7
Del hombre, espero la venganza eterna
Sábado, 30 de enero de 2016,
Santa Martina, mártir
1
Sandro continuaba empujando el carrito de la enfermería, un día tras otro, con la rueda que seguía chirriando sobre el linóleo. Sin embargo, esta vez era diferente. Llevaba las manos agarradas con fuerza a la barra de hierro, los nudillos blancos y contraídos. Tenía la garganta seca, pegada, árida, sin palabras. La espalda, un lago de sudor bajo el uniforme blanco.
Tenía miedo. La galería ante él parecía no terminar jamás y era como si todos se apartaran a su paso, como si supieran. Pero solo era autosugestión, nadie le prestaba atención, únicamente era uno de tantos enfermeros que se deslizaban por los pasillos mientras la vida del hospital discurría con plácida normalidad.
Sandro llegó ante la habitación de Peppe el Cardenal, la puerta estaba cerrada y él se quedó en silencio mirando el picaporte. Volvió a pensar en cómo había cambiado su vida en un instante, cuando el Bola, o sea Don Salvatore Cuomo, había bajado un picaporte igual a ese y había entrado en la sala de enfermería donde él se estaba cambiando.
—Mira, justo te buscaba a ti —había dicho.
Sandro se había vuelto mientras se abrochaba la bata del uniforme.
—Buenos días, Don Salvato’ —había respondido, sorprendido y preocupado. Su deseo profundo de ser invisible para aquella gente se había hecho trizas—. ¿Qué necesita? —había preguntado inclinando la cabeza, fingiendo alisarse los pantalones.
—Necesito un favor que solo tú me puedes hacer.
Sandro tuvo el primer auténtico escalofrío de miedo de la jornada, consciente de que no iba a poder negarle nada a aquel hombre.
Así que abrió la puerta de la habitación del Cardenal, empujó dentro el carrito y se encontró frente a frente con uno de tantos muchachotes montando guardia ante el cuerpo exánime de su jefe. No hubo ningún intercambio de saludos, como siempre. Parecía que en aquel momento, con Don Peppe en coma, todo era una competición para demostrar quién era más duro o simplemente más cabrón. Después de los primeros días de falsos llantos y forzada conmoción, se había puesto en escena otro teatro, hecho esta vez de feroces disputas, miradas venenosas y palabras hirientes. Sandro no tenía duda de que antes o después a alguien se le iría la mano y acabaría con una bala en la cabeza. Solo el Bola era consciente y estaba seguro de su papel, aunque seguía interpretando la parte del nuevo boss, del amigo devoto que seguía a la cabecera del enfermo. Pero la cosa iba para largo, el Cardenal se mostraba estable. Los primeros y más delicados días habían pasado y él continuaba agarrado a la vida con uñas y dientes. Además, los médicos empezaban a esperar que la cosa pudiera mejorar.
Sandro puso el carrito junto a la cama y comenzó a manipular el goteo, quitó una bolsa medio vacía, la puso a contraluz frente al sol que entraba por la ventana y puso una nueva. Se la había entregado poco antes Don Salvatore. Límpida, transparente, con las etiquetas y los membretes del hospital.
—¿No crees que tus padres estarían de acuerdo conmigo? —le había preguntado el boss.
Él se había quedado con la boca abierta y el cuerpo congelado.
—¿Cómo dices que se llama tu madre? Ah, sí, Annunziata. Y tu padre, Vincenzo, ¿así, no? Y siempre van a la iglesia de San Rocco, a la misa de las siete, todas las mañanas. Gran cosa, la devoción.
A Sandro le costó trabajo contener las lágrimas.
—¿No estás de acuerdo? —le había apremiado el Bola con voz meliflua. Exigía una respuesta.
—Ssí… —había sido la respuesta del muchacho. Con la cabeza baja como un niño al que regaña la maestra, sin rabia, sin ningunas ganas de gritar o de vengarse. Se sentía vacío. Impotente y vacío. Una vez más su vida no era cosa suya.
—Vale, muy bien. Coge aquí, ya sabes qué hacer.
Sandro hizo todo lo posible para no mirar el rostro pálido y demacrado de Don Peppe el Cardenal. Tenía los ojos fijos en sus manos, todo lo demás no existía.
Solo tenía que repetir gestos conocidos, los mismos gestos simples aprendidos hasta el final de las prácticas. Colgó la bolsa nueva en el soporte de metal, conectó la bomba de infusión y ajustó la ruedecita, regulando la velocidad del goteo que caía por la vía transparente hasta la cánula, en la vena.
Una. Dos. Tres.
Se quedó observando durante algunos instantes. Caían regularmente.
—¿No tienes que hacer nada más?
Era la voz del joven de guardia.
—No, no, he terminado, me voy. Avísenme cuando el gotero se acabe. —Se volvió rápido entornando los ojos, tratando de no ver, pero la imagen de Don Peppe ajado, hundiéndose y desapareciendo en aquella cama se le grabó en la mente. Se aferró de nuevo al carrito, buscó sostén en el contacto con el metal, mientras dentro de sí se sentía dispuesto a dejarlo todo, coger a sus padres e irse lejos de allí. A cualquier parte, pero lejos.
2
Un anillo con un rubí macizo, llamativo, vulgar.
El Bola completó su transformación en Don Salvatore Cuomo sacando la pesada joya del cadáver de Don Peppe y lo volvió a mirar a la luz incierta de la ventana. La piedra brillaba como una joya de sangre escarlata. Sangre fresca. Se lo puso en el dedo con satisfacción, pensando que tenía que acordarse de ir a la iglesia. Misas, procesiones, devociones. Todos debían ver, todos debían comprender. Extendió el brazo para admirarlo una vez más, como una muchacha de quince años que se acaba de hacer las uñas. Finalmente infló el pecho sobre la barriga desbordante.
Una cadenita fina e impalpable como un cabello, ligera, luminosa.
El hombre se pasaba en silencio la cadenita entre los dedos. Entrelazaba lento el fino hilo de oro, jugaba con los eslabones, se la enredaba acariciándola despacio y luego la soltaba dejándolos libres. La habitación estaba envuelta en sombras. Las sombras y las persianas lo habían protegido de la luz del día y ahora fuera lucía el resplandor naranja de las farolas. Había permanecido allí durante horas, gozando de la transformación del tiempo. Pensando en su vida, escuchando su respiración, jugando con aquella cadenita.
Había llegado por correo unos días antes. Un sobre amarillo anónimo, dirección escrita a mano. Dentro del sobre no había carta ni nota. Solo aquella cadenita.
Un mensaje sin palabras, que había esperado durante años.
Permaneció en silencio allí, mirando la oscuridad con la cadenita anudada entre los dedos.
3
El inspector Lopresti había entrado en el despacho del director con la cabeza confusa y los nervios a flor de piel. Se sentía desilusionado y traicionado al mismo tiempo, y estaba seguro de no merecérselo. No esta vez, que se había arriesgado de verdad, que había aceptado colaborar con un compañero y había tratado de comportarse como un amigo.
—¿Cómo es esa historia de que Corrieri es viudo y que se ha pedido diez días de baja dejándome en esta situación? —había gritado casi desde el centro de la habitación.
El comisario jefe Taglieri le miró sin interrumpir la conversación telefónica que estaba teniendo. Siguió unos segundos más, se excusó con su interlocutor y finalmente colgó. Se pasó la mano por el rostro cansado, oprimiendo con fuerza los dedos en el centro de la frente, como queriendo ahuyentar un dolor, una obsesión que no le dejaba en paz.
—Antes de todo, Lopresti, no vuelvas a permitirte entrar sin llamar o sin anunciarte. En segundo lugar, el estado civil de Corrieri no me interesa para nada. Solo sé que ha demostrado ser un válido colaborador, mucho mejor que otros que se dan aires de gran policía y no solucionan nada, demasiado empeñados en creerse no sé quién. ¿Te recuerdan a alguien? —preguntó sarcástico.
El pullazo llegó directa y rápidamente a su destino. El inspector sintió una punzada en el estómago. Pero no era el único que se sentía frustrado y que tenía ganas de desahogarse.
—Corrieri —siguió el comisario jefe—, a punto de jubilarse, ha tenido los huevos de arriesgarse. Me ha pedido repetidamente que le asignara este caso porque quería dejar su contribución antes de marcharse. Después de tantos años en la oficina, de «rajado», como dices tú, quería volver al terreno de juego y terminar su carrera con un caso de los de verdad. Su canto del cisne. Y me parece que no ha ido tan mal, visto que las únicas cosas buenas que habéis logrado se las debes a él.
—Yo no me refería a eso. Yo me refería…
—No me importa nada a lo que te refirieras. El mismo Corrieri, que tan poco te gusta, me pidió que le pusiera de pareja contigo. Me dijo que te apreciaba como hombre y como policía, pero evidentemente se equivocaba de lleno. Sí, es verdad, que también me insinuó que tenía una situación familiar particular y me dijo que tú serías el único que no le harías preguntas y no le darías el coñazo, visto que solo te ocupas de ti mismo y que los compañeros te importan un bledo… Un motivo más para hacer que trabajarais juntos. Me parecía que podía ser la ocasión para que aprendieras algo. Pero ahora entiendo que fue un error… Y si después de estas semanas contigo no ha aguantado más y se ha cogido una baja…, ¡en fin, no sabes cómo lo comprendo!
Lopresti se quedó mudo. Su rabia se había transformado en decepción y ahora solo se sentía muy confuso. No lograba discernir quién tenía razón y quién no. No lograba comprender muchas cosas, aunque un atisbo lejano flameaba ante sus ojos. Una llama tenue, a punto de apagarse, si no lograba aferrarla rápidamente.
—Sin considerar que han llegado aquí a jefatura rumores de ciertas amistades tuyas no precisamente limpias, por así decir. De modo especial un cierto… —El comisario hojeó unos folios esparcidos sobre la mesa. Lopresti ya sabía dónde quería ir a parar—. Sí, eso es —añadió Taglieri cogiendo un folio—, Gennaro Battiston, un sujeto sospechoso de estar en el centro de un ingente tráfico de estupefacientes, desde hace tiempo objeto de seguimiento por la Antidroga. Espero que sean rumores infundados, habladurías, porque, aunque solo una parte responda a la verdad, te aseguro que la cosa no termina aquí.
«Objeto de seguimiento». Las palabras resonaron en la mente de Lopresti. Se imaginó la satisfacción de algunos colegas de las escuchas al transcribir su nombre y enviar un informe privado al director. Si se trataba de escuchas recientes, no importaba, se quedaría en otra reprimenda, pero si eran cosas antiguas, entonces tendría problemas.
—Y para concluir, porque no tengo tiempo que perder contigo, ahora te vas al departamento de Personal y te coges dos semanas de vacaciones. Si no te veo en un tiempo, mucho mejor.
El inspector trató de protestar, pero nada de lo que dijo sirvió.
—Fíate de mí —concluyó Taglieri—, es mejor para ti. No me hagas tomar medidas más severas. Vete a casa y reflexiona. Es una orden más que un consejo.
El inspector se quedó inmóvil en mitad de la estancia, que ahora, después de tantos años de fanatismo, le parecía lo que realmente era, una fría oficina que había tratado de transformar en el centro de su vida. Estaba buscando algo que decir, una palabra, una frase, para encontrarse a sí mismo y no deslizarse a su personal pozo oscuro, pero tenía la mente vacía. Una pared blanca sobre la que rebotaba obsesiva una pelota de tenis; solo sentía el ruido de los rebotes.
El director cogió el teléfono para volver a llamar, haciendo un gesto inequívoco con el brazo. La conversación había terminado.
La encargada de Personal era una mujer corpulenta de peinado vistoso. Perennemente harta por las continuas peticiones de sus colegas, apenas le había mirado desde arriba de su par de gafas de montura violeta. Había verificado los permisos y había comprobado que sí, que efectivamente Lopresti podía cogerse dos semanas, siempre que el director firmase la solicitud.
En menos de un momento, la noticia de que le «habían dado» vacaciones recorrería toda la jefatura. Es más, le extrañaba que su compañera no lo supiera ya y no estuviese riéndose de él en su cara.
—¿A contar desde cuándo? —le preguntó la mujer.
—¿Cómo? —Todavía estaba concentrado recreándose en su humillación.
—Las vacaciones —puntualizó irritada—. Las vacaciones, a contar desde cuándo.
—Ah, sí. Desde mañana.
—Dichoso tú. Ya me gustaría a mí coger dos semanas. Pero no para irme a ningún lado, para estar en casa tranquila, con la familia. No sabes la de cosas que tengo que hacer, tengo a mi hija fuera en la universidad y siempre me está necesitando. «Que si mamá por aquí, que si mamá por allá…». ¿Quieres creer que no sabe ni lavarse un par de bragas? ¿Y cocinar? Que se lo haga yo. Si no fuera por los frascos de conservas que le envío… Salsas y zumos, pepinillos y…
Lopresti no la escuchaba. Continuaba pensando en su fracaso, con un mal disimulado deseo de hacerse daño. Y de ahí le vino la idea. La correcta. La única cosa que podía hacer.
—Perdona, sé que el inspector Corrieri está de baja, ¿verdad?
La mujer puso en pausa su monólogo, observándolo de nuevo por encima de sus gafas. Ser interrumpida le molestaba y no tenía ganas de ocultarlo.
—Se trata de información reservada. Cuestiones de privacidad —dijo con una sonrisa hosca.
—Ya, pero no quiero saber qué le pasa. Solo sé que está de baja, y como le debo un montón de favores de cuando estaba en la oficina, pensaba hacerle llegar, no sé, unas flores, o una nota para desearle que se mejore. Ya sabes, para corresponderle, un detalle, es una persona tan legal. —Lopresti fue el primero en sorprenderse por su parrafada.
Su colega se enterneció de inmediato. Se notaba que tenía buena disposición. Si no con él, al menos hacia Corrieri.
—Sí, es verdad. Es una gran persona. Buena y desafortunada.
—Sí, lo sé. La mujer —se apresuró a decir Lopresti para fingir que era un amigo solícito.
—Ah, si solo fuese eso…
El inspector la miró confuso.
—La hija —añadió ella como si aquella palabra encerrase un mundo entero. Alzó melodramática la ceja con la evidente satisfacción de quien comunica una mala noticia.
¿Y ahora de dónde diablos salía esa hija?
Lopresti logró reprimir una blasfemia. No podía hacer ver que no sabía una mierda de la vida de su compañero. Ni de que tuviera una hija. Fingió preocuparse.
—¿Qué le ha pasado? ¿Está mal? No me preocupes.
—No, qué mal ni qué ocho cuartos… Aunque, no lo sé seguro. Bueno, nadie lo sabe.
—¿Saber qué? No te entiendo.
—Que se escapó de casa. Un buen día cogió y se fue con el novio. Un majadero que ni te cuento. Corrieri se dejó la vida intentando apartarla de él. Pero la chica, en lugar de dejar a ese delincuente, dejó a los padres. Como si fueran perfectos extraños, como si ya no contaran nada. No la volvieron a ver. La mujer de nuestro compañero no se recuperó. Enfermó y, si quieres saber mi opinión, si la madre está muerta es por culpa de esa desgraciada de hija. Él parecía un perro apaleado, que te lo digo yo. La hija del policía que se escapa con un delincuente… ¡No sabes qué bochorno! Nunca habló de ello con nadie. Dejó todas sus antiguas funciones e hizo que le trasladasen a la oficina a esperar la jubilación.
Lopresti se quedó boquiabierto. Fingió una expresión del tipo ¿qué se le va a hacer? Cosas de la vida.
Se alejó unos pasos, con el permiso de las vacaciones en la mano, sin saber a ciencia cierta qué hacer ni dónde ir. Se sentía como un boxeador sonado y no estaba seguro de si lograría terminar en pie aquel asalto. Puede que fuera la ocasión de volver a casa, emborracharse y reflexionar. Eso, reflexionar, como le había aconsejado el comisario jefe Taglieri.
Se alejó un poco más.
—¡¿Compañero?!
La mujer le hizo volver a la realidad.
—¿Sí? —respondió mecánicamente.
—Olvidas esto —dijo extendiendo un brazo, con sonrisa maliciosa.
Lopresti cogió el folio. Lo leyó una y otra vez hasta grabar en su mente lo que ponía y salir de aquel estado de estupor.
Era una dirección, escrita con grafía infantil y juguetona. Solo le faltaban corazoncitos y estrellitas.
Era la dirección de Corrieri.
Lopresti conducía como un endemoniado, mientras las sienes le martilleaban con un dolor sordo y hondo. Fumaba un cigarrillo tras otro, jodiéndose la garganta abrasada, la boca pastosa por el aire irrespirable del interior y la ceniza que no dejaba de tirar sobre las alfombrillas.
Estaba de vacaciones desde hacía un par de horas y, por fin, a fuerza de reflexionar, se había dado cuenta de que aquella investigación de mierda le estaba arruinando. Le traía extraños pensamientos sobre su vida, sobre el pasado, sobre Martina, sobre los errores que había cometido y sobre los que todavía iba a cometer, y, sobre todo, le estaba quemando la carrera. En menos de un instante, había pasado de superpolicía a bufón de la jefatura. Un bufón que hasta un mindundi de los cojones como Corrieri se sentía con derecho a joder.
Sin contar su último planchazo con el jefe, cuyo incalculable alcance todavía no había empezado a calibrar.
El inspector Carmine Lopresti se sentía humillado y ofendido y ahora buscaba la revancha.
La casa de Corrieri estaba en una edificación gris y anónima. Un edificio de seis pisos en la periferia. Un residuo de la época del cemento de los años ochenta, que en sus inicios debía de parecer casi bonito con las paredes nuevas y limpias, muchas parejas jóvenes y, seguramente, un jardín interior. Pero ahora las grietas se habían ensanchado, las paredes limpias eran un pálido recuerdo y el jardín se había convertido en un acerico para las jeringuillas.
Lopresti bajó como un rayo del coche, dejándolo en mitad de la calle; en aquel barrio se podía hacer y él no tenía ni tiempo ni paciencia para buscar un sitio.
Alguien se había estado divirtiendo quemando con un encendedor los nombres y los rótulos del telefonillo pero algunos todavía eran legibles.
Fam. Corrieri. Tercer piso, interior 2.
Se pegó al timbre, tratando de desahogar su frustración.
Nada. Ninguna respuesta. Ningún signo de vida.
Probó una vez más, con la rabia aumentándole a cada segundo.
Pero tiene que estar ahí. Me imagino que este gilipollas no va a salir estando de baja. Se caga si viene la visita de la inspección.
Pero nada.
Lopresti sintió que una ventana se cerraba sobre él. Dio un paso atrás, doblando la cabeza.
El miserable debía de haberlo visto. Por eso no abría.
No hay problema. ¿Quieres jugar al gato y al ratón? De acuerdo.
Apretó con la mano abierta todos los botones que pudo. A los pocos segundos un par de voces sin ganas respondieron.
—¿Sí?
—¿Quién es?
—¡Policía! Brigada Móvil. Se trata de una situación de emergencia, abran el portal —dijo con voz firme.
Silencio.
Llamó de nuevo.
—Soy el inspector Lopresti y esto es una operación policial. ¡Abran!
Bueno, peor que así no podían irle las cosas.
Silencio. Después un zumbido eléctrico. Un breve clic y el portal se entreabrió unos centímetros.
Se coló en el interior, lanzándose a las escaleras. El ascensor, con solo mirarlo, parecía una trampa mortal y él tenía necesidad de descargar las energías reprimidas.
Tercer piso, interior 2. Una puerta anónima, idéntica a las demás.
Aporreó de nuevo el timbre y luego con los puños en la puerta.
—¡Abre, Corrieri! Soy yo, Carmine. Abre inmediatamente esta puta puerta.
Todavía nada. Por fin, un leve clic a sus espaldas.
Se volvió con dificultades para respirar y la cara enrojecida. Una mano todavía llamando a la puerta cerrada.
En la puerta a sus espaldas asomó una figura encorvada. Una mujer anciana, de piel arrugada y reseca, moño de pelo blanco brillante, una larga bata que le llegaba a los pies y unas zapatillas que habían visto mejores días.
—¿Es usted el inspector Lopresti?
Carmine la miró atónito. No tanto porque conociera su nombre sino por el tono de voz. Una voz fresca y cristalina como la de una adolescente. Asintió sin querer.
La mujer se acercó doblada con un lento arrastrar de pasos. Se rebuscó en uno de los bolsillos de la bata y sacó un manojo de llaves.
—Me dijo que cuando viniera le diera las llaves.
Lopresti cogió el manojo que la mujer le ofrecía. No sabía qué decir, aquella situación estaba volviéndose surrealista.
La mujer se acercó un poco más y le miró desde la poca estatura de su cuerpo reseco. Tenía los ojos clarísimos, azules. Esbozó una sonrisa que se abrió paso entre las arrugas del rostro. El inspector se sintió liberado, la rabia se le desvaneció como por encanto.
—Es una gran persona —dijo la señora posándole una mano en el pecho, casi una caricia, antes de volverse a su casa.
Otra vez estaba solo.
Abrió con el manojo de llaves que tenía en las manos.
¿Pero qué cojones le había dado a su compañero?
Abrió y entró. Un olor rancio a moho y aire viciado le hirió las fosas nasales. Instintivamente se cubrió la boca y la nariz. Avanzó dejándose la puerta entreabierta a sus espaldas. El piso estaba todo a oscuras. Encontró a tientas el interruptor y una luz cálida y débil iluminó el espacio. Por un momento volvió a su infancia, a la casa de su abuela donde pasaba las vacaciones y donde ella, una mujer que había sufrido la guerra y odiaba el derroche, lentamente se fue quedando ciega obstinándose en bordar a la luz de una bombilla.
Se fijó en la araña. Viejas lágrimas de cristal que reflejaban la luz. Suspendidas inmóviles en la entrada. Pasó al cuarto de estar, mirando a su alrededor estupefacto. Nada en aquella casa le recordaba a su compañero, tan preciso y exacto, casi maniático. Por todas partes reinaba el caos. Ropa tirada por el suelo en distintos montones. Platos sucios dejados en cualquier parte. Objetos esparcidos sobre la mesa y el sofá. Una gruesa capa de polvo sobre muebles y suelos y un olor a podredumbre que procedía de la cocina.
Todo estaba fuera de su lugar. Todo parecía haber sido dejado a la buena de Dios y luego olvidado. Todo estaba quieto, sucio, viejo. Las cortinas, cargadas de humedad, estaban corridas protegiendo de la luz del sol y los pasos se amplificaban en el silencio.
El inspector se movía sobrecogido por el estupor, casi como si se tratase de un museo. Prefirió no entrar en la cocina, el hedor era demasiado fuerte, desde la puerta podía ver que todo estaba incrustado de suciedad y grasa. Fue hacia los dormitorios y allí se encontró con la segunda sorpresa de la casa. Estaban limpios. Arreglados y perfumados. El contraste entre el olor a moho de poco antes y aquel denso aroma a flores hacía el aire pesado e irrespirable. No se daba cuenta de que le costaba respirar.
La habitación de matrimonio tenía la cama hecha y las sábanas bien estiradas. Al lado había una habitación individual.
La habitación de una chica.
Libros escolares amontonados sobre la mesa. Un cojín en forma de corazón sobre el edredón. Un par de zapatillas asomando bajo la cama. Un póster de las Spice Girls en la pared y al lado un tablero rosa lleno de fotografías.
Lopresti se acercó a mirarlas. Chicos riéndose. Compañeros de colegio. Una foto en el mar en bañador. Fiestas de cumpleaños. Y en todas, siempre, una chica de sonrisa resplandeciente, de ojos oscuros y profundos y largo cabello castaño largo y sedoso cayéndole sobre los hombros.
El inspector miró la foto del centro del cartón. La chica sonreía en primer plano. Llevaba una cazadora vaquera ceñida y desteñida, echada sobre los hombros una bufanda de lana violeta y al cuello una cadenita de oro, fina y delicada, con un pequeño crucifijo en el medio.
Lopresti volvió a la inmundicia del salón. Cada vez estaba más confundido. Había ido para aclarar las cosas con su colega y puede que pelear. Eso es, seguramente pelear, y ahora ni siquiera sabía qué hacía allí. Qué estaba buscando. Pero Corrieri le había dejado las llaves. Quería que estuviese allí.
Se acercó a una butaca gastada de terciopelo. Debía de ser el sitio preferido de Corrieri, el lugar donde detenerse a reflexionar sobre su vida. Lopresti sintió un escalofrío. Y pensar que creía que era él quien tenía problemas… Sintió un fugaz remordimiento por las discusiones con su compañero.
En el brazo de la butaca había posado un libro. Un volumen de bolsillo de esos chafados y llenos de polvo de todas las casas.
Lo cogió. Adelbert von Chamisso. Poesías.
Lo hojeó rápidamente. Un doblez en la esquina de una página le hizo abrir el volumen por un sitio exacto.
Sería un sueño horrible el que se desplegara.
Tú afilas los dientes de una duda venenosa
que me destroza. No puede la verdad
golpear justo el corazón que por ella
más está latiendo, hasta triturarlo.
Lopresti no era un apasionado de la poesía. Desde el final del instituto técnico, los libros que había leído se podían contar con los dedos de la mano. Pero aquellas palabras le llegaron. Tenían una carga emotiva que le turbó. Un fulgor remoto de miedo.
Los versos fluían uno tras otro.
Del hombre, espero la venganza eterna,
la mirada firme la clavará de frente.
El inspector buscó el título del poema… Fausto.
Tiró el libro sobre la butaca. Se sentía inquieto. Nervioso. Extenuado, como al final de una larga carrera. Pero ¿le gustaba aquel final? ¿Iba a cortar la cinta o la carrera continuaba? Una larga línea blanca sobre el asfalto que se pierde a lo lejos, pero tú sabes que está allí, y que debes seguir corriendo. Una repentina bajada de tensión lo hizo temblar. Se pasó una mano por la cara. Cerró los ojos para recuperar las fuerzas. Los volvió a abrir y todo seguía todavía igual. Un incomprensible caos sobre el que brillaba la lucecita de un contestador automático.
Era un dinosaurio. Una ruina de los años noventa, que ni siquiera desentonaba un poco en aquel piso, semejante a una triste máquina del tiempo. El numerito rojo marcaba cuatro llamadas. El inspector probó a apretar los botones al azar, visto que estaba allí más valía inmiscuirse hasta el fondo. Que le dieran por culo a la privacidad.
Al segundo intento, una voz femenina rompió el silencio y le hizo sobresaltarse.
«Hola a todos, este es el contestador de la familia Corrieri. No estamos en casa, pero si realmente no podéis prescindir de nosotros, ya sabéis lo que tenéis que hacer, ¿a que sí? ¡Dejad un mensaje después del piiiiiiiii!».
Una segunda voz femenina se añadía en el pitido final, seguido de un alegre ataque de risa.
Era la voz de la mujer y… Él no había cambiado el mensaje del contestador. Habían pasado años desde su muerte y su voz todavía seguía allí.
Lopresti estaba desencajado. Los pensamientos empezaron a darle vueltas en la mente, incontrolables como las bolas de un pinball enloquecido, como un montón de esquirlas de cristal.
Comenzaron los mensajes.
«Querida, soy yo. Te he llamado solo para oír tu voz. Te quiero. Hasta luego».
¿Pero qué cojones hacía? ¿Hablaba con la mujer muerta?
«Hola, amor. Oye, no te enfades, pero me temo que hoy salgo un poco más tarde de trabajar. Sabes, estoy con ese compañero nuevo del que te he hablado, Lopresti. Es un buen chico, se da aires de duro, pero se ve que es una buena persona. Pero luego te cuento mejor. Un beso, cachorrita mía».
Lopresti no se dio cuenta de que tenía la boca abierta de par en par en una mueca de estupor, las palabras de Taglieri le cayeron en la cabeza como un pedrusco.
Reflexiona, inspector. ¡Reflexiona!
Sería un sueño horrible el que se desplegara.
«Hola, amor, oye, no me acuerdo. ¿Qué necesitabas de la compra? ¿El pan o la leche? Llámame. Si no, ya te lo digo, compro las dos cosas, que si no la tomas conmigo».
La risa de Corrieri resonó en la habitación. La voz del director canturreaba en la mente del inspector.
Ha pedido repetidamente ser asignado a este caso… ¡Reflexiona, inspector! ¡Reflexiona!
Tú afilas los dientes de una duda venenosa.
Lopresti sintió que se tambaleaba. Se sentó en la vieja butaca de terciopelo y se dobló hacia delante cogiéndose la cabeza con las manos. Justo a tiempo para oír la última llamada.
«Amor, soy yo. —La voz de Corrieri era extrañamente dura—. Esta vez salgo aún más tarde de lo habitual. Pero no tienes que preocuparte, casi he terminado las tareas de las que tenía que ocuparme. Todas aquellas de las que hablamos. Una más, y por fin me marcho a casa. Una más, solo una más y paso a recoger a la niña. Sí, lo sé, es mayor, pero para mí siempre será nuestra niña. Para mí siempre será la pequeña Milena».
Domingo, 31 de enero de 2016,
San Juan Bosco, sacerdote
4
El cielo estaba blanco, deslumbrante, pronto saldría el sol y se teñiría de azul, pero ahora era así, una larga extensión inmaculada, pura.
La verja herrumbrosa chirrió en el silencio de la mañana. Un montón de hierro forjado que nadie cuidaba esperando a que se cayera a pedazos.
Michele entró en el pequeño cementerio de San Giuliano Campano, la grava crujía bajo sus pies y un gato lo miraba colgado entre las lápidas. El frío punzante del amanecer cortaba el rostro, llenaba los pulmones y le hacía sentir vivo, como no le ocurría desde hacía mucho tiempo. Miró en derredor buscando algo.
Recordaba bien aquel cementerio, había estado de niño, con su madre, para visitar a la abuela, que estaba hacinada en un nicho cualquiera de la parte más alta, la más económica, para los pobretones como ellos. Habían pasado muchos años, todo había cambiado, pero aquel recuerdo no le disgustaba, es más, le hacía sonreír.
Caminaba recorriéndolo todo con la mirada. Las lápidas más viejas sobresalían del terreno, con las malas hierbas silvestres brotando entre la piedra. Los nombres de los difuntos habían sido borrados por el tiempo, pero Michele de todos modos trataba de leerlos. Sabía que sus viejos amigos no estaban sepultados allí. Aquel era solo un pequeño cementerio en el campo, para gente sencilla y sin pretensiones, algunas viudas inconsolables, o para hombres y mujeres que habían vivido una vida de existencia sombría. Sus antiguos compañeros no habrían apreciado aquella sencillez y aquel silencio, ellos hubieran querido llamativos mausoleos de mármol negro. Gruesas construcciones de mal gusto atestadas de estatuas chabacanas, de amorcillos alados y letras en oro triunfando sobre la muerte.
Detuvo la mirada sobre una lápida más grande que las demás. La de una pareja. Se habían ido hacía más de cincuenta años, con unos meses de diferencia uno de otra.
Algunas personas no estaban hechas para estar solas.
Pero para otras la soledad era el único destino posible.
Michele advirtió un incipiente arrebato de tristeza, algo que no le era propio, pero no lo apartó, por el contrario, saboreó su sosegada amargura. Habían cambiado muchas cosas, y en primer lugar él.
A sus espaldas, la grava del sendero volvió a crujir. Pasos lentos y cadenciosos. Pesados, exhaustos. Los sintió acercarse, pero no se movió. Sabía quién era, no necesitaba volverse.
Los pasos se detuvieron detrás de él.
Michele dio una última mirada a la lápida de la pareja de enamorados y se volvió.
El inspector Giovanni Corrieri estaba de pie ante él. Grueso, doble mentón y unas gafas redondas enmarcando unos ojos pequeños y negros. Los clavó sobre Michele, sin odio, sin rabia, sin piedad. Los clavó como queriendo detener aquel momento.
—Te imaginaba diferente —dijo Impasible.
Corrieri sonrió perverso, un tajo seco en su rostro grueso.
—Yo no. Conocía tu aspecto. Solo estás más viejo y delgado. Y tu rostro…, tu rostro está gris, enfermo. Parece el de un muerto.
—Los años pasan. Las cosas cambian —dijo suavemente.
—Solo algunas, otras permanecen siempre igual. Ni se borran ni se olvidan.
—Lo sé. Por eso estamos aquí.
Los dos hombres seguían mirándose sin bajar la vista.
—Quiero saber por qué —preguntó el inspector, rompiendo aquel instante de silencio.
—En la carta te escribí el por qué.
—No, lo quiero saber de tu boca.
Michele no habría querido, pero no podía negárselo. Ya no.
—Estábamos furiosos. Éramos jóvenes y furiosos. Lo queríamos todo y rápido. Y cómo tenerlo no nos importaba. Estábamos dispuestos a todo, y matar nunca había sido un problema, deberías saberlo. Deberías conocer a la gente como nosotros.
—¿Pero por qué ella? —Los ojos de Corrieri todavía estaban fijos, pero su voz se estaba quebrando bajo el efecto de la rabia.
—Porque ella no contaba un carajo. Era solo la hembra del tío equivocado. Nos hacía falta él y cualquier medio era bueno. La cogimos a ella, nada más.
—Mi hija —susurró el inspector.
—Podía ser la hija de cualquiera. El asunto no importaba. No teníamos límites ni frenos. Y si alguien tenía que morir, nos importaba una mierda, era un precio de nada que pagábamos con la sonrisa en los labios.
—Mi hija.
—Sí, tu hija, para nosotros era un precio barato. —La voz de Michele se había vuelto seca y dura. Quería que sus palabras llegaran claras y directas, que hicieran daño, lo mismo que le habían hecho daño a él. Sin justificación. Sin redención. Solo la verdad. Cortante y amarga, pero la verdad.
—¿Quién fue? —Corrieri estaba decidido a llegar hasta el final. A la fuente de su dolor.
—Te lo escribí en la carta que te envié desde la cárcel. Te lo puse todo. Los involucrados, qué habían hecho y qué habían ganado. Lo demás ha sido solo obra tuya. Y si estás aquí ahora es porque el gitano te hizo llegar la cadenita de tu hija y tenemos que acabar con toda esta historia.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tantos años?
—¿Es que los años te han cambiado algo? ¿Tu hija asesinada ha resucitado con los años? ¿O sigue todo igual? Si ni siquiera tienes un sitio donde llorar en el cementerio… Para nosotros dos el tiempo se detuvo hace veinte años y lo sabes bien. Un bloque de cemento que se hunde. Primero está ahí y no lo ves, luego comienzas a sentir su peso. Algo leve, una vaga molestia. Luego grandes olas cuando sube la marea, una tras otra, inexorables. Los lamentos se vuelven gritos y ese bloque enorme desaparece dentro de ti y no podrás hacer nada para sacarlo de allí, se ha convertido en tu vida. Un tumor maligno que te socava y te consume. No existe operación ni tratamiento. En realidad, hay uno. Uno solo. Y tú sabes cuál es. Yo en cambio estoy demasiado cansado. Cansado de todo, también de hablar contigo.
—¿Por qué has matado a Rizzo?
—Por los mismos motivos por los que tú has eliminado a los demás.
La expresión de Corrieri se volvió dura, sus ojos se estrecharon. Era la primera vez que hablaban de lo que había hecho él.
—Tú nunca lo habrías encontrado —continuó Michele—. Además, entre nosotros había una cuestión personal. Una traición entre hermanos. Otro cáncer que me había crecido dentro.
—¿Y ahora te ha desaparecido? —preguntó Corrieri insolente.
—No. No lo hará hasta el final.
—¿Y mi dolor? ¿Crees que puede desaparecer a pesar de lo que he hecho? He caminado sobre el cadáver de Mariscal, sobre los cuerpos acribillados de los hermanos Surace, sobre el lecho de moribundo de Peppe el Cardenal, solo para estar aquí ahora. Frente a ti. Para recuperar lo que no he tenido. Una vida.
—No sé nada de tu dolor. No me interesa —mintió Michele—. Cada cual tiene sus propios sufrimientos. Si los tienes y no les haces caso, mejor para ti. Si cada día se hacen más hondos, entonces para ti solo queda una salida. Un solo tratamiento. Idéntico al mío. Y ahora acabemos, que no he venido aquí para confesarme.
Corrieri no le hizo caso, volvió a preguntar impertérrito:
—¿Quién fue?
Michele no podía soslayar más aquella pregunta y además en el fondo no quería. Era su momento. Debía vomitar su corazón negro colmado de sangre.
—Yo. Fui yo quien la mató. Empecé a matarla en el mismo momento en que la elegí —dijo con voz fría, mecánica—. La violé y luego utilizamos ácido para hacer desaparecer el cuerpo.
Michele vio temblar a Corrieri ante sus palabras. Su grueso rostro se volvió duro y tenso. Sus piernas temblaron, a punto de ceder. Pero el hombre se rehízo, un estremecimiento y volvió a enderezarse, inmóvil, paralizado.
—Sin cadáver no hay homicidio —siguió Impasible—. Sin homicidio no hay culpables. Y todo desaparece y se olvida.
—No es así y lo sabes. —Corrieri volvía a ser dueño de sí mismo.
—Con los años lo he aprendido en mi propia piel.
—Hasta aquí hemos llegado —sentenció Corrieri.
Michele asintió.
—Haz lo que tengas que hacer, sin más.
Corrieri se llevó una mano a la espalda, sacó la pistola del cinturón y apuntó a Michele. Negra, fría, indiferente a sus existencias.
Ambos hombres permanecieron así, de pie uno frente al otro, separados por el acero bruñido de la pistola.
Michele miraba el agujero oscuro ante sus ojos, el ánima de la bocacha del cañón. Esperaba el disparo. El estruendo, seguido del silencio. Esperaba saber qué se siente al morir.
Pero aquel instante pasó. Ni llamarada amarilla del cañón, ni explosión, ni vacío.
Corrieri mantenía el brazo extendido, pero no lograba apretar el gatillo. Estaba confundido. No entendía a quién tenía realmente enfrente. No entendía quién era Michele Impasible. Era el asesino de su hija y eso le hubiera debido bastar, como con los otros. Sin embargo, esta vez era diferente. Se sentía ligado a él, semejantes…, ambos prisioneros de una vida errada, ambos sumidos en el mismo pozo oscuro de dolor, venganza y violencia. Tenía la impresión de verse a sí mismo reflejado en un espejo deformado. Pero no podía ser. Sacudió la cabeza con fuerza. Así no podía ser. Aquel era el hombre que le había arrebatado a Milena, que había matado el alma de su mujer, llevándola a una lenta agonía, el que había asesinado sin remisión su existencia.
Michele notó su indecisión. Había previsto esa posibilidad, el ser humano es falaz. Había preparado el contragolpe.
Se llevó una mano a la espalda, repitiendo a la perfección el gesto de Corrieri. Sacó la pistola apuntándole con rabia.
Por fin dos disparos.
Dos tiros dictados por el miedo.
Dos tiros en pleno pecho.
Michele sintió el impacto. Fuerte. Letal.
Un paso atrás para atenuar el empellón. Un dolor sordo que se propaga por el cuerpo. El brazo que baja dejando caer al suelo el arma, sin cargador.
Michele mira fijamente a Corrieri. Sonríe ante su expresión de sorpresa. Luego todo gira y rueda. Ante sus ojos pasa un muro de cemento y luego la mirada apunta al cielo. Ha caído al suelo, siente la grava del cementerio. Le cuesta respirar, la garganta se le hace un engrudo con la sangre. El cuerpo se vuelve pesado y pronto se desvanece, el frío lo atenaza, las sensaciones se hacen vagas y lejanas. La conciencia se vuelve lábil, se ahoga suavemente en un mar oscuro y denso.
Pero en el silencio en que se está sumergiendo estalla un tercer estruendo.
El disparo de la pistola con que Corrieri se suicida.
Michele no lo oye. El último atisbo de vida lo concentra en mirar el cielo.
Es azul.
No hay manchas de moho entre grietas de cemento. Solo cielo límpido y azul.