Francis Ponge
Los reyes no tocan las puertas,
No conocen esa felicidad: empujar hacia adelante sea con suavidad o bruscamente uno de esos grandes paneles familiares, volverse hacia él para devolverlo a su lugar —tener en los brazos una puerta—.
[…] La felicidad de empuñar a la altura del vientre por su nudo de porcelana uno de esos altos obstáculos de una habitación; ese rápido cuerpo a cuerpo en el cual, reteniendo el paso, el ojo se abre y el cuerpo entero se acomoda a su nueva vivienda.
Con mano amistosa la retiene un instante antes de empujarla resueltamente y encerrarse —de lo que el chasquido del resorte poderoso pero bien aceitado agradablemente le asegura—.
Este breve texto se titula «Los placeres de la puerta» y es un buen ejemplo de la poesía de Francis Ponge: tomar el objeto más humilde, el gesto más cotidiano, y tratar de considerarlo fuera de todo hábito de la percepción, de describirlo fuera de cualquier mecanismo verbal gastado por el uso. Y así una cosa indiferente y casi amorfa como una puerta revela una riqueza inesperada; de pronto estamos todos contentos de encontrarnos en un mundo lleno de puertas que se abren y se cierran. Y esto, no por alguna razón extraña al hecho en sí (como podría ser una razón simbólica, o ideológica, o estetizante), sino sólo porque restablecemos una relación con las cosas como cosas, con la diversidad de una cosa respecto de otra, y con la diversidad de cada cosa con respecto a nosotros. De pronto descubrimos que existir podría ser una experiencia mucho más intensa, interesante y verdadera que esa distraída rutina en la que se ha encallecido nuestra mente. Por eso Francis Ponge es, creo yo, uno de los pocos grandes sabios de nuestro tiempo, uno de los pocos autores fundamentales de los que hay que partir para no seguir girando en el vacío.
¿Cómo? Dejando que la propia atención se pose, por ejemplo, en un cajón-jaula de los que se ven en las fruterías. «En todas las esquinas de las calles que llevan a los mercados, reluce con el esplendor sin vanidad de la madera blanca. Todavía nuevo y ligeramente sorprendido de su postura torpe, arrojado sin remisión a la vía pública, este objeto figura en definitiva entre los más simpáticos —pero sobre cuya suerte no conviene sin embargo demorarse excesivamente—». La puntualización final es un típico movimiento de Ponge: ay si, evocada nuestra simpatía por este objeto ínfimo y ligero, insistiéramos demasiado; sería echarlo todo a perder, esa parte de verdad, apenas recogida, se perdería enseguida.
De la misma manera la vela, el cigarrillo, la naranja, la ostra, un trozo de carne cocida, el pan: un inventario de «objetos» que se extiende al mundo vegetal, al animal y al mineral está contenido en el breve volumen, el primero que dio fama a Ponge en Francia (Le parti pris des choses, 1942), y publicado en Italia con una útil y precisa introducción de Jacqueline Risset y su traducción de poeta, en edición bilingüe. (La edición bilingüe de una traducción de poeta no puede aspirar a una función mejor que la de invitar al lector a intentar otras versiones por cuenta propia). Un librito que parece hecho a propósito para metérselo en el bolsillo y para dejarlo a la cabecera de la cama junto al reloj (tratándose de Ponge, hay que tomar en consideración el lado físico del objeto-libro), debería ser la oportunidad de que este poeta discreto y apartado encontrara en Italia un nuevo séquito de adeptos. Las instrucciones de uso son: cada noche pocas páginas de una lectura que se identifique con su manera de adelantar las palabras como tentáculos sobre la porosa y abigarrada sustancia del mundo.
He hablado de adeptos para designar la dedicación incondicional y un poco celosa que ha caracterizado hasta ahora al círculo de sus lectores, ya sea en Francia, donde ha abarcado a lo largo de los años personajes muy diferentes de él, cuando no opuestos, que van desde Sartre hasta los jóvenes de Tel Quel, ya sea en Italia donde entre sus traductores ha figurado también Ungaretti, además de Piero Bigongiari, desde hace años su exégeta más competente y apasionado, a cuyo cuidado estuvo, ya en el 71, una amplia selección de sus obras.
A pesar de ello, la hora de Ponge (que ha cumplido hace poco ochenta años, pues nació en Montpellier el 27 de marzo de 1899) todavía no ha llegado, estoy convencido, ni siquiera en Francia. Y como quiero que esta invitación vaya a los muchísimos lectores potenciales de Ponge que todavía no lo conocen en absoluto, me apresuro a decir lo que hubiera debido decir primero: que este poeta ha escrito exclusivamente en prosa. Breves textos que van desde media página hasta seis o siete, en el primer periodo de su actividad; en cambio últimamente esos textos se han ampliado para dar testimonio del trabajo de aproximación continua que es para él la escritura: la descripción de un trozo de jabón, por ejemplo, o de un higo seco se han dilatado hasta ser en sí un libro, y así la de un prado se ha convertido en «la fábrica de un prado».
Jacqueline Risset contrapone justamente a la de Ponge otras dos experiencias fundamentales de la literatura francesa contemporánea en la representación de las «cosas»: Sartre que (en un par de pasajes de La náusea) mira una raíz o una cara en el espejo, como despojadas de todo significado o referencia humana, evocando una visión turbadora y perturbada; y Robbe-Grillet, que funda un tipo de escritura «no antropomorfa» describiendo el mundo con atributos absolutamente neutros, fríos, objetivos.
Ponge (que cronológicamente es el primero) es «antropomorfo» en el sentido de una identificación con las cosas, como si el hombre saliera de sí mismo para probar cómo es ser cosa. Esto implica una batalla con el lenguaje, un constante estirarlo y ajustarlo como una sábana aquí demasiado angosta y allá demasiado ancha, el lenguaje que tiende siempre a decir demasiado poco o a decir de más. Recuerda la escritura de Leonardo da Vinci que en textos breves también trató de describir, a través de fatigadas variantes, el fuego que se enciende o el raspar de la lima.
La «mesura» de Ponge, su discreción —que es lo mismo que su concreción—, puede definirse por el hecho de que, para llegar a hablar del mar, tiene que proponerse como tema las orillas, las playas, las costas. Lo ilimitado no entra en su página, o sea que entra cuando encuentra sus propios márgenes y sólo entonces empieza a existir verdaderamente. («Bordes del mar»). (… «aprovechando la lejanía recíproca que les veda comunicarse entre sí como no sea a través de él [el mar] o por amplios rodeos, sin duda hace creer a cada uno que se dirige especialmente a él. En realidad, cortés con todos, es más que cortés: capaz para cada uno de todos los impulsos, de todas las convicciones sucesivas, guarda permanentemente en el fondo de su palangana una infinita posesión de corrientes. De sus límites no sale nunca más que un poco, él mismo pone un freno al furor de su oleaje, y como la medusa que abandona a los pescadores cual imagen reducida o muestra de sí misma, se limita a hacer una reverencia extática con todos sus bordes»).
El secreto está en clavar la mirada en el aspecto decisivo de un objeto o elemento, que es casi siempre el que menos se suele tener en cuenta, y en construir el discurso en torno. Para definir el agua, Ponge indica su «vicio» irresistible que es la gravitación, el tender hacia abajo. Pero ¿no obedece cualquier objeto a la fuerza de gravedad, por ejemplo un armario? Y entonces Ponge, distinguiendo la manera totalmente distinta que tiene el armario de adherirse al suelo, llega a entender —casi desde dentro— qué es el ser líquido, el rechazo de toda forma con tal de obedecer a la idea fija del propio peso…
Catalogador de la diversidad de las cosas (De varietate rerum ha sido definida la obra de este nuevo modesto Lucrecio), Ponge tiene sin embargo un par de temas a los cuales, en este primer volumen, vuelve continuamente, insistiendo en los mismos nudos de imágenes e ideas. Uno es el mundo de la vegetación, con especial atención a la forma de los árboles; el otro es el mundo de los moluscos, con especial atención a las conchas, a las caracolas, a los caparazones.
Para los árboles, lo que constantemente aflora en las palabras de Ponge es la confrontación con el hombre. «Ni un gesto, solamente multiplican sus brazos, sus manos, sus dedos —a la manera de los budas—. Así, ociosos, llegan hasta la punta de sus pensamientos. No son más que una voluntad de expresión. No guardan para sí mismos nada oculto, no pueden mantener secreta ninguna idea, se despliegan enteramente, honestamente, sin restricción.
»Ociosos, se pasan todo el tiempo complicando su propia forma, perfeccionando en el sentido de la mayor complicación de análisis, su propio cuerpo… La expresión de los animales es oral o mimada por gestos que se borran los unos a los otros. La expresión de los vegetales es escrita, de una vez por todas. No hay manera de volver atrás, arrepentimientos imposibles: para corregir hay que añadir. Corregir un texto escrito y publicado, con apéndices, y así sucesivamente. Pero hay que agregar que los vegetales no se dividen al infinito. Para cada uno existe un límite».
¿Hemos de concluir que en Ponge las cosas remiten al discurso hablado o escrito, a la palabra? Encontrar en toda escritura una metáfora de la escritura se ha convertido en un ejercicio crítico demasiado obvio para seguir obteniendo algún provecho. Diremos que en Ponge el lenguaje, medio indispensable para mantener juntos sujeto y objeto, se ve continuamente confrontado con lo que los objetos expresan fuera del lenguaje, y en esta confrontación se reorganiza, se redefine —a menudo se revaloriza—. Si las hojas son las palabras de los árboles, no saben sino repetir siempre la misma palabra. «Cuando en primavera […] creen entonar un cántico variado, salir de sí mismos, extenderse a toda la naturaleza, abrazarla, lo único que consiguen es, en miles de ejemplares, la misma nota, la misma palabra, la misma hoja. No se sale del árbol con medios de árbol».
(Si en el universo de Ponge, donde parece que todo se salva, hay un desvalor, una condena, ese desvalor es la repetición: las olas del mar que llegan a la playa declinan todas el mismo nombre, «mil grandes señores homónimos son admitidos así el mismo día a su presentación por el mar prolijo y prolífico». Pero la multiplicidad es también el principio de la individualización, de la diversidad: el guijarro «es exactamente la piedra en la época en que comienza para ella la edad de la persona, del individuo, es decir de la palabra»).
El lenguaje (y la obra) como secreción de la persona es una metáfora que asoma varias veces en los textos sobre guijarros y conchas. Pero cuenta más («Apuntes para una concha») el elogio de la proporción entre el caparazón y su habitante molusco, contrapuesta a la desmesura de los monumentos y palacios del hombre. Éste es el ejemplo que nos da el caracol al producir su concha: «En su obra no hay nada exterior a ellos, a su obligación, a su necesidad. Nada desproporcionado, por lo demás, a su ser físico. Nada que no sea para ellos necesario, obligatorio».
Por eso Ponge llama santos a los caracoles. «¿Pero santos en qué? En que obedecen precisamente a su naturaleza. Conócete primero a ti mismo. Y acéptate como eres. En conformidad con tus vicios. En proporción con tu medida».
El mes pasado concluía mi artículo sobre otro —divertidísimo— testamento de un sabio (el de Carlo Levi) con una cita: el elogio del caracol. Y ahora cierro éste con el elogio del caracol según Ponge. ¿Será el caracol la última imagen de felicidad posible?
[1979]