Gerolamo Cardano
¿Cuál es el libro que lee Hamlet cuando entra en escena, en el segundo acto? A la pregunta de Polonio, contesta: «palabras, palabras, palabras», y nuestra curiosidad sigue insatisfecha, pero si podemos buscar una huella de recientes lecturas en el monólogo del «ser o no ser», que abre la siguiente entrada en escena del príncipe de Dinamarca, tendría que tratarse de un libro en el que se discurre sobre la muerte como un dormir, visitado o no por sueños.
Ahora bien, en un pasaje de De consolatione de Gerolamo Cardano, libro traducido al inglés en 1573 en una edición dedicada al conde de Oxford, y por lo tanto conocido en los ambientes que Shakespeare frecuentaba, se trata el tema ampliamente. «Claro está, el más dulce es el más profundo», se nos dice entre otras cosas, «cuando estamos como muertos y no soñamos nada, mientras que es de mucha molestia el sueño ligero, inquieto, interrumpido por el duermevela, visitado por pesadillas y visiones, como suele ocurrirles a los enfermos».
Para concluir que el libro leído por Hamlet sea sin duda el de Cardano, como hacen algunos estudiosos de las fuentes shakespearianas, tal vez sea demasiado poco. Y demasiado poco representativo de la genialitas de Cardano es ese breve tratado de filosofía moral para servir como plataforma de encuentro entre él y William Shakespeare. Pero en esa página se habla de sueños y no es un azar: en los sueños, especialmente los propios, Cardano insiste en varios lugares de su propia obra, y los describe y comenta e interpreta. No sólo porque en él la observación factual del científico y el razonamiento del matemático se abren paso en medio de una experiencia vivida dominada por las premoniciones, los signos del destino astral, las influencias mágicas, las intervenciones de los demonios, sino también porque su mente no excluye ningún fenómeno de la indagación objetiva, y menos que nada los que afloran desde la subjetividad más secreta.
Que algo de esta inquietud del hombre que hay en Cardano asome a través de la traducción inglesa de su híspido latín, es posible: nos parece entonces muy significativo el hecho de que la fama europea de que gozó Cardano como médico, reflejada en la fortuna de su obra que se extiende a todos los campos del saber, autorice a establecer un nexo Cardano-Shakespeare justamente en los márgenes de su ciencia, en el terreno baldío que posteriormente recorrerán a todo lo largo y ancho los exploradores de la psicología, de la introspección, de la angustia existencial, y donde Cardano se mete en una época en que todo esto aún no tenía un nombre, así como su investigación no respondía a un propósito claro, sino sólo a una continua, oscura necesidad interior.
Éste es el aspecto en el que nos sentimos más cerca de Gerolamo Cardano, en ocasión del cuarto centenario de su muerte, sin disminuir en nada la importancia de sus descubrimientos, invenciones e intuiciones, que lo colocan en la historia de las ciencias entre los padres fundadores de varias disciplinas, ni la fama de mago, de hombre dotado de poderes misteriosos que siempre lo acompañó y que él mismo cultivó ampliamente, jactándose unas veces, mostrándose otras como asombrado de ello.
La autobiografía (De propria vita) que Cardano escribió en Roma poco antes de morir es el libro gracias al cual vive para nosotros como personaje y como escritor. Escritor frustrado, al menos para la literatura italiana, porque si hubiera intentado expresarse en lengua vulgar (y sin duda habría asomado un italiano áspero y accidentado del tipo del de Leonardo) en vez de empecinarse en escribir toda su obra en latín (ésta era según él la condición para alcanzar la inmortalidad), nuestro siglo XVI literario hubiera tenido no un clásico sino otro autor raro, tanto más excéntrico cuanto más representativo de su siglo. En cambio, perdido en el maremágnum de la latinidad renacentista, sigue siendo una lectura para eruditos: no porque su latín sea torpe, como pretendían sus detractores (más aún, cuanto más elíptico y aderezado de idiotismos, más gusto puede dar leerlo), sino porque uno lo relee como a través de un vidrio espeso.
Escribía no sólo como científico que debe comunicar sus investigaciones, no sólo como polígrafo que tiende a la enciclopedia universal, no sólo como grafómano que se enloquece llenando una página tras otra, sino también como escritor que persigue con las palabras algo que escapa a la palabra. He aquí un pasaje de memorias infantiles que podríamos incluir en una antología ideal de precursores de Proust: la descripción de visiones o rêveries con los ojos abiertos o fugas de imágenes o alucinaciones psicodélicas que —entre los cuatro y los siete años— le acometían por las mañanas cuando remoloneaba en su cama. Cardano trata de dar cuenta con la máxima precisión del fenómeno inexplicable y al mismo tiempo del estado de ánimo de «espectáculo jocoso» con que lo vivía.
Veía imágenes aéreas que parecían compuestas por minúsculas anillas como de una malla de hierro [lorica], aunque jamás hubiera visto una, y que surgían del ángulo derecho a los pies de la cama, subían lentamente trazando un semicírculo y bajaban por el ángulo izquierdo, donde desaparecían: castillos, casas, animales, caballos con jinetes, hierbas, árboles, instrumentos musicales, teatros, hombres diversamente vestidos, sobre todo trompetistas, sin que se oyera ni un sonido ni una voz, y también soldados, multitudes, campos, formas jamás vistas, selvas y bosques, un cúmulo de cosas que se deslizaban sin confundirse pero como empujándose. Figuras diáfanas, pero no como formas vanas e inexistentes, sino transparentes y opacas al mismo tiempo, figuras a las que sólo les faltaba el color para considerarlas perfectas, y que sin embargo no estaban hechas sólo de aire. Me deleitaba tanto la vista de estos milagros que una vez mi tía me preguntó: «¿Qué miras?», y yo callé, temiendo que, si hablaba, la causa de aquel espectáculo, fuere lo que fuese, pudiera tomarse a mal y me excluyera de la fiesta.
Este pasaje figura en un capítulo de la autobiografía referente a los sueños y a las particularidades naturales fuera de lo común que le tocaron en suerte: el haber nacido con el pelo largo, el frío de noche en las piernas, los sudores calientes por la mañana, el sueño repetido de un gallo que parece estar a punto de decir algo terrible, ver frente a sí la luna que brilla cada vez que alza los ojos de la página escrita después de haber resuelto un problema difícil, el exhalar olor a azufre e incienso, el no ser nunca herido, ni herir ni ver herir a otras per sonas en medio de una pelea, de modo que habiéndose percatado de este don (que por lo demás fue varias veces desmentido), se lanza despreocupadamente a todos los tumultos y reyertas. Domina la autobiografía una constante preocupación por sí mismo, por la unicidad de su propia persona y de su destino, conforme a la observancia astrológica según la cual la multitud de particularidades discrepantes que componen el individuo tiene su origen y razón en la configuración del cielo en el momento del nacimiento.
Grácil y enfermizo, Cardano aplica a su propia salud una triple atención: de médico, de astrólogo, de hipocondríaco o, como diríamos ahora, de psicosomático. De modo que su ficha clínica es sumamente minuciosa, desde las enfermedades que lo mantienen largo tiempo entre la vida y la muerte, hasta los más ínfimos granos de la cara.
Esto es materia de uno de los primeros capítulos de De propria vita, que es una autobiografía por temas: por ejemplo los padres («mater fuit iracunda, memoria et ingenio pollens, parvae staturae, pinguis, pia»), el nacimiento y sus astros, el retrato físico (minucioso, despiadado y complacido en una especie de narcisismo al revés), la alimentación y los hábitos físicos, las virtudes y los vicios, las cosas que más le agradan, la pasión dominante del juego (dados, cartas, ajedrez), la manera de vestir, de caminar, la religión y las prácticas devotas, las casas donde vivió, la pobreza y las pérdidas del patrimonio, los peligros corridos y los accidentes, los libros escritos, los diagnósticos y las terapias más afortunadas de su carrera de médico y así sucesivamente.
El relato cronológico de su vida ocupa sólo un capítulo, bien poco para una vida tan movida. Pero muchos episodios se relatan más detenidamente en los diversos capítulos del libro, desde sus aventuras de jugador, en la juventud (cómo asestando mandobles consiguió huir de la casa de un patricio veneciano tahúr) y en la madurez (en aquellos tiempos se jugaba al ajedrez por dinero y él era un ajedrecista tan invencible que estuvo tentado de abandonar la medicina para ganarse la vida jugando), hasta el extraordinario viaje a través de Europa para llegar a Escocia, donde el arzobispo enfermo de asma esperaba sus cuidados (después de muchos intentos inútiles, Cardano consiguió obtener una mejoría prohibiendo al arzobispo la almohada y el colchón de plumas), hasta la tragedia del hijo decapitado por uxoricidio.
Cardano escribió más de doscientas obras de medicina, matemática, física, filosofía, religión, música. (Sólo a las artes figurativas no se acercó nunca, como si la sombra de Leonardo, espíritu semejante al suyo en tantos aspectos, bastara para cubrir ese campo). Escribió también un elogio de Nerón, un elogio de la podagra, un tratado de ortografía, un tratado sobre los juegos de azar (De ludo aleae). Esta última obra tiene importancia además como primer texto de la teoría de la probabilidad: así se lo estudia en un libro norteamericano que, aparte de los capítulos técnicos, es muy entretenido y rico en noticias, y creo que es el último estudio sobre Cardano aparecido hasta hoy (Oystein Ore, Cardano, the gambling scholar, Princeton, 1953).
The gambling scholar, «El docto jugador»: ¿era éste su secreto? Es cierto que su obra y su vida parecen una sucesión de partidas que se han de arriesgar una por una, para perder o para ganar. La ciencia renacentista no parece ser ya para Cardano una unidad armónica de macrocosmos y microcosmos, sino una constante interacción de «azar y necesidad» que se refleja en la infinita variedad de las cosas, en la irreductible singularidad de los individuos y de los fenómenos. Ha empezado el nuevo camino del saber humano, dirigido a desmontar el mundo pedazo a pedazo, más que a mantenerlo reunido.
«Esta benigna estructura, la Tierra», dice Hamlet, con su libro en la mano, «me parece un promontorio estéril, y el excelso dosel del aire, mirad, ese magnífico firmamento sobre nuestras cabezas, ese techo majestuoso tachonado de oro, es para mí sólo una impura acumulación de vapores pestilenciales…».
[1976]