2
El día amanece de modo siniestro

Miércoles, 20 de enero de 2016,

Santos Sebastián y Fabián

1

Giovanni Morra era un asesino. Un hombre del clan. Un gilipollas de criminal que había medrado matando yonquis desesperados y lamiéndole el culo al capo de turno. Uno de esos fuertes con los débiles y débiles con los fuertes. Era capaz de morder y hacer daño, pero fundamentalmente era un perro adiestrado que sabía permanecer en la perrera y mover el rabo a petición. No le tenían ni consideración ni respeto en la organización, pero no dejaba de ser un hombre del clan.

La noticia de ser uno de los afortunados poseedores de una lápida en el cementerio le había llegado estando bajo arresto domiciliario, donde estaba terminando de cumplir una condena de cinco años por tráfico de armas y estupefacientes. Un médico miembro de la organización y sus certificados habían hecho el milagro. «Razones de salud graves». De modo que había vuelto felizmente a su casa. Por supuesto en perfecta forma.

Es verdad que cada tanto tenía que soportar las visitas de control de los carabinieri, aunque ya casi le gustaban, se habían convertido en su pasatiempo personal. Los recibía con esa sonrisa suya de gilipollas estampada en la cara y con cierto aire de arrogancia les preguntaba si les apetecía café. Él notaba que les costaba, que les carcomía por dentro y les ponía los nervios de punta verle fuera de la cárcel, en su casa. Pobres estúpidos. Ellos y sus sueldos de mierda.

Vida de madero, vida miserable.

Una de las grandes verdades de la vida que había aprendido desde guaglione.

Ante la duda, hasta que aquella historia se aclarase y alguien de la organización apareciera para decirle que no pasaba nada, había matado la tensión con mucha cocaína, y la omnipotencia de la euforia le había hecho reírse de las lápidas del cementerio.

Pero ahora le había bajado el cuelgue y se sentía aturdido, la idea de Vittoriano el Mariscal degollado le martilleaba en la cabeza.

Miró la mesita del cuarto de estar con los últimos restos de polvo blanco, los recogió sin ganas con el índice de la mano derecha y se lo pasó por las encías, emitió un pequeño bufido y la cara redonda se le relajó, a punto de caerse a pedazos. Tenía cincuenta años y ya no se podía permitir ciertas historias. Esta amarga y sincera reflexión le hizo sonreír mientras se tocaba la barriga blanda. Consideró la posibilidad de una puta rumana para la noche o de una nueva raya de coca, pero se sentía cansado y al final decidió ponerse dos dedos de grapa e irse a dormir.

Y a tomar por culo todos. Cementerio incluido.


Encontraron el cuerpo unos vecinos exasperados.

La música había estado sonando toda la noche. Retumbaba en el descansillo y los acordes atravesaban las finas paredes. Nadie había tenido el valor de protestar. Sabían de dónde venía aquel estruendo, pero nadie se había levantado de la cama para gritar o golpear la pared, nadie había llamado a los guardias, nadie había rechistado. Aquel no era un barrio como los demás.

Aquello era Scampia y su bloque, fruto de la urgencia posterior al terremoto, llevaba allí treinta años, entre viviendas ocupadas y construcciones ilegales, pasado el parque dedicado a Ciro Esposito, el hincha del Nápoles asesinado en un partido de fútbol, a poca distancia de Las Velas, que con su blanca y voluminosa mole oscurecía el horizonte y la vida de tanta gente.

Allí no se podía protestar. Aunque se hubiera querido llamar a alguien, nadie hubiera acudido. Si la policía entraba en aquella zona lo hacía en bloque, con equipamiento militar y a toda sirena y solo para grandes operaciones: droga, armas, algún prófugo. Además, ¿en qué posición quedaba cualquiera si se llegaba a saber que alguien del barrio había llamado a los maderos? Era como acusarse a uno mismo de soplón y a eso nadie se arriesgaba. La gente aspiraba a vivir, sin descrédito ni elogios, solo a vivir. En conclusión, el concepto básico era que Giovanni Morra, apodado Bebè, podía hacer lo que quería y ellos tenían que estar callados. Punto en boca. Y sanseacabó.

La música seguía llenando el descansillo de la escalera. Siempre la misma canción, a un volumen altísimo. Una. Dos. Tres veces. En bucle toda la noche.

Todos la conocían y a todos les gustaba.

Porque así debía ser.

Era el amanecer cuando el viejo vecino de enfrente, exasperado pero temeroso, se aventuró a asomarse a la puerta entornada. Empujó la hoja pidiendo obsequioso permiso para entrar. Alzó la voz para hacerse oír sobre la melodía de Gianni Celeste, que con voz emocionada cantaba la triste historia de un prófugo obligado a dejar a sus amores más queridos para huir de los maderos.

Y esos ojos de niño no comprendían

la razón de que solo partieras tú.

Se abrazaron a ti muy fuerte,

y ya no te han vuelto a ver.

El viejo a duras penas contuvo una mueca. No era cuestión de crearse problemas. Pero sintió que algo dentro de él se retorcía. No podía soportar aquella canción, al igual que no podía soportar a los que eran como Giovanni Bebè, pero allí, en aquel edificio, aquella calle, aquel barrio, había que cumplir las normas y disimular, como cuando hizo la mili. Tenía hijos y nietos y lo último que quería era meterse en problemas. Él para aquella gente era invisible, una sombra sin importancia que pasa deprisa, y así quería seguir. Una sombra.

Pidió de nuevo permiso. Nada. Solo respondía Gianni Celeste.

Un prófugo no tiene nada más,

lejos del lugar donde ha nacido.

Qué importante tener un amigo,

un regalo para quien espera a papá.

El viejo entró en el amplio salón. La luz se filtraba a través de las persianas metálicas y la estancia era un alternarse de claroscuros.

El cuerpo de Giovanni Morra, apodado Bebè, colgaba del techo.

Un prófugo es una hoja en el viento,

no puede gritar soy inocente,

no puede llamar y decir solamente

ahora es Navidad, quisiera volver.

Lo habían colgado con un nudo corredizo de acero. Como los que usan los cazadores furtivos para capturar a los animales en el bosque. Uno de esos lazos que cuanto más tiras más aprieta, sin posibilidad alguna de escapatoria. Tenía la piel del cuello profundamente desgarrada, la cabeza casi cercenada. La sangre había manchado el pijama de seda azul, resbalando por el amplio pecho y la barriga prominente. Tenía los ojos en blanco fijos en el vacío, miles de capilares habían reventado y la sangre los hacía brillar. Tenía la boca totalmente abierta y negra, la lengua hinchada asomaba entre los dientes.

No había sido una muerte rápida. No se le había partido el cuello, el aire había ido escapándosele lentamente de los pulmones, hasta el último aliento, como el de un globo agujereado. El dolor en la garganta debía de haber sido atroz. Giovanni Bebè tenía las manos cubiertas de sangre. Había tratado de aflojar el lazo hasta destrozarse las uñas, pero había resultado del todo inútil. El lazo se había ido estrechando cada vez más mientras su cuerpo subía a los cielos. Hasta el gancho de la lámpara estaba a punto de caerse. Giovanni había coceado como una bestia en el matadero, pero ahora estaba perfectamente inmóvil, colgado y silencioso, como una de esas plomadas que se usan para levantar paredes.

El viejo con sonrisa sádica notó que se había meado encima.

Un prófugo no tiene nada más.

Fue hasta el aparato de estéreo y lo apagó. Por fin un poco de silencio. No soportaba más aquella música. Pensó enseguida que debía decirle a su mujer que gritara y llorara, se diera golpes de pecho y se tirara de los pelos, preferentemente en público. Debían mostrar respeto por el muerto. Era lo que todos esperaban y era lo que debían hacer para no tener problemas.

Se dio la vuelta y lentamente volvió a su casa arrastrando las zapatillas gastadas.

El café ya estaba.

2

Michele se despertó creyendo que le faltaba el aliento y se moría.

Miró a su alrededor aturdido, tratando de recordar dónde se encontraba. Su vieja habitación estaba envuelta en la penumbra, un fino hilo de luz se filtraba por las ventanas. La cama era un montón de mantas enredadas y el polvo del colchón se le había pegado a la garganta. Se pasó una mano por la cara concentrándose en el techo de la habitación y volvió a su ser. A los veinte años de cárcel, a los dos guaglioni sin respeto, a aquella casa abandonada, sin luz y sin agua, donde había pasado la noche. Refugio del pasado. Las ruinas de su vida.

Aquello ya no era para él.

Deglutió, sentía la boca áspera y un sabor a metal seco. Se levantó de la cama, quería salir de allí, de aquellas mantas arrugadas y sudadas, de aquel silencio que seguía retumbándole en la cabeza. Necesitaba aire, volver a respirar. Se puso de pie tratando de estirarse la ropa, pero era inútil. Estaba hecha una porquería.

La novedad de la libertad y la adrenalina de la lucha se le habían pasado y ahora se sentía hecho trizas. A punto de desmoronarse bajo el peso de la vida. Como si el talego fuese lo último que lo había mantenido entero, que le había hecho seguir adelante, para bien y para mal, pero siempre adelante. Ahora en cambio solo tenía ganas de dormir, desaparecer en un mundo silencioso y oscuro, reposar. Se sentía cansado, un cansancio profundo que emanaba de los huesos y lo volvía todo lento y doloroso. Quería reposar, pero no volverse a meter en aquella cama. La miró con repugnancia y decidió dejar para siempre aquella habitación.

Cogió la pistola del mazas de la mesilla, presionó el botón sobre la culata para sacar el cargador y comprobó de cuántas balas disponía. Siete. No estaba bien metido y podía ser un problema. Volvió a colocar el cargador en su sitio con un golpe seco, se puso el arma a la espalda con cuidado de esconderla con la camiseta y volvió jadeando al salón.

De pronto sintió un olor penetrante a moho y a quemado. En el suelo había manchas de sangre coagulada. La idea de limpiarlas ni siquiera se le pasó por la cabeza. Tenía hambre y sed, le dolía la cabeza y llevaba encima el olor acre de su propio sudor. Se encendió un cigarrillo, el sabor cálido y denso le hizo volver a la realidad. Aspiró profundamente, sentía que la mente se le despejaba.

Cogió la bolsa del talego y buscó un jersey decente. Probó a arreglarse, pero sirvió de poco. Evitó la pesada cadenita de oro, accesorio imprescindible del pasado, y encontró el viejo libro chafado. El hombre que ríe, de Victor Hugo. Era un ejemplar leído y releído, lo había robado de la biblioteca de la cárcel, o mejor, nunca lo había devuelto. No era su peor crimen.

Era la historia de un joven marcado por una larga cicatriz que le torcía la boca, condenándolo a una mueca perenne. Una sonrisa amarga y cruel, que lo acompañará desde el primero hasta el último día de su vida. Un huérfano que se convierte en fenómeno de feria al lado de un inverosímil padrino y una niña ciega, que descubre su ascendencia noble de unos aristócratas de Inglaterra y encuentra la verdadera y profunda crueldad del mundo, el desprecio de quienes no lo aceptan y un trágico final entre las olas del mar. En una noche cerrada y sorda, ya solo en el mundo, se tira en mitad del oleaje y se hunde mientras «el barco sigue navegando y el río sigue su curso». En resumen, un dramón decimonónico de literatura de la grande, una de esas historias que cuando las lees te arrasan y te trastornan, te llevan en volandas como una marioneta vacía, entre espacio y tiempo, amor y dolor, vida y muerte, hasta la última devastadora emoción, hasta la última y maldita página.

Michele sonrió, aunque su mueca no tuviera nada que ver con la de su querido y desafortunado protagonista.

Sonrió y pensó en Pinochet.


Estaban en la celda juntos desde hacía algo menos de tres meses y la convivencia transcurría por cauces serenos. Se llevaban bien, no hubiera podido decirse lo contrario. Michele, impulsivo y dinámico, agresivo con los otros internos y desdeñoso con los guardias; Pinochet, modesto y educado, silencioso y rutinario. Habían encontrado un extraño equilibrio y la vida en sus diez metros cuadrados discurría apacible. Se repartían los cigarrillos y compraban juntos las provisiones extra. Don Ciro le seguía pareciendo el ayudante lelo de Papá Noel, pero continuaba teniéndole respeto, en parte porque había oído hablar mucho sobre él y en parte porque le caía bien. Le daba tranquilidad. Era como si no estuviera en el talego, como si aquella mierda hecha de cemento y acero no tuviera nada que ver con él. Michele en su compañía se relajaba, ya no era un muelle a punto de saltar contra todo y contra todos. Sentía que los hombros le pesaban y un hormigueo en la base del cuello, estaba tranquilo aunque estuviera en el talego. Él ponía el café mientras Don Ciro no levantaba la cabeza de las páginas de los libros.

A Pinochet le gustaba leer. Es más, adoraba leer, era una verdadera obsesión. Cogía los libros prestados de la biblioteca de la cárcel, se los mandaban de fuera, se los regalaban los otros internos y él los leía y los metía debajo de la cama, luego los releía y volvía a dejarlos en cualquier parte. Los guardias fingían no darse cuenta y a Michele no le importaba. En el fondo el hombre leía y no jodía a nadie. Una situación perfecta.

—Don Ciro, ¿va a querer un café?

Pinochet estaba acostado en su catre. Levantó por un momento la vista del libro.

—Claro, guaglio’. Un café es un café.

Michele sonrió, a veces le parecía que Don Ciro había salido de una de esas comedias de Eduardo De Filippo que su madre veía por televisión, hacía una vida. Y no había problema si lo llamaba guaglio’. Podía ser su padre.

Michele apagó el hornillo y sirvió el café en dos vasos de plástico. Alcanzó uno a su compañero de celda y se sentó en la banqueta de madera. Mobiliario oficial estándar de la administración penitenciaria, manufactura no pagada de otros internos en otras cárceles.

—¿Es bonito el libro? —preguntó Michele señalando el volumen abierto sobre la cama.

Don Ciro lo miró por encima del vaso mientras soplaba el café.

—Vaya, guaglio’, has tardado tres meses en hacerme esa pregunta. Pero no importa, sí, es bonito.

—¿Y de qué habla? —Michele bebía su café.

—Pues no te lo puedo decir.

El joven camorrista le miró con curiosidad.

—Los libros no se cuentan, se leen —añadió el viejo boss.

—Yo no lo he hecho nunca. No me gusta leer. No soy capaz. No tengo paciencia. No es para mí.

Don Ciro lo miró sonriendo.

—Cuántas excusas. Si no quieres leer, no hay problema. Pero el libro es bonito. Te gustaría.

—No, Don Ciro, no me gustaría. Me harto pronto.

—Está bien, guaglio’, da igual, y gracias por el café.

—De nada, Don Ciro, faltaría más.

Michele volvió a sus cosas y Don Ciro a las páginas de su libro. El día transcurrió tranquilo e idéntico a los otros. Michele salió al patio y luego a contarle unas pocas gilipolleces a una psicóloga, un modo como otro de pasar el tiempo. Antes del cierre de las celdas volvió acompañado por un guardia. Don Ciro dormía en el catre de abajo, una siesta a media tarde, tenía más años y empezaba a cansarse pronto.

Michele subió a la cama de arriba, decidido a dormir una media hora antes de que el interno de las provisiones llegase con el carrito de la cena. Se echó sobre el viejo colchón y notó el libro en la espalda.

Y qué coñ…

Don Ciro debía de haberlo puesto allí por equivocación. O puede que le quisiera hacer un regalo. Michele lo hojeó, estaba deteriorado, la portada doblada y amarillenta, las páginas marcadas con miles de dobleces.

El hombre que ríe, de Victor Hugo.

Lo que me faltaba, uno que me quiere dar por culo.

Michele sonrió y abrió la primera página.


Habían pasado quince años.

El libro seguía siendo el mismo, solo un poco más gastado. También Michele se sentía así, cascado, doblado, marcado por los años. Pero él, al menos él, al contrario que el libro, había cambiado. Sobre el bien y el mal no tenía ni idea ni tampoco le importaba nada, eso era cosa de los psicólogos de la cárcel, solo sabía que a aquel guaglione de hacía tantos años, arrogante y chulo, ni lo reconocía ahora ni quería volver a verlo.

Tiró el libro sobre la mesa del cuarto de estar, entre los pañitos amarillentos y el frutero desportillado, metió sus cuatro trapos en las bolsas de lona y dejó a su espalda aquella casa.

Las escaleras eran un amasijo de polvo, revocado y sangre. Abrió el portal y una vaharada de humo y hollín lo envolvió.

Tuvo que sonreír. Debía esperárselo.

Las buenas costumbres se transmiten de padres a hijos.

Aquella noche alguien había incendiado el portal de su casa. Había ardido como una cerilla. Un trabajo concienzudo y serio, una botella de gasolina, nada más, no se había dado cuenta de nada. Un encargo sencillo para un guaglione de grandes aspiraciones que quería destacar. El olor acre a quemado se había extendido por la calle llenando los recovecos de los callejones. Una advertencia clara para todo el mundo. Una advertencia para él.

La calle estaba despejada, alguien se había llevado el Mercedes y los cuerpos de los dos jóvenes irrespetuosos. Pero nadie había tenido huevos para ir a recibirle después de tantos años, aparte de los dos guaglioni tarados. Tampoco los vecinos de la casa que lo habían visto crecer o que habían conocido a sus padres, nadie quería mezclarse.

Miró a su alrededor. Portales y ventanas cerrados a cal y canto, ojos sellados en fila uno tras otro. No ver, no oír, no hablar, como monitos amaestrados. Pero a pesar de aquella ensordecedora soledad, Michele sabía que estaba siendo observado por ese súbdito diligente que desde detrás de una persiana estaba dispuesto a delatar cada uno de sus movimientos, sentía en él su mirada. Murmullos y susurros llenaron su fantasía poblándole la mente. Sacudió con fuerza la cabeza para desechar aquellos pensamientos. Miró por última vez la calle para no olvidar aquellas ventanas selladas. Para grabárselas en la mente una a una.

Cerró el portal incendiado y se marchó.

3

La ciudad era la misma de entonces. Habían cambiado las motos y los coches, los escaparates de las tiendas y la vestimenta de los jóvenes, pero las caras no. Las caras seguían siendo las mismas. Michele las miraba asombrado. Eran los rostros de su juventud y de sus recuerdos, las caras de su gente. A cada paso tenía la impresión de reconocer a alguien, un viejo compañero del colegio —del poco tiempo que había ido al colegio—, un amigo de cuando tenía doce años y trabajaba de camarero en una pizzería, otro de cuando hacía de vigía del trapicheo o de la época de la buena vida en los locales. Pero habían pasado veinte años y aquellas caras, en realidad, eran solo unos desconocidos. Los rostros de sus recuerdos, los verdaderos, estaban en otra parte, los más afortunados en el talego, los otros en el cementerio. Daba igual que hubiera sido de un disparo o por la droga, la calle se los había llevado y siempre los había conducido al mismo sitio, bajo tierra.

Michele caminaba lentamente, sabía que alguien desde las azoteas lo estaba vigilando y no quería complicarle demasiado el trabajo, no todavía. Al clan seguro que no le había gustado su respuesta a la invitación del día anterior. Pero se sentía tranquilo, era demasiado pronto para que tomaran una decisión, él era conocido y antes de dictar una condena a muerte tendrían que reunirse para decidir, lo que le daba al menos un par de días de margen.

Se dio cuenta de que seguía mirando a las personas con las que se cruzaba, trató de no hacerlo, pero no lo lograba, era más fuerte que él. Toda aquella gente, diferente, nueva, desconocida. Los ruidos de la ciudad, los colores de los escaparates, los olores penetrantes y densos, cada cosa bullía en su mente, todo demasiado veloz y confuso para poder comprender algo.

Solo un día antes se había sentido cansado y desentrenado, sorprendido y cabreado, como si todo le estuviese sucediendo a otra persona y él fuera un mero espectador de su vida. Imágenes desenfocadas de una película ya vista, desde las puertas de la cárcel abriéndose a la sangre de los dos guaglioni en las escaleras de su casa. Se había movido como un autómata, había hecho lo que tenía que hacer, tratando de no pensar. Pero ahora era diferente, ahora empezaba a comprender que el que caminaba libremente por las calles de su barrio era realmente él. Había esperado aquel momento mucho tiempo, había fantaseado sobre ello en el patio durante el tiempo de paseo, incluso en el catre de la celda, y en los últimos años había llegado siempre a la misma conclusión, tomando todas las veces la misma decisión. Pero una cosa era pensar y decidir entre las paredes de una celda, con las rejas en las ventanas y la vida programada y otra hacerlo como hombre libre y sin futuro.

Se encendió un cigarrillo, entre el claxon de los coches y el ir y venir de la gente. Buscaba algo de consuelo en los gestos conocidos, cerró los ojos concentrándose en el humo caliente de la boca, el olor acre del propio cuerpo y el aullido del estómago hambriento. Quizá no era la mejor situación para reflexionar sobre la existencia, pero no tenía otra. Aquel metro cuadrado de acera, entre peatones apresurados y el escape de los coches, era lo que le había reservado la vida y aquello le debía bastar. Buscó dentro de sí mismo el significado de muchas cosas: la libertad, el pasado, el presente, los pecados, el perdón. Como de costumbre no encontró nada y comprendió que quizá lo único que le quedaba era dejarse arrastrar de nuevo. Volver a mirar su vida como si fuera el final de una mala película, las últimas escenas de una historia sin sentido, de argumento confuso y final señalado y solo esperar a los títulos de crédito. Ya no tenía sentido cambiar las cartas de la mesa, la partida estaba empezada y había que terminarla. Y perderla no iba a ser un problema.

Tiró el cigarrillo al suelo y alzó la vista al cielo. No vio que nadie le estuviera observando desde las azoteas, pero estaban allí. Sabía qué tenía que hacer, lo había decidido hacía años y ahora había llegado el momento.


Echó a andar rápidamente por el mercadillo del Rione Berlingeri, una manzana de la ciudad hirviendo de gente, con los puestos de ropa de marca y CD falsificados, los gritos de los comerciantes y la divertida cháchara de las mujeres en busca de gangas. Lo atravesó entero, ocultándose entre las lonas blancas de los comercios, cambiando a menudo de dirección, volviendo sobre sus pasos, avanzando, acelerando de pronto y parándose para mirar a su alrededor. Sonrió a las mujeres que lo observaban como a un loco mientras tiraban del carrito de la compra.

Salió del mercado y siguió por las calles de la ciudad, subiendo y bajando de los autobuses al azar, entrando en los patios y saliendo por la puerta de servicio, robó un jersey y un sombrero de una tienda de ropa, tiró los suyos en un callejón, comió algo y se pidió un café con el poco dinero que le habían dado en la cárcel. Cargaba con una de las bolsas de lona, pero la llevaba medio vacía, había cogido lo estrictamente necesario y muy pronto también se desharía de ello.

Cruzó calles y callejones, en dirección a donde había comenzado su suerte. Donde Peppe el Cardenal nunca lo hubiera buscado.

En su reino.


Las Velas de Scampia eran visibles desde lejos y Michele tuvo una vaga sensación de aturdimiento, un déjà vu doloroso que le hizo añorar la cárcel. Tenían la forma de una pirámide blanca que bajaba del cielo a la tierra en sucesivos escalones anchos y hundía sus cimientos en la mierda y en la sangre. Eran una colmena de cientos de pisos encastrados unos en otros, con largos pasillos y balcones corridos, terrazas y escalinatas, una obra arquitectónica audaz e innovadora que se había transformado en el mayor punto de trapicheo de Europa. Un fortín inexpugnable hecho de miradores en las azoteas y rejas en los zaguanes, pisos búnker y basura por todas partes, con escondites para la droga y las armas, y un desfile ininterrumpido de colgados que llegaban de toda la ciudad con la certeza de que tras sus puertas blindadas podía encontrarse de todo. De vez en cuando irrumpía la policía, hacía unos cuantos arrestos, requisaba lo que fuera, al tiempo que los bomberos cortaban barrotes y rejas con el soplete, pero aquella misma noche verjas y portales se cambiaban y se reclutaban nuevos traficantes. Era una gigantesca tela de Penélope que se deshacía por el día y se rehacía de noche, y así una vez, y otra, y otra.

En el talego Michele había leído en alguna parte sobre las pirámides de los mayas, en cuya cúspide ejecutaban el sacrificio humano de los enemigos capturados en la batalla, cuyos cuerpos, cabezas y sangre rodaban por los escalones. Ahora, con la distancia de los años, era inevitable pensar en aquella imagen. Miraba la cúspide de Las Velas esperando que, de un momento a otro, hiciese su aparición un hechicero vestido con plumas dispuesto a matarlo para aplacar la ira de un dios loco, o por simple sed de venganza.

Se alejó de Las Velas sabiendo que le habría sido imposible entrar, le habrían identificado y le habrían señalado antes incluso de poner un pie. Evitó con cuidado todas las zonas conocidas y las plazas donde era más frecuente el trapicheo, lo que buscaba estaba en otra parte. Lo encontró donde sabía exactamente que iba a estar, apoyado en el último pilar del puente elevado, entre un par de ruedas quemadas y un sofá roto.

El chico miraba a su alrededor tranquilamente como si lo de ser camello fuese la ocupación más normal del mundo, y sin duda para él lo era. Tenía cierto aire de aburrimiento, como si estuviese cansado de estar allí esperando al enésimo yonqui.

Michele se acercó calándose hasta el fondo el sombrero, arrastrando ligeramente los pies. La ropa arrugada y el aspecto descuidado le daban el aire de alguien que tenía mucha necesidad de ponerse.

El chico lo miró cuando se acercaba.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Michele alzó la cabeza.

—¿Tú qué crees?

La expresión del chico se transformó de inmediato. Primero fue de estupor, luego una sonrisa maravillada y por fin un gesto de preocupación.

Zì Miche’, ¿eres tú de verdad?

—Pues claro, guaglio’, ¿quién iba a ser?

El chico se puso a mirar a todas partes nervioso. Michele comprendió enseguida.

Guaglio’, ¿por qué no nos quitamos de en medio?

El chico asintió y ambos se apartaron de la calle, sorteando las ruedas y el sofá. Cruzaron y se dirigieron a paso rápido hacia un caserón abandonado, una edificación de cemento tosco con las paredes tapizadas de grafitis, basura y escombros por todas partes, sin puerta y con unas escaleras semiderruidas que bajaban al piso inferior. Michele comprendió enseguida que debía de ser «la base», el lugar donde el chico escondía la droga. Primera regla: no llevar nunca la mercancía encima, el yonqui paga, tú desapareces y al poco vuelves con la dosis. Dinero y droga nunca en el mismo sitio.

El muchacho se llamaba Sabatino, pero le llamaban Pepè, por su forma de hablar que te recordaba al sonido de una bocina corneta y te hacía reventar de risa. Era un buen chico, crecido en medio de la droga y que jamás había pensado en hacer en la vida nada que no fuera ser camello, pero se había mantenido lejos de los clanes y de la violencia. Eso no era para él. Vendía lejos de la zona de las diferentes familias, se le toleraba porque pagaba el porcentaje de los beneficios y no molestaba, a lo sumo de vez en cuando recibía una patada en el culo y lo echaban de allí, pero él soportaba en silencio los golpes y seguía con su trabajo bajo los pilares de la carretera de circunvalación, y mantenía a su madre y a sus tres hermanos pequeños. Del padre ni rastro. Desconocido.

Había pasado un tiempo en el talego, no demasiado, lo justo, pero lo había hecho de mala manera, se había puesto en contra al jefe de los albaneses por una idiotez. Un asunto de tabaco y provisiones. Y al tercer o cuarto incidente que había tenido el chaval en las duchas, en las escaleras o en el patio Michele había tenido que intervenir, le había dicho unas palabritas al albanés al oído para que le dejara en paz, que el chico era joven y había aprendido la lección. Pero, sería por el aire viciado de la celda o las dificultades con la lengua, el caso es que el albanés no había comprendido, y durante un breve e inútil instante en su vida había creído que podía tratar a Zio Michele del mismo modo. El asunto acabó con el pequeño boss del Este en la enfermería para que le cosieran la cara y una cuchilla de afeitar ensangrentada lanzada desde la ventana de la sala de socialización. Y nadie había visto nada.

Zio, ¿cómo estás?

La voz de Pepè era la misma de siempre y Michele no pudo evitar sonreír.

—Estoy bien, Sabatì. Estoy bien. ¿Y tú?

El chico hizo una medio mueca que Michele no comprendió y cambió rápidamente de conversación.

Zio, te están buscando.

El viejo camorrista asintió mientras el joven camello continuaba impertérrito.

—Dicen que Peppe el Cardenal está más cabreado que un mono, uno de los que has machacado era su ahijado, así que le has hecho quedar en ridículo delante de todo el barrio. Dicen que el Consejo se va a reunir hoy mismo y que la sentencia está dictada, solo falta decidir quién hará el trabajo.

Nada que Michele no imaginara ya, pero el chico parecía preocupado.

Zio, soplan malos vientos para ti. Dicen que el Cardenal te la tenía guardada, que estaba esperando a que salieras del talego porque quería resolverlo cara a cara, y además…

—Y además, ¿qué? Sigue, guaglio’, que no me asusta.

—Y además, Zio, está el lío del cementerio. Todo el mundo habla de ello. En el cementerio de San Giuliano Campano han puesto seis o siete lápidas. No sé seguro. Y dicen que una es para ti.

Michele sonrió.

—Nadie sabe quién ha sido. Nadie conoce al Destripamuertos que se ha tomado la molestia de dejar las lápidas de mármol con los nombres escritos. Pero…, pero…, no te rías, Zio, por favor, no es una tontería, va en serio, han encontrado a Vittoriano el Mariscal con un tajo en la garganta y se dice que esta noche han ahorcado en su casa a Giovanni Morra.

Michele soltó una carcajada.

—¡Y yo que pensaba que no había tenido un buen día…!

, no te lo tomes a broma, por favor.

Guaglio’, aquí nadie se toma a broma nada. —Su voz había cambiado de repente, se había vuelto dura y seca, estaba dando órdenes—. En cualquier caso, cada cosa a su tiempo. Primero: a mí lo que piensa, dice y hace Peppe el Cardenal me la suda; si tenía algún problema conmigo debería haber venido como un hombre y habérmelo dicho a la cara, y no mandar a dos niñatos que no sabían ni lo que se hacían. Y si, además, se trataba de cuestiones realmente serias, y, sobre todo, si hubiera tenido pelotas, la cosa podría haberse resuelto también en el talego, pero le venía bien que yo estuviera dentro mientras él seguía fuera haciéndose el chulo cuando no es nadie.

Pepè palideció y miró a todas partes preocupado. Esas frases mejor no pronunciarlas en voz alta, nunca y por ningún motivo, a menos que uno quisiera irse derecho al cementerio. Pero, al parecer, a Zio Michele se la traía realmente floja.

—Segundo: Radio Talego funciona que es una maravilla. Porque, pocas horas después de haber plantado las lápidas, en la cárcel ya había corrido la voz. Llegó por una llamada a los familiares y luego lo confirmaron en los vis a vis, tampoco allí se habló de otra cosa, y el hecho de que una de las lápidas fuera para mí, créeme que lo sabía ya. Seguro.

Hubo un momento de silencio en que Michele pareció perderse en sus pensamientos, mientras el chico lo miraba.

Impasible sonrió.

—Tú tranquilo, guaglio’, no es la primera vez que me quieren matar. Y, de todos modos, confía en mí, yo soy el último de la lista, me da tiempo a descubrir quién me quiere mandar al camposanto a hacer compañía a Vittoriano el Mariscal. Pero ahora tengo cosas más importantes en que pensar, tengo que hacer un viaje y donde yo voy el Destripamuertos no me va a seguir.

—Pero ¿por qué? ¿Quién hay detrás de todo esto?

Michele se encogió de hombros, como diciendo que no sabía nada y que en el fondo se la resbalaba.

—Y yo qué sé. Ayer salí del talego y todavía no entiendo un carajo, y además, guaglio’, haces demasiadas preguntas. No es inteligente. No ver, no oír, no hablar. Las normas para vivir tranquilo. Recuérdalo siempre.

El chico se quedó callado en señal de respeto.

—Y, bueno, ¿tú qué te cuentas? —siguió Michele en tono más conciliador—. Saliste hace tres años y te encuentro en el mismo sitio, haciendo lo mismo. ¿No hablamos de dejar toda esta mierda? ¿No me dijiste que querías buscarte un trabajo para irte de aquí?

Zio, ¿qué quieres que te diga? No hay trabajo y yo tengo que llevar dinero a casa. Pero no pienses que me gusta lo que hago ni dónde vivo ni lo que pasa, traficar con esta mierda ni juntarme con esta gente. , créeme, no aguanto más, a veces querría desaparecer, no morir y escapar, simplemente desaparecer, como si nunca hubiese existido, como si nunca hubiese sucedido nada, como si nunca hubiese nacido. —La voz de bocina del chico se había vuelto temblona y cargada de dolor. Michele enseguida comprendió que decía la verdad.

Guaglio’, ¿qué ha pasado? —le dijo tajante el boss.

—Nada, . Nada.

—No me tomes el pelo, que te conozco. Dime enseguida qué ha pasado. —Voz tajante, orden directa, respuesta inmediata.

—La mierda de siempre, . Hace tres meses vino a verme una mujer, la madre de uno al que le vendo la droga, un yonqui de mierda, un zombi. Me pidió que no le diera nada a su hijo, que lo echara. Le respondí que no. Que si no se la vendía yo lo haría cualquier otro, pero ella no quería entenderme, no sabía nada de estas cosas, siguió suplicándome, hasta se puso de rodillas, y entonces para quitarme a la mujer de los cojones le dije que lo iba a pensar. Esa misma noche llegó su hijo, estaba hecho una mierda, sudaba, en pleno síndrome de abstinencia, yo le eché a patadas diciéndole que le faltaba dinero, que había subido el precio y que se fuera a tomar por culo. Tres horas después volvió todo sonriente, blanco como un cadáver, sudaba y temblaba porque estaba con el mono y tenía que ponerse, pero seguía sonriendo como un cretino. Me puso en la mano trescientos euros pidiéndome la mercancía. ¿Sabes lo que había pasado entretanto? Había vuelto a casa, había cogido un bastón y…

La voz del chico se quebró y por un momento le faltaron las palabras. Michele escuchaba en silencio.

, la mató como a un perro. Mató a su madre a bastonazos porque no le quería dar el dinero. La dejó muriéndose en el suelo de la cocina y vino aquí todo sonriente a comprarse la heroína.

El chico tenía los ojos brillantes. Bajó la cabeza y se puso frenético a buscar algo en los bolsillos de la cazadora. Le temblaban las manos. Michele cayó en la cuenta y le ofreció un cigarro. Lo encendió, dio una calada rabiosa y luego expulsó el aire intentando calmarse.

, la mujer era clavada a mi madre. La misma cara, las mismas manos, el mismo modo de vestir, hasta en el pelo se parecían.

El chico se puso a mirar alrededor, con los ojos perdidos en la basura y en los grafitis del caserón abandonado.

Se hizo un silencio que Michele interrumpió.

Guaglio’, tengo que desaparecer. Enseguida. Antes de que llegue Peppe el Cardenal, de que llegue la policía o de que llegue el Destripamuertos.

El chico asintió sorbiéndose la nariz.

—¿Qué te hace falta, ?

—Dinero, guaglio’. Dinero y un coche.

Sabatino no dijo nada y se alejó unos pasos hacia el cuarto de los contadores: estaba cerrado con un candado y era lo único nuevo en mitad de aquella ruina. Se sacó del cuello de la camiseta una cadena de oro con la Virgen, el crucifijo y una llavecita. Usó la llave para abrir. Había un pequeño fajo embutido en un sobre de plástico, escondido entre los contadores. Lo sacó y se buscó en los bolsillos el resto del dinero junto a las llaves de un coche. Se volvió y se lo dio todo a Michele.

—¿Y tú, guaglio’?

El chico se encogió de hombros, pero continuaba callado. Michele comprendió que estaba cansado, con un cansancio de los que no se arreglan con un buen sueño. Uno de esos que no se arreglan, sin más.

—¿El coche dónde está?

—Detrás del último pilar del paso elevado. Es un Fiesta azul con la puerta abollada, pero el motor está bien y tiene gasolina.

Michele cogió el dinero y las llaves.

—Si quieres, , te puedo dar también la mercancía, tengo bastante, la puedes vender. Es bastante dinero.

—No, eso no me interesa. —Michele echó el sobre con el dinero dentro de la bolsa de lona, se metió las llaves en el bolsillo y volvió a mirar a Sabatino. Tenía cara de espectro, ojeras oscuras y labios tensos como cuchillas, pero con todo trató de sonreír.

El Zio pensó que aquel chaval estaba en las últimas y que de un momento a otro iba a derrumbarse para no levantarse más.

—¿Te fías de mí? —le dijo.

—Siempre, .

Michele le dio un puñetazo en plena cara. Un golpe seco y decidido, aunque sin malicia. Vio cómo la cabeza se le inclinaba a un lado y daba contra la pared. Un estertor de dolor salió de su garganta.

—Pero… Zì… —intentó protestar.

—Aguanta, guaglio’ —fue el único comentario de Michele mientras le seguía pegando. Otro golpe en la cara, junto a la boca, y luego en la nariz, sin emplearse a fondo. De todas formas, sintió el chasquido de algo rompiéndose, luego la sangre brotó abundante sobre la boca de Sabatino.

El muchacho no reaccionó, siguió inmóvil como un saco de boxeo. Aguantó de pie hasta el tercer puñetazo, pero al cuarto cayó al suelo con una larga herida abierta sobre el arco de la ceja. Estaba de rodillas y miraba al Zio con ojos de espanto, esperando el KO. Michele descargó con fuerza el brazo, de arriba abajo, pero en el último instante se paró. Podía bastar. En poco tiempo la cara del chico se hincharía y al día siguiente estaría totalmente tumefacta, tendría el ojo cerrado y los cardenales color violeta le pondrían de colores como un payaso. Mucha apariencia y poca chicha, ningún daño grave, pero parecería que le habían dado una zurra terrible. Impasible estaba satisfecho, había hecho un buen trabajo, como el profesional que era.

Sabatino seguía mirándolo mientras escupía una baba rosa. Michele se acuclilló a su lado, le cogió por la nuca y acercó a él su cara.

Guaglio’, la historia es así: yo he venido a buscarte y te he robado, tú has intentado reaccionar, pero yo te he inflado a palos. Te he robado el coche, el dinero y la droga. No sabes de dónde venía ni adónde iba. Tú no sabes nada, eres solo un pobre desgraciado que se ha cruzado en mi camino por equivocación, te ha pasado a ti como podría haberle pasado a cualquiera.

El chico asintió en silencio mientras Michele seguía:

—Quédate con la droga y vete de aquí. Pensarán que la tengo yo y vendrán a buscarme. Véndela poco a poco y guarda el dinero, luego coges a la mamma y a tus hermanos y te largas. Te los llevas de aquí. No te despidas de nadie, no avises a nadie, no digas dónde vas ni con quién. A nadie. Desaparece sin más, de un día para otro. Subís a un tren y os vais, a un lugar donde nunca hayas imaginado, de Italia o del extranjero, donde quieras, pero que sea muy lejos. Fujtevenne[5]. Aquí no hay nada para ti. ¿Me has entendido?

Sabatino, conocido como Pepè, había entendido perfectamente.

Michele se incorporó, se limpió la mano sucia de sangre, cogió las bolsas con sus cosas y el dinero del chico y se dirigió a la puerta del caserón.

—Y tú, , ¿qué vas a hacer? —masculló el chaval con los labios hinchados y rotos.

Michele se volvió sonriendo.

—No te preocupes, yo sé lo que tengo que hacer.

Y desapareció tras los pilares del paso elevado.

4

El inspector Lopresti estaba sopesando seriamente si pegarle un tiro a su compañero. Llevaban en el coche casi una hora y no había habido más que un solo tema de conversación, la jubilación.

Corrieri le había repetido al menos siete veces que le quedaban veinte meses, porque considerando el año del servicio militar, los tres en la fábrica antes de ingresar y los años de descuento, los de cotización y la reforma, el plan de pensiones y otras vainas, voilà, la cuenta estaba echada: un par de inviernos más y podría tumbarse felizmente a la bartola.

Lopresti había respondido asintiendo con monosílabos, las manos aferradas al volante y los ojos fijos en la carretera, tratando de no oír las palabras de su compañero, casi como si se tratara de una música de fondo, una interferencia en su cabeza. Pero todo era inútil. Corrieri estaba tan pendiente de su futuro inmediato hecho de parrilladas con los amigos, excursiones a pescar y vacaciones con la mujer que no se percató ni lo más mínimo de cómo a su compañero se le hinchaba la vena del cuello.

Lopresti volvió a pensar en la mirada del jefe de la Móvil y en el ridículo que había hecho en la oficina, por eso decidió mantener la calma, aflojó la presión sobre el volante, lanzó un largo suspiro para aclararse la mente y se volvió a Corrieri tratando de interrumpir su soliloquio pensionista.

—¿Tú qué idea te has hecho de toda esta historia?

Fue un clamoroso fracaso.

—… para la pensión de jubilación hay que reunir ciertos requisitos, que son tener cincuenta y siete años y tres meses de edad, y treinta y cinco años de cotización, o bien cincuenta y tres años y tres meses y el máximo de años cotizados, que luego el derecho al cobro se calcula tras doce meses desde el cumplimento de los requisitos y…

Lopresti lanzó un segundo suspiro en menos de diez segundos, se esforzó en no pensar en la posibilidad de utilizar el arma de servicio y alzó la voz.

—¿Tú qué idea te has hecho de toda esta historia?

Corrieri se interrumpió y dejó en el aire su meticulosa valoración. Lo pensó un momento, mirando fijamente un reflejo en el parabrisas.

—A mí me parece una enorme gilipollez —dijo.

—Bueno, al menos en eso estamos de acuerdo. —Lopresti agradeció la capacidad de síntesis de su compañero—. Pero dime tu opinión sobre el asunto.

Corrieri dejó a un lado los planes de futuro y decidió hacer de madero al menos cinco minutos.

—No lo sé. La puesta en escena de las lápidas no me convence. Durante la faida, al principio se trataba de trabajos limpios, un disparo y nada más, porque era cuestión de dinero, después de los primeros muertos las cosas se complicaron, se convirtió en un asunto personal y llegaron las venganzas, los mensajes sangrientos y los asesinatos feroces. Ahora en cambio han comenzado de repente con las muertes. Primero Esposito degollado en el cementerio y luego ese otro cabrón colgado de la lámpara de su casa. Han matado, pero también han querido decir algo. A mi juicio no se trata de negocios, esto es una cosa personal, quieren matar, pero también meter miedo. Quieren que el que muera sepa por qué.

Lopresti quedó sinceramente impresionado. El razonamiento no tenía desperdicio y apartó la vista de la calle para echar un vistazo a su compañero. Quizá el comisario jefe Taglieri no estuviera equivocado y Corrieri no fuera un gilipollas completo. Se relajó aflojando de nuevo la presión sobre el volante.

—Entonces, vuélvemelo a contar, ¿cómo era lo del Instituto Nacional de Previsión Social?

Corrieri volvió satisfecho a su soliloquio pensionista.


El local estaba en el barrio de San Pietro en Patierno, en la parte norte de la ciudad, a la debida distancia del aeropuerto de Capodichino, en la entrada de una retícula de calles inconexas y descampados, entre talleres mecánicos y fábricas abandonados. En el exterior, el edificio parecía un cobertizo maltrecho que sin embargo se esforzaba por asemejarse a un hangar, alguien incluso se había tomado la molestia de pintar dos hélices gigantes en la fachada. Pero, con el tiempo y la intemperie, las paredes se habían desconchado y el barniz se le había ido; ahora parecía un garabato sin sentido. De letreros o nombres no quedaba ni rastro.

Los dos policías llegaron tras otros veinte minutos de cháchara monotemática y aparcaron en la parte trasera, junto a unos contenedores de basura llenos a rebosar. Un par de chicos descargaban cajas de licores de una furgoneta blanca y entraban por la puerta de emergencia entreabierta sin dignarse a echarles un vistazo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Corrieri.

—Es el local de uno que conozco. Puede que nos ayude a entender algo de esta historia.

—¿Una de tus famosas fuentes confidenciales?

Lopresti reprimió una mueca y por un momento casi tuvo la tentación de pedir perdón a su compañero por haber dudado de él, pero lo dejó estar. No lo conocía todavía lo bastante como para admitir que se había equivocado, y además, Corrieri, aunque de vez en cuando razonaba bien, no dejaba de tener cara de pelota rajado. Así que se limitó a encogerse de hombros.

—¿Qué es? ¿Una discoteca?

—Más o menos.

—¿En qué sentido? No te sigo, compañero.

—En el sentido de que si hace falta que sea una discoteca se convierte en discoteca. Si hace falta que sea un nightclub, se transforma en nightclub, con sus stripteases y sus putas moldavas. Este sitio puede ser lo que te parezca: un almacén seguro para guardar lo que sea con puertas blindadas y cámaras de seguridad, un garito…, pero si quieres puedes celebrar aquí la fiesta de cumpleaños de tu hija, basta con que pagues.

—Mmm… —Corrieri parecía perplejo. En el fondo, pensó Lopresti, seguía siendo un madero de oficina y había mucho de la calle que no podía conocer.

—Creo haber comprendido. ¿El propietario es amigo tuyo?

—Más o menos.

—Otra vez más o menos —protestó Corrieri con ironía.

—Colega, las cosas nunca son blancas o negras, en lo nuestro el color predominante es el gris, entiéndeme. Al igual que las personas no son nunca totalmente buenas o malas, son personas nada más. Así que, si me preguntas si el propietario es amigo mío, te vuelvo a responder: más o menos.

—Esta vez te he entendido.

Lopresti asintió satisfecho.

—Vamos a entrar, venga.

El local visto por fuera era una porquería, con las paredes cubiertas de grafitis y los cristales del piso de arriba rotos a pedradas, pero cuando entrabas cambiaba radicalmente el rollo. Todo estaba en penumbra, a pesar de lo cual se distinguían claramente los sofás de piel rosa adosados a los muros, en las esquinas de la pista de baile destacaban las barras americanas, en el techo había un maremágnum de focos y luces estroboscópicas, que en el momento oportuno podían transformar aquel lugar en un gigantesco árbol de Navidad. Al fondo de la sala, el garito destinado al DJ, a los cantantes o a quien coño condujera la velada. Corrieri no dudó de que en alguna parte hubiera los oportunos reservados para los clientes vips, rinconcitos secretos para ir a lo tuyo con toda tranquilidad. A la izquierda había una larga barra con luces azules que rompían la oscuridad y la hacían parecer el puente de mando de un barco. Detrás de la barra los dos chicos de la furgoneta descargaban las cajas llenando los frigoríficos de montones de botellas: ginebra, ron, Martini, Bacardi, Curaçao Blu, Campari. Tampoco ahora se dignaron a dirigirles la mirada.

Los maderos observaron a su alrededor tratando de orientarse. Resonó una voz en la sala.

—¡Estamos cerrados! ¡Abrimos a las once! Esta noche velada burlesque con Tamara de Glichy. Hombres veinte euros, incluida la primera consumición, mujeres entrada gratuita. No podéis faltar. —El hombre se acercó atravesando la penumbra de la gran pista central.

—Y yo que pensaba que la primera consumición me iba a salir gratis —dijo Lopresti.

El hombre avanzó con una sonrisa de circunstancias en el rostro, abrió los ojos de par en par al reconocer al policía, pero la sonrisa siguió siendo fría y falsa.

—Carmine, ¿pero eres tú?

El inspector asintió exhibiendo una cordialidad no menos falsa. Parecían dos tiburones a punto de liarse a dentelladas.

—¿Pero qué hará…, tres años que no nos vemos? —preguntó el hombre.

—Por lo menos.

—¿Y cómo me has encontrado? Hace seis meses que abrí el local.

—Qué quieres que te diga. En las actividades de los amigos siempre estoy al día.

—Me parece lo suyo —admitió el otro, tirando otra vez de la sonrisa de anuncio—. Pero, amigo mío, ven aquí.

Ambos se abrazaron con sus correspondientes palmadas en la espalda y posteriores formalidades sobre qué había sido de ese o aquel viejo conocido, sobre lo bien que se veían mutuamente y todo lo demás.

Pasados unos instantes, Lopresti decidió cortar el flujo de chorradas.

—Te quiero presentar a mi compañero, el inspector jefe Nicola Corrieri.

Cuando oyó la palabra «inspector» el hombre logró no dejar traslucir ninguna emoción, aunque la mención del cargo era la señal definitiva de que no se trataba de una visita de cortesía, cosa que, por otra parte, en absoluto había creído.

—Querido colega, el que tienes delante es nada más y nada menos que el gran Gennaro Battiston, llamado Genny B, animador de la noche napolitana, gestor de este local y de tantos otros antes de este, afamado seductor de mujeres.

—Exageran. En cualquier caso, mucho gusto —dijo Genny tendiendo una mano engalanada con anillos y pulseras de oro.

—Encantado —contestó Corrieri.

El inspector lo examinó de arriba abajo, feliz de que en el local no hubiera mucha luz. El hombre que tenía delante parecía salido de una película de bajo presupuesto de gánsteres italoamericanos. Vestía un terno negro con camisa blanca abierta hasta el pecho y una joyería completa repartida entre los dedos, los brazos y el cuello. Lucía la corpulencia de un gorila y barriga de bebedor. El pelo largo y rizado peinado hacia atrás, engominado y pegado a la cabeza. Tenía las sienes grises, la cara con profundas ojeras y arrugas acentuadas por el bronceado de centro estético.

Aunque Corrieri fuera un madero de despacho, enseguida advirtió la nariz ligeramente retraída y las gruesas venas del cuello. Lo primero era fácil: cocaína; para lo segundo tenía más dudas, aunque vistas las espaldas se inclinaba a pensar que se trataba de esteroides.

Ambos se estrecharon la mano y Corrieri no logró contenerse.

—¿… Battiston? ¿No es un apellido del norte?

Genny B esta vez sonrió sinceramente, estaba acostumbrado a aquella pregunta.

—Mi padre era véneto y mi madre de Salerno. Al final para el nombre de pila, Gennaro[6], se impuso ella, e hizo bien, porque yo soy napolitano por los cuatro costados.

Corrieri asintió satisfecho.

—Y ahora vamos a lo importante. ¿Qué os puedo ofrecer de beber? —dijo Genny B desde detrás de la barra del bar.

—Una tónica —respondió Lopresti.

El hombre le miró sorprendido alzando una ceja.

—Una tónica —confirmó el inspector.

—Otra para mí —dijo Corrieri.

—Pues que sea una tónica —se resignó el gestor.

Los tres hombres vaciaron sus vasos conscientes de que aquella era la última formalidad prevista por el protocolo.

—Así que ¿a qué debo el placer de vuestra visita?

Lopresti decidió ser claro y directo, no era un tipo que se anduviera con medias tintas, y se le estaban hinchando las pelotas de tener delante a Gennaro.

—¿Qué sabes tú de las lápidas del cementerio de San Giuliano Campano?

Genny B abrió los ojos de par en par pero no apartó la mirada del inspector.

Guaglio’, tenéis que apartar la furgoneta —dijo después.

Los jóvenes interrumpieron su trabajo y salieron rápidos y silenciosos del local, cerrando tras ellos la puerta de seguridad. Battiston se encendió un cigarrillo, largo y fino, un Davidoff.

—Sé lo que saben todos. Nada.

Genna’, por favor, no me des por culo, sé quiénes frecuentan tu local y estoy seguro de que en estos días aquí no se ha hablado de otra cosa. ¿Me quieres hacer creer que alguien como tú esta vez no sabe nada? —Lopresti seguía todavía tranquilo, había que hacer primero un poco de paripé, era consciente de ello.

—Carmine, esta vez de verdad que no sé nada. Si aquí ha habido habladurías han sido habladurías de bar y a mí esas me la sudan. Así que si no hay nada más… —Hizo ademán de retirarse de la barra.

—Pues no, guaglio’, no te la puede sudar lo que te pregunto. Porque si en el pasado te he hecho favores, si te he quitado de encima a los albaneses que te querían romper los brazos, tú ahora no puedes hacerte el gilipollas y tienes que corresponder. —El tono del inspector de pronto se había vuelto amenazante.

—Lo siento, Carmine… —Genny B esta vez apartó la mirada, empezaba a sentirse incómodo.

—Pues no. No vamos bien —le apremió Lopresti meneando la cabeza—. ¡Tú no puedes hacerte el gilipollas! —El inspector agarró el vaso vacío y se lo lanzó. Le rozó la sien y fue a estrellarse contra el espejo a sus espaldas. Los cristales saltaron por todas partes provocando un gran estruendo.

Genny B se apartó de sopetón, alzando las palmas de las manos.

—Qué coj…

Corrieri intervino rápido poniendo una mano sobre el antebrazo de su compañero, lo que fue suficiente para frenarlo, luego añadió con tono tranquilo:

—A ver si nos entendemos, señor Battiston, si usted no nos dice lo que queremos este local se va a convertir en un manicomio. Ponemos todas las noches unas patrullas ahí fuera controlando a los que entran y salen y les mandamos la visita, día sí día también, de los bomberos, el servicio de salud, el control de higiene, la oficina de recaudación, todos vendrán a joderle. Además, mi cuñado es inspector de Hacienda y puedo ordenarle tantas inspecciones que al final algo seguro que encuentran. En dos semanas tendrá el local embargado, y si confía en abrir otro, usted o cualquiera de sus testaferros, iremos allí otra vez y vuelta a empezar. Dos semanas y cierra de nuevo. Así que, si no quiere terminar vendiendo avellanas y altramuces frente a San Paolo, es mejor que colabore.

Lopresti permaneció en un admirado silencio mientras Genny B palidecía de repente. La trituradora de la burocracia le horrorizaba mucho más que el lanzamiento de un vaso a la cara. Miraba mudo al fondo del local valorando los pros y los contras de lo que iba a decir, luego se encendió otro cigarrillo y comenzó.

—Ante todo tengo que precisar que solo son rumores. Habladurías de bar, literalmente. Parece que no se trata de cuestiones actuales, ninguna afrenta entre las familias, ni por tráfico, ni por zonas, ni por extorsiones diversas. Nadie sabe con seguridad qué está sucediendo, pero los nombres que figuran sobre las lápidas no tienen problemas entre sí, es más, en el pasado han hecho negocios juntos. Sin embargo, ahora a todo el mundo le ha entrado la paranoia. No saben de dónde viene el pepino y tienen miedo de que acabe en su culo. Después de que degollaran a Vittoriano hubo tensión, pero cuando esta noche han matado a Bebè se ha desatado el pánico. Siguen sin comprender un carajo, por eso tienen miedo. No solo los de las lápidas, también todos los demás; cuando se juega con mierda uno se mancha.

Lopresti admiró la delicadeza de las metáforas de su informador.

—¿Y los de las lápidas?

—Esos están ya que ni cagan, de lo apretado que tienen el culo. —Genny B se rio, sirviéndose un medio ron. Se lo bebió chasqueando la lengua y continuó—: Se dice que los hermanos Surace se han marchado de Nápoles porque tenían que hacerse cargo de unos asuntos en la zona de Salerno, pero en realidad se han ido a la zona de Terracina. Se ocupan de la coca que llega a la capital y utilizan los mercados de frutas y verduras de la región baja del Lazio como tapadera, así que allí tienen varios amigos que les pueden echar una mano. Los nombres no los sé, es inútil que me lo preguntéis. Están en un sitio seguro esperando a que la situación se calme y se sepa algo o incluso a que la policía arreste a los culpables.

Battiston obsequió a los agentes con una sonrisita de mierda, una carita de circunstancias que merecía el segundo vasazo. Lopresti refrenó el impulso, Corrieri simplemente pasó, como hacía siempre.

—Peppe el Cardenal está nervioso. Ya no sale de casa, pero no puede huir, ¿cómo iba a quedar delante de la gente? Mandó un mensaje a Michele Impasible, que acaba de salir de la cárcel, pero el asunto terminó mal.

—¿En qué sentido? —intervino Corrieri.

—En el sentido de que los dos guaglioni que debían llevar el mensaje están en el hospital, los ha dejado para el arrastre. Huesos rotos, conmoción cerebral y no sé cuántos puntos en la cara y la cabeza.

—¿Y Michele?

—Qué sé yo. No creo que esté en casa esperando al Destripamuertos.

—Venimos de allí. El portal está incendiado, la llave partida dentro de la cerradura y no hay ni rastro de él.

—Habrá huido él también, si es una persona inteligente. Y os aseguro que Michele Vigilante es una persona inteligente. —El hombre recalcó con fuerza las palabras para remachar su convicción—. No lo encuentras si él no quiere.

Los policías se miraron en silencio. La cuestión se complicaba cada vez más. No solo tenían que encontrar al Destripamuertos que estaba llenando los cementerios sino que ahora se había convertido en un problema también encontrar a los futuros cadáveres. Unos corriendo hacia un lado, otros corriendo hacia el otro y los que no encerrados en un búnker.

—Aquí el único que está tranquilo es Gennaro Rizzo. Ese se escapó hace muchos años y ahora se da la buena vida, tranquilo y dichoso.

Lopresti lo intentó, a pesar de que sabía que no lo lograría.

—¿Y dónde está escondido?

Genny B se rio en su cara buscando de nuevo la botella de ron.

—Pues eso, fíjate, no lo sabe nadie. Se fugó hace ya quince años y desde entonces nadie sabe dónde está, o mejor, lo saben todos, pero siempre es un lugar diferente. Hay quienes dicen que está en Sudamérica y que colabora con los colombianos y los calabreses para hacer llegar los contenedores con la droga. Otros dicen que está en Alemania y que controla las pastillas y las drogas sintéticas del norte de Europa. Otros en cambio que está en España, también allí para controlar los contenedores de cocaína; otros que está muerto y enterrado desde hace años, bajo nombre falso, en el cementerio de San Giuliano Campano.

Los policías aguzaron el oído.

—Es originario de ese pueblito. ¿No lo sabíais? Luego estuvo fuera, no sé dónde, emigró con su familia, hasta que regresó aquí para mandar. Pero, en todo caso, eso de que está muerto es una gilipollez, os lo puedo asegurar, porque sigue mandando desde fuera. Antes con los mensajitos de la «protección» llevados en mano por los correos, ahora con cualquier diablura electrónica, tipo e-mail que no se puede rastrear y, si se puede, te lleva hasta un ordenador dentro de un armario en una taberna de Cuba, mientras tú estás en Suecia contando pingüinos.

Corrieri se contuvo de decirle que en Suecia no había pingüinos, si acaso algún reno congelado. Genny B estaba lanzado y no quería interrumpirlo. Pero él al parecer tenía de nuevo la garganta seca.

—Otra cosa no os puedo decir, sobre todo porque no hay más. Nadie sabe nada y el que sabía huyó. Así que eso es todo.

—¿Tú crees que nos bastan cuatro gilipolleces? —dijo rabioso Lopresti.

—No sé si os bastan, pero no sé más. A no ser que quieras que me ponga a inventarme historias para dejarte contento. —Esta vez era sincero y el inspector comprendió que sería inútil insistir.

—Quedemos así —intervino Corrieri sin perder la calma, imperturbable—, usted hace unas cuantas preguntas discretamente o por lo menos pone la oreja para oír lo que se comenta y en un par de días nos llama y nos cuenta los nuevos cotilleos que haya oído en el bar. Y, se lo advierto, dos días como mucho, porque al tercero llamo a mi cuñado el de Hacienda. —Corrieri escribió un número de teléfono en una de las servilletas de papel y se lo pasó a Battiston, que sin mirarlo lo hizo desaparecer en un bolsillo de la americana.

Los policías estaban a punto de marcharse, pero Genny B quería recuperar algunos puntos perdidos; a un hombre como él ciertas amistades siempre le eran muy útiles.

—Intentaré hacer lo que pueda. Y tú, Carmine, por favor, no pongas esa cara y no la tomes conmigo. Nos conocemos desde hace mucho, anda que no la hemos corrido juntos. ¿Te acuerdas de cuántas noches, y de las mujeres? ¿Esa tipa alta con cola de caballo, cómo se llamaba? Martina. ¿A Martina ya no la ves? Hace tiempo erais uña y carne.

Lopresti hizo como si no se enterara y se limitó a negar con la cabeza apretando los labios. Habían vuelto a las frases de circunstancias y no tenía ganas de confianzas. Battiston no esperó la respuesta y salió de detrás de la barra para acompañarlos fuera del local. Sonreía haciéndose el jovial, como el más experto de los vendedores de coches, un auténtico vendedor de chorradas tratando de allanarse el camino por su bien, antes de mandarlos a tomar por culo en cuanto salieran por la puerta.

Al llegar al aparcamiento, el hombre estrechó la mano a Corrieri asegurándole la máxima colaboración, como si hablaran entre colegas, y abrazó con ademán fraternal a Lopresti, que permaneció frío y rígido. El inspector sintió una mano ligera y experta volar rápido al bolsillo de su cazadora, una sensación leve e impalpable, pero sabía bien lo que significaba.

Subieron al coche y se fueron.


Esta vez se había sentado al volante Corrieri y parecía que la charla con Genny B le había puesto de buen humor, soltándole la lengua.

—Bueno, no ha ido tan mal, estoy seguro de que ese nos vuelve a llamar para decirnos algo. Poca cosa, faltaría más, pero seguro que algo nos dice. Tenemos que informar al comisario jefe Taglieri, y luego deberíamos contactar con nuestros compañeros de Terracina para ver si localizamos a los Surace. En cuanto a Vigilante, estoy seguro de que todavía nos falta indagar un poco, aunque cada vez estoy más convencido de que se trata de un asunto personal ya viejo. Si es cierto que Rizzo lleva desaparecido quince años, está claro que se tiene que tratar de algo de antes.

—Yo no me fío de Gennaro —dijo Lopresti lapidario.

—Pero si es cierto que sois amigos…

—¡No, Nico’, y una mierda va a ser amigo mío! Battiston no es más que una vieja furcia, si hoy ha cantado con nosotros mañana cantará con cualquiera, lo que le importa es poder sacar provecho. —El inspector lo había dicho casi gritando y ahora miraba recto a la carretera con los puños crispados y la mandíbula contraída—. Es un cabrón. Y, como todos los cabrones, siempre flota. Ahora, si no te molesta, párate en algún lado que tengo que mear.

Corrieri condujo lentamente unos minutos más y luego aparcó frente a un bar. Había enmudecido. No lograba comprender la rabia de su compañero. Una cosa era interpretar el papel de poli bueno y poli malo para hacer cantar a Battiston y otra alzarse la voz entre ellos, no tenía sentido. Lopresti salió dando un portazo, se metió en el bar y sin pedir nada a nadie fue hasta el baño del fondo y echó el pestillo. Corrieri entró y pidió un café mirando la puerta cerrada del baño.

Lopresti estaba frente al espejo con la cabeza baja, las manos aferradas al lavabo sucio. Jadeaba y estaba cabreado. Cabreado como un animal. Por lo que no había dicho Gennaro, por lo que este había hecho sin que Corrieri se diera cuenta, pero sobre todo por aquella idea de los cojones que ahora le rondaba en la cabeza. Una idea que venía de lejos, un destello inesperado y luminoso. Y por eso le había cogido desprevenido, le había sorprendido con la guardia baja sin poder defenderse, alejarse, esquivarlo. Le había alcanzado. Sin más. Y ahora ocupaba su mente, una carcoma que se le comía vivo, que le había puesto un velo de sudor en el rostro.

Se soltó del lavabo y metió la mano en el bolsillo de la cazadora. La sacó y vio la papelina de celofán. Redonda y blanca. Al menos dos gramos. El regalo de Genny B para mantener buenas relaciones, el regalito para excusarse por haber sido un cabrón. Como en los viejos tiempos.

Le dio vueltas en las manos pensando en cuánto tiempo había pasado desde la última vez. Casi un año. Había sido duro, pero lo había conseguido. Sin publicidad y sin contarlo en jefatura. Cierto es que algunos habían sospechado de sus veladas, de ciertas visitas no oficiales, pero se habían quedado en meras dudas, habladurías. Había logrado decir basta, aunque le llevara su tiempo, aunque le costara Martina. Que se había ido sin decir ni una palabra, tras una enésima noche desastrosa, dejando en su casa la bolsa vieja del gimnasio y un cepillo usado. Le había quitado importancia, la había mandado a tomar por culo, convencido de que era una cabrona que no le merecía, luego se había hundido en una noche de la que no recordaba prácticamente nada. Pero ahora, después de todo aquel tiempo, volvía a pensar en ella, por culpa o por gracia de Genny B, pero volvía a pensar en ella.

Miraba la papelina de celofán, indeciso sobre qué hacer, indeciso de si ponerse o no, cuando llamaron a la puerta del baño.

—Carmine, ¿va todo bien? ¿Te encuentras mal? —Corrieri parecía preocupado y le había llamado por su nombre de pila.

—No, estoy bien. Un momento, ya salgo. Pídeme un café que me han entrado ganas.

—Está bien.

Lopresti respiró profundamente, se volvió a la taza del váter y arrojó la papelina con la droga apuntando al centro de la meada. Tiró de la cadena dispuesto a mandar por el sumidero la coca, a Genny B y a Martina.

Se lavó rápidamente la cara y se sintió mejor, se secó las manos en los vaqueros y salió. Se tomó el café al vuelo, sin azúcar y sin esperar a que se enfriase, dejó un euro en la barra y se reunió con su compañero fuera. Tenía unas ganas enormes de irse de allí. Se sentó en el coche en silencio mientras Corrieri maniobraba y se incorporaba al tráfico.

Comprendió que tenía que decir algo para aliviar la tensión.

—¿De verdad tu cuñado es inspector de Hacienda?

—Qué va, hombre… Mi cuñado tiene un puesto de pescado en el mercado central.

Lopresti se rio con ganas, sintiéndose menos solo.

—Oye, Nico’, el otro día en el despacho de Taglieri, cuando hice el capullo con la historia del modus operandi… Bueno, perdóname.

Corrieri le sonrió mientras daba el intermitente para girar a la derecha.

—No pasa nada.

5

Michele estaba pensativo. El Ford Fiesta de Pepè era una porquería, un auténtico trasto con el motor que se ahogaba, el embrague lento y el cambio que rascaba. Increíble. El muy tonto era el único traficante incapaz de ganar dinero, desde luego ese mundo no era para él.

Michele meneó la cabeza al tiempo que el asfalto de la autopista fluía rápido bajo las ruedas del coche. Velocidad constante y regular. Respetando escrupulosamente los límites, o mejor unos kilómetros por debajo, solo para estar seguro de que nadie le iba a incordiar. Si lo paraban, iba a tener que explicar quién era y qué hacía con aquel coche. Lo primero, porque Michele no tenía documentos, o mejor, los tenía pero estaban caducados desde hacía bastantes años, carné de conducir incluido. Y luego, porque el seguro era falso, la habitual fotocopia en color para dar el pego; habría apostado a que el coche era robado, o había pertenecido a algún yonqui que se lo había dado a Pepè a cambio de una pequeña dosis de heroína. El único documento válido que tenía era un certificado de la oficina de registros de la cárcel, una hoja A4 con cuatro firmas, dos sellos y una foto de hacía la tira de años, doblado y vuelto a doblar y metido en el bolsillo del pantalón de los vaqueros. No lo había tirado porque podía serle de utilidad. Resumiendo, si lo paraban habría tenido que explicar un montón de cosas, decididamente demasiadas, y por algún lado debía empezar.

Pero por el momento prefería no pensar en las explicaciones que hubiera tenido que dar. Estaba concentrado en conducir. Después de veinte años sin ponerse al volante no había resultado fácil, sobre todo con aquella chatarra; tras calársele en casi todos los stops o en los semáforos, ahora por fin empezaba a cogerle el tranquillo. Se había parado en un autoservicio a comer algo y a tomar un café decente, seguido de un cigarrillo aún más decente. No tenía una gran destreza con los euros, así que había tenido que detenerse unos segundos a comprobar las monedas para saber lo que tenía que pagar. La chica de la caja, con sombrerito rojo y ojos de sueño, había sonreído pensando que se debía al cansancio por la duración del viaje. Y quizá, en el fondo, así era.

Conducía por la autopista del Sol desde hacía más de dos horas, había dejado atrás la capital en dirección al norte. Por unos instantes se le había pasado por la cabeza la idea de pararse en Roma, allí había alguien que podía echarle una mano, un viejo compañero del talego de su breve estancia en Rebibbia. Cosa de poco, seis meses antes de ser trasladado por sus habituales problemas para «gestionar la ira»: una expresión que había aprendido de los diversos psicólogos que le querían enseñar a vivir, y que para ser sinceros le gustaba bastante, porque le daba la impresión de ser un animal en una jaula, una fiera peligrosa. Era una especie de advertencia, «manipular con cuidado».

Ese tarado de Vittoriano Esposito que se había dejado degollar en el cementerio, que en paz descansara, siempre decía de él que tenía la mecha corta. Que no tenía paciencia. Que si alguno le tocaba las bolas, la liaba parda en un instante. O al menos era así al principio, cuando se sentían jóvenes y fuertes.

Lo pensó una vez más. La última. Y luego descartó la idea de pararse en Roma. Demasiado cercana. Una opción predecible. El primer lugar donde le buscarían. Quería ir más lejos, donde aún le quedaba una cosa por hacer. Iba viendo correr el cuentakilómetros, paso a paso, un número tras otro, y la idea de abandonar su tierra le producía una leve euforia, un escalofrío en la espalda, como si hubiera logrado dejar el pasado atrás. Sabía que no era así, aunque en ese momento quisiera disfrutar de esa ilusión. Pero era inútil. El pasado no estaba dispuesto a olvidarse de él. Y así, mientras se alejaba, se encontró pensando en Nápoles. En su Nápoles de tantos años atrás, que de ciudad olvidada se había convertido en el centro del mundo. La Nápoles de los ochenta, que no era profesional y triunfadora como Milán, pero les importaba un carajo porque ellos tenían a Maradona. Recordaba todavía su llegada, los cánticos en un San Paolo abarrotado y entusiasta, los desfiles de coches pintados de azul, las figuritas del belén a imagen y semejanza de Diego. La primera liga, el scudetto. La apoteosis y la locura en las calles. El buen ambiente que enloquecía los locales, la absurda convicción de que podían tenerlo todo y enseguida, que finalmente después de tantos años había llegado su momento. Aquel fue el comienzo. El comienzo del periodo más frenético y sobrecogedor de su ciudad y de su vida. Su vida que había empezado demasiado pronto.

A los trece años estaba en las azoteas. Hacía de vigía para los negocios del clan: quién entraba o salía del barrio, guardias, soplones, enemigos. Un grito desde las azoteas y luego otro y otro, el aviso pasaba de boca en boca, sin necesidad de móviles ni otras gilipolleces, el que tenía que escapar, escapaba, el que tenía que esconderse, se escondía y los maderos se iban a tomar por culo de vacío. Cuando no estaba en lo alto de los cielos controlando las entradas, se ocupaba de suministrar a los traficantes. Iba volando con la moto trucada, se detenía el tiempo suficiente para entregar el cargamento y volvía a marcharse, cocaína, hachís, heroína, a veces una pistola. Lo que le daban lo entregaba preciso, silencioso y puntual. Se aprovechaba de que todavía no había cumplido los catorce y, si lo cogían, no podían hacerle nada. Un chollo. Moto, dinero en el bolsillo e impunidad. Pero luego había crecido y una vez más había demostrado su valía. A los quince años ya sabía ser un hombre. Le habían hecho jefe de un grupo, poca cosa, todos entre los catorce y los diecisiete años, lo que los telediarios habrían llamado una baby gang, aunque él, si alguien le llamaba baby, como mínimo le metía un tiro en la cara. Su cometido era sencillo, hacer la ronda por las tiendas del barrio y cobrar; por las buenas o por las malas, pero siempre cobrar. Los maderos lo llamaban «extorsión», ellos lo llamaban «protección». La contribución necesaria para la tranquilidad del barrio, un pequeño impuesto en pro de la serenidad. Si tenías un comercio y no pagabas la luz o el agua, te los cortaban; si no pagabas los impuestos, el Estado te mandaba a sus cobradores; si no pagabas la protección, el clan te mandaba a Michele.

Simple.

Alguien al principio había sonreído al ver a un chiquillo alto y delgado, casi esquelético, presentándose a cobrar de parte de la familia. Pero Michele supo ser preciso y puntual también en su nuevo trabajo. Hizo comprender con voz firme y mirada dura que él no estaba allí para sí mismo sino en representación de otro, y que faltarle al respeto a él significaba faltarle al respeto a toda la organización.

Por lo general no había problemas, las sonrisas de los incrédulos se congelaban de golpe cuando comprendían que aquel muchachito imberbe estaba dispuesto a matarlos si faltaban aunque solo fuera diez mil liras. Era una cuestión de principios. Pero a veces alguno no se enteraba y seguía sonriéndole, lo que no era buena cosa. Alguien intentó reírse en su cara y lo echó a la calle de su tienda de ultramarinos. Michele no se inmutó, mantuvo la calma y se fue prometiendo que volvería a por él. Y eso hizo…

Era un viejo de sesenta y tantos años, con la cabeza pelada y dificultad para respirar, un tipo que de joven había estado en la guerra de África y quizá por eso se creía más fuerte y más en forma que él. Los hermanos Surace lo sujetaron por los brazos mientras Michele lo golpeaba. Entretanto, Peppe el Cardenal, que entonces era solo Peppe y tenía miedo hasta de su sombra, se reía de él y rompía todo lo que se podía romper en una tienda, cristales, muebles, botellas, todo. Los otros se quedaron fuera para estar seguros de que nadie los molestara, pero era una precaución innecesaria. La gente había comprendido lo que estaba sucediendo y no tenía la más mínima intención de meterse por medio. Se alejaban raudos como hormiguitas aterrorizadas.

Michele en cambio se lo tomó con calma, era muy escrupuloso, le gustaba hacer las cosas bien. Con el viejo se aplicó a fondo. Le golpeó en el estómago y en los riñones para cortar respiración y quejas, pero era un cretino y siguió hablando, insultando, y sobre todo riéndose. Riéndose de él. Lo que de ninguna manera podía aceptar. Así que le obligó a parar. Cogió un bote de conservas de uno de los estantes. Lo sopesó con las manos, era pesado, de hierro y con el borde afilado. Perfecto. Los hermanos Surace habían comprendido y lo estaban disfrutando, tumbaron al viejo sobre una caja y le echaron atrás la cabeza. También el anciano había comprendido, porque de pronto había dejado de reír. Michele le golpeó de arriba hacia abajo con el borde reforzado de la lata de tomate triturado. Oyó de inmediato el ruido de los dientes al romperse, un crujido doloroso mezclado con los gritos del hombre. Este intentaba volver la cabeza, cerrar la boca. Peor para él. Además de los dientes le partiría la mandíbula, le arrancaría la piel del rostro. Y eso hizo. Golpe tras golpe. Hasta excavarle una caverna en la cara, hasta hacerle escupir los dientes en el suelo del local. El viejo se desmayó y lo dejaron allí, para que todos lo vieran. Cada uno de ellos cogió un diente como recuerdo de la hazaña. Peppino meó en una esquina de la tienda y se marcharon satisfechos, conscientes de haber hecho un buen trabajo. Desde aquella vez no tuvieron más problemas a la hora de recaudar la protección a los comerciantes.


El Michele adulto estaba llegando a los alrededores de Florencia. Apretó los puños sobre el volante del coche roto. Vio sus manos marcadas y despellejadas. Llevaba dos días pegando a la gente, primero a los dos estúpidos guaglioni y luego al bobo de Sabatino, y ahora las sentía entumecidas. Le parecía haber vuelto a su juventud.

Quería dejar de recordar y concentrarse solo en la carretera, pero ahora la cabeza iba a su aire. Una bola de pinball corriendo enloquecida entre luces y sonidos, presente y pasado. De nuevo un resplandor, un destello de su vida. Y otro más, y otro. Cada vez más rápido, cada vez más deprisa…


Recordaba perfectamente la primera vez que había matado. Tenía diecisiete años, el año del scudetto del Nápoles. Fue en aquella ocasión cuando se ganó el apodo de Impasible. No fue en un robo, ni en un tiroteo…, fue un asunto de justicia.

Había un muchachito. Un camello de poca monta. Un guaglione de mierda. Se había metido a traficante por su cuenta, había sisado en los negocios del clan…, quién se creía que era. Le habían echado el guante en un bar mientras todo el mundo fingía no ver nada y lo habían llevado a un depósito fuera de la ciudad, uno de esos donde se descargan los residuos químicos. Una peste que ni te cuento. Le habían hecho arrodillarse entre los bidones tirados y roñosos. Lloraba como un cabritillo, le goteaba la nariz y pedía piedad. Pero, sinceramente, a Michele le importaban una mierda sus excusas. Le habían encargado un trabajo y tenía que despachar el asunto porque por la noche tenía otros compromisos. Los demás estaban indecisos y se miraban unos a otros.

También para los demás era la primera vez y allí estaban perdiendo el tiempo, y el tipo empezaba a confiar en volver a casa vivo. Michele se hartó, sacó la pistola de la parte de atrás del pantalón y le disparó un tiro en la cara. Un estruendo ensordecedor llenó las paredes del depósito. El cuerpo cayó sobre la basura. Lo dejaron allí, nadie tenía ganas de cavar una fosa. Esa noche se sintió eufórico, lo celebró con dos rayas de coca y una medio puta de Mergellina. Medio porque no lo hacía por dinero sino por que la vieran con él. El nuevo pequeño boss. Alguien que merecía respeto. Y solo por eso creía ella que también merecería respeto. Ah, mujeres.

A partir de entonces las cosas le fueron cada vez mejor. Cada vez más deprisa. Había traficado y robado. Golpeado y desfigurado. Una etapa tras otra, con feliz diligencia y las ganas de convertirse en adultos, importantes, poderosos. Siempre con dinero en el bolsillo. Un coche como es debido. Todo sucedía a lo grande y él se sentía en el centro del barrio, de su mundo. En el nightclub en una noche se dejaba el sueldo de un obrero. Cambiaba de coche, mujer y pistola cada vez que le apetecía. Solo la coca era siempre la misma. Una larga raya blanca que todos los días le llevaba a lo más alto. La consumía y la traficaba. La aspiraba y la vendía. La comía y la amaba. De las pequeñas dosis de camello a los viajes como traficante, de las cápsulas transportadas por cualquier mula desesperada a los paquetes de un kilo, hasta el salto cualitativo…, el gran paso que le cambiaría la vida.

El cargamento de Sudamérica.

El principio del fin.


Michele ya había tenido suficiente del pasado. Necesitaba respirar. Profundamente, cada vez más, llenarse los pulmones hasta estallar. En aquel coche tenía la sensación de asfixiarse, hundirse, ahogarse. Le faltaba el aire y el habitáculo se le hacía cada vez más pequeño, minúsculo, opresivo. Sentía que la mente se le nublaba, entre cansancio y tensión, y era un lujo que no podía permitirse, tenía que mantenerse lúcido. Hasta el final.

Se detuvo otra vez en un autoservicio para tomar otro café, comprar cigarrillos y aspirar una bocanada de oxígeno. Había caído la noche y los faros de los coches eran luces que desaparecían en la oscuridad de la autopista dejando detrás su débil estela de destellos rojos que se apagaban. Se sorprendió mirando el ir y venir de los vehículos, aturdido e inmóvil como un niño. Aquellas luces que no conocía eran en parte como las luces de las casas que veía desde la cárcel: otras vidas, otras historias, otros mundos. Extraños que vivían una vida diferente a la suya, lejana e incomprensible. Una vida que nunca le había pertenecido.

Terminó el primer cigarrillo con tres largas caladas, lo tiró al suelo, allí en el aparcamiento de la estación de servicio, entre camioneros rumanos de cara cansada y desconocidos de viaje que siquiera se dignaban a mirarle. Ser anónimo era una nueva sensación que no le desagradaba en absoluto. Sintió que se iba calmando, que salía del largo pozo negro en el que había caído. Se encendió otro cigarrillo, para no perderse nada. Se miró las manos tras la segunda calada. Todavía las tenía hinchadas y marcadas, temblaban ligeramente, pero era cosa de nada. Por un momento pensó en todo lo que aquellas manos habían hecho. En todo lo que él había hecho. Y en que aún no había terminado.

Le volvió a la mente la historia de Lady Macbeth, que enloqueció tras matar a su marido y seguía viendo sus manos manchadas de sangre. Pinochet adoraba a Shakespeare y le había contado la historia paso a paso.

Volvió a la carretera. Los faros de su coche se mezclaron con otros miles. En la cabeza las palabras y la voz de su viejo compañero de celda.


Miche’, ¿has visto mi libro de Shakespeare?

—¿Que si he visto qué?

—El libro, Miche’, con la tapa negra.

—¿El que está escrito raro?

—No está escrito «raro», es un texto de teatro. Una tragedia, de las más grandes que se han concebido nunca.

—Nosotros ya estamos en el talego, ¿tenemos que andarnos con más tragedias?

Don Ciro sonrió.

—Pues no dejas de tener razón, guaglio’. En cualquier caso, ¿dónde está?

Michele estaba tumbado en el catre mirando el techo.

—Lo he puesto en su taquilla, antes he estado ordenando un poco el cuarto.

—Mira el guaglione, sigue sin leer, pero se nos está volviendo más pulcro —dijo Don Ciro cogiendo el libro de la taquilla.

No había tenido tiempo de sumergirse en las páginas de la tragedia cuando se le presentó la suya propia.

El cabo de la sección se asomó a los barrotes de la reja.

—Squillante, levántate, que tienes una llamada.

Don Ciro lo miró sorprendido.

—Jefe, yo hablé con mi casa ayer, la próxima vez es dentro de una semana, y no he hecho ninguna solicitud.

—Squillante, no eres tú el que llama. Te llaman a ti.

Michele se sentó de golpe en el catre, mientras Don Ciro se levantaba lentamente de la banqueta. Recibir una llamada en el talego es prácticamente imposible, es el interno quien llama tras recibir la autorización del juez instructor o del director, según su posición. De dos a cuatro veces al mes, no más de diez minutos, solo a los familiares, con número controlado y verificado, y solo tras solicitud refrendada por el director. Si Don Ciro recibía una llamada solo podía ser de su hijo mayor, que estaba recluido en otra cárcel en el norte de Italia, y también en este caso la llamada debía ser acordada entre las instituciones y comunicada con mucho tiempo de anticipación. Si llegaba una llamada telefónica de este modo podía ser solo por algo extraordinario y las cosas extraordinarias en la cárcel nunca son buenas.

El viejo camorrista se dirigió por el corredor de la sección hasta el teléfono colgado en la pared junto a la rotonda. Por primera vez Michele le vio desorientado, preocupado. Sacó un brazo a través de la reja de barrotes de la celda con un espejo en la mano para ver qué estaba sucediendo, pero no se veía nada, solo a Don Ciro de pie contra la pared con el auricular en la oreja. Se echó en el catre y encendió otro cigarrillo.

Don Ciro regresó exactamente diez minutos después. Rostro impasible, petrificado. Los hombros hundidos y arrastrando los pies. Parecía totalmente ausente. Su cabeza y él estaban en otro lugar, al otro lado de los barrotes y las rejas de la prisión.

—Don Ciro, ¿todo en orden? —preguntó Michele, pero no obtuvo respuesta. El guardia de la sección cerró la reja y el viejo se tumbó en la cama—. Don Ciro, ¿ha sucedido algo? ¿Está usted bien?

—Ahora no, guaglio’. Ahora no. Necesito descansar.

El viejo camorrista se cubrió con las mantas y volvió la cabeza hacia el muro de hormigón. Eran solo las seis, pero, si Don Ciro quería descansar, él no era nadie para impedírselo. El hombre no retiró la bandeja de la cena, se quedó allí en silencio, pero Michele sabía por su respiración que no estaba durmiendo. Solo estaba allí, inmóvil.

A la mañana siguiente Michele lo miró intrigado, pero Pinochet no dijo una palabra, se levantó como todos los días a las siete, desayunó, se afeitó esmerada, impecablemente, se quitó el viejo chándal del Nápoles que utilizaba por comodidad, buscó en su taquilla otra ropa y se vistió. De negro. Pantalones, jersey, zapatos y calcetines. Cuando fue la hora le preguntó al cabo de la sección si podía ir a la sala de socialización y luego al patio. Caminó entre los demás internos sin abrir la boca, muchos se volvieron a mirarlo, porque no era de mezclarse con la chusma, por lo común se mantenía aparte o en la celda leyendo. Esta vez caminó arriba y abajo para que todos lo vieran. Y lo mismo hizo los tres días siguientes.

A Michele no le dijo nada, se limitó a las frases de circunstancias a que la convivencia forzada obligaba, y él no preguntó. Sabía cuándo era momento de estar callado y esperar. Al cuarto día lo supo. La noticia fue transmitida, como siempre, por Radio Talego, una carta de un familiar a otro interno, que explotó como una bomba en toda la sección.

El hijo mayor de Don Ciro Squillante se había arrepentido.

El joven había colaborado con la justicia.

Muchos no dormirían aquella noche. Salvatore Squillante, el hijo de Don Ciro, era un capo, había regido los destinos de la familia cuando el padre estaba en la 41 bis, sabía muchas cosas, conocía a todos. Podía hacer mucho daño si hablaba. Estaba cumpliendo en una cárcel del norte, pero las condenas se le acumulaban una tras otra y cada vez veía más lejano el fin de la pena. Al final no había aguantado, y esto era un problema.

Don Ciro no hizo comentarios, ni un aspaviento, sostuvo las miradas perplejas y cabreadas de todos, pero no abrió la boca sobre la cuestión, el mensaje que había lanzado enseguida después de la noticia había sido claro y quien tenía que comprender había comprendido. Se había vestido de negro porque estaba de luto, porque para él su hijo había muerto. Y, si alguien le mataba, él no tendría nada que recriminarle, ni nada de que vengarse. Era su salvoconducto personal.

Los demás comentaban con un murmullo de admiración: Don Ciro sabía ser hombre. Pero los demás no eran más que unos pobres imbéciles que solo lograban comprender las cuatro paredes entre las que estaban encerrados. Michele estaba seguro de esto, porque era el único que conocía de verdad a Pinochet. Para él se había convertido en un padre y como tal lo trataba. No habían abordado directamente el tema, no había necesidad; sin embargo, Michele sabía que para Don Ciro la vida fuera, los negocios, la droga, la organización y toda esa retahíla eran cosa pasada. Una obsesión y una fiebre que lo habían quemado y consumido durante años, que tanto le habían dado y que le habían quitado mucho más, diezmando a la familia y matando el futuro. Pero allí, en aquella celda de cemento, día tras día, se habían alejado de él haciéndose borrosas, desenfocadas, inciertas. Había pasado el mono y no quería volver atrás, no quería volver otra vez a la sangre, los asesinatos, la droga, toda aquella mierda. Era viejo y de la vida ya no esperaba nada, se había equivocado y lo estaba pagando, porque así debía ser. No podía recriminar a los jueces y los policías vestidos de azul que lo tenían allí dentro, solo hacían su trabajo. Y si se había vestido de negro no era por Salvatore, siempre sería su hijo y como a tal lo quería. Había sido por Federico, el otro hijo, el menor, el que no se había involucrado en aquel mundo.

Don Ciro le había hablado de él tantas veces que a Michele le parecía conocerlo. Veintitrés años, un buen guaglione, iba a la universidad y pronto se licenciaría en arquitectura. El único de la familia que no estaba implicado en nada, el viejo boss le había mandado fuera a estudiar para alejarlo de los negocios del clan. Quería que él, al menos él, tuviese una vida normal, sin pistolas ni sangre, sin droga ni muertes. Que tuviera un trabajo, una familia, un futuro normal, hecho de pequeñas y grandes preocupaciones.

Michele había comprendido a Don Ciro. Había comprendido que, con aquel traje negro, con aquel silencioso salvoconducto, el viejo quería que todos los que formaban parte de su pasado se centraran en Salvatore, que estaría protegido por el Estado, que sería una sombra huidiza, difícil no solo de capturar sino también de seguir. Mientras que Federico en cambio se quedaría solo…, una presa fácil.

Pero no sucedió así.

Mataron a Federico tres meses después. En Bolonia, ante el portal de su apartamento de estudiante de intercambio. Le dispararon tres tiros por la espalda, una ejecución rápida y limpia, sin ensañamiento. Una última demostración de respeto hacia Don Ciro.

El viejo no dijo nada. No había nada que decir. La muerte de su hijo fue el comienzo del fin de Don Ciro Squillante, conocido como Pinochet. Michele lo vio apagarse, transformarse en una cáscara vacía en la que resonaban las voces de los demás, cada día más frágil. Impalpable. A punto de romperse en pedazos.


Michele sintió una leve nostalgia al pensar en el hombre que había cambiado para siempre su vida. Se pasó una mano por la cara mientras conducía en la oscuridad de la autopista. Un sabor amargo se le pegaba a la boca, estaba cansado y necesitaba un enésimo café. Decidió pararse en la siguiente estación de servicio, la última. Su viaje casi había terminado.

Menos de una hora y abandonaría aquella mierda de coche en una carretera secundaria.

Menos de una hora y empezaría una nueva etapa.

Menos de una hora y habría llegado a Milán.