendo copos de nieve. Los había mirado con curiosidad. No estaba acostumbrado. En su tierra era algo raro, pero allí debía de ser normal, nadie prestaba atención a la nevada y la gente se movía con tranquilidad, como si nada. Sopló el humo caliente en las manos ateridas, se las frotó con fuerza buscando un poco de calor y siguió andando.
Tomó Rudolfstraße hasta el cruce con Hauptstraße. No tenía temor a perderse, la ciudad no era muy grande, las calles principales hacían intersección unas con otras como soldaditos obedientes y él había pasado la tarde anterior estudiando el mapa comprado en la estación del tren. La habitación de hotel que había reservado era minúscula, perfectamente ordenada e incluso demasiado limpia. Le recordaba a la celda, solo faltaban los barrotes en las ventanas y los catres clavados al suelo. Había probado a ver la televisión, pero había sido inútil. No entendía ninguno de los canales y las teletiendas de baterías de cocina y colchones eran las mismas también en alemán. Había preferido ponerse a estudiar el mapa para tratar de no perderse en las calles de la ciudad y tener que pedir indicaciones que no hubiera podido comprender.
Mejor moverse rápido. Mejor no hacerse notar.
Desembocó en Hauptstraße, pasado el Ars Electronica Center, y se dirigió hacia el puente de Los Nibelungos, que cruzaba el Danubio y llevaba al casco viejo de la ciudad. Había leído en el mapa que el Ars Electronica era un museo futurista dedicado a la ciencia y a la realidad virtual y consideró, con notable ingenuidad intelectual, que a él aquellas cosas le importaban un carajo. El río, en cambio, era diferente, tenía un algo de majestuoso y fascinante que lo llevó a detenerse a mitad del puente a contemplarlo.
Se preguntó cuán frío y profundo debía de ser allá abajo. Cuán oscuro el fondo de sus aguas. Se asomó a la barandilla mientras el viento le fustigaba con fuerza y el humo del cigarrillo se deshacía rápido. Tiró la colilla tratando de seguirla con la vista, pero fue inútil. Se perdió en la corriente.
Pasado el puente se encontró en Hauptplatz, la plaza principal de la ciudad. El corazón de Linz.
Tras salir de la cárcel, a cada cual le había contado una cosa diferente: al mierda del abogado, al búlgaro loco, a los gitanos que le habían ayudado. Fuga a España, exilio en Francia, aviones y playas doradas, eso les había dicho, pero su meta real había sido siempre aquella ciudad del norte de Austria, algo distante de la frontera con Alemania. Eminentemente industrial, estaba lejos de los grandes flujos turísticos y era poco conocida por los italianos. Un lugar ordenado y limpio, rico e indiferente. Ideal para gente como él.
Había empleado casi una semana en llegar. El hijo de Olban le había dejado pasados unos cincuenta kilómetros de la frontera de Francia, a las puertas de un pueblo de cuyo nombre un minuto después se había olvidado. El joven tenía prisa por volver, por regresar al campamento nómada para dejarse ver por los maderos que habían registrado las caravanas, como si nunca se hubiera alejado. Sin duda, Michele no le había echado de menos, pero antes de bajarse del coche con sus escasas cosas le había pedido un último favor. Se había quitado del cuello la cadenita de oro que había recuperado pasando por encima del cadáver del búlgaro y la había metido en el viejo billetero que le había proporcionado Olban. Suspiró profundamente y se la entregó al joven.
—Dásela a tu padre. Él sabe lo que tiene que hacer.
El otro se quedó dudando. Para ser más convincente, Michele rebuscó entre sus cosas guardadas en la funda de Yleana, sacó la vieja pistola, y empezó a cargar y descargar la bala en la recámara.
El joven gitano comprendió perfectamente el mensaje y, a fin de cuentas, a él no le costaba nada darle a su padre aquel coño de cadenita. Asintió con la cabeza.
Michele se quedó satisfecho y bajó del Yaris gris sin mirar atrás. Oyó cómo el coche se alejaba a toda velocidad.
Encontró un pésimo hotelito en el que no le hicieron demasiadas preguntas. Al pedirle la documentación, le largó cien euros al tío del mostrador, que los hizo desaparecer sin decir nada. Al día siguiente se fue antes del amanecer, pagó el doble del precio y el conserje no osó hacer comentarios, simplemente se volvió mientras se iba. Reanudó el viaje hacia el este, compró ropa que le daba un aire respetable, se hizo las fotos de carné para la nueva documentación y evitó con esmero transitar por Suiza. El carné de identidad no hubiera pasado los controles de la gendarmería. Se dirigió hacia Alemania y después llegó a Austria.
Debía admitir que la plaza principal de Linz era bonita. Grande y cuadrangular, daba sensación de amplitud. Algunos edificios imponentes y la antigua catedral delimitaban el perímetro y en el centro destacaba una columna retorcida y complicada, en cuya cúspide se recortaban estatuas doradas contra un cielo blanco y frío. Era la columna de la Trinidad, padre, hijo y…
… y volvió a pensar en Don Ciro Pinochet. En los años pasados juntos en su cubo de hormigón, veinte horas al día entre recuentos y controles, registros y horarios rígidamente marcados. El padre de Michele ya había muerto de un disparo cuando había conocido a Pinochet, y al hijo del boss lo mataron mientras proseguía su pacífica convivencia. Y se encontraron así: un hijo sin padre y un padre sin hijo.
El talego se convirtió en algo diferente e inesperado. El respeto se convirtió en afecto y Michele, que sentía que no tenía nada que demostrar, se encontró reflejándose en los ojos de aquel anciano que había visto y hecho demasiado. Cosas horribles. Pero, a pesar de su relación, Michele se dio cuenta de que algo le había pasado a Don Ciro tras la muerte de su hijo, nada había vuelto a ser como antes, ni tampoco hubiera podido serlo. Pinochet se había vaciado, se había hecho débil, frágil. Durante muchos años se había aferrado a aquel muchacho que envejecía con él, con quien compartía los días, pero las fuerzas le estaban abandonando y ya no lograba afrontar su pasado ni sus secretos.
Michele recordaba bien aquel día de hacía casi cinco años. El momento preciso en que había cambiado para siempre lo que quedaba de su vida.
Pinochet estaba tumbado en el catre, completamente vestido, mirando las manchas del techo. Michele le había cedido la cama de arriba. Cuestión de respeto.
—’Uaglio’, ¿tienes tiempo?
Impasible estaba saliendo de la celda, con una mano agarraba el cierre metálico automatizado. Estaba a punto de irse al patio para estirar un poco las piernas, cuando se detuvo en seco volviéndose hacia su amigo.
—Claro, Don Ciro. ¿Necesita algo?
—Necesito hablarte.
Le dirigió una mirada al policía penitenciario que le estaba abriendo la reja, le sonrió tímidamente para excusarse y este le volvió a encerrar echando doble vuelta a las pesadas llaves.
Michele se sentía de buen humor, acababa de terminar de leer uno de los libros que le había recomendado justo Pinochet y ya estaba pensando en comenzar otro; era un día de sol espléndido, le habían llegado los cigarrillos y tenía en mente para la noche hacer un ragú como el que hacía su madre. En resumen, aquel día el talego no le pesaba, y, si Don Ciro le necesitaba, con gusto renunciaba al paseo.
Volvió atrás sentándose de nuevo en la banqueta de madera, el viejo bajó del catre superior y se sentó en la cama de abajo junto a Michele. Estaban uno frente a otro, como cura y penitente en el acto de la confesión. Pero en aquel momento eran solo pecadores, y ninguna absolución hubiera sido jamás posible.
Sin saber por qué, Michele empezó a notar algo.
—’Uaglio’, te quiero hacer un regalo —dijo bajito Don Ciro, mirándole profundamente.
—¿Un libro? —preguntó sonriendo. Trataba de aliviar la tensión que percibía en la celda, pero era inútil.
—No, Michele. Te quiero regalar algo mejor. Te quiero regalar la verdad.
—¿En qué sentido, Zio? No le estoy entendiendo.
—Entenderás.
Michele estaba confundido, pero permaneció en respetuoso silencio.
—Te voy a contar algunas cosas sobre tu vida.
—Pero, Zio, ya me la conozco…
—No, Miche’, tú no conoces un carajo —lo interrumpió Pinochet—. Cuando llegaste aquí eras un ’uaglione todo cojones y nada cerebro, pero han pasado muchos años desde entonces y ahora las cosas son diferentes. Tú has crecido, yo he envejecido, y el tiempo se nos escapa.
—Usted no ha envejecido, Zio, siempre será Don Ciro Pinochet.
—No me interrumpas, Miche’, déjame hablar. Cuando llegaste aquí tú sabías perfectamente quién era y qué había hecho, pero lo que no imaginas es que yo también sabía quién eras tú. Conocía el nombre de la gente a la que habías disparado, la sangre que habías derramado, la ambición que te había consumido. Pero sobre todo conocía, y todavía conozco, el nombre de quien te ha jodido la vida.
Michele sintió un estremecimiento recorrerle el cuerpo, subirle por la espalda y transformarse en un leve hormigueo en las manos. El instinto de conservación le advirtió del peligro. Un peligro mucho mayor que un disparo de pistola o una reyerta entre internos. Se removió a disgusto en la dura banqueta, hubiera tenido que levantarse de golpe e irse de allí, bajar las escaleras de la sección hasta el patio, caminar a paso rápido, con fuerza y rabia, para despertar las piernas dormidas, fumar y hablar, mirar el cielo gris al otro lado del muro y no pensar en nada. Nada de talego, nada de días todos iguales, nada de Don Ciro Pinochet…, nada sobre la verdad. Y, sin embargo, se quedó allí, sentado frente a aquel hombre que le miraba como un padre mira a un hijo, y que lentamente lo estaba matando.
Un guardia pasó por el corredor, abrió la mirilla del cierre automatizado y los vio inmóviles, iluminados por la luz del sol que declinaba a través de los barrotes. Volvió a cerrar satisfecho y siguió con la ronda. Otro día igual a los demás.
Otro día más de talego.
El campanilleo de un tranvía invitándolo a apartarse arrancó a Michele de los recuerdos. Pero la conversación con el Zio le seguía martilleando en la cabeza desde hacía años, palabra por palabra, secreto tras secreto. Habría podido recitarla como una oración. Un triste rosario que encerraba toda su vida.
La apartó tirando el cigarrillo al suelo y continuó su camino, recto y brillante como aquellas vías. Se dirigió a un café italiano que hacía esquina donde comenzaba la avenida principal de la ciudad. A pesar del frío, había algunas mesas al aire libre desoladamente vacías. Se sentó bajo el cielo blanco. Pocos minutos después llegó una chica joven y bonita de pelo rubio, que le preguntó qué quería en alemán. Ante la duda, Michele se limitó a pronunciar dos palabras universales. Café expreso. Ella murmuró algo y se fue rápido, dejándolo libre para volver mentalmente a su dolor.
Aquel día, después de las palabras de Don Ciro, Michele no volvió a salir de la celda. El horario de patio había terminado y las celdas habían vuelto a cerrarse. Se había tumbado en silencio en la cama a esperar que el tiempo pasase. El sol había huido tras las colinas y la luz era inerte. No se había levantado a encender la luz y la estancia era ya un quieto cúmulo de sombras, de fuera procedían los ruidos de los otros internos y la vida de la cárcel, pero él no los oía. En su cabeza solo oía la voz de Don Ciro, aquella ordenada fila de verdades que había vuelto a atar todos los hilos dispersos de su pasado. Se esforzó en encontrar un indicio, una huella, una esperanza de que aquellas palabras no fueran verdad, que terminaran siendo las fantasías de un pobre viejo boss que estaba muriéndose en el talego. Pero no le sirvió de nada: las piezas encajaban todas perfectamente en el mosaico, por fin estaban en su sitio. Imágenes, dudas, sonrisas, silencios, ahora cada cosa asumía un significado claro e inequívoco.
No sabía si querer u odiar a Don Ciro.
Mensaje y mensajero se confundían en sus ojos. Y veía en él culpas que en realidad eran suyas. Decidió no hablar, encerrarse en un obstinado mutismo en la vana ilusión de que algo cambiase.
¿Y ahora qué debo hacer?
Debes decidirlo tú. Yo he hecho lo que debía.
Así había terminado aquel diálogo. Luego Pinochet se había dado la vuelta en el catre, con movimientos lentos por los achaques de la edad.
Michele ya no cocinó el ragú de su madre. Ninguno de los dos cenó, al paso del carrito de la comida el cierre automatizado de la celda había permanecido cerrado y el interno que lo llevaba había seguido con su ronda.
El sueño se abrió paso entre los recuerdos y el rencor y Michele se dejó arrastrar a un inquieto duermevela. En algún lugar remoto de su mente oía los pasos de los policías de guardia, las voces confusas de las televisiones encendidas, las bromas que se gastaban de una a otra celda. Un concierto conocido que iba apagándose con el correr de las horas. Solo el chirriar del catre de arriba seguía interrumpiendo el silencio.
Don Ciro no dormía. O puede que tuviera el sueño inquieto.
Michele intentaba con todo su ser apartar pensamiento y recuerdos, resbalar en la inconsciencia del sueño. Y no movió un músculo cuando oyó chirriar aún con más fuerza la cama de arriba, a Pinochet bajar la escalera a duras penas y cerrar la puerta del baño tras de sí.
Quería dormir. Dormir y no pensar. Solo quería silencio.
Y en aquel silencio un ruido seco. Decidido y perverso. Madera contra cemento. Un ruido cargado de significados que instintivamente empujó a una esquina de su conciencia, pero que inexorablemente primero sonó bajo, luego cada vez más fuerte, hasta que por fin estalló.
La banqueta.
La conciencia de aquello que acababa de suceder sacudió a Michele, que se levantó de la cama lanzándose contra la puerta del baño cerrada y empezó a tirar con fuerza, pero era inútil. Sus gritos ahogaron el ruido de las botas corriendo hacia la sección, no se dio cuenta de que habían abierto la reja de la celda ni de que otras manos se unían a las suyas y tiraban con todas sus fuerzas del maldito picaporte.
De pronto la puerta se abrió y Michele entró.
El cuerpo de Don Ciro Pinochet colgaba ahorcado.
Michele se lanzó a sujetarle por las piernas tratando de subirlo. Inmediatamente, los policías penitenciarios se subieron a la ventana para cortar el nudo. El cuerpo cayó sobre los hombros de Michele. Un hatillo de huesos consumidos por la vejez y los remordimientos. Lo sacaron del baño y lo dejaron tendido en el suelo, Michele permaneció de pie. Inmóvil, la boca totalmente abierta como si le faltara el aire de los pulmones, mientras los guardias, rápidos y decididos, intentaban el masaje cardíaco. Sin darse cuenta, Michele retrocedió hasta apoyar la espalda contra la pared opuesta. Su mundo acababa ahí. No podía escapar más allá de aquellos muros y de aquel hombre tumbado en el suelo. Nuevos pasos presurosos, mientras los gritos de los otros internos se extendían por la sección. Llegaron el médico y los enfermeros con el desfibrilador. Todos en el suelo, todos en torno al cuerpo de Don Ciro. Michele mudo de pie.
Voces excitadas. Descargas eléctricas. Una camilla corriendo hacia la enfermería. Un policía que le conducía fuera, le preguntaba algo, pero él no comprendía lo que le estaba diciendo. Más preguntas, ninguna respuesta. A Michele lo encerraron en una nueva celda, desnuda y fría, se sentó en la banqueta de madera. Idéntica a la que Pinochet había utilizado para colgarse.
Esperó. Pasó un tiempo indefinido. Minutos. Horas. Permaneció allí sin pensar, hasta que el cierre automatizado de la celda se abrió de nuevo. Al otro lado de los barrotes estaba el comandante de la sección, tenía entre los dedos su inseparable medio puro apagado. Se miraron a los ojos y el oficial negó con la cabeza.
Michele asintió.
—Se ha quedado frío. ¿Le traigo otro?
Michele alzó la mirada y vio a un hombre bajo y corpulento con un increíble jersey de lana a retales, las mangas bien bajadas sobre los gruesos antebrazos y un delantal blanco anudado a la cintura. El camarero.
Asintió, tratando de esclarecer su mente. Se sentía como después de despertar de un profundo sueño.
—Me he dado cuenta enseguida de que también eres italiano. Me llamo Giancarlo, y soy el dueño, vengo del Molise. Dios mío, «vengo»… Llevo aquí treinta años, aquí conocí a mi mujer y, qué quieres, al final no se está tan mal, quitando este frío. De vez en cuando bajo al pueblo y…
En diez minutos le había contado ya toda su vida. Michele le escuchó intercalando alguna que otra frase de circunstancias y, en un par de ocasiones, esbozando una falsa sonrisa.
Al final de su breve y articulada autobiografía el hombre agarró la taza y se fue a preparar un nuevo café.
—Giancarlo, disculpa, ¿puedo pedirte un favor?
—Pues claro, para un paisano lo que sea. ¿Qué puedo hacer por ti? —dijo jovial.
Michele le respondió sonriendo:
—Estoy buscando a una persona.
3
Error de sistema: XFS 142.68
El inspector Carmine Lopresti, dando pruebas de su autodominio y de su profesionalidad, gritó una blasfemia, lanzó el portalápices contra la pared y la emprendió a puñetazos con el teclado. Su relación con la tecnología no era precisamente idílica y aquella era la séptima vez que se le colgaba el ordenador en menos de una hora. Suspiró intentando calmarse, estiró los pies bajo el escritorio, se encendió un cigarrillo mandando a tomar por culo la prohibición de fumar, que le pusieran la multa. No estaba hecho para el trabajo de oficina, para las pantallas de Excel, para las hojas de cálculo o como cojones se llamasen. Él estaba hecho para la calle, él era un operativo, dispuesto a mancharse las manos, a arriesgarse, a entrar en el juego para al final ganar, y si no ganaba…, al menos lo había intentado. El papeleo era algo que estaba bien para ese grandísimo pedazo de mierda de Corrieri, ese maldito miserable que primero le había hecho creer que eran un equipo, incluso amigos, y luego se había escaqueado pidiéndose diez días de baja. No uno, diez. Al final, su naturaleza de rajado había ganado la partida y, justo cuando surgía una nueva pista en Génova y tenían la posibilidad de seguirle los pasos a Michele Vigilante, en vez de ofrecerse para la misión, había mandado un certificado médico y se había quedado en casa a esperar la jubilación.
Quien nace redondo no puede morir cuadrado.
Inútil decir que el comisario jefe Taglieri se había cabreado con él, como si el certificado fuese suyo. Había confiado el caso a Cozzolino y Disero y había puesto a Lopresti a despachar correo y coger el teléfono. Al menos esta vez los compañeros habían tenido la cortesía de no darle por el culo, ya era un avance. ¿O un retroceso? Todavía no lo sabía. En cualquier caso, no era algo para chotearse: lo que parecía una pista prometedora había terminado siendo el enésimo salto en el vacío. De las investigaciones y los interrogatorios en el campamento romaní no habían obtenido nada. Ni rastro de Michele Impasible ni de su amigo el gitano. Desaparecidos. Como si nunca hubieran estado allí. Obviamente, nadie había visto nada ni sabía nada. Los gitanos habían gritado maldiciones y amenazas, jurando por los santos y por la vida de sus hijos que no tenían nada que ver, y los compañeros se habían vuelto con las manos vacías. Incluso Annunziati y Morganti ahora mantenían un perfil bajo tratando de no abrasarse en acciones temerarias. Solo Taglieri continuaba impertérrito con su habitual energía, cada vez más flaco y pálido, como si aquel caso fuese algo personal. Una obsesión.
La verdad es que el caso se había empantanado, estaban en un callejón sin salida y, como no se produjera alguna novedad, estaban bien jodidos. Porque el problema era justo ese, que no había novedades. Había pasado una semana sin asesinatos a manos del Sepulturero y la gente empezaba a olvidarse de las siete lápidas. En los periódicos el caso había ido pasando a las páginas de interior, desplazado por las polémicas sobre inmigración, los políticos que habían utilizado recursos electorales para pagarse putas y cocaína… Las cosas habituales. Pero a ellos los había favorecido. Las presiones de las altas esferas habían disminuido, las llamadas telefónicas del fiscal jefe se habían espaciado. Hubiera sido el momento ideal para dedicarse con ahínco a la investigación… de haber habido algo con lo que trabajar.
Lopresti se encontró mirando el portalápices que había estampado contra la pared. Bolis y lapiceros habían rodado por todas partes. Hubiera debido recogerlos, ponerlos en su sitio. Exactamente como su vida. Consideró la idea de pedir un día libre, que jamás le hubieran concedido, cuando su móvil empezó a sonar. Miró con desgana la pantalla y lanzó la enésima blasfemia. Era Genny B.
Lo dejó sonar, pero en vista de que insistía, decidió responder.
—¿Qué coño quieres?
—Eso, justamente. Buenos días lo primero.
—Venga, que no tengo tiempo. Dime qué quieres.
—Nada, nada, no te enfades. ¿Un amigo no puede llamar para ver cómo van las cosas?
—Genna’, no me jodas, no tengo buen día. No somos amigos, ya no, y si me llamas seguramente tendrás un motivo, o sea que necesitas algo. La respuesta es una sola, siempre la misma: no. Así que, si no quieres nada más, ahora te vas tranquilamente a tomar por culo.
—¿Sabes que el Bola se está haciendo el chulo?
Ahora, por fin íbamos a la cuestión.
—Pues vaya una sorpresa. ¿Qué te esperabas? A Papa muerto, Papa puesto.
—Sí, pero aquí todavía no ha muerto nadie. Y más que de papas hablamos de cardenales, compréndeme.
Lopresti lo pensó un momento. No había habido todavía funerales, pero la cosa cambiaba poco. Don Peppe estaba en coma, «estacionario», como se dice en el hospital. «A punto, pero no casca», como se dice en la calle. Los médicos seguían sin hacer pronósticos, pero, en cualquier caso, se había creado un vacío de poder y alguien parecía tener prisa por llenarlo.
—Yo no es que sepa nada —siguió Genny—, pero se dice que a alguno le han desaparecido porque intentaba ocupar su lugar.
—¿Desaparecido o disparado? —preguntó Carmine.
—Vete tú a saber. Ni zorra idea.
—Dime algo más.
Genny B se escondió tras una risita de circunstancias.
—¿Y qué quieres que te diga? Son solo rumores. Chismes callejeros. Uno que no se deja encontrar y otro que va pavoneándose.
—Obviamente, tú no sabes nada, ¿verdad? —refunfuñó Lopresti.
—Obviamente.
—Y entonces volvemos a mi pregunta. ¿Qué coño quieres?
—Bueno, verás, yo tenía una especie de acuerdo con Don Peppe sobre ciertas actividades que tenían lugar en mi local. Cuando se necesita un lugar tranquilo y discreto para hablar saben que pueden venir. Entendámonos, nada ilegal o sospechoso, es solo un local para fiestas, reuniones…
—Y bautizos y bodas, claro…
—A cambio de esa hospitalidad —continuó Battiston fingiendo no haber oído la broma— no tenía problemas de seguridad y no necesitaba vigilantes, y todo prácticamente a coste cero.
—En pocas palabras, no pagabas la protección. Vale. Sigue.
—Con Don Peppe estaba claro. Un acuerdo entre caballeros, un apretón de manos y fuera. Pero ahora con el Bola las cosas han cambiado. Ha llegado y se ha puesto a hacer el padrino. Tiene unas pretensiones nada realistas.
—En pocas palabras, que ahora te toca pagar. Pobrecito. Vuelvo a preguntarte, ¿qué quieres de mí?
—He sabido que en el hospital habéis hablado con el Bola, que con vosotros ha agachado la cabeza. Siempre rumores, te repito, porque si me preguntas quién me lo ha contado por desgracia no me acuerdo. Y entonces me preguntaba…, visto que tienes ese…, digamos, ascendente sobre él, en nombre de los viejos tiempos, ¿no podrías mediar? ¿Qué me dices, eh?
Lopresti se estaba alterando. Hubiera querido ponerse a gritar y estrellar el teléfono contra la pared. Pero era el único que tenía y le hacía falta, y de haber gritado en aquel minúsculo despacho hubiera llegado corriendo media oficina. Decidió ser maduro y profesional y respiró profundamente antes de contestarle a su examigo.
—¡Vete a tomar por culo!
Colgó, con un imperceptible sentimiento de satisfacción abriéndose paso en su interior. Como un nudo que se fuese soltando quitándole un peso del pecho. Esbozó una sonrisa mientras se encendía otro cigarrillo.
El humo caliente y acre que le bajaba por los pulmones hizo que se le agolparan los pensamientos en la mente… Genny debía de ser realmente estúpido si pensaba que iba a convencerle de que le echara una mano. Pero Genny era todo menos estúpido, ¿el hecho de que prestara su local para las reuniones del clan qué quería decir? ¿Y si a fuerza de frecuentar ciertos ambientes había decidido dar el gran salto y entrar en el sistema?
¿Genny B un afiliado? Tampoco sonaba tan absurdo.
¿Y entonces por qué aquella llamada?
Había hablado solo del Bola y del local, pero antes se había referido voluntariamente a un homicidio, insinuando incluso el posible ordenante. ¿Quería ponerle la mosca tras la oreja? ¿Había lanzado un guijarro al estanque esperando que las olas se propagaran y entonces él se pusiese a indagar?
¿Y si el Bola no fuese el único que esperaba la muerte de Peppe el Cardenal? Y con uno en el cementerio y otro en el talego, ¿a quien iría a parar el poder?
Se levantó de la mesa con una vaga sensación de aturdimiento, como si de pronto alguien hubiese encendido la luz en una habitación a oscuras y él se encontrase en un ambiente desconocido, invadido por móviles, cachivaches, falsas pistas y cadáveres asesinados. Recogió móvil, cigarrillos, encendedor y chaquetón, apagó el ordenador apretando con rabia el botón de encendido… y a tomar por culo la tecnología y el trabajo de oficina. Él estaba hecho para otras cosas, para mancharse las manos y seguir pistas, y justo eso era lo que iba a hacer.
Se volvió hacia la puerta con la cabeza embotada de pensamientos, pero no le dio tiempo a agarrar el tirador, porque esta se abrió de par en par mostrando la cara satisfecha y sonriente de Morganti. Evidentemente la tregua había terminado y el ridículo que le habían obligado a hacer ante el director ya no les bastaba.
—Hey, ¿dónde vas con tanta prisa? Te he traído un nuevo expediente para revisar, nuevos datos que han entrado y unas llamadas que hay que hacer —dijo dándole una carpeta azul.
—Oye, no me toques tú también las narices, que hoy no es el día y tengo otras cosas que hacer.
—¿Pero qué quieres de mí? El trabajo es el trabajo. Cada cual debe hacer su parte.
—Sí, ¿verdad? Y a mí siempre me toca la mierda. Menudo morro que tenéis, Annunziati y tú, haciéndoos los buenos delante de Taglieri a mi costa. Yo a deslomarme, a dejarme la piel con los confidentes y…
—No irás a hacerte la víctima, colega, porque no es precisamente el caso —explotó Morganti—. Si por una vez tienes que probar tu propia medicina, no es ninguna tragedia.
Lopresti parecía no captarlo, le miró interrogativo.
—Y no finjas que no entiendes. Durante años nos has hecho pasar por tontos, niños grandes incapaces de cumplir con su cometido, sin informadores como es debido. Unos perezosos que solo piensan en escaparse pronto a casa, mientras que tú, el gran madero, estás aquí, día y noche, luchando contra el crimen con tus propias manos. Pues que te jodan. Yo soy feliz de escapar pronto para volver a casa, a mis asuntos. Porque yo tengo una vida y no trato como una mierda a los compañeros. Excepto a ti, pero tú te lo mereces.
Morganti tomó aliento y suspiró aliviado. Soltar el sapo le había sentado bien.
Lopresti estaba confundido. Demasiadas cosas en aquellos últimos días, demasiadas incertidumbres, demasiados recuerdos del pasado. Y ahora Morganti le metía un rapapolvo, echándole en cara lo cabrón que era. Intentó defenderse tímidamente, pero en el fondo sabía que era una causa perdida y que su compañero tenía razón.
—No tiene nada que ver, debíamos trabajar juntos para resolver el caso, como hemos hecho Corrieri y yo. Es verdad que ahora él se ha cogido una baja, pero hasta entonces ha sido leal y se ha esforzado como un loco, además, está a punto de jubilarse y, si quiere quedarse en casa con su mujercita, está en todo su derecho.
—¿Esa historia de la casa de la pradera con su amada mujercita es lo que te ha contado él?
—¿Y quién si no? ¿Papá Noel? Entre nosotros se ha creado una relación de confianza y también de amistad, hablamos mucho —dijo Lopresti orgulloso. Trataba de recuperar puntos.
—Entonces, elige mejor a tus amigos. Porque si no vas a volver a quedar como un cretino.
—¿Eso qué cojones significa?
Morganti hizo una mueca y negó con la cabeza. Dio un paso adelante y lanzó el expediente sobre la mesa de su compañero, con la expresión de quien no quiere librar causas perdidas.
—Significa que la mujer de Corrieri lleva muerta cinco años —dijo girándose para irse.
4
Don Ciro Pinochet estaba muerto.
Ahorcado. Las piernas rectas rozaban el suelo.
Y Michele se había quedado solo. Una vez más.
Por la noche se lo llevaron a declarar. Respondió a las preguntas y contó su versión, con mucho cuidado de no mencionar su última conversación. Seguro que le mandarían al psicólogo para afrontar el trauma de la pérdida y le iba a costar mucho trabajo no partirle la cara. Solo quería volver a su cuarto a dormir, pero la celda tenía que ser sellada. Solo le permitieron recoger unas pocas cosas antes de trasladarlo.
Un par de prendas de ropa. Cigarrillos, cepillo de dientes, un libro.
El que estaba leyendo Don Ciro.
Se tumbó en el catre y lo hojeó distraídamente. Un libro de bolsillo gastado por el tiempo, con las páginas amarillas y la cubierta cayéndose a pedazos. Leyó un nombre femenino escrito a lápiz en las primeras páginas, una grafía esmerada, de otros tiempos. La antigua propietaria, toda una vida.
Se fijó en la cubierta y puso su atención en el título: El tren llegó puntual, de Heinrich Böll. Sí, lo recordaba, Don Ciro le había hablado de él. Era la historia de un soldado alemán que toma un tren y vuelve al frente durante la Segunda Guerra Mundial. Entre la muchedumbre del vagón trata de rezar, pero es imposible entre los olores y los ruidos de aquella multitud anónima que le rodea y le acompaña a la batalla. A Andreas le atormenta la certeza absoluta de que pronto va a morir, pero lo suyo no es miedo sino una profunda inquietud, un malestar interior que le envuelve y le asfixia. Como si lo matara lentamente mientras espera a su verdadera muerte. Una sensación de inacabable dolor que lo acompaña como el chirriar del tren.
Michele empezó a leer. No buscaba respuestas sobre la muerte de Pinochet, sabía que no las había, solo quería olvidar aquella noche que tardaba en irse. Escapar de todo y todos, de aquella habitación, de aquellos corredores, de Don Ciro colgando de los barrotes, de sí mismo. Y lo consiguió. Lo consiguió una vez más. Se hundió en aquellas páginas, en el triste avanzar de aquel vagón, en la quieta conciencia de Andreas y los tormentos de sus compañeros de viaje. Tormentos que se añadieron a los suyos. Su existencia y su rostro se mezclaron con los de Andreas y las interminables llanuras de Ucrania se convirtieron en su vida, ambas monótonas, siempre iguales, sin fin.
Siguió leyendo toda la noche. Amaneció con una luz fría y blancuzca. Las voces de la cárcel tomaron de nuevo posesión de los corredores. Pasó el carrito de la comida para el desayuno, pero el cierre automatizado de la celda permaneció cerrado. Él tumbado inmóvil, hasta la última página.
Solo entonces cerró el libro. Se encontró pensando en las palabras de Don Ciro, una tras otra, una cantinela obsesiva.
Pensó de nuevo en aquella muchacha con la que todo había comenzado.
Milena. Una sonrisa apenas esbozada, su largo cabello castaño cayendo suavemente sobre sus hombros gráciles. Su vida yéndosele entre los dedos.
No tomó una decisión resuelta y consciente. No hubo epifanía interior, ni un instante extraordinario de los que cortan el aliento. Solo el lento fluir de un río, que recodo a recodo se va acercando al mar para verter sus aguas. Así había sido el discurrir de una vida que lo había llevado de los callejones de la ciudad a un poder hecho de nada, hasta el cadáver colgado de un hombre que se había convertido en su padre, hasta aquella celda vacía, hasta aquel solitario y preciso momento.
Solo el discurrir de la vida. Nada más y nada menos.
Se levantó de la cama y se acercó al cierre automatizado.
—¡Jefe! —gritó desde los barrotes.
No hubo respuesta.
—¡Jefe! —De nuevo el grito en el corredor.
Unos pasos pesados se aproximaron.
—Vigilante, ¿eres tú? —le preguntó el policía penitenciario al llegar junto a la celda.
—Sí, jefe, soy yo. Tengo que pedirle un favor.
—Dime.
—Necesito papel y pluma.
—Miche’, con todo el follón que se ha armado, ¿todavía sales con estas? Estate tranquilo, trata de descansar, que también para ti ha sido una noche horrible.
—Jefe, lo necesito de verdad.
El policía se lo pensó un momento. Conocía a Vigilante desde hacía más de diez años y no era un tipo que llamara si no era importante.
—¿Tú estás bien? —le preguntó.
Michele se limitó a asentir y el hombre de uniforme pareció satisfecho con aquella respuesta. Se alejó hacia el box de los agentes, en la rotonda que dividía las dos medias secciones de aquella planta de la prisión. Pasados unos minutos regresó. Sin decir una palabra, dejó entre los barrotes de la reja de la celda de Michele un folio cuadriculado, una pluma y un cigarrillo.
Impasible se lo agradeció con un gesto de la cabeza mientas el hombre se marchaba. Lo cogió y se fue a sentar a la mesa junto a la ventana. Encendió el cigarrillo y se puso a mirar el perfil lejano de las colinas. Buscaba palabras que no sabía si conocía, pero lentamente llegaron y se agolparon dentro de él. Trató de convencerse de que siempre podía hacer pedazos aquella carta, pero, por encima de todo, tenía la orgullosa consciencia de que no lo iba a hacer.
Así tenía que ser. Así tenía que haber sido siempre. Desde el principio.
Inclinó la cabeza sobre el folio y comenzó a escribir.
—Tú no me conoces, pero ha llegado el momento de decirte quién soy…
5
El frío había aumentado y sobre la ciudad de Linz empezaba de nuevo a nevar.
Asfalto gris cubriéndose de blanco. Dos niños con una cerveza en la mano para sentirse mayores. Una carcajada que se escapaba de la puerta corredera de una tienda de ropa. Una mañana como tantas.
Michele caminaba a paso ligero, sin detenerse a echar inútiles miradas. Su paisano había sido amable y cordial, como solo los emigrantes saben serlo. Indicaciones claras acompañadas de sonrisas y palmadas en la espalda; tampoco era tan grave que pudiera reconocer su cara. Era un precio que sabía que tenía que pagar.
Había dejado atrás la plaza de la Catedral aventurándose entre las calles ordenadas y limpias de la ciudad vieja. Vio el rótulo de lejos. Una exultación de blanco, rojo y verde. Un puñetazo en el ojo. Pizzería Vesuvio.
Dios. Era demasiado incluso para él.
Se sintió transportado a una película de Mario Merola. También tenía la imagen estilizada de un volcán echando humo. Una chica rubia, con un delantal blanco y auriculares, barría apática la entrada del local. Las luces estaban apagadas y el cierre bajado a la mitad.
Se acercó ignorando el incomprensible saludo de la joven, que seguía fingiendo que trabajaba.
El cartel de la puerta indicaba que el local abría a mediodía. En media hora empezarían a llegar los primeros clientes. Lo ideal para él.
Se agachó bajo el cierre y entró. Una sucesión de mesitas con ridículos manteles a cuadros blancos y rojos, trenzas de ajos, garrafas forradas de paja y mandolinas colgadas en las paredes, junto a la foto enmarcada de la Loren y otras horteradas aptas para esos comedores de salchichas.
La sala estaba en penumbra, las mesas ya dispuestas, y un hombre se movía ajetreado entre las sillas. Se volvió distraídamente hacia Michele diciendo algo incomprensible, aunque con un claro acento napolitano. Michele no respondió, se quedó medio oculto tras un limonero artificial que adornaba la entrada. El hombre repitió su mensaje, pero esta vez se detuvo para mirar a la figura desconocida. Decidió dejar el alemán y pasar al italiano.
—Estamos cerrados. Abrimos dentro de media hora.
Michele sonrió en la sombra. Ahora sí que reconocía aquella voz. El hombre estaba diferente, más grueso, echado a perder, con entradas. El paso inclemente de los años.
Evidentemente la libertad sentaba mal.
Pero la voz no. La voz no había cambiado, era exactamente la misma de años antes.
Michele dio un paso adelante para salir de la oscuridad.
Avanzó hacia el centro de la sala para que la luz escasa que se filtraba por las ventanas pudiese alcanzarlo.
—Gracias. Ma nun teng’ appetit’.
El hombre le miró asombrado y Michele sonrió satisfecho.
Era un auténtico placer volver a encontrarse con su viejo amigo Gennaro Rizzo.
6
Gennaro se quedó inmóvil. Una voz lejana pero límpida, que llegaba de otros tiempos, agrietaba el cristal reluciente de su nueva vida. Sintió un leve hormigueo en la base de la nuca.
—Miche’, ¿de verdad eres tú?
Palabras impostadas e inseguras.
Michele asintió dando un paso adelante.
—Pero qué alegría… Y yo que pensaba que te habías olvidado de mí.
Gennaro tomó el control sobre su expresión de asombro y le regaló la más falsa de sus sonrisas. Abrió los brazos como una de las estatuillas del padre Pío que tenía sobre la mesilla y se dispuso a interpretar su papel.
Michele fue rápido. Una mano atrás en la espalda. Los dedos aferrando la culata de la pistola. El brazo saltando hacia delante. Bala en la recámara. La mira apuntando a la cabeza gruesa y calva de Gennaro Rizzo.
—¡Puedes estar tranquilo, Genna’, no me he olvidado de nada!
Rizzo todavía sonreía, pero tenía la mirada fría y decidida. Miraba fijo a su antiguo boss y al infinito agujero negro de la pistola, que no se apartaba de su cara.
—¿Yo qué te he hecho? Soy tu hermano. ¿Así me tratas después de tantos años? ¡Miche’, baja el arma!
Sus palabras eran conciliadoras, pero Rizzo sabía a quién tenía enfrente y continuaba inmóvil, sin siquiera intentar acercarse.
—Pero de qué hermano hablas. Ahora lo sé todo.
—¿Y qué es lo sabes? ¡No hay nada que saber! —La voz de Rizzo se había vuelto decidida. Perversa, como siempre la había recordado.
—¡Sé que me habéis jodido la vida! Tú y ese otro fulano de mierda de Peppe el Cardenal.
—’Uaglio’, la vida te la jodiste tú solo. ¿Y ahora qué quieres de mí?
—¡No, Genna’! Vas a decirme la verdad.
—Te repito que no sé de qué estás hablando. Baja el arma y vamos a tomarnos algo. Para mí sigues siendo un hermano, aunque te hayas vuelto loco. Esta casa… Mi casa es la tuya. Tu parte en nuestros negocios siempre ha estado esperando para ti.
Un poco más y Gennaro Rizzo le ofrecería hasta el culo. Lo que era señal definitiva de que Michele tenía razón.
—Genna’, mira que he hablado con Don Ciro Pinochet.
Aquel nombre ocupó toda la estancia y por un segundo hizo callar a Rizzo. La situación estaba deslizándose rápidamente hacia un plácido mar de mierda.
—¿Y qué? Don Ciro, que en paz descanse, después de que dispararan a su hijo perdió la cabeza y cualquier cosa que te haya contado es una completa gilipollez.
Michele tuvo que hacer un gran esfuerzo para no dispararle ahí mismo en plena cara, y a tomar por culo. Pero no era el momento. Todavía no. Las cosas tenían que suceder exactamente como él quería. Como lo había imaginado miles de veces en los últimos años.
—Genna’, no me trates como a un ’uaglioncello. No tengo ganas ni tiempo. Solo quiero oír la historia de tu boca. Palabra por palabra.
—¿Y luego? —preguntó Rizzo con tono duro.
—Luego te mato y me voy.
Gennaro no se inmutó. Sabía que lo de Michele no era una amenaza, simplemente estaba relatando lo que iba a suceder.
—Y si voy a morir igual, ¿qué puta diferencia hay entre que te cuente la verdad o que no?
—La diferencia está en cómo voy a matarte. —Se acercó a una de las mesas preparadas y cogió un cuchillo para la carne, de hoja larga, dentada y reluciente. Lo alzó, para estar seguro de que el otro comprendía bien.
Gennaro evaluó en silencio las modalidades de vivir y de morir y se decidió por la mejor.
—El plan lo conoces. Era tuyo —comenzó—. Dar el gran salto. Hacernos grandes, importantes. Desbancar a los otros clanes y comprarles la droga directamente a los calabreses, y quizá un día, por qué no, a los colombianos. Distribuir nosotros la droga a las otras familias, las que abren y cierran el grifo, las que ponen el precio a la mercancía. Nada de pequeños puntos de venta, nada de vigías en las azoteas y yonquis en los edificios, solo grandes cargamentos. Camiones, aviones, contenedores y buena vida. Tenías una sola idea: ser los mejores. Y te pusiste a ello. Te movías bien. Las conexiones con los calabreses las conseguiste y la droga también. Un cargamento importante, uno de esos que, si salía bien, te hacía ganarte el respeto. Solo faltaba el dinero. Mucho dinero. Más de cuanto habíamos visto nunca. Pero en el fondo ni siquiera eso era un problema, bastaba esperar a que el comprador empezase a colocar la droga y devolver el importe a los calabreses con intereses. Por otro lado, nosotros solo éramos, como tú decías, intermediarios, garantizábamos la entrega del dinero y la droga. Y los calabreses te quisieron creer, porque ¿quién iba a estar tan loco como para jugársela? Además, tú eras Michele Impasible, el nuevo boss emergente, el que nunca tenía ni miedo ni piedad. Una garantía para los negocios. El caballo vencedor, justo por el que hay que apostar.
Las últimas palabras las había soltado con ironía y desprecio, pero Michele no dijo nada, lo único que quería era que Gennaro siguiera relatando. Hasta el final.
—Pero después algo se torció. —El rostro de Rizzo se contrajo en una mueca—. El correo desapareció y con él la droga. El otro clan no pagó y a nosotros nos dieron por el culo. Más a ti que a nosotros, para ser sinceros. Porque en el fondo, en esta historia, siempre estuviste tú y solo tú. Michele, el gran hombre. Y cuando Franco el Suizo, la persona que habría debido cerrar la entrega, se piró con el dinero y la droga, no tuviste una idea mejor que raptar a su chica. Una ’uagliona que no tenía nada que ver y que no sabía nada, pero que estaba buena —añadió divertido.
—Milena. Se llamaba Milena. —Esta vez Michele lo interrumpió. Fue más fuerte que él. Poner un rostro y un nombre a su pasado.
Rizzo se encogió de hombros, en un gesto claro: le importaba una mierda cómo se llamara la chica.
—Pero al Suizo no se le volvió a ver y nosotros nos encontramos enfangados en la mierda, sin droga, sin dinero, con una tía con la que no sabíamos qué hacer, los calabreses pidiendo compensaciones y los otros clanes riéndose de nosotros. Nuestra vida no valía nada. Felicidades, Miche’, realmente un gran plan. —Rizzo simuló un aplauso—. En lugar de hacernos grandes e importantes nos convertimos en el chiste de Nápoles. Y tú, el gran Michele Impasible, eras el jefe de los bufones.
Rizzo calló mirándole fijamente a los ojos. Michele mantuvo la mirada apretando aún más fuerte la pistola, mientras la mano con el cuchillo caía inerme a lo largo del costado.
—Sigue —lo apremió.
—Pero qué sigue ni sigue… Es toda la historia, y además ya la conocías. Lo que hicimos con la chica estoy seguro de que lo recuerdas bien. —Rizzo acompañó aquella frase con una babosa sonrisa de complicidad.
Michele alzó el brazo y clavó el cuchillo en uno de aquellos horribles manteles a cuadros. Luego bajó la pistola apuntando a una de las gruesas piernas de Rizzo. Un mensaje entre amigos, simple y claro. Le dispararía en una pierna y luego le haría cortes en el cuerpo con el cuchillo hasta hacerle escupir la verdad.
Él lo entendió y de pronto se detuvo.
—Espera, espera, espera… Te digo lo que quieres saber. —La blanda papada le vibraba a cada palabra.
Michele mantuvo la pistola apuntando, el dedo en el gatillo dispuesto a disparar.
—¿Me puedo fumar un cigarrillo? —le preguntó Rizzo. Y muy lentamente sacó un paquete de un bolsillo del pantalón. Encendedor, el baile de una llama y una bocanada de humo en el local. Aspiró con fuerza, de nuevo una bocanada de humo, de nuevo el temblor de su papada. La frase le salió de un tirón:
—Franco el Suizo había pagado.
Michele miró al cielo. Lo sabía. Lo sabía desde que Don Ciro le había contado la verdad, pero oírlo de boca de Rizzo era otra cosa. La confirmación de que toda su vida había sido una carrera entre tinieblas, un inútil viaje sin sentido. Y él, antes orgulloso y tenaz, luego inquieto e ingenuo, había seguido corriendo en la oscuridad, subiendo y bajando en su personalísimo tiovivo hecho de nada. Al final, mirando a los ojos de Pinochet, cada cosa había perdido sentido, un sentido que jamás había existido. Todo se había vuelto límpido y brillante, cada recuerdo, cada pensamiento, cada imagen. Un sendero luminoso entre tinieblas. La venganza.
—Tarde, pero había pagado —añadió Rizzo con una nueva bocanada de humo.
—¿P… por qué? —Esta vez fue Michele quien dejó traslucir una vacilación.
Su viejo amigo le miró con expresión de asombro.
—¿De verdad no lo sabes?
—Lo quiero saber de ti.
Gennaro sonrió. Él no se confesaba nunca, ni siquiera con el cura, y hacerlo así, a la luz del día, empezaba a proporcionarle una extraña satisfacción.
—¿De verdad creías que ninguno de los otros clanes se había enterado de lo que estaba sucediendo? ¿Pero qué pensabas, que eras el único genio de los cojones en el mundo? Ya lo sabían todo antes de que llegara la droga de Colombia, pero se quedaron observando para comprender qué querías hacer, para ver si había alguien lo bastante estúpido como para arruinarse contigo. Al final lo encontraron: Franco el Suizo y todos los de su área. Y así aprovecharon para cazar dos pichones de un tiro.
—¿Pero por qué?
—’Uaglio’, ¿entonces eres realmente tan estúpido? Bastó hacer desaparecer a Franco con la droga para que tú te fueras a la mierda. ’Nu ’uaglione que quería crecer demasiado fue colocado en su lugar y el clan de Franco que no quería respetar las reglas del juego fue eliminado.
—¿Eliminado?
—¡Pues claro! ¿Crees que se les podía dejar como si nada, después de haberles hecho creer a los calabreses que habían mangado su droga? Fueron asesinándolos uno tras otro, como querían los socios de arriba, sin estridencias para no arruinar los negocios. Obviamente, después de que los calabreses quedaran satisfechos, dinero, droga, territorio, armas y puntos de distribución de Franco y los demás fueron repartidos equitativamente entre todos nosotros.
—¿Nosotros?
—Claro, Miche’, ¿y qué pensabas, que te traicionaba gratis? Me cobré los treinta denarios de Judas, como tiene que ser. Peppe el Cardenal y yo matamos a Franco y nos quedamos con la mitad del dinero, los otros clanes con la droga y, una vez quitado de en medio el joven demasiado independiente y de habernos hecho un hueco eliminando a un clan de poca monta, también nosotros obtuvimos nuestra recompensa. Una carrera veloz, cargos y poder, pero todo por el camino debido, siguiendo el orden de las familias, respetando los cargos y la antigüedad. Respetando las reglas, Miche’.
—¿Y los otros?
—¿Quiénes? ¿Los cuatro idiotas que te llevaste contigo para sentirte importante? ¿Los Surace, Vittorio el Mariscal y Giovanni Bebè? No, estate tranquilo, aquellos no sabían un carajo, y cuando Franco no pagaba se cagaron encima de miedo. Es verdad que con el paso de los años algo intuyeron, pero ¿qué quieres? Los rumores poco a poco se difunden y hasta los idiotas comprenden. Pero el asunto no fue un problema, tú estabas en el talego y a ellos se les dio un regalito, un poco de droga y asuntos sin importancia. Un hueso para roer, pues perros eran y perros siguieron siendo, siempre dispuestos a mover el rabo detrás de un nuevo amo.
Michele sintió que el brazo que sujetaba la pistola le pesaba, un leve hormigueo en los dedos, un sabor a sangre y metal en la boca. Bajó el brazo todavía con Rizzo a tiro.
—Pero no debes tomártelo a mal, Miche’. No fue algo personal, no solo, también fue una cuestión política. Se necesitaba una excusa para atacar al clan de Franco, un pretexto cualquiera, incluso estúpido, que hiciese pensar que se lo había buscado, que todo era culpa suya y que el orden y la justicia quedaban restablecidos. Así nadie haría preguntas, nadie intervendría y todos saldrían ganando salvando las apariencias. Eran negocios más grandes que tú y que yo, Miche’. Y nosotros en mitad de aquel engranaje no éramos más que dos granos de arena que amenazaban con bloquear el sistema. Yo lo comprendí a tiempo y me aparté, me convertí también en parte del engranaje, pero tú no lo lograste, seguiste creyendo que eras más importante que el sistema. En realidad, eras solo un buen soldadito combatiendo. Todo corazón y cojones, pero sin cerebro.
Michele pensó en aquel tren que atravesaba en el tiempo exacto las interminables llanuras ucranianas en dirección al frente y volvió a pensar en Andreas yendo directamente a la muerte. Afligido e impotente. La ironía de la situación, la inexplicable cercanía con aquel hombre inexistente, con aquel destino inconsistente pero tan real, le hizo sonreír en la penumbra de aquel salón. Una sonrisa que Rizzo no captó, inmerso en el río impetuoso de sus palabras.
—Había que dar ejemplo. ¿Qué sucedería si a cada ’uagliuncello se le metiera en la cabeza que puede hacerse las reglas a su modo? Entre los clanes y las áreas de la cosa nostra existe un equilibrio. Un equilibrio que hace que las cosas funcionen, que hace avanzar el sistema y los negocios. Y todo lo que amenaza con romper el equilibrio debe ser eliminado. Aunque se llame Michele Impasible.
—¿Engranajes, equilibrio, orden, justicia? ¿Genna’, desde cuándo te has hecho filósofo? —respondió Michele con desprecio.
—No, Miche’, yo no me he hecho filósofo. Siempre he sido igual. Tampoco tú has cambiado. Mucho corazón y muchas pelotas, pero sigues con poco cerebro. —Rizzo sonrió y sacó del paquete otro cigarrillo, esta vez sin pedir permiso. Lo encendió con desenvoltura y tiró el encendedor sobre la mesa. Miró recto frente a él.
—Bueno, me estoy cansando de tanta cháchara. ¿Qué hacemos?
A Michele le sorprendió tanto valor, pero no se dejó impresionar. Alzó otra vez el brazo alineando la mira con la cara sonriente de su viejo amigo. No tenía intención de cambiar de planes. No tenía intención de detenerse. Pero, sobre todo, no había comprendido que las palabras de Rizzo no iban dirigidas a él.
Sintió el frío del cañón de una pistola posarse en su nuca. Un movimiento lento, silencioso. La presión del cañón fue para alertarle de una presencia. Oyó una voz tranquila y profunda a sus espaldas:
—Hola, Michele.
7
Michele lo reconoció al vuelo. Era una parte de su pasado. Respondió sin siquiera volverse.
—Giovanni Treccape. Y yo que pensaba que estabas degollado en cualquier alcantarilla.
—No, Miche’, eres tú quien ha pasado veinte años en el talego. Y ahora baja la pistola, si no Gennaro se inquieta y nosotros queremos lo mejor para los amigos. ¿Verdad? Déjala en la mesita, despacio, de lo contrario te vuelo la cabeza y el poco cerebro que te queda vamos a tener que desincrustarlo de la pared de esta pizzería.
Vigilante hizo como le habían dicho. Dejó la pistola junto al cuchillo de carne, que todavía apuntaba al centro de la mesa, con la hoja reluciente de sierra. Un resplandor atrayente en la luz mortecina del local. Michele miraba de frente, a la sonrisa divertida de Rizzo fumando con satisfacción.
—¿Qué sucede, Miche’? Te veo sorprendido. Tampoco esta vez has entendido un carajo. Verás —explicó—, a pesar de que Giovanni Treccape era tu contacto con los calabreses, también él comprendió pronto de qué lado debía estar. Sabía que era un error ponerse en medio de los engranajes, porque terminas aplastado. ¿Y esta, te ha gustado? ¿Soy suficiente filósofo para ti?
Michele calló.
—Peppe el Cardenal y yo, como te decía, nos quedamos con la mitad del dinero de Franco, pero la otra mitad se la dimos a nuestro amigo el calabrés. Él también se quedó con los treinta denarios y tú has hecho el papel del pobre Cristo. Pero verás, el problema es que los de arriba no saben exactamente cómo fueron las cosas. Para ellos sigue siendo Franco quien mangó la droga y la pasta, y se les reparó por ello, y el detalle de que Giovanni se quedara con la mitad del dinero podría ponerlo en dificultades. Y nosotros no queremos que los amigos tengan problemas, ¿verdad, Miche’? Por eso, en cuanto saliste hay quien ha pensado en ti. Por miedo a que toda la mierda que estaba en el fondo subiera a la superficie. Que el hedor luego se siente desde lejos y resulta molesto. ¿Así que comprendes por qué tenemos que matarte? Sin rencor, pero esta historia dura demasiado y empieza a ser un coñazo. La pregunta que te hago es solo una, y mira que tienes que responderme o si no cojo el cuchillo y te abro como a un cerdo. ¿Quién cojones es ese Destripamuertos que está montando todo este follón?
Michele siguió en silencio, perfectamente concentrado en todo lo que le rodeaba. Rizzo delante, Giovanni Treccape apuntándolo por detrás, su pistola posada en la mesita de al lado.
—Sé que no has sido tú. Cuando mataron al Mariscal todavía estabas en el talego, pero desde que saliste todo parece girar en torno a ti y a esta vieja historia. De los otros me importa una mierda, hace años que estoy aquí cuidando de los negocios con amigos de confianza. —Rizzo hizo un gesto de asentimiento dirigido a la sombra a espaldas de Michele—. Pero qué quieres que haga, me he acostumbrado a dormir tranquilo y así quiero seguir. Tú eres el único que podía encontrarme, el único al que le había confiado que no había nacido en San Giuliano sino en el mismo Linz, cuando el muerto de hambre de mi padre emigró aquí para dejarse patear el culo por cuatro perras. ¿Pero qué quieres? En mi ingenuidad de niño había hablado de más, te conté mi deseo de volver un día como un señor. Ah, en todo caso, para tu información…, además de este restaurante poseo un hotel, la mitad de un centro comercial y una veintena de apartamentos alquilados a inmigrantes tunecinos. Ya ves, Miche’, ahora soy yo quien pateo el culo de la gente, y hasta me dan las gracias. Así que ahora comprenderás que necesito saberlo todo sobre el Destripamuertos y si le has contado a alguien más lo de este lugar…
Michele no había abierto la boca. Reflexionaba sobre la situación. La presencia de Giovanni Treccape era un regalo inesperado. Mejor de cuanto habría podido esperar en todas las películas que su imaginación había proyectado en el techo de la celda. Se sentía extrañamente tranquilo. Percibía el lento fluir de su respiración, tranquila, regular. Un lejano hormigueo en la base de la nuca, quizá debido al frío contacto de la pistola, o puede que a una vaga euforia que le estaba creciendo dentro. Al final todo fluía en la dirección justa. Solo tenía que seguir avanzando. Un paso tras otro. Otro más.
—¿Has tenido alguna vez la sensación de ahogarte? —dijo.
Rizzo lo miró alucinado.
—La sensación de que el aire se hace pesado, denso, dañino. Que te llega a la garganta, los pulmones, el estómago, aplastándote lentamente. Que te tira hacia abajo, cada vez más. Y entonces intentas subir, volver a la superficie para respirar, pero en realidad estás siempre ahí, sin agua en la que nadar, sin pozo alguno del que salir. Inmóvil, tratas de comprender lo que te sucede, pero no lo sabes porque lo que ves en el espejo cada mañana ya no eres tú. No te reconoces y tampoco quieres hacerlo. Eres otra persona que se mueve, habla, respira, y no sabes qué queda de ti, el bien o el mal. La parte mejor que llora y sufre o la peor que disfruta del dolor y busca venganza. O puede que queden ambas, pero ahora confundidas, abrazadas, mezcladas. Sin posibilidad de comprender. Comprender si eres un hombre mejor o no. Sin posibilidad de comprender si aún eres un hombre. Y entretanto continúas ahogándote, descendiendo en el agua densa que te llena y te lleva hacia abajo. Al fondo, un fondo oscuro y frío. Estás parado en mitad de tu vida, en el centro de un cuarto de cemento armado, que se hunde inexorable y tú con él.
Michele sintió aflojarse la presión de la pistola en la nuca. Sin dejar de apuntarle, Treccape se situó de lado y dijo:
—¿Pero qué mierdas está diciendo?
—Y yo qué sé, a este el talego le ha sentado mal. ¿Qué te ha sucedido, Miche’, has hablado demasiado con el cura de la cárcel? —Rizzo seguía sonriendo, aunque una vaga inquietud crispaba su rostro. Aquel discurso era demasiado extraño.
—¿Has tenido alguna vez la sensación de ahogarte? —preguntó de nuevo Michele, con un tono de voz plano e impersonal.
—¿Otra vez esa gilipollez? No, a mí no me parece que me ahogo, estoy perfectamente y…
—Me alegro por ti —le interrumpió Michele sonriendo.
—¡Bueno, ya me estás cansando! No te hagas el estupendo que tú eres peor que yo. Fuiste tú quien quiso matar a la chica, tú quien decidió cómo hacerlo, tú quien la dejó en manos de esos dos desequilibrados de los hermanos Surace, y, cuando decidiste violarla, estabas tan rayado que ni siquiera te diste cuenta de la sangre ni los morados con que la habían obsequiado. ¿Y recuerdas tu ocurrencia genial? ¿Cómo decías? No hay cuerpo, no hay homicidio. No hay homicidio, no hay investigación. La gozabas mientras la violabas, ¿o no? ¿Te acuerdas de cómo gritaba? Si no llego a dispararle en la boca sigue gritando durante días. Todavía me tendrías que estar agradecido y no venir a romperme los cojones con todas estas mierdas.
Michele sintió un escalofrío. Sí, no había olvidado. La cocaína y el miedo le habían vuelto loco el cerebro, pero los recuerdos todavía eran vívidos y nítidos. La piel blanca de Milena que se volvía roja bajo sus golpes, la ropa desgarrada y ella tratando de protegerse, los ojos implorando piedad, antiguas y nuevas heridas. Los gritos de miedo. Los gritos de dolor. El disparo de pistola resonando en la habitación mientras los Surace reían esquivando las salpicaduras de sangre. El olor a cordita y pólvora del disparo. Su satisfacción al gozarla dentro. La sensación de poder que había experimentado al verla morir.
Recordaba todo. Lo había llevado consigo durante veinte años. Y ahora por fin estaba allí delante de sus ojos.
—Coño, lo que os divertisteis… Me hubiera gustado estar.
Michele se volvió hacia Treccape. El calabrés sonreía. Michele le devolvió la sonrisa y Treccape tuvo miedo, la pistola tembló un instante.
Fue un relámpago. Agarró el cuchillo de encima de la mesa, con la mano libre golpeó el brazo armado del calabrés esquivando la pistola. Le abrazó y le hincó el cuchillo en el ojo izquierdo. La hoja entró fácil, a fondo. El calabrés, cogido por sorpresa, probó inútilmente a soltarse, se le escapó un tiro. Inconsciente deseo de venganza de quien está muriendo. El estruendo se mezcló con los gritos y llenó la estancia. Olor a quemado. Michele sintió un fogonazo de calor en el costado. Una vez más volvían a lacerarle la carne, a verter su sangre.
Hundió el cuchillo hasta el mango y el cuerpo del calabrés cayó al suelo, pesado y desmadejado. Cayó con el arma asomando de la cavidad ocular, la boca abierta de par en par, de donde ya no salían gritos sino un lamento incomprensible. Un borboteo profundo y cavernoso hecho de sangre y baba. Estaba muriendo y las piernas le empezaron a temblar. La punta del cuchillo le había llegado al cerebro.
Michele se volvió sin pensar. Cogió la pistola y disparó a Rizzo. Un disparo a la altura de la rodilla. Su viejo amigo no comprendió lo que le estaba sucediendo. Todo demasiado veloz. Todo demasiado inesperado. La pierna cedió, trató de mantener el equilibrio, un paso atrás, otro más, por fin cayó contra la pared a sus espaldas. Gritó de dolor y miedo llevándose las manos a la herida. Desplazó la mirada alucinada del cuerpo del calabrés que se moría hacia Impasible, que de pie ante él continuaba sonriendo. Una sonrisa loca, enferma. Una sonrisa dedicada a Milena.
—Miche’, te doy todo lo que quieras. Me voy para siempre, ¡no me ves más! —Rizzo trataba de salvar la vida lloriqueando, pero sus palabras eran un eco lejano y vago que no alcanzaba a la bestia que tenía enfrente. Como no le alcanzaba el dolor bajo la mancha marrón que se le estaba extendiendo por la camisa.
—Miche’, por favor. Tengo familia… Tengo una compañera de aquí y un hijo de diez años. Se llama Davide.
El otro se inclinó sobre él y le metió con fuerza el cañón de la pistola en la boca. Sintió el ruido seco de un incisivo soltándose.
—T… rue… no lo ha…
Una lágrima surcó su rostro.
Michele le hizo una última caricia cortés.
Sonrió.
Luego le disparó en la boca.
Un estruendo amortiguado llenó la estancia. Sangre y cerebro explotaron contra la pared en una pintura deslumbrante.
Limpió la pistola usando uno de aquellos horribles manteles a cuadros. Sin prestar la más mínima atención a los dos cadáveres, miró a su alrededor.
Aquella habitación seguía sin gustarle. Demasiado hortera. Demasiado para alemanes.
Se dirigió hacia la salida. Pasó bajo el cierre medio bajado. La luz de la mañana le hizo guiñar los ojos. El día se había vuelto luminoso. Un sutil y agradable escalofrío le recorrió la espalda. La muchachilla de los auriculares que seguía barriendo alzó la cabeza y le dirigió un ademán de saludo.
Le respondió con la mano y se fue calle adelante.
Ahora podía volver a casa.