4
Se veía a lo lejos, por las calles desiertas
Viernes, 22 de enero de 2016,
San Vicente mártir, condenado a los suplicios más crueles
1
No era que a los hermanos Surace les hubieran importado algo alguna vez las frutas o las verduras, pero tenían que mantener las apariencias, al menos un mínimo, lo estrictamente necesario para impedir que cualquier cretino se pusiese a hacer demasiadas preguntas o a meter la nariz en asuntos que no les concernían.
De modo que Antonio y Ciro de vez en cuando, a eso de la medianoche, hacían una ronda de control por la nave de venta al por mayor. Entre camiones y carretillas elevadoras, manzanas y naranjas, berzas y lechugas. En el fondo, ¿qué puede haber más inocente y saludable que la fruta y la verdura? Dan esa indefinida sensación de bienestar natural, de vuelta a los orígenes, que dibuja una sonrisa en el rostro y deja estúpidamente tranquilo. El hecho de que fuese un método de distribución de cocaína por media Italia era algo, al fin y al cabo, que solo les importaba a ellos y a nadie más.
Incluidos los maderos.
Antonio Surace, llamado el Gordo por sus ciento treinta kilos de carne y grasa, caminaba apático pelando una mandarina mangada de una de las cajas apiladas. Ciro Surace, llamado el Mammà por su devoción filial, caminaba a su lado supervisando en silencio una serie de albaranes de entrega. Su almacén, uno de tantos, estaba desierto. Solo un par de senegaleses, rigurosamente clandestinos, barrían el suelo de cáscaras y fruta podrida con la cabeza baja. Los grandes palés formaban una maraña de pasillos, un laberinto de esquinas y revueltas, y los dos hermanos se movían como los personajes de un videojuego de los años ochenta. Desde el techo, largos neones proyectaban una luz débil e incierta. El aire era frío y húmedo. Era la hora de cerrar, apagarlo todo e irse a dormir. Aquel lugar volvería a cobrar vida pocas horas después, antes del alba, pero obviamente sin su presencia, dado que siempre se levantaban tarde. Los habían acostumbrado así desde pequeños y ahora que ya tenían una edad no era cuestión de cambiar de hábitos.
Ciro sonrió triste mientras supervisaba los últimos documentos. Un destello del pasado. Su madre, Doña Amelia, cuando los despertaba por la mañana con el café con leche. Una caricia en la frente y una palabra cariñosa. Y los dos, aún guaglioni, se daban la vuelta en la cama y pedían quedarse un poco más. Ella fingía enfadarse, pero luego les dejaba.
Se detuvo distraídamente mirando un contenedor de basura. Su madre había muerto hacía poco más de un año y él no se había recuperado. Había sido lo más importante de su vida. No lo más, lo único, había sido todo. Los había criado sola después de que mataran a su marido. Siempre la habían tenido cerca, los había espoleado, los había aconsejado, los había amado. Había sido la primera en alegrarse cuando comenzaron a hacer carrera en el clan, su más fiel defensora, y sabían que no la habían decepcionado.
Le habían dado muchas satisfacciones.
Una nueva casa, rica y suntuosa. Joyas, pieles. Pero sobre todo el respeto del barrio. No había guaglione que no saludase con devoción a Doña Amelia, que no supiese quién era y qué significaba. Incluso los otros clanes le mostraban respeto. Y ella lo sabía y lo apreciaba.
Pero luego llegó la enfermedad.
Y esa no respeta a nadie.
—Ci’, ¿qué te pasa?
Apartó la vista del contenedor sucio y miró a su hermano, que le observaba preocupado.
—Nada, Anto’…
—¿El Destripamuertos?
—No, mamá.
Antonio sonrió tirando al suelo la media mandarina. Pasó un brazo sobre los hombros de Ciro y recordó que era el hermano mayor.
—Oh, Ci’, no pienses en cosas tristes. Todavía tenemos tarea y mamá querría que nos centrásemos en el trabajo. ¿Has terminado con los albaranes y las facturas?
—No, todavía no. Pero se me han quitado las ganas.
—Pues déjalo. Que mañana siga el contable. Vámonos a casa, que es tarde y me encuentro fatal. Creo que la mandarina no me ha sentado bien.
Ciro miró sonriendo a su hermano, su tripa prominente y su doble papada.
—Conque la mandarina, ¿eh? —dijo irónico.
—Mmm…, me parece que sí. Es droga dura.
Ambos soltaron una carcajada. Ciro llegó hasta un pequeño despacho hecho de plexiglás y paneles modulares, tiró los folios sobre el escritorio, cogió el chaquetón de piel y volvió junto a su hermano. Los dos se dirigieron a la salida.
—De todas maneras, si vas a pensar en cosas malas, todavía nos queda el engorro de tener que elegir. —Antonio trataba de ser irónico, pero en sus palabras planeaba el miedo.
—¿El Destripamuertos?
Más que una pregunta era una afirmación resignada.
—Ese, pero también el Cardenal nos va a tocar las bolas.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que ese dentro de poco va a querer que volvamos al pueblo a besarle el culo. A que mostremos que le tenemos respeto, así los demás miserables correrán a hacer lo mismo. Uno tras otro. Una larga y ordenada fila de besaculos.
—Anto’, me parece que esa mandarina te ha sentado mal de verdad.
—Deja en paz la mandarina. Y piensa en lo que te he dicho. Me he hartado de bajar la testuz delante de Peppe. ¿Te acuerdas de lo cagón que era de guaglione?
Ciro asintió sonriendo, su hermano continuó.
—Y ahora se las da de gran capo porque tiene un ejército de niñatos que primero disparan y luego se mean. Niños de teta presuntuosos. Solo piensan en la coca y no comprenden nada de negocios, creen que un punto de trapicheo se gestiona como un puesto de pescado. No saben cómo pasa de manos la droga y cambian de una familia a otra según sopla el viento…
—Venga, Anto’, que también nosotros a su edad éramos niños de teta presuntuosos.
—¡De eso nada! Nosotros éramos codiciosos, irritables, impacientes, pero nunca presuntuosos. Nosotros sabíamos lo que era el respeto y a quién tenérselo.
Ciro lo miró dubitativo. Él recordaba su juventud de otra manera. Recordaba a todos a los que habían pisado para poder subir cada vez más alto. A los enemigos que habían mandado al cementerio y a los amigos a los que habían traicionado. También ellos habían cambiado de familia, afiliándose a uno u otro clan para ganar siempre más. También ellos habían disparado sin pensar. Pero en cualquier caso no tenía ganas de ponerse a discutir con su hermano. Que quisiera una nueva versión de su juventud no tenía nada de malo, se lo merecía. Ya tenía una edad y desde arriba las cosas parecen diferentes: se confunden, se mezclan y por último se pierden. Todo puede tomar una nueva forma, se plasma y se modela según los deseos, la realidad se convierte en un fardo inútil.
—¿Recuerdas el primer trabajo que hicimos?
Ciro asintió. Claro que recordaba la primera vez que habían matado. No es algo que se olvide. Era un asunto de protección no pagada. Un empresario de la construcción. No era un pez gordo y el dinero tampoco es que fuera mucho, pero montaba mucho follón, se había metido en una asociación contra la usura y andaba haciendo declaraciones en actos públicos y en televisión. Ellos no estaban saliendo muy bien parados y, antes de que a otros también se les ocurrieran ideas extrañas, era mejor cortarlo de raíz. Eran dos guaglioni en ascenso, se habían ganado cierta consideración y el clan quería ver si merecían ascender. Los matones fueron solo los dos hermanos y se les concedió máxima libertad de acción: tenían que llevar a cabo el trabajo, si era posible públicamente, para dar ejemplo. Antonio, en parte por carácter y en parte para demostrar que era el mayor, hacía alarde de determinación; Ciro, en cambio, no estaba convencido, y aunque sabía que antes o después llegaría aquel momento, que no podían limitarse a traficar y recaudar la protección eternamente, tenía dudas y no dormía por las noches. Pero por suerte Doña Amelia vino en su ayuda y, con la infinita dulzura que solo una madre puede dar, le explicó que a veces hay cosas que se tienen que hacer y punto. Y así fue. Un trabajo rápido y limpio. Sencillo como todos los trabajos bien realizados.
Lo sorprendieron al volver a casa. Tres disparos. El tercero en la cabeza, zanjando la cuestión. El clan quedó satisfecho y ellos se ganaron el respeto. Fue el primer fiambre, pero no era una actividad que los apasionara, aquello era más bien cosa para Michele Impasible o Gennarino Rizzo, a esos sí que les divertía. A los hermanos en cambio les iba más el tráfico, las relaciones y los negocios.
A lo largo de su carrera habían hecho muchas cosas, sorteando dudas y remordimientos, y siempre con la bendición de mamá. Todas excepto una. Una que Doña Amelia no debería haber sabido nunca y que ahora, después de veinte años, se les venía encima como un disparo por la espalda.
Los Surace se estaban dejando llevar por los recuerdos. Allí, de noche, en la puerta de un almacén de frutas y verduras del bajo Lazio, entre cajones de fruta que escondían uno de los mayores tráficos de cocaína de Italia. Pero era el momento de dejarlo, si querían tener un futuro debían abandonar el pasado.
Antonio lo sabía. Como todo buen hermano mayor, su tarea era dar ejemplo, guiar, aconsejar. Puso una mano sobre el hombro de Ciro, reteniéndolo aún un momento antes de salir al aparcamiento de la zona industrial.
—Verás, Ci’, llevo un tiempo pensando en algo. No sé si te va a gustar. Pero hoy por hoy no podemos hacer otra cosa y es la mejor solución.
El otro lo miró confundido.
—Nos tenemos que ir —siguió Antonio—. Abandonarlo todo y dejar este lugar.
Ciro cada vez se mostraba más asombrado.
—¿Y dónde quieres que vayamos? Ya hemos huido hasta aquí.
—Ya, pero aquí es como estar a la vuelta de casa. El Destripamuertos tarda dos horas en llegar hasta aquí, hace su trabajo y se vuelve donde cojones sea. No, Ci’, nos tenemos que ir de verdad, desaparecer en serio.
—¿Y Peppe el Cardenal?
—Que él se arregle sus mierdas. Estoy cansado de Peppe. Nosotros nos vamos y si te he visto no me acuerdo. Que con los follones que tiene no va a venir a buscarnos. Y si el Destripamuertos lo encuentra…, problema resuelto, nosotros dentro de unos años podemos volver a casa y a lo mejor ocupamos su lugar. Y quién sabe, puede ocurrir también que al final con todo este follón nos convirtamos nosotros en los nuevos capi. ¿Te gusta la idea, eh…, cómo suena? Don Ciro Surace.
Antonio miraba a su hermano con ojos entornados y una media sonrisa. Igual que cuando eran pequeños e iban a mangar cigarrillos al puesto de la plaza. Una sonrisa a la que Ciro no sabía resistirse.
—¿Y dónde querrías irte, Anto’?
—¿Y todavía me lo preguntas? Donde tenemos nuestro dinero. En España.
Los hermanos Surace, bien educados por la madre en los principios del ahorro y la previsión, a lo largo de los años habían sisado en cientos de partidas de droga, cada vez que esta cambiaba de manos de un grande a un pequeño proveedor algo de dinero caía siempre en sus bolsillos. Tampoco demasiado, no fueran a descubrirlos, sino lo justo por los riesgos que asumían y por los cabrones, como Peppe el Cardenal, a los que tenían que soportar. También seguían extorsionando, más en recuerdo de los viejos tiempos que por necesidades reales, impuestos honorables que de un modo u otro podían ser restituidos. Porque eso de ir por ahí dando escarmientos ya no les apetecía. Así que, en veinte años de honrada carrera criminal, además de lo realizado en los clanes, habían logrado reunir ingresos extra que habían invertido en el exterior. Una especie de fondo de pensiones para cualquier contingencia, nada excesivo ni demasiado aparente. Un par de restaurantes, un establecimiento de baños, cinco o seis apartamentos y acciones minoritarias en algunas grandes sociedades, serias, fiables. Todo registrado a nombre de un testaferro, obviamente.
Como les había enseñado mamá.
Ciro se quedó pensándolo. La idea de tomarse un descanso no le disgustaba en absoluto, hacía años que trabajaban demasiado y Antonio además tenía ese problemilla del corazón, un poco de reposo no le iba a sentar mal.
—¿Dices que a España? —rumió en voz alta.
—¡A España! Playa, sol, mar y mujeres, y nos volvemos cuando todo haya pasado.
—¿Y si no pasa?
—Si no pasa nos quedamos en España. Seguirá habiendo sol, mar y mujeres. ¿Cuál es el problema?
Los hermanos se dirigieron al aparcamiento dejando el portón blindado de la nave abierto. Faltaba poco para que llegara el primer camión de la mañana, pero además nadie tenía el valor de robarles.
Ciro caminaba delante, con mil pensamientos en la cabeza. Antonio le seguía detrás y sabía que estaba a punto de convencerle. Conocía a su hermano y sabía que ya iba a ceder. Llegaron al Porsche Cayenne con los cristales tintados. No eran unos apasionados de los coches, pero sabían que la imagen y los símbolos contaban, y que también con el coche hay que demostrar quién es el que manda.
Ciro abrió la puerta del conductor. La cabeza baja mirando un punto cualquiera del interior del habitáculo. Permaneció de pie, en silencio. Antonio tenía abierta la puerta del copiloto y miraba a su hermano menor, jamás hubiera hecho nada sin él. Los Surace siempre iban juntos.
Mamá lo hubiera querido así.
Ciro subió la cabeza. En su cara apareció una enorme sonrisa.
Antonio sonrió también. Estaba hecho.
Ciro, cargado de adrenalina, dio con la palma de la mano en el techo.
—¡Vamos a España! —gritó.
Antonio alzó una mano al cielo como un gran torero.
—¡Olé!
El disparo de la carabina hizo estallar el cráneo de Ciro.
Un fragor lejano y mitigado. Una nube de sangre. La cabeza que rebota de lado con violencia. El cuerpo que rueda golpeando contra el vehículo y luego cae silencioso al suelo. Un montón de trapos viejos y cerebro.
Antonio quedó boquiabierto ante el rostro de su hermano hecho pedazos. La sangre saltando a borbotones. La sonrisa congelada en una exclamación de alegría mientras la frente se abría como la cáscara de una nuez.
El segundo disparo lo alcanzó en las piernas. Antonio esperó un instante de más, allí inmóvil de pie aferrado a la puerta. El proyectil de la carabina le destrozó la rodilla derecha. Un disparo perfecto. Cartílagos, huesos y sangre se mezclaron con el aullido de dolor.
Cayó al suelo con sus ciento treinta kilos. Intentó levantarse agarrándose a la puerta para meterse en el habitáculo del coche. Último intento del instinto de conservación. El culo gordo sobresalía mientras intentaba arrastrarse al interior.
Otro disparo más. Esta vez en la rodilla izquierda. Entró por la parte posterior y salió por delante, dejando un agujero negro donde antes había estado el menisco. El grito de Antonio llenó el Porsche y al final su cuerpo obeso resbaló sobre el asfalto. Se tumbó en posición supina tratando de arrastrarse hacia la entrada de la nave; las rodillas deshechas dejaban dos líneas de sangre sobre el asfalto, paralelas y brillantes bajo las luces de las farolas.
Antonio se arrastraba aullando y esperaba un golpe de gracia que no llegaba.
Se acercó a la entrada, a la salvación.
Gritó ronco y desesperado:
—¡’Uaglio’, deprisa! ¡Venid aquí!
Dos senegaleses se asomaron al portón con las escobas en la mano. Miraron a su empleador tirado en el suelo. El mismo que siempre les había llamado «perros» y «monos». Uno de los dos fue a acercarse a Antonio, el otro le sujetó por un brazo indicando algo frente a ellos, pasado el aparcamiento, pasado el SUV con las puertas abiertas, pasadas las franjas de sangre que conducían a Antonio.
El hombre avanzaba con paso resuelto. Sin correr. Tranquilo y silencioso. Se había tomado el tiempo necesario para guardar la carabina y se había encaminado a través de la maleza y los campos sin cultivar que rodeaban la zona industrial. Había recorrido los cien metros que lo separaban de sus blancos y ahora entraba en el aparcamiento de la nave. Iba vestido de negro. Los brazos colgando a lo largo de los costados y en la mano derecha una pistola. Una Beretta. Una semiautomática de corto retroceso.
Quince cartuchos de calibre 9 milímetros Parabellum.
Antonio, entre el dolor y el miedo, sintió los pasos tras de sí y se volvió revolcándose por el suelo como un cerdo, las piernas inertes y sin vida.
—¿Quién eres tú? ¿Qué quieres de mí? ¿De dónde sales?
El hombre vestido de negro permaneció en silencio, mirándolo desde arriba.
—¡Te pago! ¡Te pago! ¡Te doy todo lo que quieras! ¡Detente, te lo ruego! ¡Te lo ruego!
El hombre levantó el brazo recto, alineando alza y mira, apuntando a la cabeza del mayor de los hermanos Surace.
—¡Oh, mamma mía! ¡Oh, mamma mía! ¡Socorro, mamma!
El hombre de negro sonrió.
—Tienes razón, la familia es importante. La familia lo es todo —dijo con voz ronca.
El disparo de pistola resonó en el aparcamiento. El proyectil se clavó entre los ojos de Antonio y su cabeza cayó al suelo con violencia y ruido de huesos rotos.
El hombre volvió a disparar. Dos disparos al corazón. Luego levantó la vista hacia los dos senegaleses que lo miraban demudados. No dijo nada. No hizo nada. Se volvió en silencio y se fue andando entre la maleza y los campos sin cultivar que rodeaban la zona industrial.
Los negros miraron el cuerpo en el suelo. Volvieron al almacén, cogieron sus cosas y desaparecieron para siempre.
2
El verdadero nombre de Mika era Andréi, o mejor, Andréi Vasílievich Volkov, y evidentemente no era búlgaro. Había nacido a principios de los años setenta en lo que había sido la Unión Soviética. En la ciudad de Novosibirsk, en el Distrito federal de Siberia, entre el hielo silencioso del invierno ruso y las industrias metalúrgicas que proveían a un continente entero. Su padre le había llamado Andréi en honor al príncipe Andréi Nikolaévich Bolkonski, su personaje favorito de Guerra y paz. Había sido un individuo complejo y contradictorio, cautivado, a su pesar, por el regio pasado zarista, pero devotamente fiel a los dogmas del Partido Comunista, y así le había dado el nombre de un hombre fascinante e inteligente, que presa de la cruel seducción de la guerra había abandonado a su mujer encinta para irse a combatir contra las tropas de Napoleón Bonaparte, lo que le llevaría a vivir un largo camino de elevación espiritual, que lo conduciría, a través de la desilusión y el amor correspondido por la joven Natasha, a encontrarse a sí mismo en un nuevo campo de batalla.
Andréi, alias Mika, no era un príncipe, no había abandonado a ninguna mujer encinta y sobre todo no había combatido en Austerlitz contra el emperador francés, sino mucho más sencillamente en Chechenia, entre cuerpos torturados y atados con alambre de espino y fosas comunes excavadas con el buldócer. Él no había experimentado ninguna iluminación, ninguna llamada espiritual o camino de redención. Solo había comprendido que lo que hacía le gustaba. Había descubierto el gusto por la sangre, el sutil goce del sufrimiento del otro, la orgullosa omnipotencia de decidir sobre la vida y la muerte. A partir de esta nueva conciencia, el paso hasta convertirse en mercenario había sido muy corto. Desertó del ejército, cambió de nombre y bandera y se ofreció al mejor postor. Había combatido en todas partes donde hubiera guerra, en África y Oriente Medio, en los Balcanes, y luego de nuevo en Chechenia, en la segunda guerra de independencia, pero esta vez en la parte de los chechenos, que le pagaban en dólares por matar a sus hermanos rusos. El asunto no suponía un problema. Ya no.
Andréi nunca había dejado de pensar con nostalgia en los gloriosos tiempos de la guerra y la batalla, incluso ahora que habían pasado los años y se había tenido que moderar. Demasiados enemigos y un pasado abultado le habían hecho comprender que tenía que dejar que las aguas se calmaran antes de volver a combatir. Por eso había decidido establecerse en Italia. Había pasado unos años por el talego, aunque por nada importante. Luego se había lanzado a los nuevos negocios, de pequeños fraudes a falsificación de documentos, tráfico de drogas y tráfico de armas al por menor. La nueva vida no le satisfacía, se sentía desperdiciado, como un gran artista obligado a hacer de pintor de brocha gorda. Aquello era lo que le había deparado la vida y tenía que aceptarlo, al menos por el momento, pero no le impedía mantenerse en forma.
En lugar de un puto pintor de brocha gorda, él era un genio renacentista de la tortura, un profeta del sufrimiento.
Andréi sonrió, divertido por sus pensamientos infantiles. Miró alrededor la penumbra de la habitación, los ordenadores encendidos y los aparatos de vídeo. Aquel se había convertido ahora en su refugio del mundo exterior, de los fantasmas armados del pasado, pero también de las figuras grises del presente. Odiaba a aquellas personas: empleados, comerciantes, amas de casa, obreros, dependientes. Todos idénticos a sí mismos, con vidas iguales, pensamientos iguales, casas, coches, hijos, perros iguales. Todos repetidos hasta el infinito, como reflejo de un túnel de espejos. Sonrientes o lastimeros, felices o tristes, siempre eran inexorablemente falsos. Fantoches de cartón piedra, con una existencia lineal y simple. Un largo hilo recto tendido desde el nacimiento hasta la muerte, sin recodos, sin nudos, sin sentir el sabor de la sangre y la batalla, sin estar vivos. Su vida, por el contrario, había sido un ovillo inextricable. Un amasijo informe de odio, miedo, goce, violencia. Y, en el fondo, aunque encerrado en aquella mierda de refugio, sabía que la amaba.
Se sirvió un vaso de vodka. Del bueno, no la porquería que había endiñado el día anterior al abogado y a su amigo. Total, ellos no eran rusos y no iban a apreciar la diferencia. Se lo bebió con gusto, chascando los labios.
Se acordó de Impasible, el napolitano. Él era diferente, no un personaje gris. Era como él, un combatiente. Alguien que había probado el gusto de la sangre. Se había dado cuenta enseguida, lo había olido. Tenía los ojos negros sin expresión, como un pozo donde puede desaparecer un cadáver.
Lo que hacía todo aquello precioso. Por fin un adversario digno de él.
Andréi se sirvió otro vaso y abrió uno de los armarios metálicos del refugio. Sacó un bulto de tela tosca, verde militar. Lo dejó sobre una de las mesas y se sirvió otro trago paladeando el momento; luego aflojó las cintas con que estaba atado. Lo extendió sobre la mesa con una mezcla de estupor y sensualidad. Sonreía, sus ojos brillaban.
Era feliz.
Los instrumentos brillaron a la luz tenue de la penumbra. Hojas afiladas y acero reluciente. Los conservaba como un tesoro, como una reliquia de los años pasados. De tanto en tanto, cuando era presa de la nostalgia, volvía a jugar con ellos, los acariciaba con melancolía, pasando las yemas de los dedos por el borde afilado de la hoja, poniéndoselos con pasión en la garganta. Imaginando, recordando. En ocasiones se había cortado. Sin dolor. Soltando una gota, un fino reguero de sangre que daba sentido a aquellos instrumentos tan amados.
Los miró con deseo. Hojas curvadas y rectas, dentadas y lisas. Muchas habían sido robadas en las salas de operación de los campos de batalla, otras habían sido adquiridas por puro deleite. Andréi se demoraba en escoger, gozando en la espera como un amante atento que se emplea con pasión en los preliminares. Otro trago de vodka y una amplia sonrisa. Había elegido.
Un instrumento particular. Afilado y curvo. Pequeño y manejable. Ideal para intervenir con precisión. Ya lo había usado hacía poco tiempo, nada más llegar a Italia, con una prostituta de no recordaba qué país. Una espléndida experiencia que le había reportado grandes satisfacciones. La chica había acabado en un vertedero a las afueras de la ciudad. Pero luego, desgraciadamente, había tenido que renunciar a aquellos pasatiempos, demasiado arriesgados en tiempos de paz.
Ahora tenía curiosidad por descubrir nuevas aplicaciones y usos para aquel instrumento. Lo mismo se inventaba algo. A fin de cuentas, ¿no era un artista? Y un artista siempre sabe improvisar, experimentar, crear.
Por ejemplo, si tenían que entregar a Michele a unos compradores, en ninguna parte estaba escrito que tuviera que conservar los ojos.
Preparó una nueva jeringuilla de propofol, aunque luego lo desechó. Si lo sedaba, acababa para él toda la diversión. Recuperó la llave del cuarto de los juegos. Se dio cuenta a su pesar de que estaba excitado, sentía bajo los pantalones la dura presión de una fuerte erección. Sonrió.
El amor no se gobierna.
Quitó el candado y abrió la pesada puerta de metal. Una lengua de luz penetró en la estancia.
Michele estaba tumbado en el suelo. La espalda contra el pavimento, las piernas estiradas y los brazos sobre la cabeza. La boca cerrada, el mentón cubierto de baba y de sangre. No daba señales de vida.
Andréi se preocupó, evidentemente debía de sufrir algún tipo de intolerancia al propofol. El ruso hizo una mueca. Comprobó las ligaduras que le ataban las muñecas y luego le puso una mano en la garganta para comprobar el pulso. Estaba vivo. Su inversión estaba asegurada.
Se permitió una sonrisa, aferró con fuerza el instrumento de acero. Hubiera sido necesario despertarlo para poderse divertir. No sabía bien por dónde comenzar. Solo en otra ocasión había sacado los ojos, pero había sido en el campo de batalla y lo había hecho deprisa utilizando un viejo cuchillo deforme. Ahora era diferente, tenía el instrumento adecuado y todo el tiempo que quisiera.
Se sentó a horcajadas sobre el estómago de Michele. El prisionero gimió. El ruso consideró que se trataba de una posición decididamente inconveniente, pero el asunto no le incomodaba, empuñó de nuevo el instrumento y se tocó entre las piernas. Su erección parecía haber aumentado. Luego, después de jugar, tendría que ocuparse de ella.
Levantó uno de los párpados de Michele, vio el blanco de los ojos y las pupilas negras e inmóviles. Todavía estaba inconsciente. Decidió comenzar de igual modo, el dolor lo despertaría.
Se inclinó sobre Michele. Casi rozándole la cara, respiración contra respiración.
Acercó la hoja curva…
Las pupilas de Michele se movieron. Lo contemplaron en la penumbra. Ambos hombres se miraron. Michele sonrió. Algo brillaba atrapado entre sus dientes. Una cuchilla.
Los brazos del prisionero saltaron de repente. Atados con las bridas, agarraron la nuca del ruso en un violento abrazo.
Michele tiró hacia abajo de su enemigo aplastándolo contra sí. El brazo armado quedó atrapado entre los dos cuerpos. Michele fue rápido. El cuerpo dispuesto y cargado. Un muelle a presión que por fin podía liberar toda su agresividad. El ruso se había dejado coger desprevenido, el deseo y la presunción le habían hecho vulnerable. Trató de soltarse, pero era inútil. Todo sucedió demasiado rápido.
Michele le bajó la cabeza con rabia, apretó más aún los dientes y posó un beso cruel en uno de los ojos del ruso.
La cuchilla cortó lo que se podía cortar: párpado, pupila, los labios de Michele y el orgullo de Andréi.
El dolor fue desgarrador. El ruso empezó a aullar con la cabeza sujeta por una mordaza y el hierro lacerándole la carne. Michele meneaba con fuerza la cabeza. Quería asegurarse de que estaba haciendo daño. Sentía la sangre del ruso empaparle la boca y el mentón.
Movió el cuerpo de lado. Escupió la cuchilla en un coágulo de saliva y sangre. Se arrastró rápido hacia la salida de la habitación. El ruso se llevó las manos a la cara. La sangre le manaba entre los dedos. El dolor se había apoderado de cada parte de su cuerpo. Michele salió tratando de cerrar la puerta. El ruso se levantó aullando y se lanzó contra él. La puerta se abrió de par en par con estruendo. Michele perdió el equilibrio en la sala de los ordenadores. El ruso cayó al suelo de rodillas. Michele le dio una patada en la cara, se volvió, vio la tosca tela militar verde y el brillo de las hojas afiladas. Se hizo con una y logró cortarse las ligaduras.
El ruso otra vez de pie avanzó hacia Michele. Medio rostro cubierto de sangre. Todavía empuñaba en las manos la cuchilla curva. Michele había agarrado un bisturí y estaba dispuesto a jugársela hasta el final.
Se miraron un momento. Estudiándose en silencio. Eran conscientes de que uno de los dos no saldría vivo de allí. Michele estaba dispuesto a morir o matar. Lo estaba desde hacía mucho tiempo, desde una noche en que la muerte lo había despertado en el silencio de su catre en la cárcel. Andréi no contemplaba esa idea, solo quería vengarse, matarlo, hacerle sufrir. Sentía lo que le quedaba de ojo latir como una masa informe de dolor que le martilleaba el cerebro. Estaba enloqueciendo. Ya no le importaba el dinero, los clientes del abogado podían irse a la mierda. Solo quería venganza, como únicamente un soldado ruso puede quererla.
Comenzaron a moverse en círculos. Brazos extendidos y la mirada fija en el adversario. Michele trataba de desplazarse hacia el lado derecho de Andréi, puesto que su adversario tenía menor visión por el ojo herido. El ruso se movía a saltos. Demasiado dolor, demasiada rabia. Asestó el primer mandoble sin mirar y sin miedo. Michele lo esquivó de pura suerte. Vio la hoja lanzar un tímido reflejo al rozarle la cara. Intentó una estocada. Solo un amago para evaluar los reflejos del adversario. Andréi se movió rápido, la adrenalina era el titiritero que tiraba de sus hilos.
Michele probó una estocada más decidida. Vio al ruso balancearse retrocediendo y trató de aprovecharse. Se movió rápido hacia delante descubriendo su guardia y entendió demasiado tarde que era una trampa. La hoja curva del mercenario le penetró rápida en el antebrazo. Un cuchillazo seco, semejante a un latigazo que te abre un tajo. Michele apretó con fuerza el bisturí. Logró no perder el arma a pesar de que el dolor le estallaba en el cerebro. Retrocedió rápido y vio una mueca en el rostro desfigurado de Andréi. La lucha con el cuchillo era su gran pasión, solo por detrás de la tortura, fruto de su juventud en el ejército ruso.
Ahora estaban a la par.
Michele sentía cómo le temblaba el brazo. La hoja había entrado profundamente y él se taponaba la herida con la otra mano, moviéndose torpe alrededor del ruso. Por un instante se vio a sí mismo con los ojos de la mente: entregado a un sanguinario cuerpo a cuerpo con un sádico militar del Este, en el centro de una estancia entre ordenadores y cables, en un sótano bajo las calles de Milán, después de por fin salir del talego. Se le escapó una carcajada histérica, alucinada.
Andréi no comprendió. Pero ante la duda atacó de nuevo. Un golpe rápido y preciso en el rostro. Michele se apartó con un segundo de demora. Sintió un leve ardor en la mejilla y enseguida correrle la sangre por la cara. Solo un arañazo, pero suficiente para tomar nota de que el ruso era demasiado para él.
Entendió que si quería salir de aquella situación tenía que estar dispuesto a sacrificar algo de sí. Tomar conciencia de ello no lo alteró demasiado, en el fondo sabía de sobra que todo tenía un precio y que tendría que pagarlo cada día de su vida. Se movió torpe y sin coordinación, llevando el hombro izquierdo hacia delante, en un desmañado intento de ataque. El ruso lo esquivó con facilidad, fluido y armonioso, desentendido de su herida, avanzó a la izquierda, hacia el hombro descubierto de Michele, y atacó.
Un golpe feroz, intencionado. La hoja curva se hundió en el hombro con facilidad. Se clavó profundo, cortando tejidos y músculos. El dolor le sacudió de inmediato. Michele aulló.
Había sacrificado algo de sí. Había pagado su precio.
El brazo se le dobló como un muelle y se agarró a la muñeca del ruso. Pero en vez de oponerse y buscar alejarse de aquella hoja que se hundía, se aferró a ella con fuerza tirando hacia sí, haciendo penetrar el acero templado aún más a fondo. Andréi no tuvo tiempo de asombrarse, se había inclinado hacia el adversario y esperaba su resistencia, no su apoyo. Se echó hacia atrás instintivamente, aumentando la distancia del cuerpo a cuerpo y descubriéndose.
Los golpes de Michele fueron inmediatos, de abajo arriba, directos al vientre de Andréi. Sintió el bisturí hundirse con facilidad en el estómago del ruso. Impasible se movió histérico y rabioso. Uno. Dos. Tres golpes. Cada vez más hondos, todos en el vientre. El ruso no tuvo tiempo de gritar, las palabras se le morían en la garganta, solo un sollozo se abrió paso entre sus labios. Pero no era dolor, era sorpresa, puede que admiración. Hasta la cuarta estocada no logró parar el brazo de Michele, pero ya era inútil. El bisturí había excavado, cortado, lacerado. Sentía los músculos abdominales contraerse en espasmos incontrolados y un calor desconocido subirle por el estómago.
La mano izquierda de Michele tenía sujeta la muñeca del ruso a la altura de su hombro, con una hoja de acero profundamente clavada. Su muñeca derecha estaba sujeta por Andréi. Estaban enganchados el uno al otro, en un macabro ballet, pero Michele sabía que no iba a durar, los golpes se habían dado a conciencia y pronto todo habría terminado. La resistencia del ruso se hizo cada vez más débil. Michele sintió la presa del ruso hacerse más suave y no vaciló. Dio un tirón liberando la muñeca y hundió de nuevo el bisturí. Entró fácil, pero esta vez no echó hacia atrás el brazo, tiró hacia arriba rasgando carne y ropa.
Andréi puso los ojos en blanco y abrió de par en par la boca, pero tampoco en aquel momento gritó. Soltó la presa del hombro de Michele dejando caer el brazo. Las piernas se le doblaron y el cuerpo se desplomó. Se plegó sobre sí mismo en posición fetal, mientras un charco de sangre se extendía en el suelo. Impasible sentía el pecho jadear frenético. Suspiró profundamente mirando a su enemigo.
Dolor. Miedo. Adrenalina. Sangre. Un torbellino incomprensible en su interior.
El ruso jadeaba cada vez más lento. Se sujetaba el estómago desgarrado tratando de parar la hemorragia, pero la sangre se le escurría entre los dedos y cada vez estaba más pálido. Michele se miró el hombro herido. Se apoyó en una de las mesas, agarró la hoja curva que todavía tenía clavada dentro y con cautela se la sacó. Otra vez el dolor reventándole en la cabeza. Tuvo miedo de desmayarse. Tenía que permanecer lúcido. Vio la botella de vodka abierta sobre un escritorio. La cogió por el cuello. Le dio un largo sorbo. Sintió las heridas de la boca arderle al contacto con el líquido.
Mejor, así se desinfectarían.
Se acercó al ruso en el suelo sujetándose el brazo herido, pero sin soltar el bisturí.
—La cadenita.
Tenía la voz débil.
El ruso alzó la cabeza. Le faltaba el aliento y tenía la mirada perdida. El dolor le había arrasado definitivamente.
Michele se acercó todavía más.
—¡La cadena! ¿Dónde cojones has puesto mi cadena?
El ruso murmuró algo incomprensible.
—’Uaglio’, si quieres que te mate deprisa tienes que decirme dónde está la cadena.
Ambos sabían que con aquellas heridas el ruso moriría, pero que lo haría al cabo de mucho rato. Iba a ser una muerte larga y dolorosa. Michele le proponía un fin rápido sin más sufrimientos. Un intercambio equitativo.
Andréi lo sabía y aceptó el acuerdo.
—Escritorio… seg… segundo cajón.
Simple y previsible.
Michele hurgó y encontró lo que buscaba. Se la metió en el bolsillo.
Volvió hasta Andréi, se inclinó y sin vacilar le cortó la garganta. Un tajo rápido y profundo, mientras el ruso le miraba. Un borboteo de la boca totalmente abierta. La sangre seguía extendiéndose sobre las baldosas gastadas.
Andréi murió a los pocos segundos.
Michele estaba cansado, débil, herido. Dejó caer al suelo el bisturí, que resonó en la estancia. Metió una mano en el bolsillo y sacó la cadenita. Se la puso ante el rostro. Fina y delicada, parecía el cabello de un ángel. En cambio, su mano estaba cubierta de sangre, un guante rojo y brillante.
Sonrió y volvió a suspirar.
Ahora solo tenía que esperar a su amigo el abogado.
3
El abogado De Marco estaba de buen humor. Era una mañana espléndida, el sol pálido y el aire frío hacían todo menos miserable: el barrio, las calles, las caras. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se sentía bien. Caminaba rápido tratando de reprimir las ganas de dar saltitos. Las residuales dudas morales, si es que las había sentido, habían desaparecido ante el desayuno: un café sin azúcar y tres rayas de colombiana purísima. Lo mejor de lo mejor, que le había pasado a crédito uno de sus camellos de confianza, un albanés con la cara marcada que lo había mirado dudoso. Pero esta vez el abogado había exhibido la sonrisa de las grandes ocasiones, la de los viejos buenos tiempos, y le había asegurado que pronto, o mejor, prontísimo iba a saldar todas sus deudas, las viejas y las nuevas. El albanés había decidido creerle. Total, si no pagaba le iba a romper las piernas. Pero el abogado parecía seguro de lo que decía, como si llevase en el bolsillo el boleto premiado de la lotería. Un boleto que llevaba el nombre de Michele Vigilante.
Llegó al portal de su socio con una expresión obtusa estampada en la cara. Dio tres timbrazos rítmicos, para dar cauce a la euforia que le había provocado la coca. Entró silbando con alegría. Superó las barreras: puerta, reja y portal blindado. Entró en la estancia subterránea con el cerebro todavía embotado por la droga y la sonrisa estampada en los labios.
—¿Mika?
Miró a su alrededor excitado, sorbiéndose la nariz y frotándose las manos. La habitación estaba aún más oscura de lo habitual, muchos monitores estaban apagados.
—Mika, ¿dónde te has escondido? Tengo grandes novedades. Mejor de lo que esperábamos.
Amagó un par de pasos inciertos. En la sombra vio una mancha oscura en el suelo. Sangre. Un pensamiento le recorrió la mente. ¿Qué carajo ha liado este búlgaro de mierda? Como se le haya ido la mano y lo haya matado, adiós dinero.
Se movió rápido y alterado, adiós sonrisa, preocupado por su inversión. La mancha de sangre seguía por detrás de uno de los escritorios, ancha y brillante como una autopista. Demasiada sangre, decididamente demasiada. Maldito búlgaro del car…
El búlgaro estaba allí, tirado en el suelo, congelado en su última agonía. Se sujetaba el abdomen desgarrado. La boca abierta y la garganta rebanada.
Entre la coca y la adrenalina el cerebro del abogado se cortocircuitó. Veía la escena, pero no la comprendía, como si los ojos se negaran a conectarse con el cerebro. Era como mirar un cuadro, uno de esos colgados en las iglesias en que se representa el sacrificio de los mártires. Solo puedes contemplarlos con frío interés y tranquila admiración.
—¡Bienvenido de nuevo, abogado!
Umberto se volvió lentamente. Era inútil escapar.
El primer golpe con la botella de vodka le alcanzó en la sien. Se sorprendió. No le dolió. No mucho. La botella no se rompió como en las películas. Era vidrio grueso, material de calidad. Solo un ruido sordo y una sensación de sacudida al movérsele la cabeza de lado.
El segundo golpe ni siquiera lo sintió. Solo percibió que las rodillas se le doblaban y caía al suelo desnudo. Vio la sombra de Michele alzando el brazo para el tercer golpe y luego nada más.
Impasible dejó la botella en el escritorio y estiró el brazo sacudiéndolo ligeramente para soltar los músculos. Se sentía entumecido y cansado, había perdido mucha sangre. El otro brazo era un cúmulo de dolor latiente que le retumbaba en la cabeza y le enervaba. Mientras esperaba al abogado se había desinfectado la herida con media botella de vodka y había logrado ponerse una suerte de vendaje con la camiseta del ruso cortada en tiras. En conjunto no era nada del otro mundo como cura médica, la herida se iba a infectar seguro, pero al menos había dejado de sangrar y la venda apretada le había devuelto un mínimo de movilidad. Valoró la idea de otro trago de vodka, pero lo descartó. Tenía droga en el cuerpo y tenía que tratar de permanecer lo más lúcido posible. Todavía tenía muchas cosas que hacer.
Arrastró al abogado hasta la pared y le puso sentado. La espalda contra la pared y la cabeza gacha. Le ató las manos con una de las bridas de Andréi. Se apoyó sobre uno de los escritorios y gozó por un instante de la paz y el silencio de aquella habitación.
Nadie había podido oír los gritos.
Umberto De Marco, letrado de renombre, abogado defensor de la Corte de Casación y yonqui sin remisión, volvió en sí en unos minutos. Movió lento la cabeza, balanceándola al ritmo de una música que solo oía él. Abrió los ojos agitando los párpados para enfocar en la penumbra.
—Hola, Umbe’ —dijo tranquilo Michele.
El hombre tomó conciencia de la situación. No se lo podía creer, no le parecía posible que toda la suerte se le fuera a la mierda tan rápidamente. De los cielos a los infiernos. Una vez más. Otra vez el inútil viaje que había hecho toda su vida.
—Hola, Michele. —Se sentía extraño. Tranquilo y resignado.
—¿Quieres decirme cómo cojones se te ha pasado por la mente? —En su voz había una verdadera curiosidad.
El abogado no respondió. Tenía montones de justificaciones en la cabeza, montones de motivos y excusas preparadas, pero sabía que él ya se las conocía todas, así que se limitó a encogerse de hombros frunciendo los labios. Volvió la mirada hacia su compadre con el vientre abierto en el suelo, luego miró ante sí. Ahora era él quien tenía una pregunta. Una pregunta que no hizo, que quedó suspendida en el aire.
—La cuchilla de tu maquinilla —respondió Michele—. La desmonté y me la metí en la boca.
El abogado le miraba en silencio. Seguía sin comprender.
—Lo aprendí en la cárcel, Umbe’. Los marroquíes se la colocan entre las encías y la mejilla para que no se las encuentren y la usan dentro como arma. Si tienes cuidado consigues no cortarte. Algunos las envuelven con papel y se las tragan, una manera como otra cualquiera de que te lleven al hospital. Yo, después de la que me liasteis tú y tu amigo, me arriesgué a tragármela. Tuve que meterme dos dedos en la garganta para expulsarla, y créeme que duele.
Umberto miró el cuerpo del ruso, pero permaneció en silencio.
—Es verdad, a él le ha dolido más que a mí…
No era una ocurrencia. Tampoco una ironía. Solo una fría constatación.
—¿Cuánto te había prometido Peppe el Cardenal?
El abogado puso los ojos en blanco. No era la pregunta que se esperaba, pero tras un segundo de vacilación decidió contestar.
—Mucho.
—¿Dinero o droga?
—Ambas cosas.
—Siempre has sido codicioso. Te hubiera bastado con lo que te daba yo —dijo Michele bajando del escritorio. Se acercó a su examigo mirándole fijamente a los ojos y le registró los bolsillos de los pantalones. Encontró las llaves de su casa y las de un Mercedes. Seguramente con los plazos vencidos y próximo al embargo.
—¿Dónde está aparcado?
—Junto a la gasolinera.
Michele asintió, volvió al escritorio tocándose el brazo herido y empezó a trastear con los juguetes del ruso.
El abogado apoyó la cabeza en la pared esperando en silencio. Se había visto reflejado en los ojos de Michele y había comprendido que había vuelto a ser el de antaño. Inútil pedirle clemencia o perdón. Ya había decidido cuál sería su destino y quizá no le disgustara tanto: se había acabado, de un modo o de otro, se había acabado. Nunca más llantos ni recriminaciones. Nunca más los síndromes de abstinencia ni el frenesí de ponerse, los asuntos de dinero, las súplicas a los camellos, los compromisos consigo mismo, las falsas excusas para su conciencia muerta y sepultada. Nunca más.
De pronto se sintió ligero. No tenía familia, no tenía futuro, no tenía nada, y la sorprendente consideración de que iba a acabarse todo en aquel momento le hizo sonreír. Puede que Michele todavía fuera su boleto premiado de la lotería.
Impasible se volvió empuñando el mismo bisturí con que había matado al ruso. Quería ser coherente. El abogado cerró los ojos conteniendo la respiración, percibió la sombra de su amigo que se acercaba y se inclinaba sobre él. Le puso una mano en la frente sujetándole contra la pared.
Apretó los dientes preparándose para el dolor.
Y el dolor llegó. Desgarrador y sorprendente. Cruel e inesperado.
Michele le estaba cortando una oreja.
El abogado comenzó a aullar y a soltarse. No era eso lo que había esperado.
Michele siguió con su trabajo, aunque no estaba particularmente satisfecho. Umberto no paraba de moverse y el corte no era exacto ni limpio. El ruso hubiera sabido hacerlo mucho mejor, descanse en paz.
Michele terminó lo que había empezado tirando la oreja cortada en mitad de la habitación. El abogado seguía aullando y llorando. La sangre le corría por el cuello y le caía por la camisa inmaculada. Empezó a boquear en tanto las oleadas de dolor se iban atenuando. La herida latía y un calor desconocido le subía a la cabeza. Miró a su amigo con los ojos turbios y la mente confusa.
El hombre frente a él tiró el bisturí al suelo.
—Hay un solo motivo por el que todavía estás vivo. Tienes que ir a casa de Peppe el Cardenal y decirle que no se moleste tanto en buscarme, porque en cuanto haya terminado lo que tengo que hacer seré yo quien le busque. ¿Me has comprendido?
El abogado se sentía a punto de desmayarse. Los ojos se le cerraban.
Michele se inclinó sobre él. Le agarró la cara con fuerza apretando los dedos sobre la herida en carne viva. Quería estar seguro de que recibía el mensaje. El abogado puso los ojos en blanco ante tanto dolor.
Michele le habló despacio.
—¿Me has comprendido? ¡Seré yo quien vaya a buscarlo! Siempre que no llegue antes el Destripamuertos. Digamos que estamos haciendo una competición y que el primer premio es su cabeza. —Luego sonrió; en el fondo, aquella sombra oscura que le había reservado una lápida en el cementerio empezaba a gustarle.
Umberto asintió, y en los ojos del otro no vio odio sino algo mucho más cruel, conmiseración.
Impasible se volvió y sin añadir nada más salió de aquella habitación cerrando el portal tras él.
El abogado se desmayó en la penumbra.
4
El inspector Lopresti había decidido que lo mejor que podía hacer en aquel preciso momento era mirarse los zapatos en silencio y esperar a que pasase el broncazo. Y, como él, también los otros habían optado por la misma sabia estrategia. Hacía casi media hora que el jefe, el comisario jefe Taglieri, se estaba desahogando salvajemente… Antes o después se cansaría de chillar.
La noticia del asesinato de los hermanos Surace había llegado rápida e implacable como los cajones de fruta de su almacén. Los camioneros que tenían que cargarlos y marcharse al reparto eran quienes habían encontrado los cadáveres. Descargadores y mozos, que habían llegado antes de abrir, se habían limitado a verificar que tendrían que buscarse otro trabajo y en nada habían desaparecido entre la maleza que rodeaba el aparcamiento. Eran inmigrantes clandestinos y trabajadores ilegales, ninguno quería problemas. Alguien sin embargo había meado sobre los cadáveres, por darse un capricho.
La Científica aún estaba con las diligencias, pero la autoridad competente ya había contactado con el comisario jefe Taglieri con una llamada de madrugada que le había arrancado de su atormentado sueño. En realidad, nadie había puesto en duda la paternidad de los hechos. Todo el mundo tenía en mente el asunto de las siete lápidas de San Giuliano Campano.
Vigilancias y escuchas desgraciadamente habían resultado inútiles y quien tenía que actuar lo había hecho con la más absoluta tranquilidad. Algo rápido y limpio, pero en cualquier caso de gran efecto. Había poco que inventar; el Sepulturero, como lo llamaban los periódicos, o el Destripamuertos, como lo llamaban todos los demás en los bares y callejones, tenía cierto gusto por el teatro: Vittoriano el Mariscal, muerto rezando ante su propia tumba; Bebè colgado de la lámpara de su casa…
El inspector reprimió la leve sonrisa incipiente de sus labios. No quería que el comisario jefe Taglieri lo notase y dirigiese su rabia contra él.
—… como si no bastase —seguía gritando—, los periódicos lo están jaleando. —Cogió un fajo de diarios y los tiró sobre la mesa—. ¡Y es más! Como el mundo está lleno de gilipollas, esta mañana alguien ha abierto una página en Facebook dedicada al Sepulturero y en menos de tres horas ha tenido más de treinta mil likes, y no os cuento los que la han compartido y los comentarios… ¡Solo de pensarlo se me abren las carnes!
Todo el mundo miraba al suelo. Nadie quería ser quien hablara el primero ni tampoco tenían nada que decir. Habían pasado cuatro días y seguían con las manos vacías. Un fárrago de cotilleos, falsas pistas e indicios de poca monta. Nada concreto, nada con lo que poder iniciar una investigación seria.
El jefe de la Móvil se acercó a la ventana escrutando desconsolado el paisaje. Viejos edificios, coches aparcados en la acerca, tráfico congestionado, farolas que empezaban a encenderse y cuatro árboles desnudos y enfermizos. Sintió aumentar su dolor de cabeza. Se apretó con fuerza el tabique nasal tratando de recuperar la concentración. Se había saltado la comida y ahora empezaba a sentirse débil, pero no era momento de descansar. Había convocado aquella reunión de urgencia por un motivo preciso y quería estar seguro de que sus hombres recibían el mensaje.
—Intentemos hacer balance de la situación —dijo sin volverse, sin dejar de mirar el ir y venir de los coches y lamentando haber rechazado el puesto de secretario del ayuntamiento por el concurso para comisario de policía—. ¿Qué sitios quedan libres en el cementerio?
Cozzolino, que al igual que los demás no había logrado concluir nada de aquella investigación, tomó fuerzas y habló.
—Quedan Peppe el Cardenal, Gennaro Rizzo y… Michele Vigilante.
El comisario jefe asintió.
—Exacto. Peppe está escondido en su casa, no se mueve, y lo mismo sus hombres, que están tranquilos y a cubierto. Ha llegado el momento de llamarlo a jefatura, aunque sabemos que vendrá con su habitual cara de pobre inocente perseguido. Me repetirá por enésima vez que él no es más que un pequeño empresario, casi un indigente, devoto de la Virgen de Pompeya, y que no tiene nada que ver con este feo asunto. Tiempo perdido, pero vamos a probar. En cuanto a Gennaro Rizzo, esperamos un informe de la Interpol, pero será la misma historia de siempre en los últimos años… «No se tienen noticias del nombre mencionado. A día de hoy se desconoce su paradero…». En cuanto a Michele Vigilante, la cosa es diferente. Tenemos novedades.
Lopresti lanzó una mirada a Corrieri. Vigilante era tarea suya. Su colega se encogió de hombros dando a entender que no sabía nada.
—Hoy ha sido un día de grandes novedades. Además de los fusilazos a los hermanos Surace, hace poco me han llamado de Milán para darme la alegre noticia de que se ha encontrado el cuerpo destripado y degollado de un fulano del Este de Europa.
Los hombres de Taglieri se miraron en silencio. Seguían sin comprender.
—Todavía no he recibido toda la documentación ni los informes del caso, pero en los bajos de un edificio se ha encontrado el cadáver de un sujeto con antecedentes penales. Un tal Mika Stojanov, con toda seguridad un nombre falso sobre el que están trabajando los compañeros de Milán. Pero, en cualquier caso, se trataba de un sujeto peligroso, implicado en tráficos diversos, desde documentación falsa a contrabando de armas. Alguien del edificio oyó gritos y llamó al 112, cuando los carabinieri llegaron al lugar encontraron rastros de sangre en el portal y en el pasillo que llevaba al sótano. Los bomberos tuvieron que forzar la puerta blindada y… el lugar parecía un matadero. El cadáver estaba destrozado. Han tomado huellas y restos de sangre de varias personas. Entre ellos los de Michele Vigilante.
Taglieri se volvió, mostrando una expresión seria y tensa.
—¿Qué noticias tenemos de las interceptaciones? —preguntó después de una breve pausa.
Le tocó responder a Morganti.
—Sabíamos que Vigilante tenía conexiones en la ciudad. Un abogado, alguien al que conocía de antes de entrar en la cárcel, un tal De Marco…
—Encontradlo.
Morganti asintió.
—Dos de vosotros os vais a Milán —continuó el jefe—. Dais apoyo a los compañeros, pero vuestro único objetivo será encontrar a Michele Vigilante. Me importa un carajo si en el momento del primer homicidio estaba en el talego. En todo este teatro de títeres es uno de los actores principales y lo quiero de nuevo entre rejas, que ya estaba muy acostumbrado y no le va a impresionar.
Lopresti estaba dispuesto a ganar puntos jugando fuera de casa. Era momento de redimirse, tenía que hacer que se olvidara cuanto antes el hecho de que hubieran matado a los hermanos Surace justo cuando estaban a punto de cogerlos. Pero en el momento de ofrecerse, ya casi a punto de levantar la mano, encontró la mirada de su compañero Corrieri que le miraba con expresión de súplica. Le quedó claro que él, próximo a jubilarse y con el único deseo de estar en casa con su mujercita, no tenía ganas de embarcarse en esa historia. Lopresti titubeó. Corrieri era el típico rajado, un aburrido tocacojones y un vago, pero en el fondo, tuvo que admitir, también era una buena persona.
El jefe lo miraba esperando una respuesta obvia que tardaba en llegar.
—¿Entonces?
Lopresti estaba a punto de ceder.
—Vamos mi compañero Annunziati y yo. Lopresti ha tenido problemas con la cuestión de Michele Vigilante, puede que convenga una perspectiva nueva…
El que había hablado había sido Morganti, ansioso por brillar ante los ojos de Taglieri.
El jefe a su pesar asintió y Morganti se volvió hacia Lopresti sonriendo. Una sonrisa irónica y cortante. Pretendía hacerle quedar como el cretino que además de haber permitido que mataran a los hermanos Surace había perdido a Michele Impasible.
El inspector se quedó sorprendido, se tragó el sapo y tomó nota mentalmente del comportamiento de cabrón de su compañero.
Annunziati en cambio mantenía la mirada fija al frente. Una estatua de sal. Estaba claro que se estaba esforzando por permanecer inmutable y no reírse en su cara. Esos dos desgraciados debían de haber decidido hacía tiempo aquel golpe bajo. Evidentemente sus pasados éxitos y su relación privilegiada con Taglieri habían provocado bastantes dolores de estómago, más de lo que se pudiera imaginar. Bueno era saberlo. Ahora tenía claro de quién podía fiarse y de quién no.
Temperamental e instintivo, pero también leal y correcto, Lopresti se sintió algo culpable por haber pensado mal de Corrieri en el pasado, cuando era mejor que muchos otros. Falsos amigos que mueven el rabo a tu alrededor cuando las cosas te van bien pero que en realidad están siempre dispuestos a quitarte la silla.
—En cualquier caso, comisario, si se me permite —fue el mismo Corrieri quien intervino, con su voz suave y obsequiosa—, hay otras novedades sobre Vigilante.
En un segundo todas las miradas se concentraron en él. También Morganti y Annunziati vieron de pronto entibiarse su triunfo.
El jefe de la Móvil se mostró escéptico.
—¿Cuáles?
—Lopresti y yo hemos tenido ocasión de intercambiar pareceres con algunos compañeros de Antidroga, obviamente respetando al máximo el secreto de la investigación. Nos han confirmado que al menos cinco de los nombres presentes en las lápidas, es decir, Vigilante, Rizzo, los Surace y Giuseppe Notari, o si se prefiere, Peppe el Cardenal, en el pasado habían colaborado todos en ciertas actividades ilícitas, entre otras la introducción y tenencia con fines de tráfico de grandes cantidades de estupefacientes. No sería de extrañar que también los otros dos nombres hayan tenido algún papel activo en los diversos tráficos.
Lopresti logró con dificultad ocultar su estupor tras una expresión absorta y meditabunda, como de alguien que comprendía las profundas implicaciones de la cuestión. En realidad, él no había hablado con nadie y de aquella comunicación no sabía nada en absoluto. Pero le sorprendió la dialéctica de Corrieri, que era más clara y pulida que un atestado de la policía judicial, y sobre todo disfrutó viendo que los dos gilipollas de Annunziati y Morganti se quedaban helados.
El jefe, por su parte, sintió que el dolor de cabeza aumentaba sin remisión y las venas de las sienes le latían frenéticamente.
—¿Y me queréis explicar por qué hasta ahora no sabíamos nada? ¿No lo habéis investigado?
—Claro que lo hemos hecho —explicó Corrieri—, pero se trataba de antecedentes muy antiguos. De hace veinte años, antes de que Vigilante entrase en prisión, y luego…
—¿Y luego? —le apremió Taglieri.
—… y luego los archivos fueron borrados.
La frase quedó flotando en la estancia, entre los calendarios de la policía colgados en las paredes y la foto del presidente de la República mirándolos desde lo alto. Las palabras se agigantaron, se volvieron pesadas y opresivas.
—¿Cómo que «borrados»?
—Alguien se metió en el sistema y borró los archivos de aquel período. Solo dejaron los más recientes. Sobre cada uno de los siete sujetos.
—¿Y los expedientes en papel?
—También han desaparecido.
El comisario jefe Taglieri volvió a apretarse el tabique nasal entornando los ojos.
—Deja que lo entienda. Alguien entró y lo borró todo…, pero para acceder al banco de datos ¿no es necesario introducir una contraseña? Y cada vez que se accede ¿no quedan registrados en la máquina la hora, la fecha y el usuario que utiliza el sistema?
—Sí, exacto —confirmó Corrieri con un hilo de voz.
—¿Y entonces se puede saber quién ha sido el que ha entrado y ha montado este follón?
Corrieri estaba en un aprieto y Lopresti seguía en silencio, muerto de vergüenza.
El jefe empezó a perder la paciencia.
—¡Inspector, dígame inmediatamente quién es el que ha entrado en el sistema!
—Benedetti. El usuario y la contraseña son los del subcomisario Angelo Benedetti. La entrada al sistema y el borrado de los archivos sucedieron el lunes, poco después del homicidio de Vittoriano Esposito.
Benedetti era una persona tranquila, padre de familia y apasionado del tiro al plato. Había entrado en la policía a mediados de los años ochenta, había estado en los destinos más candentes: Campania, Calabria, Sicilia. Él iba siempre donde se le necesitaba, sin protestar y con una sonrisa en los labios. Era respetuoso con sus superiores y amable con los compañeros, preciso y puntual, seguro y de confianza, un policía de la vieja escuela. Alguien con quien era imposible no estar de acuerdo. Todas magníficas cualidades. Menos una.
Estaba muerto.
Fulminado por un infarto hacía tres semanas, justo mientras participaba en un torneo de tiro al plato.
Todos los que se encontraban en la sala habían asistido a su funeral y aportado los habituales diez euros para la corona de flores. Cozzolino había estado incluso entre los que habían llevado a hombros el féretro cubierto con la bandera tricolor.
El jefe no dijo nada. Volvió a la mesa y se dejó caer pesadamente sobre el sillón de polipiel. Nadie se atrevía a respirar. Disero y Cozzolino solo querían estar lejos, Morganti y Annunziati ya no veían motivos para regocijarse, Corrieri y Lopresti ya no buscaban ningún reconocimiento por su trabajo.
Todos habían comprendido lo que estaba sucediendo. Aunque ninguno quería creérselo.
En la comisaría había un topo.
5
Hola, preciosa.
La voz de Michele volvía estridente de su pasado. Una voz joven y alegre que atravesaba los últimos veinte años para volver a golpearlo. Una voz suave y cortante, con un claro deje de maldad.
Con ella, la imagen de una chica. El rostro era un óvalo indefinido, un contorno disgregado y trémulo. Los colores cálidos, difuminados, como en esas viejas películas caseras amarilleadas por el tiempo.
Era hermosa. Muy hermosa. El cabello castaño largo suelto sobre los hombros. Los ojos oscuros y profundos. La piel del rostro lisa y blanca, como de porcelana, los pómulos salientes, pronunciados. La boca carnosa y poderosa. Debía de ser una maravilla cuando sonreía. Pero en aquel momento no sonreía en absoluto. Miraba recelosa a aquel chico frente a ella.
¿Nos conocemos?
Claro. Tú eres Milena, la chica de Franco.
Sí.
No recordaba haberlo visto nunca, como tampoco recordaba al otro joven que se acercaba cruzando la calle.
Soy Michele y este es mi amigo Gennaro. Franco nos pidió que viniéramos a buscarte para llevarte en coche.
No me hace falta, gracias. Tengo moto. Y Franco lo sabe.
El tono de ella era tirante. Aquellos dos no le gustaban, al igual que no le gustaba el coche con el motor en marcha a sus espaldas.
Michele sonrió. Una sonrisa de depredador, bajo dos ojos negros que seguían clavados en la muchacha.
Franco sabe muchas cosas. Pero apuesto a que algunas se le olvidan. Así que vamos, que se nos hace tarde.
Michele la cogió del codo haciendo el gesto de acompañarla. Ella se soltó con violencia. Pura rabia.
Pero ¿de dónde habéis salido? Dejadme en paz, que os monto un escándalo que no os podéis ni imaginar. Empiezo a chillar y baja medio barrio.
Michele se rio. La cocaína le había pegado a base de bien. Le estaba subiendo y le estaba afectando. Se pasó la lengua por los labios y las encías. Los sentía medio dormidos, pero estaba bien así. Además, aquella chica le gustaba. Tenía huevos.
Gennaro Rizzo, a su lado, miraba a izquierda y derecha, vigilando que no viniese nadie a joder. A Michele en cambio se la resbalaba, solo tenía ojos para la chica: para las ondas del pelo que le caían y se rizaban sobre los hombros, para la cazadora vaquera desteñida y ceñida, para la bufanda de lana violeta… y para la cadenita de oro del cuello, fina y delicada, con un pequeño crucifijo colgando, como el cabello de un ángel.
Michele inclinó ligeramente la cabeza a un lado. Luego su mano saltó rápida aferrando la garganta de Milena. De la boca de ella salió un grito ahogado, sus ojos se abrieron de par en par, de miedo. Los dedos del hombre la apretaban con fuerza, se le hundían en la carne, las uñas le arañaban la piel. La muchacha se aferró al brazo que le estaba cortando la respiración en un inútil intento por soltarse.
Gennaro se les acercó en silencio. Se aproximó de costado y le soltó a Milena un puñetazo en pleno estómago. La muchacha se dobló como un junco. Las rodillas cedieron, pero él la sujetó rápido por el pelo, agarrándola con fuerza.
Eh, señorita, no. No te caigas al suelo, que luego hay que recogerte. Lo que tienes que hacer es seguirnos en silencio, sin tocar los cojones. ¿Está claro?
Milena tenía la cara completamente roja. Del rabillo del ojo le caían dos lágrimas. Tenía las venas del cuello hinchadas.
Miche’, suelta, si no esta revienta.
Pero Impasible no oía las palabras de su compadre, era un manojo de nervios. Sujetaba su presa con el brazo rígido de espasmo. Los músculos del antebrazo comenzaron a temblar. Notaba la cadenita de la muchacha enganchada entre los dedos. Sentía la viscosidad de la sangre en la mano.
Miche’, suelta, que se está ahogando. ¡Miche’, suelta!
Gennaro Rizzo lo sacudió. Él aflojó los dedos lo mínimo indispensable para dejar respirar a la muchacha. El aire le llegó a los pulmones como una especie de remolino. El pecho subió desbocado, antes de que Michele volviese a apretarle la garganta.
Has oído a mi amigo, ¿no? Ahora vienes con nosotros sin rechistar.
La muchacha no hablaba. No podía. El miedo y el dolor le habían nublado la mente y cerrado la boca. Puede que todavía esperara que la dejaran en paz, que la dejaran marcharse con la moto, que la dejaran volver con su Franco. Pero aquellos dos no tenían la más mínima intención de dejarlo, no habían hecho más que empezar y querían ponerse manos a la obra, y allí en medio de la calle era demasiado arriesgado.
Gennaro hizo un gesto hacia el coche, que se acercó despacio. Al volante iba Bebè, sin tripa y todavía con todo el pelo, años antes de que alguien le colgara de la lámpara de su casa. Detrás los hermanos Surace, con caras jóvenes y ávidas. Bajaron del coche todavía en marcha y se subieron a toda prisa a la moto de Milena, la arrancaron con un golpe de pedal y se la llevaron lejos por los callejones del barrio. Seguro que para quemarla en cualquier descampado.
Michele y Gennaro arrastraron a la muchacha hasta el coche y se montaron en los asientos de atrás sujetándola inmóvil en el medio. Bebè los miró por el espejo retrovisor.
¿Todo en orden, Miche’?
Claro, guaglio’. Todo en orden. Solo falta que ese gilipollas se mueva.
De detrás de una esquina llegó corriendo el vigía del grupo. El que había dado vía libre a la operación. Un joven, imberbe y timorato Giuseppe Notari, que todavía no se había convertido en Peppe el Cardenal. Entró delante y cerró a toda prisa la puerta del copiloto.
¡Vamos, vamos!
¡No, espera!
El tono de Michele no admitía réplica y Bebè se detuvo en seco antes de meter la primera y darle gas. Impasible sacó la cabeza por la ventanilla mirando hacia arriba. Hacia los balcones y las ventanas de los edificios, pero no vio a nadie. Ni gritos ni nada de medio barrio bajando a la calle. Solo se oyó el ruido de una persiana cerrándose: alguien había decidido que era mejor ocuparse de sus propios asuntos.
Michele le hizo una señal a Bebè y el coche arrancó rápido.
La muchacha respiraba con dificultad, tenía profundas marcas en el cuello. La sangre le había manchado la cadenita y el borde de la camiseta. Lloraba en silencio. Se dobló sobre el asiento, todavía sintiendo que se ahogaba.
Gennaro sonreía satisfecho y Michele miraba fuera del vehículo. Notaba una extraña sensación: a él también empezaba a faltarle el aire. Los efectos de la cocaína se estaban desvaneciendo, había comenzado la fase de bajón y necesitaba volver a esnifar. Abrió ligeramente la ventanilla, pero la situación no mejoró, es más, los sollozos de Milena se le metían en la cabeza y le martilleaban el cerebro. Inspiró para llenarse los pulmones, mientras el coche desaparecía entre los callejones.
Otra misión cumplida.
6
El abogado De Marco estaba hasta arriba.
Tirado en el sofá de polipiel, seguía embadurnando de sangre los raídos cojines bordados de ganchillo. Miraba extasiado las luces de la araña que temblaban y se fragmentaban ante sus ojos, encerradas en bombillas de vidrio, entre pesadas lágrimas de fino cristal que lanzaban reflejos multicolores. Las contemplaba con una sonrisa alelada siguiendo cada fulgor como si fuesen montones de maravillosos arcoíris que habían de conducirlo al tesoro. Pero allí de tesoros y cofres llenos de monedas de oro no había ni rastro; solo un aire viciado, denso, estancado. A su alrededor se movían unos hombres de modales bruscos e impacientes.
La decoración de la habitación se había quedado estancada en los ochenta. Un pesado aparador de madera atiborrado de horribles adornos, una sucesión de bomboneras y marcos de plata de gente probablemente muerta hacía un siglo. A la entrada del salón, una pareja de ancianos aguardaba en silencio, uno junto al otro como perros abandonados. Marido y mujer con la cabeza baja, perfectamente conscientes de que en su casa no tenían derecho a hablar. Alguien los acompañó a la cocina sin muchos miramientos. Debían quedarse allí esperando, tomarse un café y no molestar.
Umberto tenía únicamente una vaga percepción de lo que estaba sucediendo. En el lugar donde se encontraba le habían endiñado dos inyecciones en el brazo, entre los otros agujeros, viejos y nuevos. Después de la primera el dolor se había atenuado, lo sentía lejano y sordo como las oleadas de la resaca. Después de la segunda su cabeza había empezado a flotar, las luces de la araña se habían vuelto relucientes y las voces alrededor confusas. No había logrado identificar de qué droga se trataba, pero era buena y quería más.
Junto al sofá, de un perchero de latón colgaba una bolsa llena de líquido transparente. Siguió con la mirada turbia el tubito que terminaba en su vena. Gota a gota. Luego vio una sombra inclinarse hacia él y una voz que le llegaba de lejos.
—Abogado, ¿me oyes? Soy yo, Giovanni. Ahora el doctor te va a coser, pero tienes que decirme dónde está Impasible, y me lo vas a decir ahora. ¿Me has comprendido?
Asintió, al tiempo que su mente comenzaba a nublarse. La imagen de Michele cortándole la oreja con el bisturí del búlgaro le volvió de pronto a la cabeza provocándole un estremecimiento de frío. Se sentía débil y confundido debido a la sangre perdida y por las magníficas drogas que le habían enchufado en vena, pero con todo reconoció la voz de Giovanni Treccape.
La voz de su hombre. El que según sus planes iba a cubrirle de dinero. Y sin embargo…
Umberto sonreía mientras un presunto médico trataba de suturarle la herida de cualquier manera.
—Abogado, ¿me oyes? ¿Has entendido? ¿Pero de qué te ríes?
Treccape empezaba a perder la paciencia.
—De nada, Giovanni, de nada. Pensaba en cuando te llamé… Cogí el móvil y me lo puse en la oreja… ¡solo que la oreja no estaba! —Y volvió a reírse. Una carcajada histérica, aguda, poco natural. Aquel hombre estaba a punto de hacerse pedazos.
—Abogado, Michele. ¿Dónde está Michele Impasible?
Pero él seguía carcajeándose mientras el médico cosía la carne lacerada con amplios y repetidos movimientos.
—No lo sé. A mí me dijo que quería documentos para irse a España.
—Mmm… A España. ¿Y dónde?
Esta vez De Marco no respondió. Ni sabía ni quería. Su único deseo era dejarse llevar de una vez para siempre. Aquella droga era estupenda.
Treccape estaba evaluando seriamente la idea de arrancarle la otra oreja para hacerle hablar cuando el timbre de la puerta lo distrajo de sus afectuosos propósitos.
Don Aldo entró en la habitación con el pelo engominado, recuerdo de juventud, bien fijo en la cabeza, y la chaqueta oscura perfectamente abotonada. Avanzó con paso lento, ayudándose con el bastón, acompañado por un par de jóvenes. Treccape se sorprendió al verlo. No sucedía todos los días que un hombre de su rango se ocupase personalmente de aquellas cosas, y era casi imposible que Don Aldo abandonase su oficina-bar, donde decidía la suerte de su organización. Pero el caso era que ahora se encontraba frente a él y contemplaba con cara de asco a aquella larva sonriente que una vez había sido un abogado de renombre.
Giovanni se acercó inclinando la cabeza en señal de respeto. Don Aldo le puso una mano paternal en el hombro.
—¿Entonces?
—Dice que quería ir a España. Puede que para escapar del Sepulturero y alejarse de su plaza en el cementerio.
Don Aldo adoptó una expresión de duda.
—¿Tú crees? —le preguntó a su hombre de confianza.
—No lo sé. Fugarse no es su estilo, pero tantos años de prisión pueden cambiar a una persona.
—No a Michele Impasible. No hasta ese punto.
Giovanni debió admitir para sus adentros que Don Aldo tenía razón. Como siempre.
—Entonces, ¿qué tenemos que hacer?
—Nosotros, nada. La organización ni sabe ni debe saber. No nos mezclamos en asuntos de otros.
Giovanni estaba en un lío, quería actuar, hacer algo, aquellos eran asuntos que lo incumbían y de qué modo. No podía permanecer quieto esperando. Iba a protestar, siempre con el debido respeto, pero Don Aldo se anticipó a sus palabras.
—Si luego quieres tomarte unos días de vacaciones y reunirte con nuestro amigo, sobre todo para asegurarte de que está bien y no ha recibido una visita de su pasado…, un pasado que acaba de salir del talego y al que le gusta cortar orejas…, bueno, eso ya es asunto tuyo, del todo personal, y nadie va a pedirte cuentas. Ni ahora ni nunca.
El mensaje era claro. Sin más necesidad de explicaciones ni interpretaciones.
—Pero el abogado ha hablado de España y…
—Tú, Giova’, haz lo que yo te digo.
Don Aldo no había alzado la voz, no había necesidad. Se limitaba a mirar a su hombre directamente a los ojos. Giovanni Treccape hizo una reverencia, su futuro dependía de las palabras del boss, y si hablaba quería decir que sabía. Debía confiar y obedecer.
—¿Y con este qué hacemos?
El anciano jefe miró con desprecio al hombre tumbado en el sofá, que se había desvanecido entre los fogonazos de dolor y el sopor pesado de la anestesia.
—Se ha convertido en un problema. No es uno de los nuestros, sabe mucho y habla demasiado. Si Michele le ha dejado vivo es porque quería mandar un mensaje a alguien. Enseguida vendrán a buscarlo: la policía, los hombres de Peppe el Cardenal, el Destripamuertos o quizá el mismo Michele, que querrá ajustarle las cuentas. Te repito, es un problema y los problemas hay que resolverlos.
Giovanni se lo esperaba. En el mismo momento en que había visto entrar a Don Aldo había comprendido que para el abogado era el final. El jefe nunca se dejaba ver por quien no estaba afiliado. Su nombre era conocido pero su cara era un misterio para todos los que no pertenecían a la organización. Si se la había mostrado a aquella mierda de abogado solo quería decir una cosa.
—Si tanto le gusta la droga —añadió el Don—, dádsela entonces. Y, por favor, que sea de la buena.
No añadió más. Se puso el sombrero en la cabeza, se volvió y fue saliendo a paso lento, apoyándose en el bastón y escoltado por sus dos silenciosos acompañantes.
Giovanni suspiró. No tenía muchas ganas de tomarse vacaciones, que además no eran de verdad vacaciones, pero no podía negarse. Por otro lado, había que solucionar la cuestión de De Marco, aunque al menos eso era sencillo: un chute de heroína mal cortada y el cuerpo de aquel yonqui abandonado en un vertedero. Otra muerte trágica más por sobredosis. Dos líneas en la crónica local y tan amigos.
7
Michele había encontrado el coche del abogado exactamente donde debía estar y se sorprendió al pensar cuánto se parecía a su propietario: viejo, abollado y sucio. Reliquia de un pasado de prestigio ahora muerto y sepultado.
Antes de ponerse al volante había vuelto al apartamento-estudio, asqueado por aquel olor nauseabundo a incienso y a droga que se te pegaba encima. Había estado a punto de dejarse llevar, de tirarse en un rincón y dejarse vencer por el dolor, pero había sido solo un momento, una débil fisura en su determinación. Se sentía como si mil hilos lo movieran, obligándolo a seguir, a ir hacia delante pese a todo. Adelante en su futuro e inexorablemente atrás en su pasado.
Se había mojado la cara mirándose en el espejo sobre el lavabo, tres largos suspiros para coger fuerzas, luego lo había puesto todo patas arriba, total aquel apartamento no podía quedar peor de como estaba. Recuperado el dinero y algunas medicinas caducadas, había improvisado un vendaje en el hombro utilizando un par de sábanas. Sangre seca y carne latiendo, decididamente no era un bonito espectáculo. Rasgó una tira de algodón y apretó los dos bordes hasta donde el dolor se lo permitió. Masculló entre dientes, pero tiró fuerte.
Entre Milán y Génova hay unos ciento sesenta kilómetros, un par de horas de viaje respetando los límites de velocidad y permitiéndolo el tráfico, pero Michele empleó el doble de tiempo: la herida del hombro, la pérdida de sangre y las drogas que seguían nublándole la mente lo habían ralentizado, obligándolo a pararse para recuperar el aliento, buscando un último atisbo de lucidez. Sentía la cabeza pesada y, a pesar del frío, sudaba. Ante sus ojos habían empezado a flotar extraños puntitos blancos, entre el parabrisas y la lengua de asfalto de la autopista. Adrenalina y cigarrillos eran lo único que le mantenía aún en pie. Pero no sabía por cuánto tiempo, necesitaba ayuda.
Había oscurecido y las luces de las farolas se fragmentaban en la oscuridad. En cada cartel tenía que parar para distinguir lo que ponía. El resplandor de los coches con los que se cruzaba lo cegaba, reluciente y doloroso como sus recuerdos.
Reluciente y peligroso como la sonrisa de Olban.
Olban era un gitano eslavo de nombre impronunciable, que por comodidad se hacía llamar Giorgio. Por comodidad suya y de aquellos a los que zurraba, de aquellos a los que vendía droga y de las mujeres que tenía en la calle.
Cuando se conocieron era el único recluso gitano en la sección de Alta Seguridad y eso solo quería decir una cosa: le habían encasquetado el artículo 74 del Convenio Único sobre estupefacientes. El 73 era el de tráfico y venta, y más o menos les caía a todos los que trapicheaban con droga. El 74 era algo diferente, significaba ser promotor y organizador de asociación criminal dedicada a la venta, pero sobre todo significaba una pena mínima de veinte años. A Olban le habían pillado con ochenta kilos de cocaína escondida en el asiento trasero de su Mercedes de gitano, y se había ganado cierto respeto por parte de los demás detenidos cuando se había sabido que a los carabinieri que lo habían detenido y arrestado les había hecho poner en el atestado que la droga era «para consumo personal». Al magistrado no le había agradado su sentido del humor y no había tenido reparos en mandarle a la sección de Alta Seguridad.
Olban, alias Giorgio, era un bloque de musculatura tonificada a punto de estallar, venas hinchadas, dientes de oro y maldad de baja estofa. Pero tenía esa sonrisa… Una sonrisa amplia y luminosa, que brillaba como un anuncio de neón en su cutis aceitunado y contrastaba con sus ojos pequeños e inquietos. Su rostro era un inestable equilibrio de ferocidad y astucia que provocaba sudores fríos en todo el mundo.
En Michele Impasible, no.
Entre ambos nunca había habido problemas, la sección era amplia, más de cien internos, y tenían la posibilidad de ignorarse. El italiano no lo consideraba digno ni de respeto ni de atención; Olban lo sabía y hacía como si nada. No era estúpido y nada más entrar en el talego le habían llegado comentarios del otro recluso; había entendido al vuelo que meterse con él era meterse con la cárcel al completo, pero que sobre todo significaba tener que enfrentarse a él. El gitano se vanagloriaba de tener el instinto de un cazador y justo ese instinto le había avisado de que Michele Vigilante no era una presa para él.
Pero en cambio sí lo eran muchos otros. Por ejemplo, Imed, un tunecino de aire perdido al que acababan de pillar en una redada antidroga. Ojos asustados como un animal en el matadero y la suerte de que su primer encuentro en el talego fuera con el tolerante Olban, que por no saber ni leer ni escribir lo había limpiado de todo cuanto tenía: ropa, tabaco y algo de comida. Imed, calladito, no había protestado, se había quedado inmóvil como un poste de la luz, había tragado y se había marchado a la sala de socialización, caminando rígido bañado en sudor y tensión. Pero al gitano tan dócil sumisión le disgustaba. Quería sus cosas, pero también quería divertirse y que todos se enteraran de quién era Giorgio Olban. Estaba harto de los otros internos de la sección que le miraban con desprecio porque era gitano y no pertenecía al crimen organizado. Él venía de lugares que ellos ni siquiera podían imaginar en sus peores pesadillas y había hecho cosas que, con sus caras de niños creciditos, no hubieran tenido cojones de hacer.
Y en mitad de aquel sentimiento de revancha el pobre Imed era alguien perfectamente sacrificable. Olban lo siguió a la sala de socialización con paso seco y nervioso, los puños controlando la rabia.
—¿A dónde coño vas, Marruecos?
La voz era un rugido.
Imed se volvió con la cara despavorida y las palmas de las manos abiertas. No quería ni peleas ni problemas con nadie. Pero lo que él quisiera no tenía importancia. En ese momento era la presa que Olban había escogido.
A su alrededor estaban todos los que contaban algo en la sección, también Michele, frente a la ventana, fumando su cigarrillo sin participar en las conversaciones de los demás.
—Espera. Yo no querer…
El primer bofetón lo alcanzó en plena cara y resonó fuerte en la pequeña estancia de cemento armado. Más teatro que otra cosa, pero el ruido era señal de humillación.
Uno sonrió, otros se volvieron interrumpiendo la partida de cartas. Por fin una distracción.
El segundo golpe llegó mientras el gitano avanzaba decidido y el tunecino retrocedía tratando de protegerse el rostro con los débiles brazos.
Olban miró a su alrededor. Estaba satisfecho. Tenía la atención de los demás. Ya podía comenzar su espectáculo.
La mano abierta se convirtió en un puño de nudillos tatuados. Con él apuntó a las costillas para romperlas, luego al hígado para dejarle sin aliento. Imed se dobló, casi desmayado, pero Olban lo agarró por el cuello enderezándolo y golpeándolo contra la pared. Con la izquierda le sujetaba bien alta la cabeza dejando salir toda su maldad y la derecha la hundía en el estómago una, dos, tres veces.
Hubo palmas para marcar el tiempo y silbidos satisfechos. Michele en cambio se había hartado. Se había hartado desde el primer bofetón y no tenía ganas de asistir a las fanfarronadas de un gitano. Tiró el cigarrillo en mitad de la estancia, para hacer comprender que le parecía una cabronada, y se abrió paso entre los gritos de júbilo de sus compañeros.
Estaba saliendo de la sala de socialización cuando detrás de él explotó el silencio. De repente, inesperadamente, había llenado las paredes, pintadas de un turquesa desteñido, y la cabeza cansada de Michele, que se volvió con curiosidad y vio al tunecino tirado en el centro de la habitación presa de convulsiones. Los ojos vueltos eran una mancha blanca en el rostro oscuro, la boca apretada, un fino hilo de baba.
Todos lo miraron sin aliento. Nadie sabía qué había que hacer, eso no formaba parte de su diversión.
Olban se quedó petrificado, inseguro, pero fue solo un instante. Tenía que ganarse el respeto que merecía.
—¿Qué haces, gilipollas? ¡Levántate!
Luego empezó a dar patadas a aquel cuerpo que temblaba cada vez más fuerte. Gritó incomprensibles insultos en romaní y lo forró a golpes. La cabeza de Imed empezó a moverse de pronto hacia atrás golpeando repetidamente el suelo. Ruidos sordos que se perdían entre los insultos. La sangre se mezcló con la baba entre los dientes que rechinaban por la presión.
Algo no iba bien.
Michele volvió rápido sobre sus pasos. Apartó de un empujón a Olban, que se le quedó mirando con los ojos abiertos de par en par.
—¿Pero qué coj…?
—¡Rápido, llamad a un guardia!
Volvió la espalda al gitano sin dignarse a mirarlo. Uno de los chicos más jóvenes, que hasta un momento antes aplaudía y jaleaba, se levantó rápido para cumplir la orden del Zio. Salió de la sala y corrió hacia la sección.
Pero al voluntarioso matón no le había complacido su intromisión. Espoleado por la adrenalina del combate y la estupidez se abalanzó sobre Michele, lo agarró con fuerza por los hombros tratando de desplazarlo.
En aquel preciso instante tres internos se pusieron de pie tirando al suelo las sillas de plástico. Eran de clanes rivales al de Michele, fuera se hubieran matado sin muchos miramientos, pero allí dentro tenían que convivir por fuerza, y el hecho de que un gitano se permitiese poner las manos sobre alguien como Impasible era algo absolutamente intolerable para cualquiera.
Michele seguía sin mirarlo siquiera. Para él Olban nunca había existido y seguía sin existir. Los otros internos eran de distinta opinión, así que lo agarraron golpeándolo con fuerza contra la pared, inmovilizado como un Cristo en la cruz mientras seguía insultando.
—¿Qué te ha pasado, Michele Impasible? ¿Te han convertido en un buen gamuza? —gritó Olban lleno de rabia.
Michele sintió un escalofrío por la espalda.
Muchos años atrás, a los internos que trabajaban se les entregaban unos pantalones marrones que parecían de piel de gamuza. Desde entonces en el código del talego «gamuza» designaba el concepto de presidiario, pero en el sentido más peyorativo posible. Un insulto gravísimo. Al igual que lo era tildar a un policía penitenciario de «gamuza»: significaba que estaba de parte de los internos.
Michele se acercó con absoluta calma al gitano que seguía forcejeando. Le hizo una caricia en la cara acompañada de una amigable cachetada en la mejilla y luego le agarró por el cuello. Con el pulgar y el índice empezó a comprimirle la carótida. Los gritos se ahogaron en dolor. Michele fue apretando cada vez más para hacerlo callar. Se acercó a su oreja para susurrarle dulces palabritas.
—Si este revienta y alguien se va de la lengua con los guardias y a ti te cae la perpetua, a mí me importa un pijo. Pero si a todos nosotros nos acusan de connivencia nos trasladan a tomar por culo. Y a mí terminar en los Alpes friulanos o perdido en Cerdeña porque tú quieras hacerte el chulo como que no me va. Este lugar de mierda es mi casa y aquí quiero quedarme. ¿Me has comprendido? Si me has comprendido di que sí con tu cabecita de gilipollas.
Olban no podía respirar, tenía la cara morada y las venas del cuello a punto de estallar, pero con todo logró asentir débilmente.
Michele aflojó su presa al oír el ruido de las pisadas de las botas corriendo por el corredor.
—¿Qué sucede aquí? —La voz era fuerte y preventivamente cabreada. En el talego todo lo que se salga de la rutina, sea bueno o malo, es casi siempre un problema. Michele, sin siquiera volverse, reconoció al inspector general de Vigilancia Penitenciaria.
—Nada, inspector. El marroquí de pronto se ha sentido mal y se ha caído al suelo. Ha empezado a temblar y a echar baba. No sabemos qué le ha pasado y hemos llamado rápido.
Michele habló con voz tranquila y clara sin dejar de mirar a los ojos a Olban, porque quería seguir con su discurso hecho de miradas. El gitano recuperaba más o menos la respiración y permanecía en silencio pegado a la pared.
—Todos vosotros fuera de aquí, volved a las celdas. Cabo, llame a la enfermería, que vengan inmediatamente. —El inspector había comprendido enseguida que algo no iba bien, pero ahora sus prioridades eran otras. Se desabrochó el cinturón del uniforme y se inclinó tratando de meterlo entre las mandíbulas apretadas del interno—. ¿No habéis oído lo que he dicho? ¡Todos fuera! —volvió a rugir.
Michele se alejó despacio de Olban. El gitano sonrió, con su sonrisa resplandeciente y peligrosa.
—No termina aquí —susurró bajito.
—Cuenta con que no —fue la respuesta de Michele mientras se volvía para ir a la celda.
Imed el tunecino se salvó.
Nadie habló porque no había nada que decir. Michele y el resto no fueron trasladados, y Olban se libró de una cadena perpetua por homicidio. Radio Talego había difundido la noticia de que el muchacho, arrestado solo pocas horas antes, todavía tenía en el estómago un par de bolas de heroína. Se había guardado de decírselo a nadie, seguro de poder recuperarlas en la taza del váter y utilizarlas después como moneda de cambio en la cárcel. Pero la fraternal acogida de Giorgio Olban y la reacción derivada de los golpazos en el estómago habían roto las bolas y la droga había pasado a la circulación de la sangre, absorbida como una esponja por las paredes del estómago. Un yonqui de largo recorrido y probada experiencia había pontificado que el único motivo por el que habían salvado al muchacho era porque se trataba de heroína, por eso había dado tiempo a llamar a los sanitarios; si hubiese estado trufado de cocaína habría sido inútil, el corazón se habría acelerado hasta estallar y el muchacho habría terminado en una caja de zinc.
Incluso a Michele, a pesar de su reserva, se le había escapado algún comentario de satisfacción por el peligro esquivado, y sobre todo por la nueva amistad que le iba a alegrar su permanencia en el mundo del talego. El siempre cortés y amable Giorgio Olban.
El coche del abogado había comenzado a hacer un extraño ruido. Un quedo repiqueteo del motor que no prometía nada bueno, pero Michele casi había llegado a su destino y no podía detenerse. Sentía la cabeza pesada y los párpados que inexorablemente buscaban cerrarse. El dolor en el hombro se había convertido en un latido regular y casi se había acostumbrado a él; probablemente era lo único que le mantenía despierto.
En la oscuridad de la noche veía la degradación de la periferia aumentar metro a metro. Campos abandonados y maleza, frigoríficos rotos y sofás hundidos, neumáticos quemados e inmundicia. Casi, casi, era como haber vuelto a casa. Conducía lento, aferrando el volante y tratando de no pasarse el giro a la derecha que le habían indicado en un bar de bastante mala fama donde ni siquiera alguien como él habría levantado sospechas. Vio la última farola del bulevar, que irradiaba su luz intermitente. Giró y menos de un kilómetro después había llegado a su destino. Apagó el motor y abrió la puerta. El aire frío le envolvió, pero no le alivió. Un ligero picor en el rostro le dio un atisbo de lucidez. Se incorporó lento, los brazos apoyados en la puerta. Logró avanzar un paso tras otro, trémulos e inciertos.
Una sombra se movió hacia él, rápida y huidiza. Michele bajó la mirada y lo vio: era un niño de piel oscura y ojos negros, vestido con harapos y zapatillas de gimnasia rotas. Tenía una mano en la boca y lo miraba con curiosidad. Michele buscó en su interior una sonrisa, pero no la encontró, y antes de que hubiera podido hacer nada el niño había desaparecido. Siguió caminando con las piernas débiles, moviéndose como un autómata, la cabeza baja y la visión borrosa. Violentos escalofríos le recorrieron el esqueleto. Tenía apenas una vaga percepción de lo que le rodeaba: la tierra batida bajo sus pies, un mosaico de charcos y fango, arena y porquería, las sombras escuadradas de las caravanas, de los fuegos encendidos, el ronquido de los generadores, las mujeres de largos cabellos negros. A su alrededor se aproximaban otras sombras, grandes y robustas, amenazantes y silenciosas. Se pusieron a su alrededor.
Una voz se alzó entre las sombras.
—Mira a quién tenemos aquí. Al gamuza.
8
Las siluetas de aquellos hombres eran manchas líquidas que le daban vueltas en la cabeza. Michele se tambaleó. Pasos inconexos e inciertos. Estaba a punto de caerse.
Un apretón enérgico lo sujetó. Dos manos tatuadas, las mismas que habían apaleado al joven Imed, lo sujetaron con fuerza.
—Amigo mío, eres la última persona en el mundo que hubiera creído que me iba a encontrar —susurró Giorgio Olban.
Las palabras que siguieron las gritó en una lengua incomprensible, musical y gutural. Órdenes que lograron su objetivo. Otras manos sostuvieron a Michele, que trató de avisar del dolor de su hombro herido a través de un bramido, pero sin éxito. A su alrededor se había creado una confusión calmada, una aglomeración de voces y ojos que lo arrastraron por todo el campamento. Sentía sus piernas moverse sobre la tierra batida y la cabeza oscilar como un péndulo. Vio el contorno de una caravana hacerse cada vez más nítido ante él.
Entraron. La luz de las bombillas desnudas, alimentadas por el generador, hirió sus ojos, pero evitó que se desmayara. Lo acomodaron sobre una cama sin hacer y alguien le sujetó la cabeza levantada mientras le acercaban un recipiente a los labios. Bebió con avidez. No se había dado cuenta de que tenía la garganta completamente seca y recibió el agua como un alivio inesperado que le devolvió una pizca de fuerza. Luego fue el turno de un líquido perfumado y fuerte, una especie de grapa que le sacudió el cerebro haciéndole poner los ojos en blanco.
Por fin vio el interior de la caravana. Los muebles reparados, recogidos de la basura, los cables eléctricos que corrían por el techo, la bombona de gas bajo los hornillos.
Alguien le abrió la chaqueta dejando al aire la camisa manchada de sangre coagulada. El improvisado vendaje había cedido. Una anciana con el rostro surcado por profundas arrugas y largos pendientes de oro que oscilaban en la penumbra se inclinó sobre él. Meneó la cabeza murmurando algo; la única palabra que Michele entendió fue «hospital». Sus manos saltaron como muelles y se agarraron a los brazos de Olban. El mensaje estaba claro, no era preciso más explicaciones.
—¿Te atreves a moverte desde aquí? ¿Podrás? —le preguntó el gitano.
Michele asintió con un suspiro de dolor.
—Perfecto. Dame tiempo para organizarme y te llevo a un sitio tranquilo. Un sitio seguro.
—Tengo que ir a ver a…
—Espera. Ahora no. —Olban miró a su alrededor, en la caravana había demasiadas personas y él había aprendido a no fiarse de nadie, ni siquiera de su propia familia—. Tienes que descansar. Me lo cuentas todo después. —Le sonrió de nuevo. Luego se enganchó al móvil, una llamada tras otra todas seguidas mientras con el rabillo del ojo vigilaba al viejo compañero de talego.
Pocos minutos después, cuando Michele estaba a punto de ceder al cansancio y dormirse, sintió unos brazos que lo sacudían y con cuidado lo sacaban de la cama sin hacer. Abrió los ojos y vio a Olban mirándole. A su lado otro Olban, más joven y fuerte, sin arrugas en el rostro, pero con la misma sonrisa.
—Es uno de mis hijos. Viene con nosotros.
Michele se dejó levantar. Los dos hombres lo sacaron fuera en brazos.
—El coche. Tenemos que hacer desaparecer el coche.
—Eso no es ningún problema —respondió Olban padre—. Ya se encargan mis otros hijos. En dos horas está desmontado pieza por pieza, o en todo caso lo embarcamos para Albania. No te preocupes, esta noche mismo ya no existe.
Mientras se alejaban por el camino del campamento, una voz tras ellos empezó a gritar. Palabras cargadas de rabia. Olban respondió tranquilo y sereno, otra vez en incomprensible lengua romaní.
—Mi mujer —le explicó luego a Michele—. No quiere que salga esta noche.
El último chillido desgarró la noche del campamento, retumbando en la cabeza de Michele.
—Tallent i cacri!
—¿Qué significa?
—Que te salga un cáncer.
—Delicada…
Olban suspiró y le dirigió una mirada divertida a Michele.
—Me ama.
Lo apoyaron en el asiento posterior de un Mercedes. Uno de ellos. Blanco, relumbrante, perfectamente conservado, al contrario que las caravanas.
Michele se tumbó, destrozado por el dolor y el cansancio. Se esforzaba en permanecer despierto pero el lento avanzar del coche lo acunaba arrastrándolo hacia el sueño. Por la ventanilla veía las luces de las farolas que se sucedían a lo largo de una avenida que no conocía, que jamás había visto. Comprendió que estaban yendo hacia la ciudad. Los dos Olban sentados delante seguían hablando. El chico tenía un tono preocupado y cada tanto lanzaba miradas a Michele, pero el padre estaba tranquilo, sabía exactamente lo que tenía que hacer.
Giorgio había apretado el timbre con rabia, no tenía ni ganas ni tiempo de esperar. Una sombra había abierto la puerta huyendo rápidamente hacia el baño.
Michele ya lograba caminar sin que la cabeza le diera demasiadas vueltas, pero, con todo, los dos gitanos lo sostenían y lo escoltaban.
El apartamento era pequeño y limpio. Habitación y cocina, dotadas de los mínimos indispensables. Lo acomodaron sobre una cama de matrimonio ordenada y aséptica. Un robusto armario cubierto de espejos le devolvía el reflejo de su cuerpo cansado y herido. Todo en aquella habitación —mesillas, cortinas, armarios— era frío e impersonal, como los salones de exposición de una fábrica de muebles.
—Ya he llamado al médico, enseguida estará aquí —dijo Olban mientras le ayudaba a quitarse la chaqueta del abogado, ahora un harapo maloliente. La camisa se le había pegado a las vendas y al tórax. Con una delicadeza inimaginable, el gitano le desató las tiras de sábana anudadas de mala manera. Instintivamente apartó el rostro sin poder evitar una mueca de repugnancia.
—¿Pero se puede saber cómo cojones te has armado esto?
—Litigando con un abogado.
Olban pensó que si su amigo tenía ganas de bromas entonces las cosas no estaban tan mal.
—Siempre he dicho que son mala gente…
—Necesito ayuda.
—No te preocupes, en unos minutos está aquí.
—No del médico. Necesito ayuda para otra cosa. Tengo que marcharme.
Olban padre hizo un gesto con la cabeza al hijo, que se había quedado de pie a su espalda. El muchacho salió de la habitación sin decir una palabra. Cuanta menos gente supiera, menos gente podría hablar. Una de las reglas fundamentales para poder resistir en su mundo.
Michele trató de levantarse de la cama para mirar al otro a los ojos.
—Necesito pasar la frontera de Francia. Necesito documentos y una pipa limpia.
El gitano no traficaba con armas, las únicas que llevaba siempre encima eran sus manos y su maldad. Pero no iba a tener problemas para encontrar un arma sin registro.
—Miche’, documentos no tengo, voy a necesitar algún tiempo para conseguírtelos y no te aseguro que sean perfectos. Puede que te convenga pedírselos a algunas de tus viejas amistades de la cárcel o de los tiempos de Nápoles.
Impasible se miró el hombro, la herida abierta y latiendo.
—Ya lo he hecho.
Olban comprendió que no era cuestión de insistir.
—Bueno, veremos qué puedo hacer. ¿Tienes dinero?
—Eso no es problema.
—Pues ya es algo. Para lo demás solo debes tener un poco de paciencia.
—De eso no tengo, Giorgio. De eso no tengo y tiempo tampoco.
Olban estaba indeciso entre el temor y el deseo de hacer preguntas. Su regla de vida, cuando sentía peste a mierda, era la de ocuparse obstinadamente de sus propios asuntos. Y desde el primer momento que había vuelto a ver a Michele le había quedado claro que iba a traerle complicaciones.
—¿Eres liebre o cazador? —se limitó a preguntar.
Michele apreció la discreción de la pregunta.
—Ambos.
El gitano asintió. En su mente empezó a construir un recinto hecho de estacas y palos y esperaba solo posicionar a Zio Michele dentro o fuera del recinto.
—He salido hace poco. Los días —especificó el italiano sin que se lo pidiera—. Y desde que he salido hay alguien que me está buscando, alguien con quien tengo una cuenta pendiente desde hace muchos años y me ha querido reservar una lápida en el cementerio. Por el momento no estoy demasiado interesado en dejarme enterrar… A eso añádele los maderos, algún otro imbécil de mi pueblo, un abogado yonqui y un búlgaro que está muerto…
Olban había oído la historia de las tumbas de San Giuliano Campano, pero prefirió no preguntar más, lo mismo que no quiso saber quién había eliminado al búlgaro. No eran asuntos que tuvieran que interesarle.
—Esa es la liebre. ¿Y el cazador?
—Estoy buscando a una persona. Alguien al que solo debo encontrar yo. —Michele dudó, pero algo le movía a continuar. El dolor y el cansancio lo estaban llevando a un precipicio peligroso. Estaba dispuesto a hablar de más.
Olban comprendió y fue en su ayuda.
—¿Es necesario que yo lo sepa?
Michele se quedó pensándoselo unos momentos.
—Te lo vuelvo a repetir, ¿es necesario que yo lo sepa para poderte ayudar?
—No. No es necesario.
Olban se incorporó satisfecho.
—Perfecto así. Doctor, documentos, pipa limpia y un pasaje para Francia… Y tan amigos.
—Y tan amigos —corroboró Michele.
El sonido del timbre marcó el fin de la conversación. Unos instantes después la puerta de la habitación se abrió y entró el que debía de ser el médico. Un hombrecillo bajo y delgado, con un vistoso emparrado de cabellos grises que llevaba pegado a la cabeza pelada, atravesado de parte a parte. El color mortecino de quien no ve demasiado el sol y la piel del rostro tensa como un pergamino. Unas gafas redondas y aspecto atemorizado. Se movía a saltos, mirando hacia abajo, a las baldosas del suelo.
—Buenas tardes —dijo cargando con una cartera de cuero absolutamente gastada.
—Este es el paciente. —Olban no dio explicaciones y el doctor no las pidió. Sabía cómo comportarse. Se inclinó sobre Michele para examinar la herida abierta y, a juzgar por la expresión de su rostro, lo que vio no le gustó. Rebuscó en la cartera y sacó un frasco de cristal y una jeringuilla.
—Le voy a poner un poco de anestesia. Luego tengo que abrir de nuevo la herida para evaluar posibles daños en los tendones y las articulaciones. Después, desinfectar y suturar. —Seguía con la cabeza baja, sin cruzarse nunca con la mirada del paciente, y se le apreciaba un leve temblor en las manos.
Michele miró a Olban. No estaba muy seguro de dejarse curar por aquel médico, o lo que fuera que fuese. La mirada de su amigo pareció tranquilizarlo.
—Nuestro doctor es muy competente. Un gran cirujano. Aunque no le han sabido apreciar. ¿Verdad? —El gitano acompañó sus palabras con una firme palmada en la espalda esquelética del hombre, que tembló como una rama seca. Sonrió de forma insegura y preparó la jeringuilla.
—Voy a necesitar ayuda con las gasas y las suturas.
—Ningún problema.
Olban abrió la puerta e hizo un gesto con la cabeza. Una orden seca y perentoria. Ruido de tacones acercándose desde la cocina.
—Ayuda al doctor con el vendaje.
Una figura grácil apareció insinuante en la habitación. Una mujer de poco más de veinte años y largos cabellos castaños. Debía de ser la figura huidiza que había abierto la puerta cuando habían llegado. Miraba al suelo, pero Michele vio de todas formas la gruesa capa de maquillaje que le enmarcaba el rostro de niña. Las formas del cuerpo, esbeltas y apenas esbozadas, trataban inútilmente de exhibirse tras una camiseta escotada y una minifalda ceñida, todo en un equilibrio precario sobre los tacones altos.
Michele conocía bien a Olban y sabía reconocer a una puta a primera vista, aunque en aquel caso no había que ser una lumbrera. Enseguida entendió que la chica y el apartamento eran una de las fuentes de lucro de su amigo, junto a la droga y la extorsión. Seguro que se trataba también de una de sus amantes y esto explicaba los gritos histéricos de su legítima consorte.
La chica se acercó al médico, que no permaneció impasible ante la proximidad de aquel cuerpo joven e insinuante. Se subió las gafas, que no paraban de resbalársele por la nariz. Estaba más que nervioso. Sin embargo, en cuanto se puso al trabajo las manos le dejaron de temblar, la mirada se volvió atenta y concentrada y los dedos delgados y finos se movieron seguros. Su timidez había desaparecido y, sin previo aviso, su boca empezó a soltar gilipolleces.
—La herida es muy profunda y se ha infectado… Mi exmujer no habría sabido hacerlo mejor… Hay que poner puntos internos… Mi exmujer se lo llevó todo… Por favor, deme más gasas… Hasta el perro, ¿se da cuenta? El perro… Ahora está casi limpia, aguante un poco más… Y eso que nunca lo quiso, no me extrañaría que lo hubiera abandonado en un autoservicio… Empezamos a suturar… O vendido, vaya usted a saber… Quedan un par de puntos… Pobre animal, pero sobre todo pobre de mí… Ya está, terminado. Le advierto ya de que le va a quedar una cicatriz profunda, tendrá que descansar y tomarse lo que le doy, antiinflamatorios, analgésicos, etcétera; en cuanto a la movilidad del miembro, depende de cómo se recupere, pero no excluyo la necesidad de un poco de fisioterapia, y de todos modos…, nunca se case…
Michele estaba extenuado. Cansancio, dolor, pérdida de sangre y la cháchara del médico sobre su exmujer y el perro lo habían dejado al límite de sus fuerzas. El único consuelo había sido la chica. Silenciosa y triste, había ayudado al doctor rehuyendo todo el tiempo la mirada de Michele, mientras que él se sorprendió mirándola sin poder quitarle los ojos de encima. Había en ella algo familiar, algo que lo había capturado como una mosca en una tela de araña, como el más chorra de los adolescentes se queda prendado con la primera hembra.
En su mente, aquel cuerpo menudo y aquel rostro se sobrepusieron a los fantasmas del pasado, o, mejor dicho, a aquel único fantasma que horadaba su interior… El aspecto, el carácter, la orgullosa fiereza de Milena que él se había divertido en destrozar, aquella sonrisa que no quería nacer en su rostro y entonces él la había transformado en dolor y miedo… Aquel pelo, sí, aquel que le caía suave sobre los hombros rizándose en mil ondas ingobernables…
Fue como si se abriera paso desde el pasado. Desde el momento de su excarcelación una sombra impalpable lo seguía y lo acompañaba allá donde fuera. Todo rodaba y giraba en un inmenso juego de espejos, un reflejo continuo de recuerdos que le hacían confundir realidad y fantasía. Pero esta vez era diferente, esta vez los contornos se hacían más definidos, los colores brillaban con nueva vida y la sombra había empezado a respirar, a moverse a su alrededor. Una vez más. Quizá la última.
El doctor le colocó un vendaje nuevo. Dejó un puñado de medicamentos con textos en chino sobre la mesilla y se volvió a mirar a Olban. El gitano estaba satisfecho, Michele había sido remendado y recosido y tenía mejor cara. Asintió al médico y le indicó a la muchacha que lo acompañara fuera de la habitación. Ahora tocaba pagarle.
Por el espejo del armario Michele la vio arrodillarse ante el hombrecillo que se bajaba frenético los pantalones.
—Era un cirujano famoso. Tuvo algunos problemillas con los estupefacientes. Pero gilipolleces. Más que nada que se los prescribía a sí mismo, falsificaba recetas y cosas así. El follón vino cuando alguien que no debía se le murió en el quirófano. Al final lo expulsaron del colegio. Pero ahora trabaja más que antes.
A Michele no le costaba creérselo y se sorprendió pensando que, junto a su amigo el abogado, habrían hecho una gran pareja. ¿Pero en el fondo quién era él para juzgar? Nadie. Es más, probablemente era la persona menos indicada. Toda vida fluye como agua limpia, y dónde vierta la corriente —océano, mar o alcantarilla— no era asunto suyo.
—El médico ha dicho que tienes que descansar, tomarte las medicinas y cambiarte el vendaje.
—No puedo perder el tiempo.
—Tienes que hacerlo. Entretanto yo te busco lo que te hace falta. Aquí estás seguro y para cualquier cosa que necesites está la chica. Dentro de dos días vendrá a buscarte mi hijo para llevarte a Francia. Yo obviamente estaré lejos de aquí, en algún sitio con montones de testigos donde puedan recordar bien mi cara.
—Entonces me parece que no volveremos a vernos.
—No. Nuestros caminos se separan.
Se estrecharon las manos. Olban le susurró algo en su lengua. Michele estaba seguro de que se trataba de una bendición. Luego el gitano salió de la habitación sin volverse y sin apresurarse a verificar si la chica había terminado de pagar la minuta del médico.
Michele sintió cómo su cuerpo se relajaba. Tras días de continua tensión había llegado el momento de disfrutar de aquella especie de tregua. La anestesia le había hecho olvidar el dolor, la cabeza se había transformado en un pedrusco hundido en la almohada. Los párpados se rindieron a lo inevitable. Perdiendo el sentido de cuanto le rodeaba: la habitación aséptica, la cama sin hacer, su cuerpo cansado y herido reflejado en el espejo.
En el entumecimiento que lo envolvía no la vio.
No vio a la muchacha que lo miraba desde la puerta entornada.
Muda y triste, no lograba apartar los ojos de él.