Mark
Twain,
El hombre que corrompió a Hadleyburg
Mark Twain no sólo tenía conciencia de su papel de escritor de entretenimiento popular, sino que se enorgullecía de él. «Nunca, en ningún caso, he tratado de hacer que las clases cultas fuesen más cultas», escribe en 1889 en una carta a Andrew Lang. «No estaba equipado para ello: me faltaban tanto las dotes naturales como la preparación. En este sentido, ambiciones no las he tenido nunca, siempre he andado a la caza de piezas más grandes: las masas. Rara vez me he propuesto instruirlas, pero he hecho todo lo que he podido por divertirlas. Con divertirlas, nada más, ya daría por satisfecha mi máxima y constante ambición».
Como profesión de ética social del escritor, ésta de Mark Twain tiene por lo menos el mérito de ser sincera y verificable, más que muchas otras cuyas ambiciosas pretensiones didascálicas obtuvieron y perdieron crédito en los cien últimos años: él era realmente hombre de masa, y la idea de tener que inclinarse desde un peldaño más alto para poder hablar a su público le es por completo ajena. Y hoy, al reconocerle el título de folk-writer o cuentahistorias de la tribu —esa tribu multiplicada en inmensa escala que es la Norteamérica provinciana de su juventud—, no sólo se le atribuye el mérito de divertir, sino el de haber juntado un stock de materiales de construcción del sistema de mitos y fábulas de Estados Unidos, un arsenal de instrumentos narrativos que la nación necesitaba para formarse una imagen de sí misma.
En cambio, como profesión estética, resulta más difícil desmentir su filisteísmo declarado, y aun los críticos que han alzado a Mark Twain al lugar que se merece en el panteón literario norteamericano dan por descontado que a su talento espontáneo y un poco desaliñado sólo le faltaba un interés por la forma. Y sin embargo el gran logro de Twain sigue siendo el haber dado la prueba de un estilo y justamente de alcance histórico: el ingreso del lenguaje hablado americano, con la estridente voz de Huck Finn como recitante. ¿Se trata de una conquista inconsciente, de un descubrimiento que hizo por casualidad? Toda su obra, a pesar de ser desigual e indisciplinada, indica lo contrario, así como hoy puede resultar claro que las formas de la comicidad verbal y conceptual —desde la frase ingeniosa hasta el nonsense— son objeto de estudio en cuanto mecanismos elementales de la operación poética, y el humorista Mark Twain se nos presenta como un infatigable experimentador y manipulador de instrumentos lingüísticos y retóricos. A los veinte años, cuando todavía no había escogido su afortunado seudónimo y escribía en un periodicucho de Iowa, su primer éxito había sido el lenguaje totalmente disparatado, ortográfica y gramaticalmente, de las cartas de un personaje caricaturesco.
Justamente porque tiene que escribir sin interrupción para los diarios, Mark Twain anda siempre a la caza de nuevas invenciones formales que le permitan obtener de cualquier tema efectos humorísticos, y el resultado es que si hoy su historieta de La célebre rana saltarina… (The jumping frog) nos deja fríos, cuando la retraduce al inglés de una traducción francesa, todavía nos divierte.
Juglar de la escritura, no en virtud de una exigencia intelectual sino por su vocación de entertainer de un público que es cualquier cosa menos refinado (y no olvidemos que su producción escrita va unida a una intensa actividad de conferenciante y charlista público itinerante, pronto a medir el efecto de sus aciertos por las reacciones inmediatas de los oyentes), Mark Twain sigue procedimientos que no son tan diferentes de los utilizados por el autor de vanguardia que hace literatura con la literatura: basta ponerle en las manos un texto escrito cualquiera y empieza a jugar con él hasta que aparece un cuento. Pero debe ser un texto que no tenga nada que ver con la literatura: una relación al ministerio sobre un suministro de carne enlatada al general Sherman, las cartas de un senador de Nevada en respuesta a sus electores, las polémicas locales de los diarios de Tennessee, las rúbricas de un diario agrícola, un manual alemán de instrucciones para evitar los rayos, e incluso la declaración de réditos para la oficina de impuestos.
En la base de todo está su opción por lo prosaico contra lo poético: fiel a este código, es el primero que consigue dar voz y figura a la sorda corporeidad de la vida práctica americana —sobre todo en las obras maestras de la saga fluvial Huckleberry Finn y Viejos tiempos en el Mississippi—, y por otra parte —en muchos de los cuentos— se ve llevado a transformar este espesor cotidiano en una abstracción lineal, en un juego mecánico, en un esquema geométrico. (Una estilización que encontraremos, treinta o cuarenta años después, traducida al mudo lenguaje del mimo, en los gags de Buster Keaton).
En los cuentos que tienen por tema el dinero se ve claramente esta doble tendencia: representación de un mundo que no tiene más imaginación que la económica, en la que el dólar es el único deus ex-machina operante, y al mismo tiempo demostración de que el dinero es algo abstracto, cifra de un cálculo que sólo existe en el papel, medida de un valor inaferrable en sí, convención lingüística que no remite a ninguna realidad sensible. En El hombre que corrompió a Hadleyburg (The man that corrupted Hadleyburg, 1899), el espejismo de un saco de monedas de oro desencadena la degradación moral de una austera ciudad de provincias; en La herencia de 30.000 dólares (1904) se gasta con la imaginación una herencia fantasmal; en El billete de un millón de libras (1893), un cheque por un importe demasiado alto atrae la riqueza sin necesidad de depositarlo ni de cambiarlo. En la narrativa del siglo pasado el dinero ocupaba un lugar importante: fuerza motriz de la historia en Balzac, piedra de toque de los sentimientos en Dickens; en Mark Twain el dinero es juego de espejos, vértigo del vacío. Protagonista de su más famoso cuento es la pequeña ciudad de Hadleyburg «honest, narrow, selfrighteous, and stingy»: honrada, estrecha, hipócrita y tacaña. Todos los ciudadanos, resumidos en sus diecinueve notables más respetados, y estos diecinueve resumidos en Mister Edward Richards y esposa, los cónyuges cuyas metamorfosis internas seguimos, o mejor, la revelación de sí mismos a sí mismos. Todo el resto de la población es coro, coro en el verdadero sentido de la palabra por cuanto acompaña el desarrollo de la acción cantando estribillos, y con un corifeo o voz de la conciencia cívica llamado anónimamente the saddler, el talabartero. (De vez en cuando se asoma un trasgo inocente, el vagabundo Jack Halliday, única concesión marginal al color local, fugaz recuerdo de la saga del Mississippi).
También las situaciones están reducidas a ese mínimo que sirve para hacer funcionar el mecanismo del cuento: en Hadleyburg cae como del cielo un premio —160 libras de oro, equivalentes a 40.000 dólares— del que no se conoce ni el donante ni el destinatario, pero que en realidad —nos enteramos desde el principio— no es una donación, sino una venganza y una burla para desenmascarar a los campeones del rigorismo mostrándolos como hipócritas y bribones. El instrumento de la burla es un talego, una carta en un sobre que ha de abrirse de inmediato, una carta en un sobre que ha de abrirse después, más diecinueve cartas todas iguales mandadas por correo, más varias posdatas y otras misivas (los textos epistolares siempre ocupan un lugar destacado en las tramas de Mark Twain), que giran todas en torno a una frase misteriosa, verdadera palabra mágica: quien la conozca obtendrá el talego de oro.
El presunto donante y auténtico castigador es un personaje cuya identidad no se sabe; quiere vengar una ofensa —no dice cuál— que le ha hecho —impersonalmente— la ciudad: la indeterminación lo rodea como de un halo sobrenatural, la invisibilidad y la omnisciencia lo convierten en una especie de dios: nadie se acuerda de él, pero él los conoce a todos y sabe prever las reacciones de todos.
Otro personaje mítico por obra de la indeterminación (y de la invisibilidad, porque ha muerto) es Barclay Goodson, ciudadano de Hadleyburg diferente de todos los demás, el único capaz de desafiar a la opinión pública, el único capaz del gesto inaudito de regalar 20 dólares a un extranjero arruinado en el juego. Nada más se nos dice de él, queda en la sombra en qué consistía su empecinada oposición a toda la ciudad.
Entre un donante misterioso y un destinatario difunto se entromete la ciudad en la persona de sus diecinueve notables, los Símbolos de la Incorruptibilidad. Cada uno de ellos pretende —y casi se convence de ello— identificarse, si no con el aborrecido Goodson, por lo menos con quien Goodson ha designado como sucesor.
Ésta es la corrupción de Hadleyburg: la avidez por poseer un talego de dólares de oro sin dueño da fácilmente por tierra con todo escrúpulo de conciencia y lleva rápidamente a la mentira, a la estafa. Si se piensa en lo misteriosa, indefinible, llena de sombras que es la presencia del pecado en Hawthorne y en Melville, la de Mark Twain nos parece una versión simplificada y elemental de la moral puritana, con una doctrina de la caída y la gracia no menos radical, pero convertida en una regla de higiene clara y racional como el uso del cepillo de dientes.
Él también tiene sus reticencias: si sobre la intachabilidad de Hadleyburg pesa una sombra es la de una falta cometida por el pastor, el reverendo Burgess, pero de ella sólo se habla en los términos más vagos: «the thing», la cosa. En realidad Burgess no ha cometido esa falta y el único que lo sabe —pero se ha guardado de decirlo— es Richards; ¿tal vez la había cometido él? (también esto queda en la sombra). Ahora bien, cuando Hawthorne no dice cuál ha sido la falta cometida por el pastor que deambula con la cara cubierta por un velo negro, su silencio pesa en todo el cuento; cuando Mark Twain no lo dice, es sólo señal de que para los fines del cuento ése es un detalle que no interesa.
Algunos biógrafos cuentan que Mark Twain estaba sometido a una severa censura previa por parte de su mujer, Olivia, quien ejercía sobre sus escritos un derecho de supervisión moralizadora. (Se dice que a veces él llenaba la primera versión de un escrito de expresiones desbocadas o blasfemas, a fin de que el rigor de su mujer encontrara un blanco fácil para desahogarse y no atacara la sustancia del texto). Pero se puede estar seguro de que más severa que la censura conyugal fuera una autocensura tan hermética que se parecía a la inocencia.
La tentación del pecado tanto para los notables de Hadleyburg como para los esposos Foster (en La herencia de 30.000 dólares) cobra la forma incorpórea del cálculo de capitales y dividendos; pero entendámonos: hay culpa porque se trata de dinero que no existe. Cuando las cantidades de tres o seis ceros tienen un respaldo en el banco, el dinero es la prueba y el premio de la virtud: ninguna sospecha de culpa roza al Henry Adams de El billete de un millón de libras (homónimo, como por casualidad, del primer crítico de la mentalidad americana), que especula con la venta de una mina californiana escudándose en un cheque auténtico aunque sin fondos. Henry Adams conserva su candor como el héroe de un cuento popular o de uno de aquellos filmes de los años treinta en que la Norteamérica democrática finge creer todavía en la inocencia de la riqueza, como en los tiempos de oro de Mark Twain. Sólo arrojando una mirada al fondo de las minas —las reales y las psicológicas— asomará la sospecha de que las verdaderas culpas son otras.
[1972]