La estructura del Orlando
El Orlando furioso es un poema que se niega a empezar y se niega a terminar. Se niega a empezar porque se presenta como la continuación de otro poema, el Orlando enamorado de Matteo Maria Boiardo, que quedó inconcluso a la muerte del autor. Y se niega a terminar porque Ariosto no deja de trabajar en él. Después de publicarlo en su primera edición de 1516, en 40 cantos, sigue tratando de aumentarlo, primero con una continuación que quedó truncada (los llamados Cinco cantos, publicados póstumamente), después insertando nuevos episodios en los cantos centrales, de modo que en la edición tercera y definitiva, que es de 1532, los cantos llegan a 46. Entre tanto ha habido una segunda edición de 1521, que es otra prueba de que el poema no se considera definitivo: Ariosto sigue atento al pulido, a la puesta a punto del lenguaje y de la versificación. Bien puede decirse que durante toda su vida, porque para llegar a la primera edición de 1516 había trabajado doce años, otros seis se esfuerza por dar a la estampa la edición de 1532, y muere al año siguiente. Creo que esta dilatación desde dentro, esta proliferación de episodios a partir de episodios, creando nuevas simetrías y nuevos contrastes, explica bien el método de construcción de Ariosto y sigue siendo para él la verdadera manera de ampliar este poema de estructura policéntrica y sincrónica, cuyas vicisitudes se ramifican en todas direcciones y se entrecruzan y bifurcan constantemente.
Para seguir las vicisitudes de tantos personajes principales y secundarios el poema necesita un «montaje» que permita abandonar un personaje o un teatro de operaciones y pasar a otro. Estos pasajes se presentan unas veces sin romper la continuidad del relato, cuando dos personajes se encuentran y la narración, que seguía al primero, se separa de él para seguir al segundo; en cambio otras veces procede con cortes netos que interrumpen la acción justo en mitad de un canto. Los dos últimos versos de la octava suelen ser los que indican la suspensión y discontinuidad del relato, parejas de versos rimados como ésta:
Segue Rinaldo, e d’ira si distrugge:
ma seguitiamo Angelica que fugge.
[«Él le sigue, y de airado se destruye. / Mas sigamos a Angélica que huye»].
O bien:
Lasciànlo andar, che farà buon camino,
e torniamo a Rinaldo paladino.
[«Dejémoslo, que va por buen camino; / tornemos a Reinaldo paladino»].
O si no:
Ma tempo è omai di ritrovar Ruggiero
che scorre il cielo su l’animal leggiero.
[«Mas tiempo es de hablar del buen Rugero / que el cielo corre en su animal tan fiero»].
Mientras que estas cesuras de la acción se sitúan en el interior de los cantos, el cierre de cada uno de ellos promete en cambio que el relato continuará en el siguiente; también aquí esta función didascálica se confía habitualmente a la pareja de versos rimados que concluyen la octava:
Come a Parigi appropinquosse, e quanto
Carlo aiutò, vi dirà l’altro canto.
[«Cómo llegó a París, con todo cuanto / sucedió a Carlos, os dirá otro canto»].
Con frecuencia para cerrar el canto Ariosto finge ser un aedo que recita sus versos en una velada cortesana:
Non più, Signor, non più di questo canto;
ch’io son già rauco, y vo’posarmi alquanto.
[«No más, Señor, no más de este canto, / que estoy ronco y es bien callar un tanto»].
O bien se nos presenta —testimonio más raro— en el acto material de escribir:
Poi che da tutti i lati ho pieno il foglio,
finire il canto, e riposar mi voglio.
[«Pues mi hoja está llena de mi canto, / quiero aquí reposar del vuelo un tanto»].
El ataque del canto siguiente implica casi siempre un ensanchamiento del horizonte, una toma de distancia con respecto a la urgencia del relato, en forma bien de introducción gnómica, bien de peroración amorosa, bien de elaborada metáfora, antes de reanudarlo en el punto en que había quedado interrumpido. Y justamente en el comienzo del canto se sitúan las digresiones sobre la actualidad italiana que abundan sobre todo en la última parte del poema. Es como si a través de estas conexiones el tiempo en que el autor vive y escribe irrumpiera en el tiempo fabuloso de la narración.
Definir sintéticamente la forma del Orlando furioso es pues imposible, porque no nos encontramos frente a una geometría rígida: podríamos recurrir a la imagen de un campo de fuerzas que genera continuamente en su interior otros campos de fuerzas. El movimiento es siempre centrífugo; estamos al comienzo en plena acción y esto vale tanto para el poema como para cada canto y cada episodio.
El defecto de cualquier preámbulo al Furioso es que, si se empieza diciendo: «Este poema es la continuación de otro poema, el cual continúa un ciclo de innumerables poemas», el lector se siente de inmediato desalentado: si antes de emprender la lectura tendrá que enterarse de todos los precedentes, y de los precedentes de los precedentes, ¿cuándo podrá comenzar el poema de Ariosto? En realidad cualquier preámbulo resulta superfluo: el Furioso es un libro único en su género y se puede leer —diría casi: se debe leer— sin referencia a ningún otro libro anterior o posterior; es un universo en sí donde se puede viajar a lo largo y a lo ancho, entrar, salir, perderse.
Que el autor haga pasar la construcción de este universo por una continuación, un apéndice, un —como él dice— «añadido» a una obra ajena, se puede interpretar como un signo de la extraordinaria discreción de Ariosto, un ejemplo de lo que los ingleses llaman understatement, es decir la actitud especial de ironía hacia uno mismo que lleva a minimizar las cosas grandes e importantes; pero se puede ver como señal de una concepción del tiempo y del espacio que reniega de la configuración cerrada del cosmos tolemaico y se abre ilimitada hacia el pasado y el futuro, así como hacia una incalculable pluralidad de mundos.
El Furioso se anuncia desde el comienzo como el poema del movimiento, o mejor, anuncia el tipo particular de movimiento que lo recorrerá de un extremo a otro, movimiento de líneas quebradas, en zigzag. Podríamos trazar el esquema general del poema siguiendo el entrecruzamiento y el divergir continuos de esas líneas en un mapa de Europa y África, pero para definirlo bastaría el primer canto, en el cual tres caballeros persiguen a Angélica que huye por el bosque, en una zarabanda de extravíos, encuentros fortuitos, desviaciones, cambios de programa.
Ese zigzag trazado por los caballos al galope y por las intermitencias del corazón humano es el que nos introduce en el espíritu del poema; el placer de la rapidez de la acción se mezcla de inmediato con una sensación de amplitud en la disponibilidad del espacio y del tiempo. La marcha distraída no es sólo propia de los perseguidores de Angélica, sino también de Ariosto: se diría que el poeta, al empezar su narración, no conoce todavía el plan de la intriga que después lo guiará con puntual premeditación, pero que ya tiene perfectamente clara una cosa: ese impulso y al mismo tiempo esa soltura en la forma de narrar, es decir, lo que podríamos definir —con una palabra preñada de significados— el movimiento «errante» de la poesía de Ariosto.
Podemos señalar esas características del «espacio» ariostesco a la escala del poema entero o de cada uno de los cantos, así como a una escala más pequeña, la de la estrofa o el verso. La octava es la medida en la que mejor reconocemos lo que es inconfundible en Ariosto: en la octava Ariosto se mueve como quiere, está como en su casa, el milagro reside sobre todo en su desenvoltura.
Y especialmente por dos razones: una, característica de la octava, es decir de una estrofa que se presta a discursos incluso largos y a alternar tonos sublimes y líricos con otros prosaicos y burlescos; y otra, característica del modo de poetizar de Ariosto, que no se ve obligado a aceptar límites de ningún género, que no se ha propuesto como Dante una rígida distribución de la materia ni una regla de simetría que lo obligue a un número de cantos preestablecido y a un número de estrofas en cada canto. En el Furioso, el canto más breve tiene 72 octavas; el más largo 199. El poeta puede ponerse cómodo, si quiere, emplear más estrofas para decir algo que otros dirían en un verso, o concentrar en un verso lo que podría ser materia de un largo discurso.
El secreto de la octava ariostesca reside en que sigue el variado ritmo del lenguaje hablado, en la abundancia de lo que De Sanctis ha definido como «los accesorios inesenciales del lenguaje», así como en la rapidez de la réplica irónica; pero el registro coloquial es sólo uno de los muchos suyos que van desde el lírico al trágico y al gnómico y que pueden coexistir en la misma estrofa. Ariosto puede ser de una concisión memorable; muchos de sus versos han llegado a ser proverbiales: «Ecco il giudicio umano come spesso erra» [«Así es como suele errar el juicio de los hombres»], o bien: «oh gran bontà de’ cavallieri antiqui!» [«¡Oh gran virtud de los antiguos caballeros!»]. Pero no sólo con estos paréntesis efectúa sus cambios de velocidad. Es preciso decir que la estructura misma de la octava se funda en una discontinuidad de ritmo: a los seis versos unidos por un par de rimas alternas suceden los dos versos llanos, con un efecto que hoy calificaríamos de anticlimax, de brusco cambio no sólo rítmico sino de clima psicológico e intelectual, del culto al popular, del evocativo al cómico.
Naturalmente, Ariosto juega con estas vueltas de la estrofa como sólo él es capaz de hacerlo, pero el juego podría resultar monótono si no fuera por la agilidad del poeta para animar la octava, introduciendo las pausas, los puntos en posiciones diversas, adaptando al esquema métrico movimientos sintácticos diferentes, alternando periodos largos y periodos breves, quebrando la estrofa y en algunos casos enlazándole otra, cambiando constantemente los tiempos de la narración, saltando del pasado remoto al imperfecto, al presente y al futuro, creando, en una palabra, una sucesión de planos, de perspectivas del relato.
Esta libertad, esta soltura de movimientos que hemos encontrado en la versificación, son aún más visibles en el plano de las estructuras narrativas, de la composición de la intriga. Recuérdese que las tramas principales son dos: la primera cuenta cómo Orlando, primero enamorado infeliz de Angélica, se vuelve loco furioso; cómo los ejércitos cristianos, por ausencia de su campeón, están a punto de perder Francia; y cómo Astolfo encuentra en la Luna la razón perdida del loco y la devuelve al cuerpo de su legítimo propietario, que podrá ocupar otra vez su puesto en las huestes. Paralelamente a ésta se desarrolla la segunda trama, la de los predestinados pero siempre postergados amores de Ruggiero, campeón del campo sarraceno, y de la guerrera cristiana Bradamante, y de todos los obstáculos que se oponen a su destino nupcial, hasta que el guerrero consigue cambiar de campo, recibir el bautismo y desposar a la robusta enamorada. La trama de Ruggiero-Bradamante no es menos importante que la de Orlando-Angélica, porque Ariosto (como antes Boiardo) quiere hacer descender de esa pareja la genealogía de la familia de Este, es decir no sólo justificar el poema a los ojos de sus destinatarios, sino sobre todo vincular el tiempo mítico de la caballería a la historia contemporánea, al presente de Ferrara y de Italia. Las dos tramas principales y sus numerosas ramificaciones van entretejiéndose, pero se anudan a su vez alrededor del tronco más estrictamente épico del poema, es decir, los episodios de la guerra entre el emperador Carlomagno y el rey de África, Agramante. Esta epopeya se concentra sobre todo en un bloque de cantos que se refieren al asedio de París por los moros, la contraofensiva cristiana, las discordias en el campo de Agramante. El sitio de París es en cierto modo el centro de gravedad del poema, así como la ciudad de París se presenta como su ombligo geográfico:
Siede Parigi in una gran pianura
ne l’ombilico a Francia, anzi nel core;
gli passa la riviera entro le mura
e corre et esce in altra parte fuore;
ma fa un’isola prima, e v’assicura
de la città una parte, e la migliore;
l’altre due (ch’in tre parti è la gran terra)
di fuor la fossa, e dentro il fiume serra.
Alla città che molte miglia gira
da molte parti si può dar battaglia;
ma perché sol da un canto assalir mira,
né volentier l’esercito sbarraglia,
oltre il fiume Agramante si ritira
verso ponente, acciò che quindi assaglia;
però che né cittade né campagna
ha dietro (se non sua) fino alla Spagna.
(XIV, 104 y ss)
[«Está París en una gran llanura, / en el centro de Francia y en su pecho: / el río corre dentro, en gran hondura / y sale afuera por lugar no estrecho: / dentro hace una isla que asegura / de la ciudad gran parte, con provecho. / Las otras dos (que en tres está la tierra) / de fuera el foso y dentro el río encierra.
»Y la ciudad, que muchas millas gira, / bien combatir se puede largamente; / pero un revés descubre y rudo tira / al ejército y lo daña malamente: / junto al río Agramante se retira, / para el asalto dar hacia poniente, / que no hay ciudad, ni villa ni campaña / que por ahí sea enemiga, hasta España»].
Por lo que he dicho se podría creer que en el asedio de París terminan por converger los itinerarios de todos los personajes principales. Pero no es así: de esta epopeya colectiva están ausentes la mayoría de los campeones más famosos; sólo la gigantesca mole de Rodomonte sobresale en la contienda. ¿Dónde se han metido todos los demás?
Es preciso decir que el espacio del poema tiene también otro centro de gravedad, un centro en negativo, una trampa, una especie de torbellino que se va tragando uno por uno a los principales personajes: el palacio encantado del mago Atlante. La magia de Atlante se complace en arquitecturas de ilusionista: en el canto IV hace surgir, entre las montañas de los Pirineos, un castillo de acero y después lo disuelve en la nada; entre los cantos XII y XXII vemos elevarse, no lejos de las costas de La Mancha, un palacio que es un remolino de la nada, en el cual se refractan todas las imágenes del poema.
El propio Orlando, mientras anda en busca de Angélica, es víctima del mismo encantamiento, según un procedimiento que se repite de modo casi idéntico con cada uno de los valientes caballeros: ve cómo raptan a su amada, sigue al raptor, entra en un palacio misterioso, da vueltas y vueltas por recintos y corredores desiertos. O sea: el palacio está deshabitado por el que es buscado, y sólo poblado por los que buscan.
Los que deambulan por galerías y huecos de escaleras, los que hurgan bajo tapicerías y baldaquinos, son los caballeros cristianos y los moros más famosos: todos han sido atraídos al palacio por la visión de una mujer amada, de un enemigo inalcanzable, de un caballo robado, de un objeto perdido. Y no pueden separarse más de esos muros: si alguien trata de alejarse, se siente reclamado, se vuelve y la aparición en vano perseguida está ahí, la dama que hay que salvar se asoma a una ventana, implora ayuda. Atlante ha dado forma al reino de la ilusión; si la vida es siempre variada, imprevista y cambiante, la ilusión es monótona, remacha siempre el mismo clavo. El deseo es una carrera hacia la nada, el encantamiento de Atlante concentra todas las ansias insatisfechas en el espacio cerrado de un laberinto, pero no cambia las reglas que gobiernan los movimientos de los hombres en el espacio abierto del poema y del mundo.
También Astolfo llega al palacio siguiendo —esto es: creyendo seguir— a un pequeño aldeano que le ha robado el caballo Rabicano. Pero con Astolfo no hay encantamiento que valga. Astolfo posee un libro mágico donde se explica todo sobre los palacios de ese tipo. Va derecho a la losa de mármol del umbral: basta levantarla para que todo el palacio se haga humo. En ese momento se le acerca una multitud de caballeros: son casi todos amigos suyos, pero en lugar de darle la bienvenida se ponen en guardia como si quisieran atravesarlo con sus espadas. ¿Qué ha sucedido? El mago Atlante, viéndose mal parado, ha recurrido a un último encantamiento: hacer que Astolfo se aparezca a los diversos prisioneros como el adversario en pos del cual cada uno de ellos ha entrado en el palacio. Pero a Astolfo le basta soplar su cuerno para disipar a mago, magia y víctimas de la magia. El palacio, telaraña de sueños, deseos y envidias, se deshace: es decir, deja de ser un espacio exterior a nosotros, con puertas, escaleras y muros, para volver a esconderse en nuestras mentes, en el laberinto de los pensamientos. Atlante vuelve a dar libre curso a los personajes que había secuestrado en las vías del poema. ¿Atlante o Ariosto? El palacio encantado resulta ser una astuta estratagema estructural del narrador que, dada la imposibilidad material de desarrollar contemporáneamente una gran cantidad de historias paralelas, siente la necesidad de sustraer de la acción a los personajes durante algunos cantos, de reservar algunas cartas para continuar su juego y sacarlas a relucir en el momento oportuno. El mago que quiere retardar el cumplimiento del destino y el poeta-estratega, que ora aumenta ora reduce la fila de los personajes en acción, ora los agrupa ora los dispersa, se superponen hasta identificarse.
La palabra «juego» ha aparecido varias veces en nuestro discurso. Pero no hemos de olvidar que los juegos, tanto los infantiles como los de los adultos, tienen siempre un fundamento serio: son sobre todo técnicas de adiestramiento de facultades y actitudes que serán necesarias en la vida. El de Ariosto es el juego de una sociedad que se siente elaboradora y depositaria de una visión del mundo, pero siente también que el vacío se abre bajo sus pies, con crujidos de terremoto.
El canto XLVI, el último, se abre con la enumeración de una multitud de personas que constituyen el público en el que Ariosto pensaba cuando escribía su poema. Ésta es la verdadera dedicatoria del Furioso, más que la reverencia obligada al cardenal Hipólito de Este, la «generosa erculea prole» [«la generosa, hercúlea progenie»] a la que va dirigido el poema, al iniciarse el primer canto.
La nave del poema está llegando a puerto y en el muelle la esperan las damas más bellas y gentiles de las ciudades italianas, y los caballeros, los poetas, los hombres doctos. Lo que hace Ariosto es trazar una reseña de nombres y rápidos perfiles de sus contemporáneos y amigos: una definición de su público perfecto y al mismo tiempo una imagen de la sociedad ideal. Por una especie de inversión estructural el poema sale de sí mismo y se mira a través de los ojos de sus lectores, se define a través del censo de sus destinatarios. Y a su vez el poema es lo que sirve como definición o emblema para la sociedad de los lectores presentes o futuros, para el conjunto de personas que participarán en su juego, que se reconocerán en él.
[1974]