3
Uno se libera solo de lo que posee
Jueves, 21 de enero de 2016,
Santa Inés, virgen y mártir
1
La Beretta calibre 9 es un arma perfecta. Potente, precisa, indestructible. Su fuerza es su aparente sencillez, una masa de aleación de acero de poco menos de un kilo, con funcionamiento semiautomático de corto retroceso y cierre geométrico de bloqueo oscilante. Capaz de lanzar un proyectil a más de un kilómetro, con una velocidad inicial de 380 metros por segundo y una fuerza de penetración sin igual. Un cañón de acero níquel-cromo, pulida en el exterior y cromada en el interior, con seis muescas helicoidales de paso constante que imprimen rotación y potencia al proyectil. La recámara o cargador es bifilar, ahusado en lo alto con presentación unifilar, y puede contener quince cartuchos de calibre 9 milímetros Parabellum.
El hombre dejó la pistola sobre la mesa frente a él. La observó admirado. Siempre le había fascinado. Pero no como arma en sí, nunca había sido un gran aficionado a ellas, sino como objeto mecánico, ejemplo de engranaje perfecto, de organismo y estructura inmejorablemente calibrados y orientados a un fin, un poco como algunos relojes de mesa del siglo XVIII. Miles de minúsculos componentes que se mueven simultáneamente y coordinados solo para ejecutar una acción de modo impecable.
Quince cartuchos de calibre 9 milímetros Parabellum.
Y con la bala en la recámara son dieciséis.
Reflexionó sobre el hecho de que quizá no fueran suficientes. Una consideración lúcida y operativa, como la de un ama de casa que ante un número determinado de invitados para cenar tiene que preparar y dosificar bien los ingredientes antes de empezar a cocinar. Un kilo de esto, un puñado de aquello, sal al gusto.
Negó con la cabeza y decidió llenar otro cargador. Se sentó a la mesa y comenzó a meter los cartuchos, uno tras otro, con movimientos fáciles y expertos, una ligera presión del pulgar y otro más y otro y otro.
En todo momento con absoluta calma.
2
Michele tenía la espalda hecha pedazos. Un dolor sordo que partía de abajo y subía hasta el cuello, como si un peso lo aplastara contra el suelo, como si para él la fuerza de gravedad pesase el doble. Había dormido en el coche, el asiento reclinado y el freno de mano entre los huevos, despertándose cada diez minutos. Parecía increíble, pero había echado de menos el catre de la cárcel y esta vez ni siquiera había tenido las manchas en el techo de la celda para mirar, solo el techo desconchado de la mierda de coche de Pepè. En cuanto había empezado a amanecer lo había abandonado en la zona de un vertedero, entre preservativos usados, pañuelos de papel, botellas rotas y pilas de neumáticos. Le había llevado media hora arrancar la matrícula, deshinchar las ruedas y romper un par de ventanillas, pero el resultado había sido satisfactorio. Ahora solo parecía una vieja chatarra abandonada hacía no se sabía el tiempo, nadie se hubiera dignado a echarle una mirada. En cuanto a las parejas que se ocultaban por allí…, bueno, tenían otras cosas en mente, así que pasarían totalmente de un coche viejo y roto.
Cierto, ahora era un hombre libre, podía moverse a su antojo y hacer lo que quisiera, y, mira por dónde, había pagado su deuda con la justicia, pero en cualquier caso no quería problemas y mucho menos que alguien le identificara: ni policía, ni viejos amigos ni el Destripamuertos ese, necesitaba su tiempo y tenía que ser prudente.
Había saldado su deuda con la justicia. Era la frase que le había dicho hacía solo unas semanas el agilipollado del psicólogo y a Michele le faltó poco para ceder al impulso de emprenderla a golpes con él. Como si algunas cosas se pudieran lavar con una esponja, como si hubiese un interruptor detrás de la cabeza que te apaga los recuerdos, borra los remordimientos y apacigua la rabia. Esas son cosas que no se van, las llevas contigo siempre, se meten bajo la piel, dentro de la carne; puedes fingir que no te das cuenta o convencerte de que no están, pero, si eres honrado contigo mismo, si te detienes un instante a reflexionar, comprendes que están ahí para siempre, inmóviles e inmutables, silenciosas y presentes. ¿Y entonces qué haces? ¿Te escapas y finges que todo está bien? ¿O renuncias, las aceptas y las abrazas hasta el final, hasta el último recuerdo, hasta el último remordimiento, hasta la última gota de rabia y de sangre?
Michele había decidido no apagar el interruptor de su cabeza, había decidido recordarlo todo, ya fuera bonito o feo, y había decidido saldar las cuentas que tenía pendientes; para él no habría esponja alguna.
Había cogido del coche las bolsas de lona de presidiario: la de la ropa y la cadena del padre Pío la había tirado a un contenedor en el arcén de la carretera, la del dinero la había doblado y la llevaba apretada bajo el brazo. Después de caminar más de un kilómetro tiró las llaves del coche por una alcantarilla y se alejó mientras el día empezaba a clarear.
De Milán conocía poco o nada. Había estado un par de veces de guaglione por asuntos de negocios y como preso había conocido las prisiones de San Vittore y Opera, breves estancias, después le habían vuelto a enchironar. Pero alguna cosa sí que recordaba aún, quizá porque ahora se encontraba justo en la zona de la cárcel de Opera y reconocía las calles que había visto desde el furgón de la policía penitenciaria mientras lo conducían de un lado a otro de la ciudad, a hospitales o las instituciones que fueran.
Recorriéndola a pie sin prisas llegó a las torres del Vigentino, donde está la cabecera de la línea 24 del tranvía. En el andén de cemento un inmigrante pakistaní vendía su mercancía compuesta por fulares, encendedores, fundas de móvil y chorradas varias. Michele le preguntó las indicaciones que necesitaba, perfectamente consciente de que el hombre nunca iba a hablar con la policía; el mantero fue amable y rápido dándole las respuestas y no intentó venderle ninguna de sus baratijas, porque había comprendido con una sola mirada que el tipo que tenía enfrente, rapado al cero, con la cara marcada por unas ojeras oscuras y un fuerte olor a sudor rancio, no formaba parte de la habitual clientela de pasajeros que acudían al trabajo ni de los estudiantes de secundaria y tenía unos ojos furiosos y profundos que lo miraban de frente taladrándole por dentro.
El pakistaní enseguida se sintió incómodo, una indefinida sensación de inquietud, y habló rápido y fluido. Solo quería que aquel tío se marchara. Michele no le dio las gracias, cogió del puesto un encendedor y se largó por via Ripamonti.
Era todavía temprano y lo que necesitaba era pasear. Se detuvo en un bar a tomar un café que daba asco y un cruasán que parecía de cartón. Siguió hacia la zona de Corvetto, cruzó el paso elevado y las circunvalaciones, tiendas de árabes abiertas 24 horas y edificios populares sobre los que crecían como hongos antenas parabólicas, phone centers y transfer money centers para comunicarse y enviar dinero a los rincones más recónditos del mundo y luego pizzerías y kebabs con rostros de Oriente Próximo tras los mostradores, salas de masaje con señoritas chinas dispuestas a todo, salones de apuestas y bares con el último borracho de la noche pasada o quién sabe si el primero del día. Solo faltaban las putas rumanas, pero esas ya se habían retirado y a aquellas horas dormían, tres juntas en un estudio mugriento, con altillo y retrete, para usar por turnos, todo para optimizar la inversión, como si se tratara de cubrir vacas en un establo industrial. Siempre estaban silenciosas y atemorizadas, pero eran sobre todo y obligatoriamente puntuales entregando el dinero al habitual chulo albanés, que luego pagaba el porcentaje a la familia que controlaba la zona, ya fuesen calabreses o de Campania. Una cadena de mando y de intereses en la que las chicas eran el último e insignificante eslabón; por una que desaparecía, moría o escapaba llegaban otras diez de cualquier rincón perdido de África o del Este de Europa. Carne fresca en las calles, jamás faltaba.
Michele llegó a la dirección que buscaba. Era un portal anónimo, con puerta de marco de metal y cristales esmerilados blindados, pero alguno lo había intentado igualmente y el panel de abajo era una telaraña de grietas. Se percibía un vago olor a meados y cerveza, regalito de alguna juerga nocturna, y justo al lado un tío indio barría la acera tratando de limpiar la entrada de su local de trozos de botellas rotas.
Michele buscó a su hombre en la doble hilera de timbres; más de la mitad eran nombres que él no podía leer, muchos directamente en árabe, pero hacia el final de la segunda fila encontró el que buscaba: De Marco, Umberto, abogado.
Llamó al timbre y no obtuvo respuesta. Miró el reloj, eran solo las ocho y media pero no tenía la menor intención de esperar, así que volvió a apretar el telefonillo manteniendo pulsado el botón hasta que lo oyó graznar.
—El abogado no está en el despacho. Pásese más tarde. —Era una voz pastosa y catarrosa. Diferente de la de muchos años antes, pero aun así Michele le había reconocido.
—Umberti’, soy Michele Impasible.
Se oyó al otro lado un silencio prolongado, el tiempo necesario para que le volvieran a la mente los fantasmas de las Navidades pasadas. Michele esperó en mitad de la calle mientras el tío indio, escoba en mano, le lanzaba miradas cargadas de aprensión. Pasados unos segundos se oyó por fin abrirse el portero automático. El indio volvió rápido a ocuparse de lo suyo recogiendo los últimos trozos mientras él entraba en el vestíbulo del edificio. La peste continuaba también dentro o quizá era de allí de donde venía, mezclada con olor a especias y a cocina exótica. Como en la mejor y más común tradición de los sitios miserables, el ascensor estaba roto, así que Michele subió por las escaleras hasta el tercer piso.
La puerta estaba entreabierta y una placa de latón sin brillo y arañada indicaba, con grafía historiada y pretenciosa, que aquel era el despacho del abogado De Marco. Michele leyó el nombre grabado enfocando su reflejo distorsionado, sonrió de medio lado y entró. Los olores le asaltaron como una marejada llenándole las fosas nasales: a moho, sudor, cerrado y sobre todo los efluvios dulzones del incienso mezclado con el humo y la peste a quemado, un aroma intenso y penetrante de los que se te meten dentro como la miel echada a perder.
—Umbe’, soy yo. ¿Dónde estás?
No obtuvo respuesta, así que siguió el melifluo aroma que llenaba el corredor. Miró a su alrededor y comprendió de pronto que aquel local servía de despacho y de casa para el abogado: caos por todas partes, pilas de libros amontonados en el suelo, revistas en todos los rincones, zapatos, paraguas, viejos chaquetones en un perchero aún más viejo, una impresora estropeada y un PC lleno de polvo amontonados a la buena de Dios. Pasó la puerta de la cocina, donde vio un fregadero hasta arriba de platos, cazuelas sucias y un montón de botellas vacías. Al final del pasillo una última puerta abierta de donde salía la luz natural y el aroma a incienso.
Michele entró con paso decidido, la voz alterada por los nervios y el cansancio.
—Umbe’, te digo que soy yo, Michele Impasible.
El abogado estaba sentado detrás de un escritorio de falsa madera maciza tratando de darse pisto con un legajo procesal y un código abierto, fingiendo estar ocupado en quién sabe qué elucubraciones jurídicas, pero era una representación del todo inútil: con el pelo despeinado, la barba crecida, la cara pálida y la ropa arrugada de quien ha dormido con ella, no parecía ni más ni menos que lo que era. Un yonqui. De la peor especie, de los que se colocan con cualquier cosa que tengan a tiro, se van destruyendo poco a poco, día tras día, pasando de una droga a otra como el que bebe agua.
Michele le había conocido muchos años atrás, cuando era uno de los abogados de éxito de las familias de Campania, uno de esos que te pedían millones de liras solo por escucharte, hasta que su dinero se hizo tan excesivo como sus vicios. A Umberto le gustaba la buena vida y había empezado a esnifar coca como si fuese un aspirador. No es que fuese una novedad en el ambiente de los tribunales, pero mientras muchos otros lograban más o menos contenerse, lo controlaban, el abogado De Marco desconocía lo que era la moderación. Pasado un tiempo empezó a cobrar directamente en coca, a las familias no les disgustaba tampoco porque en el fondo así les salía más barato, y él podía vivir a lo grande. Trabajaba como un loco, hasta veinte horas al día, no paraba de coger clientes, cada vez más dinero y cada vez más coca. Esnifaba de la mañana a la noche, entre causa y causa, en los lavabos del tribunal, en el despacho ante los clientes de confianza, poco le faltó para hacerlo en la audiencia y delante del juez. Siempre estaba eufórico, acelerado, hiperactivo, al final se quebró su equilibrio hecho de coca y trabajo y se quedó colgado, a pesar de lo cual siguió teniendo su grupo de clientes afectos, viejos y nuevos bosses que lo toleraban, porque cuando estaba lúcido era un verdadero genio del Derecho, lograba revocar sentencias ya dictadas gracias a interpretaciones imprevisibles, encontraba pretextos y sutilezas donde nadie era capaz de verlos… Pero las cosas cambiaron cuando de la coca pasó a la heroína. Los clientes que se habían mostrado benevolentes con el pequeño vicio del profesional empezaron a darle la espalda porque se presentaba colgado y los juicios empezaron a ir de puta pena. Perdió clamorosamente la causa errónea y a un boss le cayeron veinte años en lugar de la absolución que tenía garantizada; por su parte, De Marco recibió dos tiros que no le alcanzaron intencionadamente, pero que le hicieron comprender que de la especialidad legal le habían retirado para siempre. El importante despacho en el centro de la ciudad para el que trabajaba le puso en la calle: los colegas podían tolerar que se drogara, pero no que hiciese perder ganancias de muchos ceros. Y así comenzó su descenso imparable, escalón tras escalón; clientes peores, barrios peores, drogas peores, una espiral sin fondo. Su existencia parecía haberse convertido en la descarga de un retrete. Y de la vida de solo unos años antes no quedó ni rastro.
Michele y él se habían conocido en el período dorado de coches lujosos y mujeres con las tetas de silicona. El abogado bajaba a Nápoles con regularidad para atender a sus mejores clientes e informarlos sobre sus inversiones inmobiliarias en el norte. Y así se habían hecho amigos, o al menos algo similar. El abogado le había salvado el culo en alguna causa menor, poca cosa, un par de tíos marcados con la hoja de un cuchillo porque se habían hecho los graciosos con la hija de un boss, y él se lo había agradecido con medio hectogramo de colombiana pura, pero De Marco en vez de ponérsela él solo le había invitado a una de sus fiestas privadas, ofreciéndosela en bandeja de plata, en el sentido literal de la palabra, y así había surgido cierto feeling. Pero después, la heroína de uno y el talego del otro los habían alejado inexorablemente.
Michele había tenido noticias suyas en la cárcel, seguía siendo un nombre conocido, y seguía representando a un par de traficantes de medio pelo que habían sido lo suficientemente amables como para suministrarle, en el momento oportuno, su nueva dirección a cambio de un par de paquetes de cigarrillos.
Michele lo examinó de arriba abajo y le mintió piadosamente:
—Umbe’, te encuentro bien.
El abogado esbozó una mueca que quería ser una sonrisa, sabía que era una patraña, pero creerle por unos momentos no le iba a hacer daño. Y le pagó con la misma moneda:
—Yo también te veo bien, Michele. Estás más delgado, pero sigues en buena forma. —Luego se levantó de la silla, se dio un rápido estirón a la ropa arrugada y tendió una mano temblorosa a su viejo cliente y amigo. Michele fingió no notar el temblor, se la estrechó con fuerza y la encontró fría y blanda, como un pez muerto.
—Siéntate. No me esperaba verte, en realidad para ser sincero ni siquiera sabía que estabas fuera.
—Los días.
El abogado asintió.
—Y dime, ¿a qué debo el placer de tu visita?
—Tienes que echarme una mano. Debo alejarme algún tiempo. Desaparecer.
—Perdona, no comprendo. Si estás libre, ¿cuál es el problema? Coges y te vas.
Michele le calibró con la mirada, evaluando si podía fiarse de él o si le estaba tomando el pelo. Milán en efecto estaba lo suficientemente lejos como para que los rumores no hubieran llegado aún, pero el abogado seguramente seguía conservando algunos conocidos en el viejo ambiente. En cualquier caso, no podía hacerse el delicado, necesitaba su ayuda. Suspiró y habló:
—No es de la policía de quien me quiero alejar, al menos por el momento, sino de unos viejos amigos que me están buscando.
El abogado seguía mirándolo con aire interrogativo y entonces Michele le contó lo de las siete lápidas del cementerio de San Giuliano Campano, que dos tumbas ya estaban ocupadas y que otra le estaba amablemente reservada. Le contó también la pequeña desavenencia que había tenido con los dos capullitos enviados por Peppe el Cardenal.
El otro lo escuchó jugueteando con un abrecartas de plástico.
—¿Y quién quiere regalarte un bonito sitio en el camposanto?
—No lo sé —zanjó.
—¿Y cómo es posible que no lo sepas? Alguna idea tendrás. ¿No puede haber sido directamente Peppe el Cardenal, que quiere hacer limpia de los viejos amigos?
Michele negó con la cabeza.
—Peppe no sabe nada de estas cosas, es un chulo de mierda que solo se mete con quien se puede meter, con los demás no tiene cojones. Además… El Destripamuertos también ha pensado en él, una de las lápidas lleva su nombre.
Umberto abrió mucho los ojos, eso sí que era una noticia interesante.
—¿Pero de verdad estás seguro de que no tienes idea de quién puede ser…?
—¡Te he dicho que no lo sé! —Michele alzó la voz y el abogado comprendió que tenía que cambiar de tema. Lo conocía demasiado bien como para no saber que con aquel viejo presidiario no se podía bromear. Nunca.
Se miraron en silencio a ambos lados del escritorio. Michele tenía los ojos fijos en el abogado, decidido a dejar claro que, a pesar de los años pasados, a pesar del talego, a pesar de todo, él seguía siendo Michele Impasible y que ciertas cosas jamás cambian.
Era una prueba de fuerza desigual. El abogado bajó la mirada, plegándose a lo que no había sido una petición de ayuda sino una orden a la que nadie podía negarse. Siguió jugueteando con el abrecartas de plástico.
—¿Qué necesitas? —dijo en un susurro.
Michele asintió en señal de aprobación. El orden natural de las cosas había sido restablecido. Quién manda y quién obedece. Dos categorías bien específicas y distintas, que no guardan relación con nada, sexo, edad, dinero, color de la piel, es algo que viene de dentro, que lo llevas para toda la vida. Él mandaba y los demás tenían que obedecer. Empezando por aquel abogado de los cojones.
—Antes de todo necesito dormir. Estoy hecho un asco y tengo que dormir unas horas. Luego una ducha y ropa limpia, nada demasiado llamativo, nada que haga recordar quién soy. Chaqueta, camisa, pantalones, zapatos. Más o menos tenemos la misma talla, así que busca algo que me esté bien. Y luego necesito un móvil, uno sin GPS y al que se le pueda quitar la batería, la tarjeta tiene que estar limpia, sin usar, estoy seguro de que alguno de tus clientes trafica con ellas, así que te será fácil encontrarla. Pero sobre todo necesito documentos nuevos, carné de conducir, carné de identidad, tarjeta fiscal, tarjeta del gimnasio, del supermercado, en resumen, todo lo que puede llevar en la cartera cualquiera, mete también algún recibo viejo y una foto de los niños…
—Lo siento, pero no tengo ni idea de cómo voy a ayudarte en eso.
Michele no le prestó la menor atención. Se conocía el paño y no tenía ganas de jugar, se sentía cansado y empezaba a cabrearse.
—Mira bien que el carné de identidad sirva para el extranjero, y con la nueva identidad me reservas un vuelo a Valencia. Lo antes posible, que tengo prisa.
Su interlocutor esta vez parecía interesado.
—¿Que te vas a España? —No estaba claro si era una pregunta o una consideración.
—Sí, voy a ver a un amigo.
Al abogado no le gustó el tono de voz ni el sobreentendido que quedó en el aire, pero decidió comportarse como un profesional. Primera regla: no preguntar lo que no es necesario saber. Segunda regla, la misma que la primera: ocuparse solo de los propios asuntos.
Pero el dinero siempre era un asunto propio.
—Miche’, yo quizá, y digo quizá, podría echarte una mano en algunas cosas, pero en cualquier caso habrá costes. No digo para mí, para mis amistades —el abogado se puso solemnemente la mano en el pecho—, pero en cualquier caso hay gastos en metálico que en este momento no estoy en condiciones de pagar por adelantado. Ya sabes, ciertas inversiones derivadas que necesitan tiempo para volver a estar operativas.
Michele a duras penas contuvo la carcajada. La única inversión que aquel necesitaba era la de una jeringa nueva, en vez de la que usaba todos los días.
—Tranquilo, Umbe’. No necesitas pagar nada por adelantado. Yo ya he liberado algunas inversiones. —Y dicho esto Michele tiró sobre el escritorio la bolsa de lona medio vacía.
El abogado la abrió y vio el dinero de Pepè. Notó la peste que emanaba, pero no hizo ni una mueca. El dinero es el dinero, y pecunia non olet era su máxima latina preferida, en la que había basado su carrera de abogado. Estimando por lo bajo, calculó que debía de tratarse de al menos cinco mil euros.
—Y esto también. —Michele se rebuscó en los bolsillos de los viejos vaqueros e hizo rodar sobre la superficie de falsa caoba el diamante que había arrancado de la boca del camorrista.
El abogado de renombre notó que tenía sangre incrustada, pero acordándose de sus dos reglas favoritas no hizo preguntas.
Debía de estar en torno al medio quilate, lo que significaba otros dos mil euros, si no más. Permaneció en silencio y Michele aprovechó para subir la apuesta:
—Y si los documentos están bien hechos, a mi regreso de España te traigo un regalito. Uno de esos que te gustan tanto.
La promesa de droga buena y el dinero dejado sobre el escritorio ya habían despejado, si es que las había habido, cualquier duda o incertidumbre del abogado, que, no obstante, parecía querer preservar cierta imagen y tratar de reavivar un poco su trasnochado orgullo.
—Michele, sinceramente, necesito pensarlo.
Al viejo camorrista no le cabía duda de que todo era un cuento, pero, en vez de recordarle que no tenía la posibilidad de decir que no, quiso seguirle el juego buscando dentro de sí una brizna de afecto por los viejos tiempos y por lo que Umberto había sido antes de que la droga se lo comiese vivo.
—Pues claro. Piénsalo si quieres, solo que me corre prisa. Y necesito la respuesta ahora.
De Marco cada vez estaba más pálido y su rostro estaba perlado de un velo de sudor frío, el temblor de las manos iba en aumento. Ya no podía contenerse, abrió de golpe uno de los cajones del escritorio sacando fuera un envoltorio de papel de plata y un encendedor.
—Miche’, me permites, ¿verdad?
—Faltaría más. Estamos en tu casa.
El abogado abrió el papel de aluminio con irreprimible frenesí, sin poder contener una sonrisa. Era ya tarde y estaba hecho un asco, no podía esperar. Extrajo del envoltorio dos bolitas de color gris amarronado y las apoyó en el escritorio, otra tercera la dejó en el papel. Estiró bien el papel de aluminio, sacó del cajón media pajita requemada y se la metió en la boca, alzó el papel colocándolo sobre la llama del encendedor. La pajita oscilaba lenta entre los labios, la bolita crepitaba y él esperó la primera voluta de humo.
Michele era de la vieja escuela, de los que solo se metieron cocaína cuando aquello era cosa de unos pocos; ahora que hasta el que se dedicaba a desatascar váteres se ponía hasta arriba para él todo carecía de sentido. Nunca había probado otras drogas, pero enseguida comprendió lo que se estaba metiendo el abogado. Los yonquis viven para la droga, la quieren, la desean, la sueñan, todo su mundo gira en torno a ella y, cuando no la tienen, solo saben hablar de ella: la que es buena, la que es mala, dónde se puede comprar, cómo te la tienes que poner, a cuánto la tienes que pagar.
El abogado se ponía de kobret, hecho de descartes de la elaboración de heroína. Económico y devastador. En Scampia circulaba que era una delicia. Sin jeringas ni agujeros, se fuma y ya está, pero te destroza el cerebro como un chute de heroína. Los guaglioni empiezan así, pensando que es un poco más fuerte que un canuto, y en nada los ves picándose en cualquier cuchitril. Lo llaman kobret porque la primera voluta de humo pestilente sube y se enrosca en espiral como una serpiente.
Michele sintió el aroma dulzón del humo y comprendió por qué la estancia apestaba a incienso quemado. Lo utilizaba para disimular el olor, aunque con escasos resultados.
El viejo camorrista se levantó mientras su amigo seguía aspirando, haciendo una lenta succión, similar a un ligero silbido, decidido a no perderse ni una inhalación de la dosis. Impasible se puso a curiosear apático por el despacho. Muebles de cuarta mano, una alfombra sucia y quemada (alguna bolita de kobret debía de haber acabado en el suelo), cortinas echadas y un sillón en una esquina con la toga vuelta del revés, la carpeta de cuero para los expedientes tirada por el suelo y, por último, la librería. Michele estaba mirando distraídamente los códigos y manuales de derecho penal cuando algo le llamó la atención: allí en medio, entre un tomo de procedimiento penal y una revista jurídica de hacía tres años, había un ejemplar amarillento de Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. Una copia de librero de viejo, con una esquina arrancada y carcomida y un largo pliegue en mitad de la portada, donde aparecía la triste visión de un hombre solitario bajo una farola. Lo cogió y fue haciendo pasar velozmente las páginas de la novela, siguiendo al protagonista en las trincheras de la guerra y en los territorios de África o las calles en cuesta de una joven América o los suburbios de una gris París, en un carrusel de emociones y de vida que lo empujaban a reírse de sí mismo. Recordó las sensaciones al leer aquel libro, al vivir la vida de Ferdinand Bardamu, hasta deslizarse en el cínico declive de la existencia, sombrío y desencantado, nihilista y oscuro, pero también cómico e irónico, desacralizador y sin pudor. Un viaje que conduce a la noche del hombre, su última y crepuscular sombra desvaneciéndose.
Aquellas páginas sumieron a Michele en un torbellino de emociones. La tensión, el cansancio, el dolor en las manos, el olor acre de su propio sudor, esa vaga e imperceptible sensación que le subía del estómago atenazándole la garganta, el deseo de no estar en ningún lugar. Por un momento sintió los ojos húmedos, cómo se dejaba llevar por la amargura, pero, sobre todo, cómo se abría una puerta de su pasado. Una puerta que debía permanecer cerrada, todavía cerrada, al menos hasta el último viaje al fin de su noche. Tuvo el deseo y el temor de desmayarse, caer, ahondar dentro de su alma, revolcarse por aquella alfombra mugrienta, gritar hasta morir, hasta que una oscuridad densa y uniforme le hubiese envuelto como una marea oscura que se lo llevara, que lo arrastrara más allá, hasta donde no hubiera nada más, donde perderse de sí mismo.
Michele sintió que se mareaba. La estancia se hizo confusa y oscura. El suelo osciló bajo sus pies. El libro voló de sus manos mientras él se aferraba con fuerza a uno de los estantes de la librería. Cerró los ojos apretando los párpados y buscando la oscuridad de su mente. Entre las ligeras oscilaciones de su cabeza se abrió paso una voz lejana.
—Michele. ¿Michele, estás bien? ¿Va todo bien?
Abrió de nuevo los ojos y se encontró pegado a la vieja librería del abogado, aferrado como un náufrago a una tabla. Se sentía una mosca sobre un cristal, a punto de ser cazada. Vio que le temblaban los dedos al soltar la estantería de madera falsa. Se volvió y asintió. El abogado estaba de pie tras el escritorio y se mostraba preocupado por él mientras sujetaba en la mano bien firme el sobre con el dinero. Lo veía tembloroso y ofuscado pero las palabras le llegaron claras y directas.
—Creo que conozco a quien puede echarnos una mano.
3
Michele se despertó en la cama del abogado.
Los ojos fijos en el techo. Manchas de moho y grietas en el revocado. Otra vez.
A duras penas contuvo una blasfemia. Empezaba a estar harto, tenía la impresión de haber cambiado solo de celda, pero de seguir en el talego. Había dormido casi seis horas y por primera vez desde hacía tres días no se sentía cansado en exceso. Se dio una ducha, por la peste de sudor que llevaba encima desde el talego, o quizá fuera solo peste a talego. Se puso la ropa que le había proporcionado Umberto, una americana, un par de vaqueros, camisa y zapatos demasiado grandes. No eran nuevos, pero sí estaban limpios, lo que ya era un gran avance. Abrió el armario de las medicinas y, como imaginaba, encontró de todo: psicofármacos y analgésicos como si hubieran llovido, pero también lo que buscaba, una maquinilla de usar y tirar.
Después de afeitarse se miró en el espejo. Un medio busto aceptable, no parecía un delincuente, como máximo un representante de aspiradoras o un testigo de Jehová. Anónimo y gris, hubiera pasado inadvertido para cualquiera a no ser por esos ojos hundidos y oscuros, un pozo negro a punto de chuparte el alma. Pero con eso no podía hacer nada. Por lo demás, mejor así.
Su viejo amigo se rio desde la puerta del baño.
—Miche’, no me pareces tú.
—Vete a la mierda.
Y la conversación terminó ahí.
Salieron al aire frío de la periferia milanesa. Había caído la noche y Michele se abrochó el viejo chaquetón que le había dado el abogado, se puso la capucha y encendió un cigarrillo.
—¿Dónde vamos?
—No te preocupes, está aquí al lado.
Mika era búlgaro, o al menos eso le había dicho Umberto. Se dedicaba a clonar cajeros y tarjetas de crédito, pero ocasionalmente preparaba también documentos falsos para los amigos que necesitaban cambiar de nombre o desaparecer un tiempo. El abogado ya había recurrido a él en el pasado, pero no quiso añadir más, y Michele decidió no preguntar, en el fondo le importaba un carajo, él solo quería ponerse en movimiento y seguir su camino.
—Sin duda —le explicó su cicerone mientras se movían rápidamente por las calles de la ciudad—, lo ideal habría sido recurrir a los chinos, son los especialistas en documentación falsa, permisos de estancia, carnés de conducir, carnés de identidad, hasta pasaportes, pero sucede que solo trabajan para sus conciudadanos y es imposible convencerlos de que hagan una excepción. Se pasan los documentos entre los jóvenes que entran clandestinamente en Italia y los viejos que mueren y son repatriados a China para ser enterrados allí, los modifican, los cambian, los arreglan, trabajan los fondos originales y eso hace sus falsificaciones absolutamente perfectas. Y así en el padrón resultan prácticamente inmortales, los permisos de residencia pasan de abuelos a nietos y así sucesivamente, y nunca jamás verás funerales chinos.
Michele iba fumando y aceleraba el paso, no tenía ganas de hablar, pero al abogado, al parecer, se le había soltado la lengua. Se dio cuenta de que estaba intranquilo y de que aquel era su modo de apaciguar los nervios. Su visita y el dinero dejado sobre el escritorio habían roto una rutina compuesta de sordidez y clientela de medio pelo, y ahora era presa de la euforia. Hablaba y gesticulaba sin descanso.
—Mientras dormías he hecho algunas llamadas. Con discreción, obviamente. Y Mika me ha confirmado que puede echarnos una mano. Le he pedido todo lo que me dijiste y no hay problema, solo que requerirá algo de tiempo.
—¿Cuánto?
—Un par de días, no más. Tiene que agenciarse no sé qué sello y necesita dos días y… otros mil euros —lo dijo mirándolo con el rabillo del ojo.
Michele asintió. No había problema. Podía esperar dos días y lo del dinero se lo imaginaba peor. Sabía que tenía que vérselas con pordioseros y todos los pordioseros eran ávidos.
Llegaron a un viejo portal, en un estado aún peor que el del abogado, lo que no era cosa fácil, pero Michele no se dejó engañar y enseguida descubrió la cámara de vigilancia arriba a la derecha. Discreta pero presente. Comprendió que lo habían grabado y que el búlgaro no debía de ser un holgazán. No le pareció mal. Siempre era mejor trabajar con profesionales. Se bajó más la capucha mientras entraban sin llamar. Los estaban esperando.
Descendieron a un sótano oscuro pero limpio. Pasaron una verja ilegal que le recordó a los puntos de trapicheo de Scampia. Se encontraron frente a otro portalón, esta vez nuevo y blindado. El abogado tocó el timbre y tras unos instantes se abrió automáticamente un mecanismo, discreto y silencioso.
Entraron.
La habitación estaba en penumbra. Era amplia y con el techo bajo, se encontraba por debajo del nivel de la calle, así que las luces de las farolas se filtraban por un ventanuco largo y estrecho a la altura de la acera. El resto de la iluminación lo constituían un par de lámparas y los monitores de los ordenadores, cuyos resplandores azul, rojo y verde daban a la estancia un aspecto surrealista de túnel de los horrores. Michele miró a su alrededor distinguiendo lo que debía de ser un plóter profesional, otros aparatos desconocidos y, en una esquina, un plató de fotografía con fondo neutro, trípodes, luces y paraguas blancos; en el lado opuesto, una puerta de metal con cerrojo y candado. Por su mente pasó rápida una observación de profesional: sin escapatoria.
—Ven, abogado.
La voz llegaba de detrás de una serie de monitores extraplanos, en fila de a tres, dispuestos en dos niveles, como los de un bróker. Una figura enorme se levantó del escritorio y fue hacia ellos. Hombros anchos, mandíbula cuadrada, pelo cortado a cepillo de un rubio pajizo, tez pálida y descolorida de quien no ve demasiado el sol. Pero lo que llamaba la atención del búlgaro eran sus ojos, de un azul celeste clarísimo, casi transparentes, e incluso en la penumbra de la habitación la diferencia con Michele era evidente. Los suyos eran oscuros, un pozo negro donde caer, los del eslavo eran acuosos, vacíos e inmóviles, de espejo. Ambos inquietantes.
Los dos se estrecharon la mano, mientras que el abogado continuaba hablando para romper el hielo.
—Mika, este es el amigo de quien te hablaba. Necesita que le echemos una mano para irse, y con cierta prisa, así que si puedes acelerar la cosa… Se lo he dicho y él también está de acuerdo en darte algo más, si le haces el trabajo para mañana. Todo con la discreción que ya sabes.
Impasible y el búlgaro no atendían a las palabras, sino que seguían mirándose, casi como queriendo cerciorarse de a quién tenían realmente delante. Y al parecer su diálogo mudo había tenido resultado porque ambos asintieron imperceptiblemente.
Michele se había asombrado de ver a un experto en ordenadores, un estafador informático, con la corpulencia de un luchador, pero su corte de pelo y su porte pronto le habían hecho comprender que se encontraba frente a un exmilitar. El tatuaje en el musculoso antebrazo le había esclarecido que se trataba de un soldado que había pasado un tiempo en el talego.
En la cárcel los tatuajes se hacen con maquinitas artesanales construidas ensamblando piezas de radio o lectores de CD, y después con baterías y cables, la caña de un bolígrafo, tinta azul y agujas de coser. El resultado es borroso e imperfecto, con grumos de sangre y tinta, pero perfectamente reconocible. El del búlgaro era una cruz rodeada de cadenas, de cuya base descendía una escalinata compuesta por tres escalones. El significado estaba claro: un año de cárcel por cada peldaño.
Michele hizo un ligero gesto de cabeza señalando el antebrazo.
—¿Dónde?
—Lecce.
—Duro.
—Bastante.
El abogado no estaba comprendiendo el sentido de la conversación, aunque tampoco le importaba.
—¿Qué necesitas? —El búlgaro hablaba un italiano perfecto con el habitual fuerte acento del Este.
—Un carné de conducir, uno de identidad válido para el extranjero y todo lo que puede llevar alguien en la cartera, puedes meter incluso la factura del dentista, lo que te salga de la polla.
Mika lo pensó.
—Los dentistas no hacen facturas.
Michele reprimió una sonrisa, solo le faltaba un falsificador humorista. Pero el otro no sonreía y seguía mirándolo con sus ojos transparentes.
—Mete lo que quieras, lo importante es que los documentos parezcan auténticos. Es mejor que parezcan viejos, estropeados o usados, dan mejor el pego. Que estén a punto de caducar.
—Muy bien. Tengo lo que quieres. ¿Los necesitas para el avión?
Michele echó una rápida mirada al abogado.
—Eso no te importa.
—Claro que me importa, y no sabes cómo. Si vas a coger el avión tienen que ser perfectos, tienen que superar los controles del aeropuerto. Si no, no tienen que ser tan perfectos, los hago más rápido y cuesta menos.
—Tú hazlos perfectos.
—Entonces cuesta más.
—No hay problema —mintió Michele. Le había dado todo su dinero al abogado, pero ni él ni el búlgaro lo sabían, así que en cuanto al pago ya lo pensaría en el momento oportuno.
Mika asintió satisfecho.
—¿Cómo te quieres llamar?
—Como cojones te parezca.
Mika se dirigió hacia uno de los escritorios junto al plóter, abrió un cajón y sacó una caja de metal.
—¿Altura?
—Un metro ochenta más o menos.
El búlgaro sacó un fajo de documentos sujetos con una goma elástica verde. Carné de conducir, de identidad, pasaportes. Comenzó a verlos uno por uno para verificar las características físicas. Michele comprendió enseguida que eran el fruto de innumerables tirones de bolso y atracos. Colgados y rateros de la calle levantaban carteras y bolsos, se quedaban con el dinero y luego revendían los documentos.
El búlgaro sabía que quien tenía enfrente no era un cualquiera, se había dado cuenta nada más verlo, era una cosa de piel. Una vaga sensación de peligro, como cuando combatía. Comprendió que era inútil hacerse el misterioso con aquel hombre.
—Los mejores son los gitanos de la Estación Central. Roban a pasajeros y turistas, así se hacen también con algunos documentos extranjeros. Qué sé yo, ¿quieres ser francés, alemán, griego? —dijo, esta vez sonriendo.
—Soy de Nápoles.
Y el asunto quedó ahí.
El búlgaro encontró lo que buscaba. Los datos físicos coincidían, el nombre lo modificaría para evitar que los relacionaran con posibles denuncias por extravío.
—Eres profesor —dijo cerrando el documento de identidad.
Michele asintió.
—Vamos a hacer las fotos.
Le indicó con la cabeza la esquina de la habitación destinada a estudio fotográfico. Encendió los focos y se colocó detrás de la máquina montada sobre el trípode. Michele se encontró cegado por las luces, percibía los contornos vagos de la estancia y la figura oscura del abogado, que se movía nervioso adelante y atrás. El asunto empezaba a impacientarlo.
Terminaron en cinco minutos. El búlgaro sacó una botella de vodka y propuso sellar el acuerdo con un brindis. El abogado por su parte no esperaba otra cosa y Michele pensó que hacía cerca de veinte años que no tocaba el alcohol, a no ser el vino peleón en tetrabrik de la cárcel. Un cuarto de litro de blanco al día durante veinte años. Para volverse locos. Aceptó.
Vaciaron los vasos de un trago, como en la mejor tradición del Este europeo. Michele sintió el ardor del vodka subirle por la garganta. Chascó la lengua contra el paladar mientras una leve sensación de calor le cubría el rostro. El abogado ya había vuelto a servirse de la botella antes de que él hubiera posado el vaso. Reflexionó sobre el hecho de que entre el alcohol y las drogas a su amigo no le quedaba mucho tiempo para reventar. En cualquier caso, en un par de días dejaría de ser algo de su incumbencia.
—¿Otro? —le preguntó Mika sacudiendo la botella.
—No, así está bien, tengo ganas de marcharme.
—Un momento. —El abogado se echó el tercer vodka. Se lo bebía como si fuese agua, pero el hecho era que le calmaba. Había dejado de moverse adelante y atrás y las manos ya no le temblaban.
Michele volvió a mirar a su alrededor fijándose con desgana en uno de los monitores. Las luces de colores se habían hecho más luminosas y tuvo una ligera sensación de aturdimiento. Ya no estaba acostumbrado a las bebidas alcohólicas y, aunque solo hubiera sido un vaso, le estaba afectando. Le pesaba la cabeza como el granito. Estaba cansado. Bajó instintivamente los ojos para mirar el vaso vacío. La mano le temblaba. Veía el cristal desenfocado y brillante. Vio un residuo de polvo en el fondo. Metió los dedos mientras todo a su alrededor comenzaba a dilatarse. Sintió los granos bajo las yemas de los dedos mientras largos flashes lo cegaban bajo los párpados cerrados. El mundo se hizo acolchado, solo las luces lo aturdían. La habitación oscilaba.
—Michele, ¿estás bien?
No es posible…
Comprendió que esta vez no era como en el despacho del abogado. Esta vez era diferente. Y él era un estúpido.
No llegó a responder. Sintió a alguien a sus espaldas. Un brazo. Y después un antebrazo, musculoso y tatuado, que le apretaba con fuerza la garganta. No pudo oponer resistencia alguna mientras le clavaban una aguja en el cuello. Ni siquiera sintió dolor, también estaba atenuado por la droga que le habían dado. Las piernas empezaron a temblarle convulsas mientras sus rodillas cedían y caía al suelo.
Las voces le llegaron desde un lugar muy lejano, un eco confuso que se perdía en aquella habitación subterránea.
—¿Y ahora qué hacemos? ¿Y si se despierta qué hacemos? ¿Qué hacemos? —Era la voz chillona y excitada de Umberto.
—Estate tranquilo, abogado. No se despertará —dijo el búlgaro.
Michele sintió que un manto denso y borroso lo envolvía por completo.
Una sensación agradable antes de deslizarse en la nada.
4
Se había hecho de noche y había comenzado a llover.
De pronto el aire se había vuelto frío, recordando a todos que estaban en invierno. Los transeúntes se movían veloces de camino a casa o a cualquier otro lugar cálido mientras al inspector Lopresti en silencio se le congelaban las pelotas. Estaba parado bajo la cubierta de una marquesina de autobús mirando los siete pisos de piedra blanca de la jefatura de policía, que en la oscuridad de la noche parecía aún más imponente y majestuosa. Estaba fumando el enésimo cigarrillo descansando en un pie y luego en el otro, con una mano en un bolsillo y la cabeza hundida entre los hombros, esperando pacientemente a que su compañero terminara de hablar por teléfono. Habría podido salir andando y dejarlo allí solo, pero él no hacía esas cosas. Ya no.
Tras no pocas dudas y una buena dosis de prejuicios había tenido que cambiar de opinión sobre Corrieri; en el fondo no estaba mal. Estaba educado a la antigua, era moderadamente simpático y sobre todo no le tocaba los cojones con millones de preguntas. Es verdad que la actitud de rajado y el aburrimiento de la charla sobre la jubilación seguían ahí, pero sobre esto estaba dispuesto a hacer la vista gorda, al menos hasta el final de la investigación.
Lopresti se sorprendió con la mirada fija en la estela de las luces rojas de los coches, con la mente vacía y escuchando las palabras de su colega.
—Está bien, amor… No, chérie, no hay ningún problema, compro yo la manzanilla y el pan de camino a casa. No hay problema… No, para esta noche nada de particular, como lo que haya, no prepares nada del otro mundo… No te molestes. Trata de descansar un poco…
Lopresti había terminado el segundo cigarrillo seguido y la llamada todavía no tenía visos de acabarse. Cuando de repente varió.
—Sí. ¡Sabes que te quiero! Pero ahora tengo que dejarte, tengo a mi pobre compañero esperando desde hace un rato.
Corrieri siguió otros treinta segundos más con una serie de despedidas y afirmaciones empalagosas. Por fin colgó el teléfono con un ligero suspiro y ojos melosos. Lopresti estaba descompuesto, miraba a su colega con asombro.
—¿Pero me quieres decir cuántos años llevas casado con tu mujer?
—Treinta y siete.
—¿Treinta y siete? —Ahora sí que Carmine estaba de verdad descompuesto.
—Sí, nos casamos a los diecinueve. Pero nos conocíamos desde secundaria. Así que llevamos juntos casi cincuenta años.
—O sea…, ¿me estás diciendo que te casaste con tu novieta de secundaria?
—Sí, ¿por qué? —Corrieri estaba sinceramente sorprendido.
—¿Y después de medio siglo todavía andáis con esas zalamerías por teléfono? ¿Te quiero, te echo de menos, cuelga tú primero, no primero tú?
—Pues sí. —Corrieri parecía azorado por el énfasis de su compañero, así que bajó la cabeza fingiendo buscar algo en los bolsillos del chaquetón.
—¿Pero te das cuenta? Cristo bendito, os deberían exponer en un museo, en una vitrina con un cristal de cinco centímetros de espesor, como la Gioconda, para que la gente viniera a veros, por supuesto pagando la entrada, y con un cartel abajo que dijera «Todavía enamorados tras cincuenta años juntos», y luego hacer el merchandising: camisetas, postales, bolsas, bolas de nieve de cristal…
—Hum… No lo había pensado, es una buena idea, podría añadirlo a la pensión. —Corrieri sonreía, en primer lugar porque era verdad que todavía estaba enamorado de su mujer después de tanto tiempo y además porque se había dado cuenta de que a su compañero el hecho le gustaba—. En cualquier caso, vámonos ya, que llegamos tarde.
—Eh, no, qué cojones, me he tenido que comer que te magreases por teléfono con tu mujer, ahora espera a que me fume otro cigarro. —Lopresti se lo encendió mientras su colega se reía. Tres largas caladas y había terminado. Por un momento le vino el recuerdo fugaz de Martina, de la historia que compartieron, de su largo pelo castaño, de sus ojos risueños, marchándose para siempre, dejándolo en la cama sin hacer con dos rayas de coca en la mesilla. Pero fue solo un momento, una esquirla de cristal que chirriaba con la feliz vida matrimonial de su compañero. Desechó aquel recuerdo, no quería otra vez malos pensamientos. No ahora.
Tiró el cigarrillo en el asfalto mojado, se subió la capucha del chaquetón y cruzó la calle deprisa junto a Corrieri. Efectivamente llegaban tarde.
Ambos inspectores entraron en la jefatura y enfilaron por el largo pasillo con la calefacción al mínimo, silencioso y semidesierto. Las fans de Lopresti, casi prejubiladas, hacía un buen rato que estaban en casa. Casi mejor. También porque él, en ese momento, no tenía ganas de hacerse el simpático y el complaciente, aquella investigación empezaba a pesarle como el granito. Se había esperado resultados inmediatos, soplos, confidentes, qué sé yo…, una carta anónima. Pero nada. Nadie entendía un carajo. Le habían arrancado cuatro sandeces a Genny B, pero poca cosa, rumores nada más. Nadie hablaba o quizá, por una vez, nadie sabía.
Pasaron ante la puerta cerrada del comisario jefe Taglieri, se miraron en silencio intercambiando una mueca, si no se sacaban un conejo de la chistera les esperaba una reprimenda sin precedentes. Pasaron el ascensor y el baño, confiando que la llamada de Morganti les aportase algo nuevo.
Llegaron a la última puerta al fondo a la derecha, sin indicaciones ni placas excepto la de «Prohibido fumar». Llamaron y entraron sin esperar. Los recibió una nube de humo rancio.
—¿Y para qué demonios está el cartel de prohibido, Morganti? —dijo Corrieri abanicándose con la mano.
—Está puesto fuera —respondió Morganti sin volverse. Estaba sentado al ordenador, cigarrillo en boca y auriculares apoyados distraídamente en el cuello.
Era la sala de escuchas para las interceptaciones, una habitación pequeña con las ventanas oscurecidas, anónima y apartada, con tres mesas y otros tantos ordenadores. A la derecha una estantería de hierro, con máquinas fotográficas y aparatos fuera de uso. Y, para alegría de Corrieri, hasta arriba de ceniceros llenos a rebosar. Los sitios estaban todos ocupados por compañeros que ni se dignaron a mirarle. La vista fija en los monitores y los auriculares en las orejas.
—¿Annunziati? —preguntó Lopresti.
—Hizo el primer turno de escucha —respondió Morganti pasándose la mano por la cara. Estaba cansado y le dolía la cabeza. Señales todas poco alentadoras.
—Me has dicho por teléfono que tenías algo para nosotros —siguió Carmine.
Morganti asintió apagando el cigarrillo.
—Sí, algo tengo. Estamos controlando algunos teléfonos. Te aclaro enseguida, antes de que lo preguntes, que el de Peppe el Cardenal no lo hemos logrado. Está pendiente de todo, tiene miedo hasta de su sombra y casi no sale de casa, por primera vez en diez años no lo han visto por la plaza de San Giuliano Campano exhibiéndose. Pero en cambio tenemos controlados a algunos de sus lugartenientes y ha habido potra. Salvatore Cuomo, al que llaman el Bola, es uno de los importantes entre los hombres de Peppe, le hace los trabajos delicados: relaciones con otros clanes, balance del narcotráfico, si hay que matar a alguien discretamente y sin mucho follón…
—¿Y…? —Lopresti estaba impaciente.
—Que hace un par de horas ha llamado a su jefe y han hablado de cosas interesantes.
Morganti se levantó de su puesto para dejar sitio a su compañero, cogió otra silla también para Corrieri y conectó dos auriculares al ordenador. En la pantalla una larga lista de targets: los objetivos, o mejor, los números interceptados, indicados con las últimas tres cifras, número de las llamadas efectuadas, duración y también el texto de los SMS enviados y recibidos.
—Salvatore está convencido de que su móvil es seguro. Tras los hechos del cementerio casi todos los hombres de Notari se han deshecho de los viejos aparatos, pero por suerte hemos interceptado al eslavo que debía proveerles de nuevas tarjetas y bajo la amenaza de una acusación por «asociación mafiosa ex 416bis» ha decidido echarnos una mano. También estoy seguro de que hace tres días que ese ha vuelto a Albania bajo otro nombre —añadió Morganti.
—¿Y el Cardenal? —preguntó Corrieri.
El compañero volvió a negar con la cabeza.
—Él no. Os lo dije. Usará el teléfono de cualquiera no censado, de cualquier nonagenario que ni sabe que tiene un móvil. Hay quienes se brindan a realizar estas cosas, aunque no se lo pidan, solo por mostrarse serviciales con el boss, y esos resultan imposibles de interceptar. Y en cuanto al entorno, peor todavía, Notari vive en un auténtico búnker. Puertas y cristales blindados, cámaras de vigilancia a la entrada, vista a todos los rincones de la calle y seguro que tiene hasta una galería subterránea o cámara secreta. Entrar para pincharle el teléfono es imposible.
Morganti seleccionó uno de los targets y dio a «enviar». De los auriculares llegó un murmullo mezclado con los ruidos del teléfono.
—Diga.
—Sí, Don Giuseppe. Soy Salvatore.
—¿Guaglio’, podemos hablar?
—Sí, Zì. El teléfono es nuevo.
—Entonces dime.
—Zì, los dos guaglioni todavía siguen en el hospital, pero están mejor. En el parte médico pone que han tenido un accidente con la escúter, pero salta a la vista que les han atizado. En todo caso se van a mejorar, a Cosimo le tienen que poner los dientes y…
—¡Bola, me importan un carajo esos dos guaglioni, quiero saber dónde está Michele Impasible!
—Pues eso, Don Giuse’, es un problema. Los vigías lo perdieron de vista al salir de casa. Sabía que lo teníamos localizado y se metió en el mercadillo del Rione Berlingeri, y entre tanta gente…, nada, se esfumó.
—Qué coj…
—Pero hay novedades. Hay un medio lelo, un chico llamado Pepè, que vende droga para nosotros, parece que Michele lo conocía, y entonces, para demostrar la basura de tipo que es, lo ha molido a palos y le ha quitado todo. Dinero, droga y coche. Y se ha marchado.
—¿Y a dónde?
—Nadie lo sabe, Zì. Pero he hecho mis averiguaciones y un amigo que todavía está dentro me ha dicho que Michele tiene sus contactos. Seguro que en Roma y en Milán, y por la zona de Génova, también.
—¿Quién?
—Gente con quien ha estado en el talego, con quien ha compartido mesa.
—¿Pero no estaba en la celda con Pinochet?
—Sí, pero cuando Don Ciro murió lo cambiaron de celda, y al parecer, antes de estar con él, se había movido mucho y tenía sus contactos. Y además algunos de los nuestros que están allá en Liano me han dicho que Michele buscaba la dirección de un abogado.
—¿Un abogado?
—Sí, un tal…, espera, Zì, que me lo he apuntado…, el abogado Umberto De Marco.
—Lo conozco, es un yonqui, no creía que estuviera vivo todavía. Pero podría ser una solución.
—¿Qué tengo que hacer, Zì?
—Manda a alguien donde ese Pepè. Tenemos que estar seguros de que nos lo ha dicho todo. Que hable. ¿Comprendido?
—Comprendido, Zì. ¿Y yo?
—Tú te vas a Milán a ver a ese abogado. Y, sobre todo, antes de irte advierte a los calabreses, no quiero follones, no quiero que nadie diga luego que no se les ha advertido, el canalla del Impasible está creando ya demasiados problemas.
—Zì, perdona si me tomo la libertad, pero ¿no es demasiada molestia? No ha podido ser Michele el que ha armado el follón del cementerio. Cuando mataron a Mariscal todavía estaba dentro, y la noche que ahorcaron a Bebè estaba en su casa y nosotros le vigilábamos.
—Guaglio’, no digas gilipolleces. No se trata de molestia. Sabes mejor que yo que las casas tienen agujeros que nadie imagina, y, si alguien como Michele quiere salir sin que le vean cuatro lelos como vosotros, sale y ya está. Y además, guaglio’, recuerda que uno de los nombres en el camposanto es el mío y yo no tengo la más mínima intención de dejarme matar. ¿Ha quedado claro?
—Perdona, Zì, yo pensaba que…
—¡Tú no tienes que pensar un carajo! ¡Tú lo que debes hacer es seguirle y se acabó! Si te digo que tenéis que encontrar a Michele Impasible, lo tenéis que encontrar y se acabó. Tú no sabes nada de toda esta historia ni tienes por qué saberlo. ¡Obedeces y se acabó!
—Obedezco, Zì.
—… muy bien, guaglio’, y no hagas que me cabree. ¿Y los Surace?
—Están donde nuestros amigos al sur de Roma, Zì, han dicho que están bien y que de momento prefieren no volver.
—Ya, esos tenían miedo de pequeños, imagínate ahora. Dirán que es para introducirse en los mercados de abastos, entre patatas y berenjenas, fingiendo que es para controlar la distribución de nuestra droga, pero en realidad están cagados y esperando a que yo resuelva este follón. Que encuentre yo a Michele Vigilante.
—Entonces, Zì, ¿qué hago?
—Haz lo que te he dicho. Manda a alguien al chico al que ha atizado Michele. Tenemos que estar seguros de que lo ha contado todo. Pero, ojo, que sea un trabajo limpio, sin armar bulla, que la gente empieza a hablar y no estamos quedando precisamente muy bien. La gente empieza a pensar que no sabemos qué peces pescar y, de seguir así, nos van a perder el respeto. Y si nos pierden el respeto, lo perdemos todo. Tú, en cambio, te vas a Milán. Te marchas esta misma noche. Y manda a alguien a los hermanos Surace. Tienen que regresar, se tienen que dejar ver por aquí, la gente no debe pensar que han huido. Deben ver que somos nosotros quienes seguimos al mando, que nosotros no le tememos a nadie. Y mucho menos al Destripamuertos. ¿Me has comprendido?
—Todo claro, Zì.
La llamada se interrumpía ahí. Corrieri y Lopresti se quedaron mirando el monitor en silencio. La lista de targets indicaba que aquella era la última llamada de Giuseppe Notari.
Morganti sonrió y sacó otro cigarrillo.
—No sé qué pensáis vosotros —dijo—, pero no paran de hablar de respeto, de dejarse ver… Están cagados. El Cardenal el primero. —Su voz llegaba atenuada por los auriculares. Lopresti se los quitó para responder.
—Vosotros, ¿cómo estáis procediendo?
—Como de costumbre. Seguimos con las interceptaciones. Hemos empezado a interesarnos por el abogado, los compañeros de Milán ya nos han confirmado que se trata de una buena pieza: drogodependiente y seguramente también traficante. Uno que se ha arruinado la vida solito y ha terminado de mala manera. Desde esta noche tiene el apartamento vigilado.
—¿Y el Bola? —preguntó Corrieri.
—Le hemos puesto un dispositivo GPS debajo del coche y estamos esperando a que salga hacia Milán. Cuando llegue donde el abogado tenemos que estar atentos para que no se lo cargue; por lo demás, esperemos que Vigilante asome por alguna parte.
—Pero si ni siquiera sabemos si tiene que ver con esta historia… —objetó Corrieri.
Morganti le miró mal, con el cigarrillo apagado colgando de los labios y el encendedor en la mano. Casi desmoralizado.
—Colega, ¿cómo coño razonas tú? ¿Tienes ganas de broma? Cuánto más se remueve esta mierda, más aparece el nombre de Michele Impasible. Primero los guaglioni machacados, luego el camello asaltado, y después la fuga. No te olvides de que todo comenzó poco antes de que saliera de la cárcel. Puede que no fuera él quien matara a esos dos, pero seguro que sabe quién ha sido. Y sabe qué cojones está sucediendo.
—¿Y qué me dices de ese traficante del que hablaban, ese Pepè? —intervino Lopresti para desviar la atención de Corrieri.
—Nada. El apodo no nos dice nada y denuncia de robos no ha habido. Pero ¿quién va a denunciar que le han robado la droga con la que está traficando? De todas formas ahora ya es tarde, esperemos solo que los hombres de Notari no se pasen demasiado con él. Si acaso mañana por la mañana nos damos una vuelta por los hospitales, a ver si esta noche han ingresado a alguien con los dientes rotos.
Morganti se encogió de hombros y sus colegas tampoco se hicieron ilusiones. Sabían cómo funcionaban las cosas. Y sabían que para Pepè, quienquiera que fuese, iba a ser una noche mala, si no la última.
—¿Por qué nos has telefoneado? —preguntó seco Lopresti.
—Ante todo para poneros al día sobre los progresos.
—¿Y además?
—Por los Surace.
Corrieri, todavía sentado a la mesa, alzó la vista hacia su compañero.
—Si es cierto que el nombre de Michele Impasible aparece siempre —continuó Morganti—, también es cierto que dos de las lápidas del cementerio son para los hermanos Surace. Y visto que hasta ahora el Destripamuertos nos lleva la delantera, no estaría de más encontrarlos y pegarnos a ellos como garrapatas y capturar a ese apestoso que nos está haciendo quedar como unos imbéciles.
—¿Con qué contáis? —preguntó rápido Lopresti.
—Un informe de los carabinieri de Terracina. Nos indica quiénes son los contactos de los clanes del bajo Lazio. Los Surace son prófugos con delitos menores, cosa de poca monta. Un par de años de talego como máximo, vistos los antecedentes. Y me da que esta vez hasta podría gustarles que los arrestasen. Seguro que el Destripamuertos al talego no llega. —Morganti volvía a sonreír, era evidente que aquella historia le divertía horrores.
Lopresti en cambio se mostraba pensativo; por el momento la situación todavía estaba bajo control, la prensa había destacado la noticia hasta cierto punto, pero de haber más muertos la cosa sería diferente. Podrían empezar a airearse los trapos sucios y, honradamente, no le gustaría que se viera implicado el comisario jefe Taglieri. Era una buena persona y sabía trabajar, pero a veces las presiones son enormes y quien lo paga es el último eslabón de la cadena. El más débil. Y Lopresti solo esperaba no ser él.
—Vale, Morganti, esperamos los papeles. —Lopresti estaba cansado y quería volver a casa, darse una ducha, meterse en la cama y dormir. Solo. Como siempre.
—Mañana mismo te paso el informe. Se lo comunicamos al jefe y os regalamos de corazón la primicia de los hermanos Surace.
—Vaya un regalo de mierda.
—Carmine, cada cual recibe lo que se merece. —Morganti seguía divirtiéndose.
—También tienes razón. Corrie’, vamos a largarnos de aquí, que la jornada ha terminado. Tú todavía tienes que hacer la compra para tu mujer y yo calentarme una pizza congelada.
Corrieri se levantó y lo siguió por el pasillo de la jefatura. Estaba silencioso, con el semblante serio y la mirada en las baldosas del suelo. Quizá se había quedado así por la actitud de Morganti, pensó Lopresti. En el fondo era un buen policía; un rajado, pero no mal tío.
—¿Colega, qué te parece? ¿Cómo tenemos que actuar? —dijo para aliviar la tensión.
Corrieri seguía mirando al suelo. Su expresión era dura, contraída, muy diferente de la de poco antes, cuando hablaba por teléfono con su mujer. La voz dulce y melosa había desaparecido, la había sustituido otra bronca y temblorosa de rabia.
—Vamos a detener a los hermanos Surace.
5
La chica gritaba.
Un grito desesperado, de esos que destrozan las cuerdas vocales y queman por dentro. Un grito con todo el aliento que tenía en la garganta, en los pulmones, en todo su maldito cuerpo.
La tenían aplastada contra el suelo. Uno tiraba con fuerza de su pelo castaño, arrancándoselo a mechones, otro le sujetaba las muñecas, otro le abría las piernas. Y Michele estaba allí, entre sus muslos. Reía hasta llorar. Una mano en el pecho para calmarse y la nariz que continuaba sorbiendo. Un aspirador de reflejos incondicionados a la búsqueda de coca.
En su cabeza nevaba. Cuánta nieve. Copos finos que se le metían por las narices, le abrían los ojos hasta que se le salían de las órbitas y luego seguían ascendiendo hasta el cerebro, hasta la sacudida final. Hasta el subidón.
Los otros le arrancaban la blusa a la chica. Tiraban y arrancaban. Tiraban y arrancaban. Y Michele solo podía pensar: Cuánta droga. Cuánta droga. Cuánta droga.
Ni siquiera sabía si era por las tetas desnudas de la chica o por la cocaína. Pero le importaba un carajo. Reía. Reía. Reía.
Cuánta droga. Cuánta droga. Cuánta droga.
Gritaba. No conseguían taparle la boca. La puta mordía. Pero él veía estrellas fugaces y un hombre ahorcado colgaba de los barrotes de la ventana. Michele se quitó el cinturón. Una cascada blanca llovió en la garganta de la chica. Gritos sofocados de dolor. Subía el colocón. Cada vez más. Cada vez más. Michele sentía que todo subía.
Rio y se desabrochó los pantalones.
La chica gritaba.
Michele estaba a oscuras.
Flotaba en la oscuridad. Un movimiento lento y sinuoso que lo acunaba suspendido en la nada.
El propofol es un anestésico. El propofol es un agente hipnótico. El propofol tiene un efecto inmediato. Quince segundos y nubla tu conciencia. Quince segundos y el mundo a tu alrededor desaparece. Los médicos y los enfermeros lo llaman «leche de amnesia» o «lechecilla» por su aspecto blanco y denso. Por vía intravenosa llega rápido al cerebro y allí cumple enseguida con su cometido.
La oscuridad era densa y uniforme. Un líquido negro que le llenaba la boca y el corazón atenuándolo todo. Michele lo percibía circular dentro de sí mientras la mente seguía gastándole extrañas faenas.
—Guaglio’, ¿dónde está mi libro?
Era la voz de Pinochet que le llamaba desde quién sabía qué lugar y tiempo.
Intentó responder, pero fue inútil. Tenía la boca abierta de par en par e inmóvil, sin sonidos y sin vida. Solo lograba hablarle en su propia cabeza.
No lo sé, Zì, no lo he visto.
—Miche’, ¿sabes que debes leer? ¿Que debes instruirte? ¿Que debes salir del talego?
Lo sé, lo sé, Don Ciro. Me lo repite todos los días.
—Aprender cosas es importante. Si aprendes cosas no tienes miedo.
Zì, yo nunca tengo miedo.
—No digas gilipolleces, guaglio’, todos tienen miedo. También yo.
—¿Y usted de qué tiene miedo, Don Ciro?
—Ay, guaglio’, tengo miedo de mí.
El silencio retumbó dentro de Michele cuando esas palabras atravesaron la oscuridad.
—¿Tú no sabes por qué me llaman Pinochet?
No, Zì, no me acuerdo.
—Haz un esfuerzo, Miche’, piensa bien, que seguro que te acuerdas.
Michele vio en el vacío. Vio esquirlas de recuerdos y pensamientos recomponerse ante sus ojos cerrados. Vio una pequeña avioneta, blanca y roja, con las alas oscilando despacio. Volaba a poca velocidad en mar abierto. La puerta trasera se abrió y cayó un cuerpo. Y luego otro y otro y otro más. El avión siguió haciendo vuelos rasantes mientras los cuerpos al caer levantaban salpicaduras y espuma de mar. Alrededor solo el azul del mar y del cielo fundiéndose en el horizonte.
—Lo aprendimos del verdadero Pinochet. El de Chile. Cargábamos a los desgraciados en el avión, atados de manos y brazos, y los tirábamos. Mar adentro, lejos. Volábamos bajo, para que nadie nos descubriera. Casi siempre los tirábamos al mar vivos, que para morir ya tendrían tiempo. Muy pronto ya no conseguían flotar y entonces poco a poco se iban hundiendo hacia el fondo y allí los peces hacían el resto. A algunos, los más simpáticos, los matábamos antes de tirarlos cortándoles el cuello, de manera que se desangraran en el agua. No era gran cosa, pero al menos era rápido. De uno u otro modo, todos empezaban a morir en el avión. A morir de miedo. Sabían lo que les esperaba, gritaban, pateaban, rezaban, los había que se meaban encima…, pero era inútil y además no había necesidad de explicárselo. Era un método simple y limpio, sin la preocupación de cómo hacer desaparecer el cuerpo. Porque, si no hay cuerpo, no hay causa. Si no hay cuerpo, no hay homicidio.
Lo sé, Zì.
—Sé que lo sabes.
La voz de Pinochet se había hecho profunda y tenía un matiz irónico, como si a duras penas lograra contener una carcajada.
Michele siguió viendo el avión que lanzaba hombres a las olas como semillas en un campo arado. Una siembra de cadáveres. Una siembra lista para dar sus frutos.
6
Las imágenes se desvanecieron lentamente y el manto negro comenzó a fluctuar como un mar gélido e indiferente. La mente de Michele aminoró su marcha a la deriva y sintió el suelo bajo la cara. Duro, frío, real. El tosco cemento le arañaba y oprimía la frente.
Tomó conciencia de su cuerpo inerme y de la mordaza que le oprimía el cuello. Todavía sentía la cabeza ofuscada, todo estaba envuelto en una placenta de niebla y oscuridad. Pero las sombras tomaron forma y distinguió a la figura que se movía sobre él.
—Despierta, Michele. Es hora de levantarse, queridito mío.
Las palabras le llegaron de lejos, débiles e irónicas.
Abrió los párpados y vio la débil luz de la sala de los ordenadores filtrarse por la puerta entornada. Era la misma puerta de metal que había visto nada más entrar en la habitación del búlgaro, la cerrada con un pesado candado que había despertado en él una vaga sensación de alarma. Alarma a la que, urgido por su manía de continuar el viaje, se había negado a hacer caso.
Estaba tumbado en posición supina, brazos y piernas todavía dormidos. No lograba moverlos. Mil agujas finas entre piel y sangre, nervios y huesos.
Mika lo empujó con la bota gruesa en el costado y le dio la vuelta con violencia, casi coceándolo. Su cuerpo rodó como una vieja alfombra y vio la sombra amenazante del hombre sobre él, apenas distinguible en la oscuridad de la habitación. Y aun así, a pesar de la confusión de su mente y de la oscuridad, estaba seguro de que se estaba riendo de él. Por otra parte, tenía motivos sobrados: el famoso Michele Impasible se había dejado tangar como el más vulgar de los guaglioni.
El búlgaro, con la mano levantada ante el rostro, empuñaba una jeringa. Se volvió complacido hacia la puerta entornada.
—¿Has visto qué poco hace falta? Un pinchacito para dormirlo y otro para despertarlo. Eso es todo, abogado. Y hacemos lo que nos parezca con él. Es una marioneta en nuestras manos. Se lo vendemos a quien queramos. Tú busca comprador, que yo me encargo de tenerlo a raya. Lo importante es mantenerlo vivo, ¿no?
—Sí, tiene que estar vivo. —La voz de Umberto llegó débil desde la otra habitación, pero aun así Michele la reconoció, al tiempo que trataba de aclarar sus pensamientos. Intentaba parar el torbellino que tenía en la cabeza, concentrándose en una sola idea: seguir vivo. Eso ya era un magnífico comienzo.
—Pero si se lo entregamos un poco achacoso no será un problema.
—No lo sé. Creo…, creo que no —titubeó el abogado.
Estaba claro que aquella situación lo aterrorizaba.
Ese gilipollas siempre tenía miedo de todo.
Fue un pensamiento rápido e irracional que pasó por la mente de Michele. De repente le hizo sentirse mejor. Si era capaz de pensar esas idioteces quería decir que estaba volviendo en sí. Que empezaba a hacerse una idea de la situación, aunque no le gustara para nada. El búlgaro se acercó. Su sombra oscura llenó los ojos del viejo boss confundiéndose con el techo negro de la habitación.
—¿Has oído, Michele? Puedo hacerte daño. Lo importante es que sigas vivo. —Su voz era complaciente, casi excitada—. Y mira por dónde en Chechenia he aprendido un montón de jueguecitos estupendos para hacerte sufrir. No veo el momento de divertirme contigo.
Michele comprendió que aquel cabrón no solo era peligroso, sino que estaba completamente loco.
Lo vio agacharse un poco más sobre él.
—Esto no lo necesitas así que me lo quedo.
Sintió las manos del hombre arrancándole del cuello la cadena de oro que llevaba. Fina, delicada, con un crucifijo colgando. Con un golpe seco la partió desgarrándole la piel, pero Michele tuvo la sensación de que volvía a respirar, como si el aire le afluyese de nuevo a los pulmones. Un estremecimiento de placer que el búlgaro interpretó como dolor.
—Eres delicado, señor Impasible. Espera a que te enseñe mis herramientas y entonces sí que nos vamos a reír. ¿Me has comprendido? Responde, ¿me has comprendido?
Michele fingió sentirse más atontado de lo que estaba, sacudiendo vagamente la cabeza y murmurando palabras sin sentido.
—¿No se habrá quedado tieso? —Era de nuevo el abogado.
—No, tranquilo, solo está sedado. Evidentemente no aguanta el propofol. Mejor así, se portará bien y habrá que darle menos pinchazos.
—¿Por qué, necesitamos más?
—Abogado, ya te lo he dicho: tú encárgate de encontrar un comprador. El que más pague. Esto yo sé cómo hacerlo. En la guerra me ocupaba de los prisioneros, les hacía hablar, gritar, llorar y suplicar. Los mantenía con vida y luego los mataba. Para ellos era Dios. Y también lo seré para este gilipollas.
El abogado permaneció en silencio. Un silencio diáfano, que no permitía réplica y del que no se podía volver atrás. Michele tomó nota del asunto.
El búlgaro se alejó unos momentos dejándolo tirado en el suelo, inmóvil y mudo. Tras un instante algo cayó sobre el suelo de cemento desnudo. Un ruido de plástico y metal resonó entre las paredes cerradas de la habitación.
—¡Y no te me mees en el suelo, o vengo y te arranco las uñas!
La puerta se volvió a cerrar con un estruendo de metal. Luego el chasquido seco del candado. El mundo se cubrió de sombras.
Michele trató de mirar un techo que no alcanzaba a ver. La oscuridad de la estancia era absoluta y sus ojos no tenían ni una rendija de luz. Permaneció allí tirado un tiempo indefinido, tratando de respirar profundamente para oxigenar su mente. Todavía sentía la droga pesándole sobre los párpados, le costaba permanecer despierto. Tenía los brazos atados por delante con bridas de plástico, como las que usan los electricistas o los policías en Estados Unidos, imposibles de quitar. Estaban tan apretadas que le dolían. Sentía un vago hormigueo en los dedos: aunque con dificultad dejaban pasar la sangre. Empezó a moverlos para que no se le durmieran. Las piernas sin embargo las tenía libres, al fin y al cabo no tenía dónde escapar, y lentamente recuperó su control.
Se sentía tranquilo. De una tranquilidad fría, irracional. Como si el asunto no fuera con él. Como si el estar atrapado en aquel sótano, con un búlgaro loco que le quería torturar, no fuera una de las prioridades que tenía que resolver. Había vuelto a una prisión, una pecera que conocía y en la que sabía moverse. Sabía cómo comportarse y sobre todo tenía una ventaja con respecto a sus adversarios: estaba dispuesto a morir para obtener lo que quería.
En la oscuridad volvió a ver de nuevo la cara de Pinochet contándole lo de los hombres lanzados desde el avión, lo del ruido de sus cuerpos al caer en el mar. Su rostro era inexpresivo, una paleta grisácea y sin luz. Le decía aquellas cosas porque había que decirlas, porque tenía que saber, pero no había en su voz jactancia alguna. En la voz de Don Ciro no había quedado ya nada. Su pasado, el poder, la familia, el dinero, la cocaína, la muerte del hijo: todo había desaparecido de aquel rostro y sus palabras resonaban solemnes como en el interior de una catedral, pero en realidad procedían de una cáscara vacía.
Trató de borrar aquella imagen, lo mismo que intentaba apartar el rostro dulce y sonriente de Milena. Pero aquella era otra historia. Una historia que le dejaba sin aliento y que todavía no era capaz de afrontar.
Desechó todos los pensamientos y volvió a concentrarse en su cuerpo. Probó a levantarse. Sintió que las piernas le temblaban, apoyó las manos sobre el suelo de cemento y dobló las rodillas. Advirtió un súbito mareo, sangre y droga fluían al cerebro, luchó consigo mismo para permanecer concentrado y no desplomarse. Dio un par de pasos temblorosos en la oscuridad y chocó con una pared. Un golpe sordo en la cabeza. Pero al menos era un punto de apoyo. Se volvió de espaldas al muro, descargando todo el peso en la pared. Suspiró profundamente. Tenía una sed tremenda y sentía que se iba. Su cuerpo todavía debía eliminar las toxinas que le habían sumido en las tinieblas.
Se movió haciendo eses, con los brazos extendidos hacia delante. Unos pocos pasos más y topó con la pared opuesta. Se volvió de nuevo tratando de reconocer el espacio. Era un cubo de cemento de unos pocos metros. Prácticamente idéntico a la celda donde había pasado los últimos veinte años. No pudo evitar sonreír. Una sonrisa histérica e irreal. Seguía viéndose a sí mismo como un pez en un acuario, nada que te nada chocando contra el cristal. Boqueaba y se debatía sin posibilidad de fuga. Había escapado de Nápoles, la había emprendido a puñetazos con el pasado, por fin estaba listo para continuar el viaje en aquel pozo negro que era el futuro, pero todo había sido inútil. Después de tanta vuelta, había regresado a la prisión de la que había salido.
Su pierna chocó con algo. Se acuclilló con las manos atadas muy rectas. Era un cubo de plástico, uno de esos de albañil con el asa de hierro que usan para trasladar los escombros. Debía de ser, según el búlgaro, el váter. Para utilizar si no quería que le arrancase las uñas. En el cubo había una botella de plástico. La sopesó. Agua. El mínimo garantizado para mantenerlo con vida. Abrió la botella y bebió la mitad de un trago. Sentía la garganta ardiente y seca y aquel líquido fresco era una bendición. Dio un largo suspiro de satisfacción, pero pasado un momento tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar. Le subían arcadas del esófago a la boca. Empezó a andar adelante y atrás para despertar los músculos. Probó a tirar de las ligaduras que le oprimían las manos, pero no lograba romperlas.
Bebió de la botella otra vez para reanimarse. De nuevo le vinieron arcadas del estómago, pero las contuvo, tenía que poder retenerlo todo dentro lo más posible. Mantenerse lúcido y concentrado. Preparado y peligroso. Tenía que volver a ser el viejo Michele Impasible.
Puso los ojos en blanco y se metió dos dedos en la garganta.