Guía de La cartuja
destinada a los nuevos lectores
¿Cuántos nuevos lectores de La cartuja de Parma conseguirá la nueva versión filmada que se presentará dentro de poco en la televisión italiana? Tal vez pocos en relación con el número de telespectadores, o quizá muchos, según la escala de magnitudes de las estadísticas de la lectura de libros en Italia. Pero el dato importante, que no podrá dar ninguna estadística, es cuántos jóvenes tendrán una iluminación desde las primeras páginas y se convencerán de inmediato de que ésta no puede sino ser la mejor novela del mundo, y reconocerán la novela que siempre habían querido leer y que servirá de piedra de toque de todas las que lean después. (Hablo sobre todo de los primeros capítulos; más adelante nos encontraremos frente a una novela diferente, a varias novelas diferentes la una de la otra, que exigirán ajustes de la propia participación en la historia; pero el impulso del comienzo seguirá actuando).
Esto es lo que nos ocurrió a nosotros, como a tantos otros de las generaciones que se han sucedido desde hace un siglo. (La cartuja apareció en 1839, pero es preciso calcular los cuarenta años que tuvieron que pasar antes de que Stendhal fuera entendido, como él mismo había previsto con extraordinaria precisión, aunque de todos sus libros éste fuera en seguida el más afortunado y contase para su lanzamiento con un entusiasta ensayo de Balzac ¡de 72 páginas!).
Que el milagro haya de repetirse una vez más y por cuánto tiempo, no podemos saberlo: las razones de la fascinación de un libro (sus poderes de seducción, que son algo diferente de su valor absoluto) se componen de muchos elementos imponderables. (También su valor absoluto, suponiendo que este concepto tenga un sentido). Desde luego, aun hoy, si retomo La cartuja, como todas las veces que la he releído en épocas distintas, a través de todos los cambios de gustos y de horizontes, vuelve a arrebatarme el ímpetu de su música, ese allegro con brío vuelve a conquistarme: esos primeros capítulos en la Milán napoleónica en que la historia con su estruendo de cañones y el ritmo de la vida individual marchan al mismo paso. Y el clima de pura aventura en que entramos con un Fabrizio de dieciséis años que deambula por el húmedo campo de batalla de Waterloo, entre carretas de vivanderas y caballos espantados, es la verdadera aventura novelesca en que peligro e incolumidad se equilibran, más una fuerte dosis de candor. Y los cadáveres de ojos desorbitados y brazos descarnados son los primeros cadáveres de verdad con los que la literatura de guerra ha tratado de explicar lo que es una guerra. Y la atmósfera amorosa femenina que empieza a circular desde las primeras páginas, hecha de trepidación protectora y enredo de celos, revela ya el verdadero tema de la novela que acompañará a Fabrizio hasta el final (una atmósfera que, a la larga, no puede sino resultar oprimente).
¿Será el hecho de pertenecer a una generación que ha vivido en la juventud guerras y cataclismos políticos, lo que me ha convertido en lector de por vida de La cartuja? Pero, en los recuerdos personales, tanto menos libres y serenos, dominan las disonancias y los chirridos, no esa música que nos arrastra. Tal vez sea cierto lo contrario: nos consideramos hijos de una época porque las aventuras stendhalianas se proyectan en la propia experiencia para transfigurarla, como hacía don Quijote.
He dicho que La cartuja es muchas novelas al mismo tiempo y me he detenido en el comienzo: crónica histórica y de sociedad, aventura picaresca; después se entra en el cuerpo de la novela, es decir el mundo de la pequeña corte del príncipe Ranuccio Ernesto IV (la Parma apócrifa, históricamente identificable como Módena, reivindicada con pasión por los modeneses, pero al que permanecen fieles como a un mito propio sublimado los parmesanos).
Aquí la novela se vuelve teatro, espacio cerrado, tablero de un juego entre un número finito de personajes, lugar gris y cerrado donde se desarrolla una cadena de pasiones que no concuerdan: el conde Mosca, hombre de poder, esclavo enamorado de Gina Sanseverina; la Sanseverina que consigue lo que quiere y sólo ve por los ojos de su sobrino Fabrizio; Fabrizio, que ante todo se ama a sí mismo, alguna rápida aventura como marco que al final concentra todas esas fuerzas que gravitan sobre él y a su alrededor enamorándose perdidamente de la angelical y pensativa Clelia.
Todo ello en el mundo mezquino de las intrigas políticomundanas de la corte, entre el príncipe que vive aterrado por haber hecho ahorcar a dos patriotas y el «fiscal» Rassi, que encarna (quizá por primera vez en un personaje de novela) la mediocridad burocrática en todo lo que puede tener también de atroz. Y aquí el conflicto, según las intenciones de Stendhal, se plantea entre esta imagen de la retrógrada Europa de Metternich y el absoluto de esos amores en que el individuo se entrega sin medida, último refugio de los ideales generosos de una época vencida.
Un núcleo dramático de melodrama (y la ópera fue la primera clave empleada por el melómano Stendhal para entender a Italia), no el de la ópera trágica, sino el de la opereta (lo descubrió Paul Valéry). La tiranía es tétrica pero tímida y grosera (en Módena había sido peor), y las pasiones son perentorias pero de un mecanismo bastante simple. (Un solo personaje, el conde Mosca, posee una verdadera complejidad psicológica hecha de cálculo pero también de desesperación, de posesividad pero también de sentimiento de la nada).
Pero con esto no se agota el aspecto «novela de corte». A la transfiguración novelesca de la Italia retrógrada de la Restauración se superpone la intriga de una crónica renacentista, de las que Stendhal había ido a descubrir en las bibliotecas para hacer con ellas los cuentos llamados justamente Crónicas italianas. Aquí se trata de la vida de Alejandro Farnesio que, amadísimo por una tía protectora, dama galante e intrigante, hizo una espléndida carrera eclesiástica a pesar de su juventud libertina y aventurera (incluso había matado a un rival, por lo que terminó preso en Castel Sant’Angelo), hasta llegar a ser papa con el nombre de Pablo III. ¿Qué tiene que ver esta historia sanguinaria de la Roma del siglo XV y del XVI con la de Fabrizio en una sociedad hipócrita y llena de escrúpulos de conciencia? Absolutamente nada, y sin embargo el proyecto de Stendhal había empezado justo ahí, como transposición de la vida de Farnesio a una época contemporánea, en nombre de una continuidad italiana de la energía vital y de la espontaneidad pasional en la que nunca se cansó de creer (pero de los italianos supo ver también cosas más sutiles: la desconfianza, la ansiedad, la cautela).
Cualquiera que fuese la primera fuente de inspiración, la novela atacaba con un ímpetu tan autónomo que muy bien podía seguir adelante por cuenta propia, olvidándose de la crónica renacentista. Pero Stendhal se acuerda de ella de vez en cuando y vuelve a usar como cuadrícula la vida de Farnesio. La consecuencia más visible es que Fabrizio, apenas despojado del uniforme napoleónico, entra en el seminario y toma los hábitos. En todo el resto de la novela debemos imaginárnoslo vestido de monseñor, lo cual es incómodo tanto para él como para nosotros, porque nos cuesta cierto esfuerzo hacer concordar las dos imágenes, ya que la condición eclesiástica sólo incide exteriormente en el comportamiento del personaje y absolutamente nada en su espíritu.
Unos años antes otro héroe stendhaliano, también joven apasionado por la gloria napoleónica, había decidido tomar los hábitos, dado que la Restauración había cerrado la carrera de las armas a quien no fuese vástago de noble familia. Pero en El rojo y el negro esta antivocación de Julien Sorel es el tema central de la novela, una situación dramática y vista mucho más a fondo que en el caso de Fabrizio del Dongo. Fabrizio no es Julien porque no posee su complejidad psicológica, ni es Alejandro Farnesio, destinado a ser papa y, como tal, héroe emblemático de una historia que se puede entender a la vez como escandalosa revelación anticlerical y como leyenda edificante de una redención. Y Fabrizio, ¿quién es? Más allá de los hábitos que viste y de las aventuras en que se compromete, Fabrizio es de los que tratan de leer los signos de su destino, según la ciencia que le ha enseñado el abate-astrólogo Blanès, su verdadero pedagogo. Se interroga sobre el futuro y sobre el pasado (¿era o no era Waterloo su batalla?), pero toda su realidad está en el presente, instante por instante.
Como Fabrizio, toda La cartuja supera las contradicciones de su naturaleza compuesta en virtud de un movimiento incesante. Y cuando Fabrizio termina en la cárcel, una nueva novela se abre en la novela: la del carcelero, la torre y el amor por Clelia, que es también algo diferente de todo el resto y todavía más difícil de definir.
No hay condición humana más angustiosa que la del prisionero, pero Stendhal es tan refractario a la angustia que, aunque tenga que representar el aislamiento en la celda de una torre (después de un arresto efectuado en condiciones misteriosas y turbadoras), los estados de ánimo que expresa son siempre extrovertidos y esperanzados: «Comment! Moi qui avait tant de peur de la prison, j’y suis, et je ne me souviens pas d’être triste!». ¡No me acuerdo de estar triste! Jamás refutación de las autocompasiones románticas fue pronunciada con tanto candor y tanta buena salud.
Esa Torre Farnesia, que nunca existió ni en Parma ni en Módena, tiene su forma bien precisa, compuesta de dos torres: una más fina construida sobre la más grande (más una casa en el terraplén, coronada por una pajarera donde la joven Clelia se asoma entre los pájaros). Es uno de los lugares encantados de la novela (a su respecto Trompeo recordaba a Ariosto, y en otros aspectos a Tasso), un símbolo, sin duda; tanto es así que, como ocurre con todos los símbolos verdaderos, no se podría decir qué simboliza. El aislamiento en la propia interioridad cae por su propio peso, pero también, y aún más, la salida de sí mismo, la comunicación amorosa, porque Fabrizio nunca ha sido tan expansivo y locuaz como a través de los improbables y complicadísimos sistemas de telegrafía sin hilos con los que consigue comunicarse desde su celda tanto con Clelia como con la siempre diligente tía Sanseverina.
La torre es el lugar donde nace el primer amor romántico de Fabrizio por la inalcanzable Clelia, hija de su carcelero, pero es también la jaula dorada del amor de la Sanseverina, de quien Fabrizio es prisionero desde siempre. Tanto es así que en el origen de la torre (capítulo XVIII) está la historia de un joven Farnesio, encarcelado por haber sido amante de su madrastra: el núcleo mítico de las novelas de Stendhal, la «hipergamia» o amor por las mujeres de más edad o en posición social más alta (Julien y Madame de Rênal, Lucien y Madame Chasteller, Fabrizio y Gina Sanseverina).
Y la torre es la altura, la posibilidad de ver lejos: la vista panorámica increíble que se despliega desde allí arriba comprende toda la cadena de los Alpes, desde Niza hasta Treviso, y todo el curso del Po, desde Monviso hasta Ferrara; pero no sólo se ve eso: se ve también la propia vida y la de los otros, y la red de intrincadas relaciones que forman un destino.
Así como desde la torre la mirada abarca todo el norte de Italia, desde lo alto de esta novela escrita en 1839 ya se avista el futuro de la historia de Italia: el príncipe de Parma Ranuccio Ernesto IV es un tiranuelo absolutista, y al mismo tiempo un Carlos Alberto que prevé los próximos avatares del Risorgimento y alberga en su corazón la esperanza de ser un día el rey constitucional de Italia.
Una lectura histórica y política de La cartuja ha sido una vía fácil y casi obligada, empezando por Balzac (¡que definió esta novela como el Príncipe de un nuevo Maquiavelo!), así como ha sido igualmente fácil y obligado demostrar que la pretensión stendhaliana de exaltar los ideales de libertad y progreso sofocados por la Restauración es sumamente superficial. Pero justamente la ligereza de Stendhal puede darnos una lección histórico-política que no es de desdeñar, cuando nos muestra con cuánta facilidad los ex jacobinos o ex bonapartistas llegan a ser (o siguen siendo) autorizados y celosos miembros del establishment legitimista. Que muchas tomas de posición y muchas acciones incluso medrosas, que parecían dictadas por convicciones absolutas, revelaran que detrás había muy poco es un hecho que se ha visto muchas veces, en aquella Milán y en otras partes, pero lo bueno de La cartuja es que la cosa se cuenta sin escandalizarse, como algo que cae por su propio peso.
Lo que hace de La cartuja de Parma una gran novela «italiana» es la impresión de que la política es ajuste calculado y distribución de papeles: el príncipe que mientras persigue a los jacobinos se preocupa de poder establecer con ellos futuros equilibrios que le permitan ponerse a la cabeza del inminente movimiento de unidad nacional; el conde Mosca que pasa de oficial napoleónico a ministro conservador y jefe del partido ultra (pero dispuesto a alentar una facción de ultras extremistas sólo para poder dar prueba de moderación separándose de ellos), y todo esto sin el más mínimo compromiso de su fuero interno.
Al avanzar en la novela va alejándose la otra imagen stendhaliana de Italia como el país de los sentimientos generosos y de la espontaneidad del vivir, ese lugar de la felicidad que se abría al joven oficial francés al llegar a Milán. En la Vida de Henry Brulard, cuando tiene que narrar ese momento, cuando tiene que describir esa felicidad, interrumpe el relato: «On échoue toujours à parler de ce qu’on aime».
Esta frase dio tema y título al último ensayo de Roland Barthes, quien debía leerlo en Milán en el congreso stendhaliano de marzo de 1980 (pero mientras lo escribía sufrió el accidente callejero que le costó la vida). En las páginas que han quedado, Barthes observa que en sus obras autobiográficas Stendhal declara varias veces la felicidad de sus estancias juveniles en Italia pero nunca consigue representarla.
«Y sin embargo veinte años después, por una especie de après-coup que forma parte no obstante de la retorcida lógica del amor, Stendhal escribe sobre Italia páginas triunfales que, ellas sí, inflaman al lector como yo (pero no creo ser el único) con aquel júbilo, aquella irradiación que el diario íntimo decía, pero no conseguía comunicar. Son las páginas, admirables, que constituyen el comienzo de La cartuja de Parma. Es una suerte de acuerdo milagroso entre la masa de felicidad y de placer que hizo irrupción en Milán con la llegada de los franceses y nuestra alegría de lectura: el efecto narrado coincide finalmente con el efecto producido».
[1982]