Jenofonte, Anábasis
La impresión más fuerte que produce Jenofonte, al leerlo hoy, es la de estar viendo un viejo documental de guerra, como vuelven a proyectarse de vez en cuando en el cine o en la televisión. La fascinación del blanco y negro de la película un poco desvaída, con crudos contrastes de sombras y movimientos acelerados, nos asalta espontáneamente en fragmentos como éste (capítulo V del libro IV):
Desde allí recorrieron, a través de una llanura cubierta de mucha nieve, en tres etapas, cinco parasangas. La tercera fue difícil: soplaba de frente un viento del norte que lo quemaba absolutamente todo y que helaba a los hombres […]. Los ojos estaban protegidos de la nieve, si se avanzaba con algo negro puesto delante de ellos, y los pies, moviéndose sin estar nunca quietos, y descalzándose por la noche […]. Por tanto, debido a tales penalidades, algunos soldados quedaban rezagados. Al ver un espacio negro porque había desaparecido allí la nieve, imaginaron que se había fundido. Y se había fundido a causa de una fuente que estaba cerca humeando en el valle.
Pero Jenofonte tolera mal las citas: lo que cuenta es la sucesión continua de detalles visuales y de acciones; es difícil encontrar un pasaje que ejemplifique cabalmente el placer siempre variado de la lectura. Tal vez éste, dos páginas atrás:
Algunos de los que se habían alejado del campamento decían que habían visto por la noche resplandecer muchas hogueras. Entonces los estrategos pensaron que no era seguro acampar dispersos, sino que debían reunir de nuevo al ejército. Así lo hicieron. Y pareció que el cielo se despejaba. Mientras ellos pasaban la noche, cayó una inmensa nevada que cubrió el campamento y los hombres tendidos en el suelo. La nieve trababa las patas de las acémilas. Daba mucha pereza levantarse, pues mientras estaban echados, la nieve caída les proporcionaba calor, mientras no se deslizaba de sus cuerpos. Con todo, Jenofonte tuvo la osadía de levantarse desnudo y ponerse a partir leña. Rápidamente se levantó un soldado y luego otro que lo relevó en esta tarea. A continuación se levantaron otros, encendieron fuego y se ungieron. Pues había aquí muchos ungüentos, que utilizaban en vez de aceite de oliva: manteca de cerdo, aceite de sésamo y aceite de almendras amargas y de terebinto. Encontraron también perfumes extraídos de estas mismas materias.
El paso rápido de una representación visual a otra, de ésta a la anécdota, y de aquí a la notación de costumbres exóticas: tal es el tejido que sirve de fondo a un continuo desgranarse de aventuras, de obstáculos imprevistos opuestos a la marcha del ejército errante. Cada obstáculo es superado, por lo general, gracias a una astucia de Jenofonte: cada ciudad fortificada que hay que asaltar, cada formación enemiga que se opone en campo abierto, cada paso, cada cambio atmosférico requiere una idea ingeniosa, un hallazgo, una iluminación genial, una invención estratégica del narrador-protagonista-caudillo. Por momentos Jenofonte parece uno de esos personajes infantiles de tebeo que en cada viñeta se las ingenia para salir de situaciones imposibles; más aún, como en los cuentos infantiles, los protagonistas del episodio suelen ser dos, los dos oficiales rivales, Jenofonte y Quirísofo, el ateniense y el espartano, y la invención de Jenofonte siempre es la más astuta, generosa y decisiva.
En sí mismo el tema de la Anábasis habría dado para un relato picaresco o heroico-cómico: diez mil mercenarios griegos, reclutados con falaz pretexto por un príncipe persa, Ciro el Joven, para una expedición al interior de Asia Menor destinada en realidad a derrocar a su hermano Artajerjes II, son derrotados en la batalla de Cunaxa, y se encuentran sin jefes, lejos de la patria, tratando de abrirse el camino de regreso entre poblaciones enemigas. Lo único que quieren es volver a casa, pero cualquier cosa que hagan constituye un peligro público: los diez mil, armados, hambrientos, por donde quiera que pasen pillan y destruyen como una plaga de langostas, llevándose consigo un gran séquito de mujeres.
Jenofonte no era alguien que se dejara tentar por el estilo heroico de la epopeya ni que gustara —como no fuese ocasionalmente— de los aspectos truculentos de una situación como aquélla. El suyo es el memorial técnico de un oficial, un diario de viaje con todas las distancias, puntos de referencia geográficos y noticias sobre los recursos vegetales y animales, y una reseña de los problemas diplomáticos, logísticos, estratégicos, así como de sus respectivas soluciones.
El relato está entretejido de «actas de reunión» del estado mayor y de arengas de Jenofonte a las tropas o a embajadores de los bárbaros. De estos trozos oratorios yo conservaba desde las aulas escolares el recuerdo de un gran tedio, pero me equivocaba. El secreto, al leer la Anábasis, es no saltarse nunca nada, seguir todo punto por punto. En cada una de esas arengas hay un problema político: de política exterior (los intentos de establecer relaciones diplomáticas con los príncipes y los jefes de los territorios por los que no se puede pasar sin permiso) o de política interna (las discusiones entre los jefes helénicos, con las habituales rivalidades entre atenienses y espartanos, etc.). Y como el libro está escrito en pugna con otros generales, en cuanto a la responsabilidad de cada uno en la dirección de aquella retirada, el fondo de las polémicas abiertas o sólo insinuadas hay que extraerlo de esas páginas.
Como escritor de acción, Jenofonte es ejemplar; si lo comparamos con el autor contemporáneo que podría ser su equivalente —el coronel Lawrence— vemos que la maestría del inglés consiste en suspender —como sobrentendiendo la exactitud puramente fáctica de la prosa— un halo de maravilla estética y ética en torno a las vicisitudes y a las imágenes; en el griego no, la exactitud y la sequedad no sobrentienden nada: las duras virtudes del soldado no quieren ser sino las duras virtudes del soldado.
Hay, sí, un pathos en la Anábasis: es el ansia por regresar, el miedo al país extranjero, el esfuerzo por no dispersarse porque mientras estén juntos en cierto modo llevarán consigo la patria. Esta lucha por el regreso de un ejército conducido a la derrota en una guerra que no es la suya y abandonado a sí mismo, ese combatir, ahora solos, para abrirse una vía de escape contra ex aliados y ex enemigos, todo ello hace que la Anábasis se acerque a un filón de nuestras lecturas recientes: los libros de memorias sobre la retirada de Rusia de los soldados alpinos italianos. No es un descubrimiento de hoy: en 1953 Elio Vittorini, al presentar lo que quedaría como un libro ejemplar en su género, Il sergente nella neve, de Mario Rigoni Stern, lo define como «pequeña anábasis dialectal». Y en realidad los capítulos de la retirada en la nieve de la Anábasis (de donde proceden mis citas anteriores) son ricos en episodios que podrían equipararse a los del Sergente.
Es característico de Rigoni Stern, y de otros de los mejores libros italianos sobre la retirada de Rusia, que el narrador-protagonista sea un buen soldado, como Jenofonte, y hable de las acciones militares con competencia y celo. Para ellos como para Jenofonte, en el derrumbe general de las ambiciones más pomposas, las virtudes guerreras se convierten en virtudes prácticas y solidarias por las que se mide la capacidad de cada uno para ser útil no sólo a sí mismo, sino también a los otros. (Recordemos La guerra dei poveri, de Nuto Revelli, por el apasionado furor del oficial decepcionado; y otro buen libro injustamente olvidado, I lunghi fucili, de Cristoforo M. Negri).
Pero las analogías se detienen ahí. Las memorias de los soldados alpinos nacen del contraste de una Italia humilde y sensata con las locuras y las matanzas de la guerra total; en las memorias del general del siglo V el contraste se da entre la condición de plaga de langostas a la que se ve reducido el ejército de los mercenarios helénicos, y el ejercicio de las virtudes clásicas, filosófico-cívico-militares, que Jenofonte y los suyos tratan de adaptar a las circunstancias. Y resulta que ese contraste no tiene en absoluto el desgarrador dramatismo del otro: Jenofonte parece estar seguro de haber logrado conciliar los dos términos. El hombre puede verse reducido a ser una langosta y aplicar sin embargo a su situación de langosta un código de disciplina y de decoro —en una palabra, un «estilo»— y confesarse satisfecho, no discutir ni mucho ni poco el hecho de ser langosta sino sólo el mejor modo de serlo. En Jenofonte ya está bien delineada, con todos sus límites, la ética moderna de la perfecta eficacia técnica, del estar «a la altura de las circunstancias», del «hacer bien lo que se hace», independientemente de la valoración de la propia acción en términos de moral universal. Sigo llamando moderna a esta ética porque lo era en mi juventud, y era éste el sentido que surgía de muchas películas americanas, y también de las novelas de Hemingway, y yo oscilaba entre la adhesión a esta moral puramente «técnica» y «pragmática» y la conciencia del vacío que se abría debajo. Pero aún hoy, que parece tan alejada del espíritu de la época, creo que tenía su lado bueno.
Jenofonte tiene el gran mérito, en el plano moral, de no mistificar, de no idealizar la posición de su bando. Si a menudo manifiesta hacia las costumbres de los «bárbaros» la distancia y la aversión del «hombre civilizado», debe decirse sin embargo que la hipocresía «colonialista» le es ajena. Sabe que encabeza una horda de bandoleros en tierra extranjera, sabe que la razón no está del lado de los suyos sino del lado de los bárbaros invadidos. En sus exhortaciones a los soldados no deja de recordar las razones de los enemigos: «Otras consideraciones habréis de tener en cuenta. Los enemigos tendrán tiempo de saquearnos y no les faltan razones para acecharnos con insidias, ya que ocupamos sus tierras…». En el intento de dar un estilo, una norma, a ese movimiento biológico de hombres ávidos y violentos entre las montañas y las llanuras de Anatolia, reside toda su dignidad: dignidad limitada, no trágica, en el fondo burguesa. Sabemos que se puede muy bien llegar a dar apariencia de estilo y dignidad a las peores acciones, aunque no sean dictadas como éstas por la necesidad. El ejército de los helenos, que serpentea por las gargantas de las montañas y los desfiladeros, entre continuas emboscadas y saqueos, sin distinguir ya hasta dónde es víctima y hasta dónde opresor, rodeado aún en la frialdad de las masacres por la suprema hostilidad de la indiferencia y del azar, inspira una angustia simbólica que tal vez sólo nosotros seamos capaces de entender.
[1978]