1
El corazón de las tinieblas victoriosas
Lunes, 18 de enero de 2016,
Santa Margarita de Hungría, princesa y monja
1
El aire de la mañana era frío y una lluvia fina caía sobre el pequeño cementerio de pueblo. Una tenebrosa isla de dolor en la provincia de Nápoles. Filas alineadas de tumbas, letras de bronce, rostros, lamparillas trémulas y flores marchitas. Una verja herrumbrosa que había visto días mejores, grava sobre el adoquinado, sonidos atenuados y nadie rezando. La cotidiana procesión de viudas inconsolables no había comenzado aún: siempre el mismo camino, los mismos gestos, paso tras paso hasta acercarse al momento en que encontrarían su lugar entre los muertos.
Gran cosa, la fe.
Rodeadas de silencio, siete losas de mármol reluciente hincadas a la fuerza en la tierra negra, dientes mellados en una boca abierta de par en par.
Tendido a los pies de su lápida, el primer afortunado ya estaba allí. Brazos y piernas extendidos sobre el cieno del camposanto, la cabeza caída hacia atrás, la garganta cortada de un tajo, la expresión congelada en un grito mudo. La sangre que fluía de la herida había manchado la medalla de oro del padre Pío y había impregnado la hierba. Un gato había venido a lamerlo para desayunar.
«Vitaliano Esposito, 27 de octubre de 1963 - 14 de enero de 2016», decía la inscripción.
Sobre las otras seis sepulturas únicamente los nombres y las fechas de nacimiento. Para la muerte, había tiempo. Aquellas eran lápidas para el futuro, en espera.
2
El talego es el talego.
Una observación de mierda pero absolutamente verdadera. Hasta el último metro de los patios de paseo, hasta el último recuento de la noche, hasta la última reja que se cierra.
Puedes colgar en la pared los carteles de tetas y culos entre el padre Pío y el Papa, jugarte a las cartas los únicos cinco cigarrillos, frecuentar el taller mecánico o hablar con los asistentes sociales hasta que se te seque la lengua, pero todo es inútil. El talego es siempre lo peor. El talego es acero y hormigón, corredores de luces de neón y peste a cebolla, ruido de rejas y llaves, y tú allí esperando a que el tiempo pase. Los segundos, los minutos, los días…, los años.
El talego es el talego. Y si lo ves de otra manera es que nunca has estado allí.
Michele Vigilante estaba tumbado en el catre de la litera de arriba, suspendido a medio camino entre el suelo y el techo, mirando las manchas de moho. Ahora cada vez dormía menos, ni siquiera cinco horas de noche. No es que le importara no dormir, los horarios o llegar tarde; allí dentro si algo le sobraba era tiempo. Pero siempre despierto, el talego todavía se hacía más largo. Ya llevaba más de veinte años.
Una luz clara se filtraba a través de los barrotes y las rejas, el cielo estaba blanco y una brisa cortante entraba por la ventana entornada. El aire frío en la cara era una sensación agradable, la piel tiraba y te sentías vivo. Los corredores de la sección todavía estaban en silencio, los demás dormían o al menos estaban callados, lo que ya era un acontecimiento.
Michele encendió el primer cigarrillo del día y una nube gris se arremolinó hasta las manchas de moho. Llevaba años mirando aquel techo, se conocía de memoria cada lamparón y grieta de un enlucido que jamás podría olvidar.
Oyó el ruido de las llaves de latón al fondo de la sección, las rejas abriéndose, un quedo vocerío y las pisadas de las botas reglamentarias sobre el pavimento. Más que de costumbre. Enseguida comprendió de qué se trataba.
—Vigilante, registro.
El inspector de la policía penitenciaria abrió el cierre automatizado de la celda mientras Michele bajaba del catre, un pie sobre un peldaño y el otro en el suelo. Estuvo por tirar el cigarrillo por la ventana, pero todavía lo tenía a la mitad. Lo alzó frente al madero en muda interrogación. El hombre hizo un gesto imperceptible de asentimiento y Michele salió fumándose su Marlboro. Uno de los pequeños privilegios de llevar allí tanto tiempo.
El registro se desarrolló según el ritual: los internos encerrados en la sala de socialización de la sección y los agentes rebuscando en las taquillas y en las bolsas, bajo los colchones y fuera de las rejas.
Michele se puso junto a la ventana a dar las últimas caladas mirando el paisaje: colinas verdes y un cielo claro se perdían hasta el horizonte.
Aquel sitio no estaba tan mal… Cárcel aparte, claro está.
Los demás hablaban en voz alta, atropellándose sin respeto y sin sentido. Recitaban su continua letanía siempre igual, una cantinela obsesiva que le martilleaba el cerebro cada día más: el que habían arrestado o al que habían disparado; al que habían traicionado y el que quería vengarse, luego que si la familia, los hijos, el abogado, el juez, el proceso, la apelación, la libertad, los maderos, pero sobre todo los soplones, los arrepentidos, la escoria de la tierra que los había condenado allí dentro.
Uno se había aburrido y había empezado una partida de cartas.
Michele permaneció en silencio. Hacía años que no tenía nada que decir.
Al cabo de media hora sintió unos golpes amortiguados, cadenciosos y rítmicos, uno tras otro, goma contra metal. Eran martillazos. Un pesado martillo golpeaba con fuerza los barrotes para comprobar que estaban íntegros y que nadie había intentado pasarse de listo, tal vez incluso con un par de sábanas atadas desde la ventana. Evasión de manual, jodida si quieres, pero a veces se lograba, aunque el chorra de turno en un par de días se dejara pillar en casa de amigos o parientes.
Los martillazos eran la señal de que el registro había terminado y podían volver a la jaula. Les hicieron salir uno a uno por orden de número de celda. Michele se colocó en la fila para regresar a su amena morada de diez metros cuadrados con vistas a la colina, colocar de nuevo las cosas en su sitio y fumarse otro cigarrillo, mientras la cafetera moka hacía su trabajo.
Un policía se le acercó:
—¡Vigilante, tú no! Charla con el psicólogo.
A duras penas reprimió una blasfemia.
Qué coño, tan temprano no.
Aquel día no tenía ganas de escuchar a un niñato contarle cómo era el mundo, insistiéndole en que tenía que hacer una «revisión crítica de su vivencia criminal», con sonrisa de falsa comprensión y juicio implícito. De juzgarlo ya se había encargado la magistratura y con eso había tenido de sobra.
—Cabo, ¿puedo hacerme antes un café?
El policía se lo pensó un momento.
—Cinco minutos, Vigila’[1], que si no luego se me cae el pelo.
Michele le dio las gracias y fue hacia su celda.
Café fuerte, solo y amargo, como le gustaba a él. Un sutil aroma llenó la celda y aspiró profundamente aquel aire denso y perfumado, un modo como otro cualquiera de llevar su mente fuera de allí. Cerró los ojos y trató de no pensar en nada, de borrarlo todo: el ruido de las botas por el corredor, el registro, la cárcel, su vida. Pero no sirvió de nada, todo en torno a él seguía siendo concreto, real, pesado. Los muros y los barrotes, la peste a sudor, el zumbido omnipresente, las voces confusas de los televisores encendidos y el psicólogo que le esperaba presuntuoso en el piso de abajo, en la sala de terapia.
Apagó el hornillo y se tomó el café observándose en el espejito sobre el lavabo. Parecía uno de esos duros del cine, rostro afilado y mirada malvada; los chavales más jóvenes a veces le llamaban Vincent, porque según ellos era clavado a Vincent Cassel. Pero él le había visto en televisión y de eso nada, intentaba poner cara de matón y solo conseguía poner cara de idiota. Aunque se follaba a la Bellucci, o sea que en el fondo tan idiota no debía de ser.
Se fijó en sus ojos; eran oscuros, casi negros. Parecían hundirse sobre los pómulos, entre el gris de la piel y las finas arrugas de los años. Esos ojos que tantas preguntas hacían, pero para las que jamás tenía respuestas. Y, en el fondo, tampoco tenía muchas ganas de buscarlas.
Salió de la celda y se encaminó apático por el corredor de la sección, resignado a dejarse tocar las pelotas por un jovencito presuntuoso que quería darle lecciones de vida a la fuerza, cuando su única experiencia vital había sido masturbarse en la universidad. Como dejar un coño en manos de un niño, según un famoso proverbio napolitano. Intercambió un par de saludos con los internos que se dirigían a las duchas y, al llegar ante la última celda antes de la rotonda, echó un vistazo para ver qué hacía chillu guaglione[2].
No había nadie. La reja de barrotes estaba cerrada, la celda vacía. Lo mismo estaba en el patio. Michele iba a seguir su camino indiferente cuando notó un olor inconfundible, el del cartucho de gas butano con el que funcionaban los hornillos, un olor a camping y a cárcel. Esta vez era demasiado fuerte y sabía bien lo que eso quería decir.
Actuó instintivamente, se movió rápido. Abrió de par en par la reja y entró, el chaval no estaba. La puerta metálica del baño estaba cerrada. Agarró el picaporte y empezó a tirar con todas sus fuerzas. Dio un tirón, luego otro, el pestillo tembló y chirrió. Blasfemó entre dientes, un empujón más y la puerta se abrió de golpe.
Michele entró corriendo en el baño y lo vio. Estaba sentado en la taza del váter, tenía una bolsa en la cabeza y dentro de la bolsa el cartucho del gas abierto. Un modo como otro cualquiera de colocarse cuando la metadona y el subutex ya no bastaban. Era la droga de los pobres y los presidiarios, un método fácil y de bajo coste, con el único e insignificante problema de que la puedes diñar. Se te acelera el corazón hasta volverse loco y estallar, y mueres así, sentado en el váter, con la cabeza en una bolsa de basura.
Trató de sacarle la bolsa, pero el chico la sujetaba fuerte con las dos manos, aspirando como un loco, la boca jadeante como un pez en la orilla. Estaba decidido a acabarse su dosis, pero Michele Vigilante, apodado el Impasible, era un viejo presidiario cuya paciencia se había agotado hacía un siglo. Rasgó el plástico para que saliera el gas, retiró la bolsa liberando la cabeza del muchacho y agarró el cartucho y lo tiró por la ventana del baño.
El muchacho lo miraba con los ojos perdidos y la mente ofuscada, la expresión alucinada y una peste a vómito que le subía de la garganta mezclada con el butano. Estaba pálido y temblaba, un fino hilo de saliva le caía por la barbilla.
—Y tú qué cojones quieres… —susurró a duras penas.
Michele le golpeó en plena cara con el dorso de la mano. Una bofetada intencionada y dolorosa. El muchacho se tambaleó, casi estuvo a punto de desvanecerse. Michele le cogió de los pelos levantándolo pesadamente de la taza del váter. Estaba decidido a hacerle daño. Lo arrastró hasta la ventana y le golpeó la cara contra los barrotes de acero.
—¡Respira, cojones! ¡Respira!
El chico intentó oponer resistencia, dar patadas, gritar. Michele apretó más los puños, sintió entre los dedos cómo le arrancaba el pelo. Seguía sacudiéndole la cabeza para romper su resistencia.
—¡Abre la boca! ¡Respira por la boca, cojones!
Por fin chillu guaglione se rindió y empezó a inspirar oxígeno a pleno pulmón. Michele oyó los conatos de vómito que le salían del estómago, cómo arrojaba por la boca babas y otras porquerías, su respiración empezó a ser regular. Soltó su presa y el cuerpo del muchacho cedió y cayó al suelo.
Michele se enderezó, la adrenalina y el corazón bombeaban a lo grande y los brazos le temblaban por el esfuerzo. Permaneció unos segundos mirando a aquel joven gilipollas tirado en el suelo y a duras penas se reprimió las ganas de emprenderla con él a patadas en el culo. El muchacho se limpió con la mano la comisura de los labios en tanto de la frente abierta le brotaba un reguero de sangre. Escupió y tosió. Todavía tenía la mirada ausente, pero empezaba a recuperarse.
—¿Y tú qué coño quieres? ¿A ti quién te ha llamado? —gruñó.
Los buenos propósitos de Michele, de haberlos tenido alguna vez, se hicieron añicos como un jarrón de porcelana. Se abalanzó sobre él emprendiéndola a patadas, las manos aferradas a los barrotes de la ventana, apretadas con tanta fuerza que los dedos se le pusieron blancos. El muchacho, pateado en el suelo, pateado contra la pared, recibió su lección de vida.
Y sin pasar por el psicólogo.
Los gritos retumbaron en el estrecho baño y se propagaron por la sección. Las botas de la policía penitenciaria acudieron rápido por el corredor.
Michele sintió unas manos que lo aferraban, tiraban de él y lo arrastraban. Soltó sus manos de los barrotes y no opuso resistencia.
Mientras los maderos se lo llevaban, Michele pudo oír todavía los gritos del muchacho y luego la voz apremiante de uno de los agentes.
—¡Rápido, llamad a la enfermería!
A Michele se lo llevaron a la Unidad de Observación. Encerrado en una celda sin objetos para evitar que pudiera autolesionarse. Cosa que en realidad no tenía la menor intención de hacer.
Tras unos minutos se abrió el cierre automatizado y apareció el inspector general de vigilancia penitenciaria, el suboficial que se ocupaba de todo cuanto sucedía en las secciones de los reclusos. Un buen tipo, que hacía su trabajo y conocía la cárcel y la vida. Y sin necesidad tampoco él de ir al psicólogo.
—Vigila’, en un par de horas.
—Está bien, jefe.
—¿Tienes para fumar?
—No, me lo he dejado todo arriba.
El inspector le dejó un cigarrillo en el barrote de la reja y se fue. El cierre automatizado volvió a accionarse y Michele se tumbó en el catre de acero clavado al suelo. Encendió el cigarrillo y se puso a mirar las manchas de moho en el techo.
Estas no las recordaba.
Dos horas después, el cierre automatizado se abrió de nuevo y el interno de Alta Seguridad Michele Vigilante fue escoltado al piso inferior a través de escaleras y rejas y luego por el corredor de la oficina de registros hasta el despacho del comandante. Los dos agentes a su lado no dijeron una sola palabra, tampoco él tenía ganas de hablar, sabía cómo comportarse y no había nada que no conociera ya. Le hicieron entrar, sin llamar y sin esperas.
—Vigilante Michele, este es el Consejo Disciplinario relativo a los hechos acaecidos en el día de hoy, según informe realizado por el agente a cargo de la sección, y que se le imputan en esta sede.
La voz del comandante comisario era una cantinela conocida. Impasible, asintió, lanzó una mirada veloz al resto de los miembros del Consejo, el director de la cárcel, el médico de turno y la educadora, y se volvió otra vez al oficial de la policía penitenciaria. El comandante y él se miraron y se comprendieron sin necesidad de más palique. Eran dos hombres que se habían hecho en la cárcel, cada uno a su modo, a uno y otro lado de los barrotes. Pero el talego era el talego.
—Se le acusa de una pelea con el interno Ascienzo Roberto sucedida esta mañana en la celda de este último, en el interior del espacio del baño. ¿Nos quiere contar cómo sucedieron los hechos? ¿Tiene algo que decir en su descargo?
—No.
Simple y claro.
—¿Perdón, cómo puede ser que no tenga nada que decir?
El director y el comisario se volvieron hacia el médico joven. Un novato primerizo de camisa blanca perfectamente planchada, estetoscopio al cuello, nombre plastificado y bolígrafos de colores en el bolsillo. Un chaval que nunca antes había pisado el talego, ni tan siquiera para mear.
—Habrá razones que le han inducido a semejante comportamiento —consideró el doctorcito—. El interno Ascienzo ha sido trasladado de urgencia a la enfermería y yo mismo le he prescrito al menos diez días en observación, salvo complicaciones. ¿Le han dado al menos quince puntos de sutura en la frente y el arco superciliar y nos va a decir que no sabe por qué le ha golpeado?
Vigilante le miró sorprendido, como si observara a un animal raro, una broma de la naturaleza, un perro con tres cabezas y seis patas. Se volvió hacia el comandante en busca de ayuda, pero el oficial permaneció imperturbable, consciente de su propio deber institucional.
—Doctor, no digo que no lo sepa, digo que no se lo quiero decir.
Otra vez, simple y claro.
—Pero el suyo es un comportamiento cómplice, es absolutamente intolerable que se presente aquí, en sede disciplinaria, y manifieste semejante actitud. Tiene el derecho y el deber de aclarar su posición, tiene la obligación de comportarse de modo civilizado en la sección. ¿Dónde cree que está? ¿Y con quién cree que está hablando? En este Consejo Disciplinario tenemos el deber de…
Michele no aguantaba más y decidió inventarse la madre de todas las chorradas.
—Doctor, me ha llamado soplón.
«Arrepentido» o «soplón» son los máximos insultos que te pueden llamar en la cárcel, solo superados por «pedófilo». Una marca indeleble que te hace ser odiado y despreciado por los demás internos, que te convierte en el paria entre los parias, y, si el asunto resulta ser verdad, es necesario que te trasladen a la sección de los Protegidos, el único modo de garantizarte que puedas salir incólume.
El comandante reprimió una leve sonrisa, ni por un momento le creyó. Era un cuento chino, nadie se hubiera atrevido a llamar soplón a Michele Vigilante. Pero también sabía que jamás cambiaría su versión de los hechos y que insistir era inútil.
—¿Y le parece motivo para agredir de ese modo a otro interno? —El doctorcito seguía sin comprender un carajo. Demasiado poco talego te vuelve estúpido.
—Doctor, yo soy una persona seria.
—¿Usted, una persona seria? ¿Con el currículum criminal que se gasta? ¿Con los muertos que tiene sobre su conciencia y los que puede que aún no conozcamos…?
—Doctor, aquello era una guerra. Si yo no les hubiera disparado, ellos me habrían disparado a mí. —La voz de Michele se había vuelto cortante. Una cuchilla tensa y peligrosa a punto de partirse. Su mirada dura estaba fija en el doctorcito, que empezaba a sentirse a disgusto, a tener miedo.
—¿Quiere hacerme creer que es usted un misionero? ¿Que nunca se ha cruzado en su camino un inocente?
Michele puso los ojos en blanco y sintió que la sangre le subía a la cabeza, pero permaneció inmóvil mirando fijo al doctorcito, con la mandíbula rígida y los dientes apretados.
—En cualquier caso, Vigilante —intervino el director con tono tranquilo—, en los últimos años ha tenido un comportamiento correcto y respetuoso, y por lo que sé no le queda ya mucho para el final de la pena. Le sugiero que, para el futuro, se avenga a las reglas internas de convivencia civil para que no vuelvan a repetirse episodios semejantes. No obstante, este Consejo Disciplinario le impone la sanción de quince días de exclusión de las actividades de la comunidad.
Vigilante no respondió. Sabía lo que le esperaba y el aislamiento no le había asustado ni recién entrado en el talego.
—Puede irse. —El director no tenía más tiempo que perder.
Michele fue a darse la vuelta, pero el comisario tenía algo que añadir.
—Una cosa más, Vigilante. Después de los hechos he subido a la celda de Ascienzo a hacer un control y he notado un extraño olor. Cierto olor. Un olor concreto, para entendernos. ¿Usted no sabrá nada? —Había dicho las últimas palabras recalcándolas para estar seguro de hacerse entender.
Michele se alzó de hombros mostrando la palma de las manos, una interpretación digna de la mejor comedia napolitana.
—Yo no he olido nada.
—Estaba seguro de ello. En todo caso, el muchacho está bien.
Michele asintió.
—¿Cómo que está bien? —El doctorcito había recobrado el valor y quería decir la última palabra—. Pero si acabo de señalar que le he prescrito diez días en observación… Y luego están los puntos de sutura, podría haber complicaciones…
El comisario le ignoró completamente. Vigilante y él se intercambiaron una mirada de despedida mientras el médico continuaba su inútil monólogo cargado de presunción y lugares comunes. Michele salió de la habitación y se dirigió tranquilamente hacia el pabellón de aislamiento.
Martes, 19 de enero de 2016,
San Mario, mártir
3
Quince días de aislamiento no son para tanto, especialmente después de llevar toda la vida en el talego. Es más, son una ocasión para estar un poquito en paz, sin tocacojones pidiéndote un cigarro ni colgados pegándose por la metadona, sin las habituales conversaciones ni el amadísimo psicólogo. No era la primera vez que terminaba allí y no sería la última, al menos eso creía.
En el fondo no se estaba tan mal.
Antes de que lo trasladaran, Michele había pedido pasar por la biblioteca de la cárcel y había cogido prestados tres libros: una buena novela negra italiana que iba de un detective-gorila que no dormía porque tenía doble personalidad, y luego decían que era él quien necesitaba un psicólogo; un thriller sueco de mil páginas de los que te duermes en el primer capítulo, y un clásico, de esos que lees una vez y lo recuerdas toda la vida, de esos libros que dan sentido a tantas cosas. Una historia oscura y brillante que hablaba de una expedición por un río de África, que en realidad se transforma en un viaje a la locura y la ambigüedad del hombre.
Michele había devorado el primero, había apartado enseguida el segundo y ahora se encontraba dejándose llevar por las aguas de aquella serpiente negra a través de la seducción del mal.
Se abrió el cierre automatizado y apareció el inspector general de vigilancia penitenciaria.
—Vigilante, levántate que te vas.
Michele bajó del catre buscando los zapatos.
—Jefe, tiene que haber un error, llegué ayer.
—Nada de error, debes ir a la oficina de registros, tienes que firmar unos documentos.
El inspector abrió también la reja. Las pesadas llaves de latón eran uno de los símbolos absolutos del reino del talego, brillantes y voluminosas, pulidas y desgastadas por los años, con un gran anillo en el extremo. Hacían un ruido característico e inconfundible cada vez que abrían la cerradura, un chasquido seco, casi un reclamo; quien lo haya oído nunca podrá olvidarlo.
Michele salió de la celda, dio unos pasos y se volvió hacia el inspector con gesto inquisitivo.
Él comprendió y adoptó una expresión entre arrogante y divertida.
—No, Vigila’, esta vez vas tú solo. Tranquilo.
Michele sintió un escalofrío por la espalda, en la cárcel nunca estabas tranquilo. Se sentía confundido, tenía ganas de fumar, pero no había cogido los cigarrillos y ya no podía volver. Miró hacia el fondo del corredor y echó a andar tratando de mantener un paso regular. En la cárcel está prohibido correr.
Dejó atrás las rejas y los barrotes de la sección de Alta Seguridad, la parte de la cárcel dedicada a los AS3, los miembros del crimen organizado. Mafia, camorra, ’ndrangheta y los cuatro supervivientes de la Sacra Corona Unita. Todos entusiastamente juntos. Las manzanas podridas en un único cesto y el cesto bien profundo en el fondo del pozo.
Bajó las escaleras de la sección, luego otros peldaños y varias rejas, y en cada una el consabido ruido seco de las llaves al girar y en cada barrera la consabida pregunta.
—¿Y este?
Y la consabida respuesta.
—Vigilante, oficina de registros.
El inspector de la oficina de registros se movía frenético, con la chaqueta del uniforme perfectamente abotonada pero la corbata negra aflojada. Pequeño y delgado, con el rostro afilado y la barba gris, parecía un relámpago enloquecido entre el fax, el teléfono y la fotocopiadora. De origen apulio, era un hombre práctico y de pocas palabras, uno de esos que si tienes razón la tienes y si estás equivocado lo estás y punto. Sus compañeros lo llamaban «Sereno», porque a todos los que se alteraban o se enfadaban les respondía invariablemente: «Estate sereno».
Michele entró llamando y el inspector lo fulminó con una mirada atravesada.
—Vigilante, tiene que firmarme unos cuantos documentos.
—¿Qué documentos, inspector?
El inspector se interrumpió y colgó el teléfono. Aguardó un instante, mirando al interno a los ojos.
—¡Los días!
Michele trató de mantener la calma. Sentía de nuevo ese breve escalofrío en la espalda, un estremecimiento que le subía hacia la nuca.
Se trataba de los días de libertad anticipada. El descuento de cuarenta y cinco días por cada semestre de pena transcurrido con buena conducta, o sea, sin expedientes disciplinarios y habiendo participado en las actividades de reinserción y reeducación. A él las actividades de reinserción y reeducación siempre le habían importado una mierda, pero en los últimos años, a excepción del pequeño contratiempo de hacía poco, había dejado de hacer el cretino y el talego había transcurrido sin más aislamiento ni consejos disciplinarios.
Había cursado la petición de los días al juez de vigilancia penitenciaria hacía varios meses, en parte por ser como los otros presos y en parte porque el inspector de la oficina de registros había insistido. Y los había pedido todos de golpe, años y años de prisión, sin saber exactamente cuántos le correspondían ni los que le concederían. Y ahora había llegado la respuesta con el fin de su pena reevaluado.
El inspector le pasó una serie de folios, todos iguales e incomprensibles, donde aparecían números, artículos del código y normas de ley. Michele los firmó casi sin mirarlos, uno tras otro. Era como si una bolita de pinball le rebotara en la cabeza, no lograba concentrarse en nada, de pronto el mundo se movía demasiado veloz a su alrededor. Imágenes, palabras, recuerdos, pensamientos, se agolpaban y se confundían, mientras comenzaba a notar una sensación extraña. Algo que no sentía desde hacía años.
Miedo.
—Inspector, ¿cuándo salgo? —La pregunta se le escapó casi sin darse cuenta.
El otro alzó la vista de los folios. La mirada dura como siempre, pero esta vez en los labios tenía una leve sonrisa. Forzada y seca, pero al fin y al cabo sonrisa.
—Hoy.
Michele salió de la oficina de registros con una indescifrable sensación de flojera. Le volvió con fuerza la imagen de aquel oscuro río africano y del viaje en busca de un hombre maldito. A su cerebro le costaba asimilar la noticia de su excarcelación.
El cabo de la sección le abrió la reja.
—¿Estás bien, Vigila’? Tienes una cara…
Asintió al cabo con la cabeza y fue derecho a su celda. Todo le parecía de pronto diferente, desenfocado y trémulo, como si alguien durante su ausencia hubiese descolocado cada cosa y las hubiera vuelto a poner en su sitio. Igual a sí mismo, aunque diferente. La misma celda le parecía ahora más grande y espaciosa, más acogedora, más segura. Un lugar sencillo, con reglas claras y una vida programada, horarios establecidos y tareas asignadas: apertura de celdas, registro, martillazos, patio, socialización, recuento, patio, paseo al comedor, paseo a psicoterapia, recuento, cierre de celdas. Todo medido y sabido, lo mismo cada día. ¿Y ahora?
Con la mente confusa y las manos temblando se preparó un café en el hornillo. Fuerte, oscuro, amargo. El último. Encendió la televisión, ollas y colchones en la teletienda, «una batería de cocina de doce piezas con base de fundición de un centímetro de espesor…», y mientras la cafetera se calentaba decidió afeitarse. Tenía necesidad de rutinas, de gestos verificados y seguros. Una manera cualquiera de conservar la calma, de mantener a raya la cabeza antes de que llegara el batacazo. Es como con la cocaína: estás bien, estás bien, estás bien y de golpe empieza a dar vueltas el carrusel y subes y luego bajas. Michele sentía como si fuera a subirse a un carrusel, como si fuera a ser arrastrado por la marea: alegría, miedo, euforia, terror. Consciencia. En un instante vendrían a llevárselo. «Y solo para las primeras diez llamadas, de regalo un set de cuchillos de acero de hoja japonesa…».
Michele se fijó en la cuchilla de plástico blanco. Temblaba. Su mano temblaba. Se detuvo, para no cortarse en la garganta. Habría sido el colmo. Una leyenda que Radio Talego habría transmitido durante generaciones y generaciones. Accidente doméstico, después de veinte años en prisión y en el día de su excarcelación, propio de gilipollas. «Y con el colchón, un cubrecolchones antialérgico…, láminas de madera…, fundas…, almohadones…, llame…, llame…, llame…». Suspiró profundamente, tiró a la basura la cuchilla y se miró en el espejito sobre el lavabo. No vio al casi cincuentón pálido y marcado que era, sino al chaval joven y moreno de muchos años atrás. De una vida pasada. Un chaval que había hecho carrera. Que sabía hacerse respetar. Que tenía un par de pelotas.
El café había subido y se estaba quemando. Apagó el hornillo y se sirvió el líquido oscuro en el vasito de plástico, se lo bebió de un sorbo sin saborearlo, solo para espabilarse. Se sentó en el catre inferior y sacó de debajo de la litera dos bolsas de lona grandes y gastadas, las mismas de veinte años atrás, y empezó a guardar su ropa.
El tiempo había pasado. Se había acabado.
Había llegado el momento de salir.
Lo metió todo dentro a la buena de Dios, no tenía ni tiempo ni paciencia, tiró lo que estaba para tirar y dejó en la celda lo que no quería o podría ser de utilidad a quienes se quedaban.
Miró una vez más la estancia. Veinte años. Cinco de aquí para allá por Italia, un traslado tras otro, y luego casi quince allí, en aquellos diez metros cuadrados. Miró la alta ventana, larga y estrecha, los barrotes azules y desconchados, luego el paisaje, su gajo de mundo, su promesa de libertad. Durante quince años la misma colina verde o gris según las estaciones, el mismo pueblo a lo lejos del que no había querido saber ni siquiera el nombre y luego las casas aparecidas como setas en mitad de aquellos prados, las había visto construir y después habitar. Encenderse las luces de noche y por la mañana y él pensar en las personas que vivían en el interior de aquellas paredes. ¿Quiénes serían? ¿Qué harían? ¿Vivirían bien? De algún modo se sentía parte invisible de sus vidas.
Apartó la mirada de aquella porción de paisaje y observó el doble catre clavado al suelo, los tubos de acero pintados de azul, el colchón de goma ignífuga, años y años pasados allí acostado esperando, y luego la mesa y la banqueta fabricadas por otros internos en otras cárceles, la televisión encastrada en una estructura metálica para impedir que pudiera usarse como arma, y los armaritos del baño, que había hecho con cartón y cola blanca. Había necesitado seis meses para hacerlos y ahora casi le disgustaba tener que dejarlos allí. Por último, los viejos libros amontonados en un rincón, silenciosos y presentes.
Se puso uno bajo el brazo, levantó del suelo los dos bolsones con su vida dentro, alzó la vista para echar una última mirada a las manchas de moho del techo, salió y atravesó la sección por última vez.
Los demás lo miraban en silencio dentro de sus celdas, aferrados a los barrotes. Al principio con ojos de asombro, incrédulos, un tímido saludo y un irreprimible murmullo, luego sonrisas y un aplauso forzado. Un estrechón de manos, un «¡suerte!» mientras el cabo esperaba en la reja. Alguien le pidió que llevara un mensaje fuera, otro le ofreció un cigarrillo y otro esperaba en secreto ser el próximo.
Michele se paró delante de la última celda antes de la rotonda. Chillu guaglione estaba de pie junto al cierre automatizado. Ocupaba todo el campo visual, oscureciendo la luz de la ventana. Camiseta blanca ceñida, músculos esculpidos y bronceados, tatuajes en los brazos y el cuello, cejas cuidadas y pelo largo y sedoso. El prototipo del joven camorrista. Un cruce entre pitbull y tronista. Pero no era tan guapo de cara como antes, le quedaban las marcas de los puntos, el ojo derecho lo tenía inyectado en sangre y el amarillo y violeta de los cardenales todavía no le había desaparecido. Pero a fin de cuentas tampoco estaba tan mal, el comandante tenía razón: «el muchacho está bien».
El guaglione parecía cohibido, tenía la mirada baja y aferraba fuerte los barrotes de la reja.
—¿Entonces, Zio[3], es verdad que sales?
Tras tantos años en el talego Michele se había ganado el título de Zio, sinónimo de reverencia y admiración, respeto y reconocimiento. O sea que al final el chiquito aquel había aprendido. Alguien había debido de susurrarle al oído algunas palabras sensatas confidencialmente, lo justo para hacerle comprender quién era en realidad Michele Vigilante.
El Zio Michele merece respeto.
Dentro y fuera de la sección.
—Sí, guaglio’, se acabó. —Miró fijamente la cara marcada del chico. Se iba a curar, necesitaba un poco más de tiempo, pero se iba a curar. Entonces puso el libro entre los barrotes de la reja.
El chico lo miró con curiosidad.
—¿Y esto qué es?
—Qué va a ser, guaglio’. ¡Un libro!
—¡Ya lo veo, Zio! Gracias, pero no me gusta leer. No tengo paciencia…
—¡Pilla el libro y léelo!
—Que no, Zio, que no es para mí.
—¡Te digo que pilles el libro y lo leas! —El tono de Michele se había vuelto peligroso y tenía la mirada dura. El chico cogió el volumen y se puso a mirarlo. Lo hojeó y leyó la portada.
—El corazón de las tinieblas, de Joseph…
—De Joseph Conrad —terminó por él Michele.
—Gracias, Zio —dijo tímido.
—De nada, guaglio’. Y no te olvides. De la primera a la última página.
—¿Y cuando lo termine?
—Cuando lo termines, empiezas otra vez.
El chico miró a Michele tratando de adivinar si estaba bromeando. No, el Zio no bromeaba.
Chillu guaglione le había faltado al respeto una vez y no pensaba volverlo a hacer. Era una orden y por tanto había que obedecer. Rápido y sin preguntar, sin peros que valieran.
El Zio volvió a mirarlo un instante y le pareció ver al joven que él había sido hacía mucho tiempo. La misma cara, la misma cabeza, la misma arrogancia, la misma jodida convicción de saberlo todo.
—Y acuérdate, guaglio’, la cárcel es siempre lo peor.
—Lo sé.
—No, tú no lo sabes. —De nuevo aquella voz dura y peligrosa.
Se miraron a los ojos. Entre ambos, los barrotes de la celda. Un largo, único, momento de silencio.
—¡Vigilante, muévete! —gritó el cabo en la reja.
El chico buscaba las palabras, pero no eran su fuerte. Al final, le salió de los labios como un soplido tembloroso, casi imperceptible:
—Gracias, Zio.
Michele asintió, no necesitaba más. La cháchara era cosa de mujeres. Esas dos palabras eran más que suficiente para decirse muchas cosas, eran un signo de respeto, una esperanza impalpable. Eran todo un discurso. Una vida entera.
Michele alzó la mano para despedirse y recorrió la sección arrastrando las bolsas de lona.
El cabo tenía abierta la reja azul y lo estaba aguardando.
—Vigilante, esperemos que no nos volvamos a ver demasiado pronto —dijo sonriendo el hombre del uniforme.
Michele lo miró serio.
—Aquí no vuelvo más.
—¿Estás seguro?
El cabo también era de Campania y la ocasión merecía que usara su lengua materna.
—Superio’, io ccà nun c’ torn’ cchiù —repitió Michele.
El otro se sacó el manojo de llaves de latón del cinturón de camuflaje. Lo levantó mirando a Michele. Ambos sabían el significado de aquel gesto y no era poca cosa.
El preso excarcelado Michele Vigilante, llamado el Impasible, asintió en silencio y el cabo dejó caer al suelo el pesado manojo de llaves. El ruido de metal retumbó en la sección.
El grito resonó inmediatamente en las celdas:
—¡Eh… al jefe se le han caído las llaves!
La última tradición carcelaria se había respetado. Cuando el agente dejaba caer las llaves era señal de que el que salía no iba a volver más. Nunca más.
Esta vez el aplauso fue ensordecedor, un estruendo que resonó por el estrecho corredor. Alguien empezó a golpear una cacerola contra las rejas y en un momento fue todo un pandemonio de cantos y gritos. El cabo de la sección ni se inmutó, no era nada que no hubiera visto ya otras veces.
Michele sonrió a su antiguo adversario y se dirigió a la reja de las escaleras. Las puertas de acero se cerraron pesadamente tras él.
Más firmas en la oficina de registros, con el inspector que seguía corriendo entre faxes y teléfonos fingiendo que no había reparado en él. Luego a consigna para recoger sus cosas: una cadena de oro con la imagen del padre Pío, un reloj con la correa de cocodrilo parado a las 11:27 del 12 de octubre de 1996. Se lo puso en la muñeca, inútil y precioso, sin saber si volvería a funcionar. En parte como él. Por último, la cartera con los documentos caducados, un par de fotos chafadas, un manojo de llaves y una, dos, tres, cuatro fichas de teléfono.
—Ah, Vigilante, hay esto también.
El encargado del almacén sacó del sobre de papel amarillo una segunda cadenita de oro, fina y elegante, con un pequeño crucifijo colgando.
Michele lo miró en silencio. Sabía que estaba allí, no podía olvidarlo. Había tratado de esconderla en un rincón de la memoria, pero había sido absolutamente inútil, incluso en aquel antro oscuro seguía brillando, un pequeño e intenso punto luminoso, lejano pero siempre presente.
Una piedra de dolor encerrada en unos gramos de oro.
La sostuvo en las manos, levísima, intangible, daba la impresión de ir a romperse de un momento a otro, de convertirse en polvo.
Michele sintió un nudo en el estómago que le subía a la garganta y se volvía amargo y maligno, un sabor desagradable y real que le nublaba la mente y le hacía temblar las piernas. Le ardían los ojos y tenía frío.
—Vigila’, la emoción para luego, que tengo cosas que hacer. Si no falta nada, firma y vete.
Michele escribió su nombre. Lo pensó un momento y se puso la cadenita fina al cuello, mientras guardaba la del padre Pío en una de las bolsas. Cogió las cuatro perras que había ganado trabajando en la sección, se despidió del asistente y se dirigió a los corredores. Dejó atrás las últimas barreras y cruzó el muro de hormigón. Un agente joven lo acompañó hasta la puertecita abierta en la pesada reja de acero. El último obstáculo, el de la barrera interior, se movió lentamente ante sus ojos, las rejas se deslizaron y frente a él se abrieron de par en par las puertas del aparcamiento de la cárcel.
Un uniforme azul se le acercó por detrás. Michele reconoció los pasos y se volvió; era el comandante comisario. Expresión marcada y mirada de cabreo. La mitad de un puro toscano entre los dedos. Llevaba más tiempo en el talego que Michele, ya solo por eso merecía respeto. Se intercambiaron una mirada de despedida. Tantos años los habían llevado a una especie de paz armada, una guerra fría en la que cada cual respetaba el papel del otro. Y no necesitaban muchas palabras.
—Vigilante. Que no te vuelva a ver por aquí.
Michele asintió y ambos se estrecharon la mano.
Era libre.
4
La cafetera se había vuelto a romper. Alguien había pegado el habitual y lacónico cartel: estropeada. Un folio reciclado, por supuesto, porque papel en la oficina había poco o nada.
El inspector Carmine Lopresti volvió a guardarse el cambio en el bolsillo, juró en dialecto apulio y echó a andar por los pasillos de la jefatura de policía.
Aquel lugar, encajonado entre via Medina y via Diaz, siempre le hacía sentirse un poco cohibido, incluso después de tanto tiempo. El enorme edificio, fruto de las dos décadas fascistas, tenía un aire severo e imponente y su gigantesca fachada de mármol blanco, hecha de líneas pulidas y a escuadra, destacaba como un diamante en el vientre de Nápoles.
El inspector estaba tratando de ignorar el feroz dolor de cabeza que le martilleaba las sienes, después de la noche de excesos y de haber dormido solo dos horas. Vio su reflejo en una de las puertas de cristal de la oficina y, a pesar de los signos evidentes de la resaca, no logró reprimir una sonrisa complacida. Treinta y nueve años espléndidamente llevados. Alto. Tez morena. Atlético. Bronceado. Un tremendo hijo de puta, con la mirada perennemente cabreada de las series de televisión.
Se quitó las gafas de sol con estudiada desenvoltura para deleite de las empleadas próximas a la jubilación. Sabía atraerse las miradas de las mujeres y la cosa no le disgustaba en absoluto; las ojeras, por lo demás, contribuían a su encanto de guapo misterioso. Sin embargo, jaqueca aparte, el inspector sabía también cuándo era el momento de no hacer el gilipollas y comportarse como un madero de verdad.
Saludó a un par de viejos conocidos y se dirigió deprisa hacia el despacho del director. Llegaba tarde. No mucho, pero tarde. El comisario jefe Taglieri era un tipo con mala hostia. Con él, tal vez, haría un poco la vista gorda, sabía que era su preferido; pero mejor no tirar demasiado de la cuerda.
Al llegar a la puerta del despacho llamó rápido y entró farfullando en voz baja una serie de excusas preparadas. La reunión había empezado ya y nadie le prestó demasiada atención, así que se plantó de pie junto a la puerta mirando a su alrededor.
En el despacho ya estaba media Brigada Móvil. A Annunziati y a Morganti los conocía, valientes y preparados, gente que venía de la calle, más de hechos que de palabras, sabían cuándo era momento de sonreír y cuándo de morder, habían trabajado juntos más de una vez y sabía que se podía fiar de ellos. A Disero y Cozzolino, por el contrario, no los conocía en persona, pero le habían hablado bien de ellos, hacían el trabajo de todos los días sin tocar los cojones, lo que ya era mucho. Luego estaba Corrieri, pero sobre este pobre hombre mejor era correr un tupido velo: grueso, descuidado, vago, a todas luces un rajado, un chupatintas cuya única pretensión era llegar cuanto antes a la jubilación; había hecho carrera lamiendo culos a diestro y siniestro, yendo de comisaría en comisaría. Un tipo que, como decían por allí, «llamaba con los pies», porque tenía las manos demasiado ocupadas llevando cajas de fruta, embutidos, quesos y muchas otras cosas. Le habían trasladado hacía unos años de no recordaba dónde, y en poco tiempo, con su calva reluciente y la cara mofletuda siempre sudada, se había convertido en el hazmerreír de la comisaría. Las gafitas redondas le conferían a su mirada la expresión de un cerdo, así que antes o después cualquier compañero sardo terminaría haciendo con él un buen cochinillo de los que se comían en su tierra.
Lopresti no pudo evitar una mueca al verlo. No podía soportarlo. Eran demasiado diferentes. Le parecía un coñazo y no tenía ningunas ganas de disimular.
El comisario jefe Taglieri se percató y lo fulminó con la mirada, sin interrumpir siquiera su exposición:
—… han levantado las lápidas. La Científica ha inspeccionado el terreno y el cuerpo está en el depósito. El informe de la autopsia es claro como el agua, aunque tampoco es que haya mucho que entender. Le han rajado el cuello de oreja a oreja.
El inspector sabía bien de lo que hablaban. La noticia del cementerio había corrido por toda la provincia en un instante. La imagen de las tumbas vacías esperando a ser llenadas había hecho sonar las campanas de alarma en las fiscalías de media Italia. El miedo y la curiosidad se habían propagado incontrolables como el hedor a alcantarilla. La policía quería respetar el secreto de la instrucción, mantener lejos a los periodistas…, pero el Destripamuertos, el Sepulturero, había inflamado de pronto la imaginación de la gente y en los bares ya no se hablaba de otra cosa. A cambio, las informaciones no eran muy precisas, a las habladurías se añadían nuevas habladurías y el caso empezaba a adquirir tintes épicos de leyenda. En el relato popular las lápidas habían aumentado de siete a nueve y, más tarde, a trece. La última noticia hablaba de quince, si no más.
¡Joder, lo grande que era el cementerio!
En cuanto a los nombres, se estaba reuniendo lo más granado, una especie de fantasía napolitana. Aparte de Vittoriano Esposito, apodado el Mariscal —pequeño boss de uno de los clanes de la camorra de la zona, con un pasado de traficante de drogas y un presente de extorsión y comercio de armas, que se hallaba tendido buenamente en el depósito de cadáveres esperando a que le abrieran las tripas—, para los otros había dado comienzo la quiniela de las lápidas. En la lista habían acabado todos, pero absolutamente todos: desde el boss al delincuente de medio pelo, desde el sicario al camello de los suburbios, del vecino tocapelotas al cornudo del pueblo, incluidos el alcalde, el cura y la amante del cura. Al margen de bufonadas o cháchara de bar, Lopresti estaba seguro de una cosa, simple y clara como solo la verdad puede serlo: quien realmente contaba algo, conocía los nombres, y sabía que eran exactamente esos.
—… por lo que respecta a los otros seis, hay que ponerse a trabajar. Todos son gente maravillosa, pertenecientes al crimen organizado, bosses y segundos, currículums criminales de distinto género y nivel, pero en todo caso siempre involucrados con los clanes. Gennaro Rizzo, prófugo, sabemos que sigue controlando los cargamentos de cocaína de Sudamérica, pero nadie tiene ni idea de dónde está. La Interpol lo busca desde hace cinco años y se ha emitido una orden de arresto europea, pero sin resultados, simplemente se ha desvanecido en el aire. En caso de detenerlo es un 41-bis seguro. Luego están los hermanos Surace, Antonio y Ciro, contenta tiene que estar su madre. También prófugos, pero son criminales de poca monta y con un poco de suerte y el soplo de alguien los encontramos. Giovanni Morra, en cambio, está en arresto domiciliario, estamos procediendo interviniéndole el teléfono y tiene una patrulla a la puerta de su casa; si hay que moverlo lo llevamos directo a la cárcel, que mal no le va a hacer. Giuseppe Notari en cambio está libre y…
—¿Y quién coño es ese Giuseppe Notari?
Bravo por la sinceridad de Disero y su dialecto catanio.
—Peppe el Cardenal —aclaró Cozzolino.
Disero asintió satisfecho. El inspector Lopresti anotó mentalmente que aquellos dos compañeros conocían los «nombres de guerra», los verdaderos, los de la calle y los de los bajos fondos, y no los oficiales, solo válidos para el ministerio y el papel impreso. Buena señal, hablaban la misma lengua.
—Decía que Notari está libre y se mueve tranquilamente como si fuera el amo de su pequeño pueblo, San Giuseppe Campano. Sale a la calle los domingos para que la gente le adore. La procesión de la Virgen tiene parada fija bajo su casa y en las ceremonias públicas se deja ver como si fuera el gobernador.
Lopresti se quedó pensando amargamente que quizá en parte lo fuera. Si el gobernador es el representante del gobierno y del Estado en el territorio, Peppe el Cardenal era el representante de los clanes y del anti-Estado. Dos perros que se miran gruñendo, dispuestos a adentellarse el cuello.
—En este caso también necesitamos un plan de escuchas y de vigilancia, un trabajo bien hecho y discreto. Tenemos que tratar de identificar las diferentes tarjetas telefónicas que usa y no perder de vista a los chinos y a los gitanos que se las suministran. Y luego está Michele Vigilante, pero al menos este está en la cárcel y no es nuestro problema…
—Mmm, jefe, perdóneme —intervino Corrieri con su vocecita reverente.
Taglieri resopló. Odiaba ser interrumpido y ya era la segunda vez.
—¿Qué pasa, inspector?
—Vigilante ha salido esta mañana.
Las palabras quedaron flotando en la estancia en un silencio irreal de santuario mariano. El jefe de la Móvil se había quedado sin palabras, acontecimiento único en la historia de aquella comisaría, y miraba duramente a su subordinado. Nadie tuvo el valor de intervenir.
—¿Qué coño significa que ha salido?
—S… significa que el juez de vigilancia le ha concedido los días de libertad anticipada, lo que ha modificado el final de la pena y esta mañana ha salido de prisión. He hablado con el inspector de la oficina de registros, ha sido excarcelado a las 9:22. —Corrieri sería un chupatintas, pero al menos en eso resultaba extrañamente eficaz.
Taglieri se pasó una mano por el rostro flaco, casi esquelético. Sintió la barba hirsuta y los huesos prominentes. Su pasión por las carreras y este trabajo lo estaban consumiendo. Todavía no era la hora de comer y ya estaba cabreado como un mono. Sentía punzadas insoportables en la nuca y las venas del cuello cada vez le latían más fuerte. Tenía ganas de romperlo todo, de coger aquella porquería de ordenador prehistórico que ocupaba su mesa y tirarlo al suelo o lanzarlo contra la ventana para sentir el maravilloso ruido de los cristales destrozados y su estruendo contra la acera. Pero no podía, era el jefe y tenía que comportarse.
Suspiró ruidosamente mientras los demás permanecían en silencio.
—Bueno. Entonces nos toca controlar a uno más. No hay problema, de alguna forma lo haremos. Solo hay que pedir más hombres de refuerzo. Eso es todo.
El inspector Lopresti miró a su jefe y lo vio cansado. Nervioso como nunca. Se conocían desde hacía varios años y se apreciaban mutuamente. Había sido él quien le había convencido de pasarse a la Móvil. En privado, y lejos de ojos indiscretos, ambos se trataban de tú, aunque siempre con el debido respeto por su parte.
—Debemos poner en marcha inmediatamente el procedimiento de las escuchas, las órdenes están preparadas —continuó Taglieri—. Llamad a vuestros contactos. Buscad. Encontrad. Haced llorar a la Virgen o haced el milagro de San Gennaro. Inventaos lo que os parezca, pero tenemos que descubrir qué está sucediendo.
—Pero, jefe, ¿no estamos exagerando? Al fin y al cabo, no es más que otro al que han asesinado —dijo Cozzolino.
El jefe lo miró con dureza.
—Cozzoli’, no has entendido un carajo. ¿Alguien se ha tomado la molestia de montar esta carnavalada en el cementerio y crees de verdad que se va a quedar ahí? ¿Crees de verdad que para liquidar a un canalla como este hay que montar esta comedia napolitana? Cozzoli’, para matar bastan dos segundos, dos tiros. Pum, pum y se acabó. Entras y sales del bar sin que dé tiempo a que se enfríe el café; total, nunca nadie ve nada. Coges la moto y te vas. Si alguien ha montado este cristo, si alguien se ha tomado la molestia de degollar al Mariscal a mano alzada… —El comisario jefe Taglieri hizo el gesto de un pintor pintando una tela imaginaria—. Quiere decir que no ha terminado aquí.
Todos parecían reflexionar. Pero una cosa estaba clara. Si el siempre formal comisario jefe Taglieri se había dejado llevar y había recurrido al dialecto, quería decir que la situación era más grave de lo previsto.
—Ahora vamos a establecer los equipos de intervención. Quiero información actualizada dos veces al día, informes diarios y, ante todo, resultados. Annunziati y Morganti, vosotros os ocupáis de la zona de San Giuliano Campano, de Peppe el Cardenal y de los inútiles de los hermanos Surace. Encontradlos. Disero y Cozzolino, vosotros…
El inspector Carmine Lopresti sintió un escalofrío subirle por la espalda y el dolor de cabeza hacerse más agudo.
No. No. No.
—… interrogáis a Giovanni Morra y a vuestros contactos en la zona.
Hijo de puta. No le podía hacer esto por solo cinco minutos de retraso.
—Lopresti y Corrieri, nos traéis información sobre Gennaro Rizzo. Y buscad a Michele Vigilante, aunque haya salido del talego todavía debe de estar agilipollado.
Y una mierda.
—Jefe, yo en realidad preferiría trabajar solo. Ya sabe, para preservar mis fuentes de información y mis contactos en la zona… —Lopresti intentó una última y desesperada baza.
Pero Taglieri era mejor jugador que él y no tenía ganas de que le tomaran el pelo.
—Inspector, me importa una mierda el secreto de la investigación. Aquí las pesquisas las dirijo yo y usted va a trabajar en pareja con su compañero Corrieri, que, créame, tiene recursos insospechados de los que usted seguro que va a poder aprender mucho.
Corrieri miraba al suelo y Lopresti quería estar en otro lugar. Otro cualquiera. Pero lejos de allí. Lejos de la peste de ese tío mierda.
Probó un último y desesperado intento.
—Jefe, yo no pongo en duda las cualidades de mi compañero. Pero debe comprender que mi modus operandi no contempla que…
—¡Basta! Me importa una mierda tu modus operandi. ¿Quieres comprender o no que nos podemos estar enfrentando a una nueva faida[4] de Scampia?
De inmediato se hizo el silencio. Las protestas murieron en la garganta de Lopresti. Los demás también se quedaron mudos.
Recordaban bien la faida de Scampia. Muchos de ellos habían estado allí. Entre octubre de 2004 y febrero de 2005. Más de setenta muertos en menos de seis meses. Disparaban por las calles, en las casas, en los locales, entre la multitud. Disparaban a toda prisa, sin mirar, sin saber, sin buscar. Sin tener en cuenta nada ni a nadie. Víctimas inocentes, policías, mujeres, niños, nada era un problema, no había obstáculos. Se apuntaba a los amigos de los enemigos, los parientes, los hijos, los vecinos de tal o cual barrio, solo para que salieran de sus escondites los verdaderos objetivos. Por un lado, la familia que controlaba el mercado de la droga de Nápoles y sus alrededores, por otro los que se querían escindir para lograr una parte del pastel mayor. Un motivo trivial, pero siempre válido para matarse.
Un primer disparo, casi al azar, sin hacer ruido, al salir de un bar con los amigos. El primer homicidio, un cuerpo que cae al suelo. Sangre y sesos sobre el asfalto del barrio y luego empezó todo.
Sangre que llama a la sangre. Sangre que se mezcla con la sangre.
Homicidios y torturas. Incendios y funerales.
Las mujeres del barrio lanzando los tiestos de geranios contra los vehículos de los carabinieri que efectuaban los arrestos. Tres cadáveres en un coche incendiado. Un cuerpo decapitado e irreconocible. Los fuegos artificiales en el arresto del boss rival. Los tres homicidios el día de la visita del presidente de la República a Nápoles. El asesinato de madres e hijos, de culpables e inocentes, de demonios y ángeles. Un hervidero de sangre y odio en nombre del poder, la droga, el dinero, la venganza.
Y luego la paz con un beso.
Un beso entre los dos bosses rivales en una sala de Tribunal, en espera de una sentencia que los iba a condenar a veinte años de cárcel. Fue la señal de que la guerra había terminado y se podían dejar las armas. Todo debía volver a ser como antes. Los enemigos ya no eran enemigos, la sangre debía olvidarse y los negocios volvían a ocupar el primer plano.
Como siempre había sido, en el fondo. Incluso en los momentos más crueles, en los días más agitados, el trapicheo de droga había continuado impertérrito y frenético, entre los enormes y monstruosos bloques de viviendas de Las Velas en el degradado barrio de Scampia y las plazas de Secondigliano, en los portales de los edificios y en los retretes de las discotecas. La droga había seguido cambiando de manos. La droga tenía vida propia, su propio camino, era un río en crecida que no se detenía jamás. La droga viajaba y circulaba, llenaba del mismo modo las esquinas de las calles que las casas de la gente importante, las venas de los desesperados y la nariz de los ricos: todos para sentirse alguien y luego no sentir ya nada. El dinero circulaba y crecía. El dinero seguía corriendo. Y mandando.
El dinero siempre manda en todo.
Con aquella sencilla alusión el comisario jefe Taglieri había logrado su objetivo, un silencio pesado y grave que cortaba la respiración y se extendía por su despacho como un manto denso y uniforme. Annunziati y Morganti se contemplaban los pies. Disero y Cozzolino miraban sin ver la larga fila de calendarios e insignias colgados en la pared. Corrieri fingía buscar algo en un expediente y Lopresti se sentía humillado.
—Cada cual sabe lo que tiene que hacer. Espero poco palique y más resultados.
Todos asintieron en silencio.
La reunión había terminado.
5
Michele se paró a mirar las nubes bajas. El cielo era un cúmulo de matices grises que se perdía a lo lejos. El aire era frío y un ligero viento ponía tirante la piel del rostro. Era una sensación agradable y quería disfrutarla al máximo. Había dejado la cárcel a la espalda bajando por la colina y pasando junto a las casitas que había visto construir y habitar año tras año. Había buscado a alguien con la mirada, como si pudieran reconocerlo, como si él hubiese formado parte de sus vidas. Pero no había nadie. Las puertas estaban cerradas, las ventanas vacías y él solo había sido una sombra mirándolos desde la cima de la colina.
Caminaba como un autómata, la cabeza baja y paso rápido, con el único objetivo de poner la mayor distancia posible entre él y las rejas de acero. Pero ya empezaba a sentirse cansado, todavía no había fumado y todo aquel espacio abierto le daba una sensación de aturdimiento.
En el talego pasaba cuatro horas al aire libre, dos por la mañana y dos por la tarde. El patio era un cubo de cemento armado, muros altos y macizos, suelo desnudo, un grifo para el agua en la esquina de la derecha y la garita de los guardias a la izquierda. En invierno, con el cielo bajo y pesado, parecía una enorme caja de hierro fundido. Cientos de internos agolpados hablando y fumando. Unos caminando de un lado a otro con ritmo obsesivo, como hámsteres en la rueda de sus jaulas, para estirar las piernas y respirar aire fresco. Otros sentados a pesar del frío sin hacer nada, fumando y esperando a que el tiempo pasara. Él bajaba poco al patio, prefería quedarse en su celda, tumbado, en compañía de las manchas de moho del techo. Ya no le gustaba oír el continuo vocerío de la cárcel, el ruido incesante de pasos apresurados caminando arriba y abajo, las conversaciones todas iguales, las caras que parecían repetirse hasta el infinito como reflejo de mil espejos. Prefería escuchar música, leer y pensar en sus propios asuntos.
O quizá pensar en Don Ciro Squillante, conocido como Pinochet.
Cinco años hacía ya que llevaba muerto.
Descanse en paz.
Lo había conocido después del enésimo traslado por «necesidades penitenciarias», del enésimo consejo disciplinario, del aislamiento, de hacerse respetar. Una vez más.
Lo habían trasladado cerca de su casa, por «vinculación familiar», aunque él ya no tuviera familia. Una justificación elegante y burocrática para pasarse la patata caliente entre una cárcel y otra. «Sujeto difícil de gestionar, intolerante con el reglamento intramuros», era su definición favorita. Un modo como otro cualquiera de decir que se estaba volviendo loco. Llevaba años yendo de acá para allá por todas las penitenciarías de Italia: Opera, Rebibbia, Le Vallette, luego Terni, Livorno, Frosinone, Fossombrone y por último Campania. Su casa. Otro viaje, otro trayecto. Y siempre con billete solo de ida.
Otra vuelta de carrusel.
Esperaban que el aire de su casa pudiese tranquilizar a Michele Vigilante, apodado el Impasible, camorrista, traficante, asesino, chantajista y tantas otras lindezas. Pero Michele no tenía el más mínimo deseo de tranquilizarse. Allí dentro no podía aguantar. Los corredores de la sección, las luces de neón, los horarios y reglas que respetar, una norma para cada cosa, los barrotes azules contra el cielo gris, todo aquello le hacía enloquecer. Era una olla a presión sin válvula de escape, día tras día resultaba más peligroso, a punto de explotar.
Recordaba perfectamente su primer encuentro con Pinochet.
El sargento lo había acompañado a la planta segunda norte, la sección de Alta Seguridad, celda número 43. Había entrado con la cabeza alta, sin familiaridades con nadie, arrastrando tras de sí sus bolsas de lona y el estuche de plástico negro con almohada y funda del almacén, dispuesto a encontrarse de frente con el famoso boss, un hombre de honor, una leyenda del tráfico de drogas. Por fin alguien a su altura, alguien que procedía de la calle y llevaba dentro la rabia de la calle.
Se encontró frente a un viejo sonriente. Pequeño y delgado, desaparecía dentro del viejo pijama gris. Tenía gafas redondas de montura fina de oro, una calvicie incipiente de empleado del catastro y una hirsuta barbita blanca. Más que un jefe del narcotráfico parecía el ayudante lelo de Papá Noel.
Michele miró a todas partes. Creyó que era una broma y se volvió al sargento.
—Jefe, me da que te equivocas.
—De equivocarme nada, Vigila’ —dijo el guardia cerrando la reja.
—Pero se suponía que iba a compartir celda con Don Ciro Pinochet.
—¡Él es Pinochet!
Michele miró otra vez al viejo. Seguía sonriendo.
—Buena estancia, Vigilante —dijo irónico el sargento—. Y buen día, Squillante.
—Buen día también a usted, jefe —respondió amable el viejo.
El sargento sonrió cerrando el cierre automatizado de acero.
Michele seguía mirando al cielo anémico mientras el recuerdo de Don Ciro se desvanecía en su mente. Se volvió a izquierda y derecha, el paisaje a su alrededor no acababa nunca. Todo era muy extraño. Un dolor sordo y rítmico le golpeaba las sienes. Dejó en el suelo las pesadas bolsas, llevaba horas cargando con ellas y había llegado el momento de encenderse un cigarrillo. El primero como hombre libre.
Aspiró profundamente. El humo acre y caliente le llenó los pulmones. Espiró con los ojos cerrados buscando un sentido profundo a aquel momento, una reflexión digna de tal nombre.
Pero no lo tenía.
No tenía frase alguna al respecto. Ni consideraciones filosóficas.
Solo estaba cansado.
El cigarrillo y el humo eran los mismos dentro y fuera de la cárcel.
Le dolían los brazos y con tanto frío le daban ganas de mear.
Dio otras tres caladas. Tiró la colilla y cogió las bolsas de lona. Había que moverse, aún tenía mucho camino por delante.
Su casa seguía allí, donde la había dejado. En el barrio de Secondigliano, a unos pasos de la iglesia de La Dolorosa. Michele pasó frente al Santuario. Con el rabillo del ojo había reconocido la fachada gris y los escalones que de niño había subido tantas veces detrás de su madre. Pero ahora ya no era un crío e ignoró el pasado con la mente puesta directamente en el futuro.
El portal de su casa solo estaba un poco más viejo y achacoso. Como él, por otra parte.
Se buscó en los bolsillos el juego de llaves, entre las fichas de teléfono y los nuevos y relucientes euros que jamás en su vida había visto. Dio vuelta con esfuerzo a la llave y entró. El zaguán olía a cerrado y a moho, y de alguna parte llegaba peste a rata muerta. A lo largo de las escaleras se habían acumulado polvo y cascotes y crujían bajo los pies. Subía en silencio, mirándolo todo alrededor como si fuese a desmoronarse ante sus ojos.
Llegó al cuarto de estar en el primer piso, estaba inmerso en la penumbra, dejó sus pertenencias en el suelo y recorrió de memoria el espacio entre el sofá y la mesa baja. Abrió las ventanas y los viejos postigos de par en par, que rechinaron al girar los goznes. Se habían transformado en un montón de telarañas y herrumbre, madera agrietada y barniz desconchado.
La luz de las primeras horas de la tarde irrumpió en la casa de sus padres.
Se volvió, con menos decisión, a observar la estancia. Era la exultación del mobiliario de los ochenta: un sofá con motivos florales desvaído, gastado y sin cojines, una mesa redonda con un frutero vacío, cuatro sillas apiladas en un rincón, un aparador con vidriera y un juego de platos y vasos, pañitos amarillentos y algunas fotos con marco, una góndola de plástico dorado y el papel de las paredes hecho jirones.
Su familia había muerto hacía más de diez años, su madre de un cáncer, su padre de un disparo por la espalda. Cosas que pasan. Había llorado en la celda, sin que nadie le viera, y luego había ido a sus funerales. Un permiso obligatorio concedido por el juez de vigilancia. Iglesia y cementerio escoltado por la policía penitenciaria. Cuatro hombres de escolta, furgón blindado y esposas. Tres horas y de nuevo a la jaula.
En cambio, su hermano pequeño se había matado con la droga. De la coca a la heroína, pico tras pico. Brazos, pies, cuello, cuajados de agujeros. Le habían dicho que había terminado en la ratonera de Scampia, unos sótanos rebosantes de yonquis y desesperados que se colocaban entre ratas y mierda. El lugar más cercano al infierno que se pueda conocer.
Esta vez no había querido ir al funeral.
Había rechazado el permiso. Mejor en el talego.
Miró a su alrededor. Tenía la impresión de que sobre cada objeto había caído una pátina transparente, un velo impalpable y borroso. Pero en el fondo todo estaba igual que antes. Viejo y raído, era cierto, pero también idéntico a como lo recordaba. Por un momento tuvo la absurda sensación de que nada había cambiado, que aquellos años no habían transcurrido, que él era todavía el guaglione lleno de esperanzas que robaba motos y daba vueltas por las azoteas de Nápoles. Sin droga y sin muertes, sin talego y sin conciencia. De un momento a otro aparecería su madre desde la cocina, con el delantal de flores y las zapatillas desgastadas, arrastrando ligeramente los pies, con el rostro cansado de quien lleva trabajando toda una vida y la mirada cabreada de quien no aprueba las amistades de su hijo. Un chillido en dialecto, un ya está bien cargado de rabia. Que la mesa estaba puesta y que fuera a buscar a su hermano.
Pero nadie apareció.
En la mesa no había nada y su hermano ya era abono.
El silencio era ensordecedor. Un silencio grave y profundo al que ya no estaba acostumbrado. Sentía el latido de su respiración, el pulso en las venas.
Estaba solo.
Buscó otro cigarrillo. Pero se contuvo. Su madre no quería que se fumara en casa. La estupidez del recuerdo le hizo sonreír, pero en cualquier caso decidió encenderlo en el balcón.
No había andado dos pasos cuando por la ventana oyó el estruendo de un motor trucado y el chirrido de unos neumáticos, el golpe de las portezuelas al cerrarse y el destello de uno de esos nuevos cantantes melódicos en la radio de un coche.
Abrieron el portal.
Tenían las llaves.
Radio Talego ya había cumplido su cometido, eficaz y directa como solo saben serlo los cotilleos de los presos. La noticia de la excarcelación se había difundido rápida y ampliamente, como la peste a estiércol. Un maravilloso tsunami de mierda. No había pasado medio día desde que había salido y ya había quienes habían pensado en él.
Qué cosa más maravillosa los amigos.
El comité de recepción entró sin pedir permiso, con la arrogancia que dicta la estupidez. Puerta descerrajada y caras de cabreo. Dos guaglioni como tantos otros, rondando la veintena, con la prepotencia con que entraban en el talego: eran la fotocopia de chillu guaglione. Pero estos tenían todavía la cara tersa y lampiña de quien no ha visto el otro lado de las rejas ni para mear.
Se sintió un poco ofendido de que después de tantos años a la sombra mandaran para recibirle a dos meones, creía que merecía mayores miramientos. Puede que después de tanto tiempo se hubieran olvidado de quién era y de lo que había hecho.
Odiaba la falta de respeto.
—¿Tú eres Michele Vigilante?
Michele lo miró de arriba abajo, dudando si echarse a reír o partirle la cara. Era una versión inverosímil del muñeco Cicciobello en su modalidad camorrista. Gordo y fofo, no mucho más alto que él, la cara redonda y mofletuda, enorme papada colgante, barbita escasa de niño y la cabeza afeitada. Ostentaba con orgullo un vientre prominente, como lo haría una vaca en la feria. Iba vestido con el consabido chándal de marca y una cazadora de piel abierta. Detrás de él estaba su amigo el silencioso, pequeño y achaparrado, con un cuello de toro de gimnasio y las venas hinchadas de esteroides.
Dos tarados de primera categoría. Pero Michele no dudaba de que iban armados.
—Te he preguntado si eres Michele Vigilante —repitió cabreado.
Michele sonrió indulgente. Empezaba a divertirse.
—¿Quién lo quiere saber?
—Amigos.
—Lo siento, pero yo no tengo amigos. He estado fuera muchos años y no conozco a nadie.
—Guaglio’, ¿es que tienes ganas de broma?
Michele puso los ojos en blanco. No creía lo que oían sus orejas. Aquella bola de grasa y de mierda se había permitido llamarle guaglio’. No, aquello no podía ser. Su cerebro se negaba a aceptar tal cosa, pero sus orejas le decían que había oído bien.
—Oye, Miche’, no te vayas a hacer el gracioso. No tenemos mucho tiempo que perder y hemos dejado el Mercedes en mitad de la calle.
El gordinflón no paraba de hablar, pero Michele estaba como en trance. El estupor lo había trastornado. El estupor lo tenía abrumado. En el cerebro se le habían cruzado los cables y en su cabeza solo resonaba una palabra.
Guaglio’. Guaglio’. Guaglio’. Guaglio’.
—Te estamos buscando porque hay alguien que te quiere ver, que te quiere conocer, al que tal vez todavía puedas echar una mano, y nosotros no olvidamos a los que han estado en el talego, aunque ya no cobren la mensualidad y se hayan olvidado de los amigos…
Michele miraba la boca del gordinflón. Las palabras le llegaban lejanas y atenuadas, un eco imperceptible al que ya no hacía caso. Sus ojos estaban fijos en aquella boca, fijos en aquel horno oscuro del que salían hogazas de inmundicia. Y en medio de aquella repugnancia brillaba una cosa…, un diamante. Un diamante engastado entre los incisivos de aquel gordinflón.
¿Pero qué es esa asquerosidad?
—… y este amigo nuestro es una persona de corazón grande que sabe castigar y perdonar, que tiene caridad cristiana. Don Peppe el Cardenal quiere hablar contigo…
Aquel nombre sacó a Michele de su entumecimiento. Apartó la vista de la boca con diamante del gordinflón para mirarlo fijamente a los ojos.
—¡Qué bonita cloaca de amistad la vuestra!
Fue como un latigazo. El gordinflón se calló y abrió enormemente los ojos. El silencioso mazas se puso rígido, las venas del cuello se le hincharon un poco más.
Son quisquillosos los muchachos.
—¿Pero cómo te atreves? —Cicciobello avanzó un paso—. ¡Tú no eres nada al lado de Zì Pepp! —Y otro paso. Uno de más—. Y si hemos venido aquí, por una mierda como tú… —Alzó un brazo y lo empujó.
Lo que definitivamente fue demasiado.
Michele se abalanzó. Nada de palique. Nada de amenazas. Nada de preavisos. Un cabezazo en plena cara. Espalda y cuello rígidos para imprimir fuerza. Un gruñido mudo entre los dientes apretados.
Sintió el ruido de un tabique nasal partiéndose. Un chasquido seco y fatal. Un grito de dolor y el Cicciobello camorrista se llevó las manos al rostro.
Michele se movió rápido hacia el mazas. Inexorable y silencioso. Al joven no le dio tiempo a sacar la pistola. Le golpeó en la garganta. Una feroz compresión en la nuez que te corta el aliento y te aturde, luego otro golpe más, siempre en la garganta, intencionado y fuerte. Con un poco de suerte le había roto la carótida.
El viejo camorrista se volvió hacia el gordinflón que aullaba de dolor, la cara era una máscara ensangrentada y la nariz un amasijo informe de huesos rotos. Se movía torpe hacia Michele, cegado por la rabia y el dolor. Michele sin embargo estaba lúcido, perfectamente dueño de sí, tranquilo y sin ira. Después de veinte años de cárcel y quién sabe cuántas riñas con otros internos chulos o yonquis con síndrome de abstinencia había aprendido dónde golpear, a moverse en los espacios estrechos de las celdas, pero sobre todo a cómo hacer daño.
Le asestó una patada frontal. La planta del pie contra la rodilla de la pierna de apoyo. De nuevo el ruido seco y fatal. Cartílagos y tendones rompiéndose. La rodilla doblándose hacia atrás de manera antinatural.
Un estertor de dolor llenó la estancia y el gordinflón cayó al suelo. Michele se acercó con calma. El chico gritaba sujetándose la pierna destrozada. Ofrecía la cabeza al descubierto.
Michele pensó que en el fondo era demasiado fácil. Le asestó un puñetazo en la sien. Descargó el golpe de arriba abajo, con toda su fuerza y el peso de su cuerpo. El chico vio solo una sombra entre las brumas del sufrimiento, no tuvo tiempo de moverse mientras los nudillos le hundían la pared blanda del cráneo. El gordinflón quedó tendido en el suelo como un saco vacío, por fin callado.
Verlo desplomarse fue como ver un flan mustio sobre un plato. Daba un poco de asco.
Michele volvió al mazas que estaba de espaldas en el suelo, boqueando con las manos en la garganta y tratando inútilmente de respirar; la cara se le había puesto morada y las venas del cuello se le habían hinchado por la falta de aire. Parecía un pez sacado a la fuerza del acuario, debatiéndose antes de morir.
Vigilante le lanzó una patada a los huevos.
Odiaba dejar el trabajo a medias.
Dio un par de pasos y abrió el aparador de sus padres. Una mirada rápida entre platos y vasos y encontró lo que buscaba, la bombonera de la primera comunión de su hermano. Uno de esos animalitos de cristal Swarovski, inútiles y horteras, cuyo único fin es llenarse de polvo guardados y olvidados en cualquier lugar. Un osezno de cara ridícula, pesado y con aristas.
Calibró el peso.
Perfecto.
El mazas había recuperado a duras penas la respiración, pero el dolor en los huevos lo tenía doblado. El primer golpe lo recibió sobre la oreja y le abrió un profundo tajo. La cabeza cayó al suelo con un batacazo antinatural. Michele se inclinó hacia adelante para continuar el trabajo. El segundo golpe fue en la frente. Más sangre en el suelo. Su madre se hubiera enfurecido por tener que limpiar toda aquella porquería. Pero ahora era tarde, ya no estaba allí, estaba muerta y enterrada, y él no tenía ganas de pensar más, suspendió el pensamiento y siguió en automático, como le habían enseñado muchos años atrás.
Más golpes y más sangre. El mazas tuvo un último temblor y luego se desmayó definitivamente. Michele le hurgó en los bolsillos y encontró la pistola. Una calibre 9 milímetros Parabellum de fabricación yugoslava, marca Zastava. La conocía, en el pasado le había tocado usarla, era un arma de mecanismo sencillo y eficaz, indestructible y precisa como todos los hierros de aquel calibre. Miró el cañón, no tenía número de registro. Regalo sin duda de cualquier delincuentucho albanés. Probablemente de poca monta, putas y hachís, con un pequeño regalo para los amigos italianos.
También registró al gordinflón, pero estaba desarmado. Extraño, quizá se considerase realmente intocable. Errores de juventud.
Lo miró de nuevo. Tenía la boca abierta y parecía besar el suelo, la lengua le asomaba entre los dientes. Un reguero de sangre le salía de la oreja dibujando una fina línea a lo largo del cuello. Tenía los ojos en blanco. Pero todavía respiraba.
El leve brillo entre los labios. El diamante.
Michele se puso de pie y reflexionó sobre el hecho de que aquella le estaba resultando una jornada demasiado laboriosa y él en el fondo ya no era un niño, empezaba a sentirse cansado. Tomó aliento, resopló con fuerza y lanzó una patada a aquella boca de mierda que le había llamado guaglione. Los incisivos resistieron.
Necesitó otra y otra más, pero al final los dientes se soltaron y el diamante cayó al suelo. Lo cogió y lo miró en la penumbra de la estancia. No entendía nada de joyas, pero de todos modos se lo metió en el bolsillo.
Sentía cómo le temblaban los brazos por el esfuerzo y la adrenalina. Todavía sujetaba la bombonera de cristal, estaba cubierta de sangre, al igual que sus manos. Pero la cosa no le alteraba. Nunca le había alterado.
Dejó en su sitio el osezno ensangrentado, entre las tazas y los platos del aparador, con cuidado de no romper nada. Su hermano hubiera apreciado el gesto.
En el fondo la familia es siempre la familia.
Pero todavía no había terminado. Su madre había tratado de inculcarle cierta educación y sabía que era el momento de ordenar y sacar la basura.
Arrastró el cuerpo del gordinflón por los pies, atravesó el salón y lo bajó por las escaleras. Le salían de la boca hilos de sangre que manchaban el suelo, dibujando un rastro que parecía seguirlo. La cabeza rebotaba en cada uno de los escalones al bajar, batacazos sordos y rítmicos, y él, que solo tenía ganas de un cigarro. Dejó el cuerpo al final de las escaleras mientras el joven todavía emitía un débil lamento.
Con el mazas fue más sencillo. Era delgado y fibroso, resbalaba sobre el suelo que era un gusto, pero la estela de sangre era más densa y oscura, las heridas abiertas en el cráneo seguían manando. También en este caso oyó los reafirmantes batacazos en los escalones. Estuvo a punto de sonreír, pero solo un momento. No quería faltarle al respeto a nadie, ni siquiera a aquellos dos cabrones. Habían pasado demasiados años desde que se comportaba con arrogancia e insolencia y no quería volver atrás.
Dejó los cuerpos ante el Mercedes aparcado en doble fila. Alguien se ocuparía de ellos. Un vigía desde las azoteas o un transeúnte amable daría la alarma. Después de todo todavía estaban vivos.
Maltrechos pero vivos.
Michele reflexionó sobre el hecho de que años antes, hacía una vida, probablemente los hubiera rematado con un disparo de pistola en la nuca y habría tirado sus cuerpos a cualquier acequia. Pero ahora ya no. Las cosas cambian y también las personas. Los años pasados le pesaban y se estaba haciendo viejo.
Volvió a entrar en casa y trancó el portal, no sin antes haber partido la llave de los chicos dentro de la cerradura. Nadie podría entrar. Al menos por el momento.
Subió de nuevo las escaleras. El polvo y los cascotes seguían allí, esta vez hechos un engrudo con la sangre de los dos guaglioni.
Se sentía muy cansado, con una debilidad nueva y desconocida. Un leve estremecimiento le recorrió el cuerpo. Los brazos y los hombros le pesaban, tenía el cuello rígido y dolorido y todavía le palpitaba la cabeza desde que le había roto la nariz al gordinflón. Se encendió por fin el cigarrillo y decidió fumar en casa.
Mamá me perdonará por esta vez.
Volvió a su antiguo cuarto y dejó la pistola sobre la mesilla. Fuera estaba oscureciendo y la casa no tenía electricidad, la habían cortado hacía años después de que todos hubieran muerto. Se tumbó vestido en la cama, entre polvo y telarañas. Se puso a mirar el techo y sintió cómo el cuerpo se le relajaba. Tenía las manos manchadas de sangre y la garganta le ardía por el humo. Pero estaba demasiado cansado. Tiró el cigarrillo en un rincón y se durmió.
6
El pequeño bar tenía un aire gastado y cansado. Silenciosamente acomodado sobre sí mismo, parecía una esquirla del pasado clavada en el corazón de Milán. A unos cientos de metros de la cárcel de San Vittore, a fin de que todo tuviese su lugar en el mundo.
La larga barra opaca y abollada, las baldosas a cuadros blancos y negros, la máquina del café humeante y perfumada, las mesas de formica gris y una larga lista de licores nacionales: Fernet, Cynar, Branca Menta, Amaro del Capo. Nada de ron o whisky de marca, nada de preparados para cóctel de frutas. Aquel era otro tipo de bar.
El viejo de la mesa bebía con calma su café en vaso.
Era por la tarde, pero ni sabía ni quería renunciar a su café, de cualquier modo tampoco iba a poder dormir. La edad, los pensamientos y la responsabilidad de capo lo mantenían despierto y él ya se había acostumbrado.
El camarero, corpulento y silencioso, colocaba las tazas y ordenaba la barra, el paño húmedo apoyado con indiferencia en el hombro. Movimientos habituales y repetidos, sin prisa y sin pensar en nada. Era casi la hora de cerrar, los últimos clientes ya se habían ido despidiéndose mientras doblaban la Gazzetta dello Sport. Solo quedaban el viejo y su taza de café.
Pero él podía quedarse cuanto quisiera. Él era Don Aldo.
Él era un Mammasantissima.
Era un santista. Uno de los treinta y tres hombres de la Santa. La organización dentro de la ’ndrangheta cuyos miembros podían tener relaciones y contactos con los no miembros y con los que pertenecían a otras organizaciones. Su tarea era sencilla y necesaria: entretejer relaciones, corromper a los incorruptibles, sacar adelante los negocios, obtener el poder, cumplir las venganzas. Sus palabras eran veneradas y seguidas, sin objeciones y sin atajos, con la oscura y absoluta garantía que da la sangre.
Eran las palabras de la Santa.
Don Aldo estaba allí, en Milán, desde hacía años, a cientos de kilómetros de su Calabria, precisamente para eso. Para gestionar y controlar. Decidir y condenar. Siempre en cualquier caso por el bienestar de su organización, de la Onorata Società, como les gustaba llamarla.
Toda la vida había tenido como único fin la ’ndrangheta y el respeto a sus reglas. Una carrera hecha de devoción absoluta y sangre, nacido de familia seria y honrada. A los catorce años tuvo su bautismo y entró en una ’ndrina, los clanes donde se inician los muchachos de la organización. Se abrió paso como un joven voluntarioso a finales de la Segunda Guerra Mundial, entre americanos ebrios a los que robar y alemanes infames a los que enterrar. Aprendió el oficio en los años cincuenta, cuando llegó el dinero de los emigrados al norte y los negocios se hacían con el cemento y las contratas, y, obviamente, con las extorsiones. Luego fue efractor, su tarea era recaudar las mordidas, una tarea que ejecutaba con absoluta diligencia y mal disimulada alegría, era joven y la violencia le hacía sentirse vivo. Le provocaba un estremecimiento de puro placer. Un hormigueo de gozo hasta el último rincón de su cuerpo. Amaba la absoluta sensación de miedo que inspiraba en los otros. Amaba la voz que temblaba y la mirada baja de quienes estaban ante él, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Su miedo lo llenaba y lo nutría, lo envolvía y lo destrozaba como la droga.
Pero pasaron los años y las cosas cambiaron. Creció y comprendió que el poder no es nada sin el respeto, y si la sangre se podía lavar, el miedo, en cambio, permanecía pegado a la persona para siempre. Era como una sombra en la cara, una luz gris en los ojos que él nunca había tenido, pero sabía reconocerla en los demás. Se convirtió en jefe máximo de la ’ndrina, en capobastone, cuando la primera guerra de la ’ndrangheta de los años setenta llenaba los cementerios y abonaba la tierra con más de trescientos muertos. Pero las guerras comienzan y acaban, las alianzas nacen y mueren, los muertos callan y los negocios prosperan. Llegó el gran tráfico de cocaína, los viajes a Sudamérica, los ríos de dinero que lavar y los negocios que gestionar, habían cambiado muchas cosas, el mundo ya no era el mismo, así que él también volvió a cambiar.
Se hizo santista.
Pero no se había parado ahí. Don Aldo había ostentado en sus años de juventud ferocidad y crueldad, pero en los de la madurez había demostrado saber usar también el cerebro y no tener nunca piedad por quienes se oponían a la Società. Y así había seguido ascendiendo de rango en la asociación, fue reclamado en Calabria y, en un caserío abandonado, ante los hombres de honor, fue nombrado «Vangelista» y luego «Quartino». Y al final, tras la muerte de quien lo precedía y con el beneplácito del Consejo, él mismo se había convertido en «Asociación».
El grado último y máximo. La cúspide en una organización criminal.
El poder absoluto.
El inconsciente y ajetreado hombre del bar no sabía hasta dónde había llegado el poder de Don Aldo y él tampoco tenía mucho interés en que lo supiese. No todos los hombres eran capaces de conocer y comprender, no eran dignos de ello; y la ’ndrangheta consideraba que había que mantener un perfil bajo, mandar en silencio, mucho ruido y estrépito son malos para los negocios, y el poder no se ostenta, se ejerce.
Pero el hombre del bar en el fondo era un buen cristiano. Respetuoso y silencioso. Dos grandes cualidades para un principiante.
Don Aldo le sonrió mientras removía otra vez más el café. Era tarde. Se sentía cansado y había llegado el momento de irse. Por hoy había terminado con sus asuntos.
En el local se había producido la habitual procesión de afiliados que venían a pedirle consejo y a recibir órdenes. Él había tomado sus decisiones: un nuevo cargamento de cocaína desde Ecuador y el homicidio de un miembro en Alemania. El chico se había equivocado y había que castigarlo para dar buen ejemplo. Nada de particular. Gestión ordinaria.
Don Aldo terminó de un sorbo su café. Bueno, con mucho azúcar, como le gustaba a él. Dejó la taza y se disponía a levantarse atento al dolor de espalda y los achaques de la edad, cuando se abrió la puerta del bar y entró un nuevo cliente.
El camarero trató de protestar diciendo que estaba cerrado, pero vio que no debía.
Sabía cuándo callarse.
Giovanni Treccape ni siquiera se dignó a mirarlo, fue directamente a Don Aldo. Un leve gesto con la cabeza para mostrar el debido respeto. Don Aldo le indicó la silla delante de él. Si Giovanni necesitaba hablarle era algo serio y hacía falta otro café.
—Don Aldo, perdone la hora y la molestia.
El viejo hizo un gesto de fastidio con la mano, casi como alejando aquellas palabras. Entre ellos no había necesidad de tanta formalidad, se conocían de toda la vida. Don Aldo lo había bautizado, a él y a sus hijos. Una familia de honor, hijos y padres hombres honorables. Giovanni era un capobastone y en pocos años seguramente se convertiría en un santista. No era mucho pero era seguro. Palabra de Don Aldo Terucci.
—Tenemos un problema —continuó Giovanni mientras el camarero se afanaba con la máquina de café. Siempre silencioso, siempre en la caseta del perro, su rinconcito detrás de la barra—. Impasible ha salido de la sombra.
Don Aldo arqueó una ceja. Con la condena a muerte dictada unas horas antes había permanecido imperturbable, pero ahora la cosa era diferente. Esta vez la cuestión era personal.
—¿Pero no le quedaba todavía?
—Los días.
Don Aldo asintió, no necesitaba mayores explicaciones. Llegó su café. Lo bebió con calma mientras Giovanni permanecía en completo silencio. Ambos conocían la payasada de unos días antes en el cementerio. Cierto que no era en su casa, no eran sus hombres, no eran sus asuntos, pero la noticia les había llegado.
—Yo no creo en las coincidencias.
Una frase que podía ser una sentencia. El viejo ’ndranghetista no era hombre de demasiadas palabras y a veces las alusiones son más claras que todos los discursos.
—¿Tengo que regalarle zapatos nuevos? —Un modo como cualquier otro de preguntar si tenía que matarlo. Giovanni estaba buscando la autorización de la Santa.
—No lo sé —respondió tranquilo el viejo—. La gente es esa, pero todavía no sabemos si él es oveja o lobo.
—Pero si él es lobo, yo soy oveja. —Giovanni pensó en muchos años atrás, en el único error en su brillante carrera de hombre de honor. Un error que ahora salía del talego.
—No. Tú no eres oveja. Eres santista —dijo el viejo crispado.
Giovanni abrió mucho los ojos.
—O seguro que lo serás pronto. Así que debes estar tranquilo y no hacer nada. Los napolitanos no han querido resolver la cuestión en tantos años de talego y no vamos a ser nosotros los que hagamos el trabajo por ellos —sentenció Don Aldo.
Giovanni parecía desilusionado. No le gustaba esperar sin hacer nada. Quería resolver la cuestión, quería dormir tranquilo.
Quería matar a Michele Vigilante.
—Claro que si los amigos de Campania te piden un favor… Sería de mala educación no echarles una mano. Es cuestión de buena vecindad. —Don Aldo había hablado y Giovanni sabía leer entre líneas. La organización no mandaba nada, pero tampoco iba a protestar. El mensaje estaba claro. Si ciertas cosas tienen que suceder, es justo que así sea. Nadie iba a pedir cuentas. Giovanni le dio las gracias a su padrino de bautismo.
El viejo sonrió levantándose de la mesa.
—Y ahora vamos, que ya es tarde y aquí van a cerrar.