Eugenio Montale,
«Forse un mattino andando»

En mi juventud me gustaba aprender poemas de memoria. Muchos que se estudiaban en la escuela —y quisiera que hoy fueran muchos más— han seguido acompañándome en la vida, en una recitación mental casi inconsciente que vuelve a aflorar a años de distancia. Terminado el liceo, seguí aprendiendo por mi cuenta otros, de los poetas que entonces no figuraban en los programas escolares. Eran los años en que Huesos de sepia (Ossi di seppia) y Las ocasiones (Le occasioni) empezaban a circular en Italia con la cubierta gris de las ediciones Einaudi. Así, hacia los dieciocho años, me metí en la cabeza varios poemas de Montale; algunos los he olvidado; otros sigo llevándolos conmigo.

Releer hoy a Montale me conduce naturalmente a ese repertorio de poemas sedimentados en la memoria («que se dispersa»): verificar qué es lo que ha quedado y qué se ha borrado, estudiar las oscilaciones y deformaciones que los versos memorizados sufren, me llevaría a explorar en profundidad esos versos y también la relación que he establecido con ellos a través de los años.

Pero quisiera escoger un poema que aunque haya habitado largo tiempo en la memoria, y lleve las huellas de esa estada, se preste mejor a una lectura actual y objetiva, y no a una búsqueda de los ecos autobiográficos, conscientes o inconscientes, que los versos de Montale, sobre todo del primer Montale, evocan en mí. Escogeré pues «Forse un mattino andando in un’aria di vetro» [«Tal vez una mañana caminando en un aire de vidrio»], uno de los poemas que ha seguido girando más a menudo en mi tocadiscos mental, y que vuelve a presentarse sin ninguna vibración nostálgica, cada vez como un poema que leo por primera vez.

«Forse un mattino» es un «hueso de sepia» que se separa de los otros no tanto por ser un poema narrativo (el típico poema «narrativo» de Montale es «La folata che alzò l’amaro aroma» [«La ráfaga que levantó el amargo aroma»], donde el tema de la acción es una racha de viento y la acción es la comprobación de la ausencia de una persona; por lo tanto el movimiento narrativo reside en contraponer un sujeto no humano presente a un objeto humano ausente), sino porque carece de objetos, de emblemas naturales, carece de un paisaje determinado, es un poema de imaginación y de pensamiento abstracto, como rara vez ocurre en Montale.

Pero compruebo que (distanciándolo aún más de los otros) mi memoria había introducido una corrección en el poema: el sexto verso para mí empieza: «alberi case strade» [«árboles casas calles»] o bien «uomini case strade» [«hombres casas calles»] y no «alberi case colli» [«árboles casas cerros»], y sólo ahora, al releer el texto después de treinta y cinco años, veo qué dice. O sea, al sustituir colli [«cerros»] por strade [«calles»], ambiento la acción en un escenario decididamente ciudadano, tal vez porque la palabra «cerros» me suena demasiado vaga, tal vez porque la presencia de los «uomini che no si voltano» [«hombres que no se vuelven»] me sugiere un ir y venir de transeúntes; en una palabra, la desaparición del mundo la veo como desaparición de la ciudad más que como desaparición de la naturaleza. (Advierto ahora que mi memoria no hacía sino teñir este poema de la imagen del verso «Ciò no vede la gente nell’affollato corso» [«Aquel no ve la gente en el paseo atestado»] que aparece cuatro páginas antes, en una composición gemela de ésta).

Bien mirado, el resorte que desencadena el «milagro» es el elemento natural, es decir atmosférico, la seca, cristalina transparencia del aire invernal que al volver tan nítidas las cosas crea un efecto de irrealidad, hasta el punto de que el halo de calígine que habitualmente esfuma el paisaje (aquí vuelvo a ambientar la poesía de Montale, del primer Montale, en el habitual paisaje costero, asimilándolo al de mi memoria) se identifica con el espesor y el peso del existir. No, no es exactamente así: la cualidad de concreto de ese aire invisible, que realmente parece vidrio, con una solidez autosuficiente, es lo que termina por imponerse al mundo y hacerlo desaparecer. El aire-vidrio es el verdadero elemento de esta poesía, y la ciudad mental donde la sitúo es una ciudad de vidrio que se vuelve diáfana hasta desaparecer. Lo determinado del medio es lo que desemboca en la sensación de la nada (mientras que en Leopardi lo indeterminado es lo que alcanza el mismo efecto). O para ser más precisos, es una sensación de suspensión, desde el «Forse un mattino» [«Tal vez una mañana»], que no es indeterminación sino equilibrio atento, «andando in un’aria di vetro» [«caminando en un aire de vidrio»], casi caminando por el aire, en el aire, en el frágil vidrio del aire, en la luz fría de la mañana, hasta sentirnos suspendidos en el vacío.

La sensación de suspensión y al mismo tiempo de concreción continúa en el segundo verso por obra de la oscilante andadura rítmica, con ese compìrsi [«cumplirse»] que el lector está continuamente tentado de corregir por còmpiersi [«consumar»], pero comprendiendo después que todo el verso gravita justamente en torno a ese prosaico «compìrsi» que amortigua todo el énfasis de la constatación del «milagro». Es un verso que mi oído siempre ha preferido porque en la dicción (mental) se añade algo, parece que tuviera un pie de más y en cambio no es así, pero mi memoria suele tender a suprimir alguna sílaba. La zona del verso más débil mnemónicamente es el «rivolgendomi» [«volviéndome»] que a veces abrevio sustituyéndolo por «voltandomi» o «girandomi», desequilibrando así toda la sucesión de los acentos.

Entre las razones por las cuales un poema se impone a la memoria (primero pidiendo que uno se lo meta en la cabeza, y después haciendo que lo recordemos), las peculiaridades métricas desempeñan un papel decisivo. En Montale me ha atraído siempre el uso de la rima: las palabras llanas que riman con las esdrújulas, las rimas imperfectas, las rimas en posiciones insólitas como «I saliscendi bianco e nero dei (balestrucci dal palo)» [«el subir y bajar blanco y negro de los vencejos (desde el palo)»] que rima con «dove più non sei» [«donde ya no estás»]. La sorpresa de la rima no es sólo fonética: Montale es uno de los raros poetas que conocen el secreto de usar la rima para bajar el tono, no para levantarlo, con efectos inconfundibles en el significado. Aquí «il miracolo» [«el milagro»] que cierra el segundo verso es redimensionado por «ubriaco» [«borracho»] dos versos después, y toda la cuarteta queda como en equilibrio precario, con una vibración desolada.

El «milagro» es el tema montaliano primero y jamás desmentido de la «maglia rotta nella rete» [«la malla rota en la red»], «l’anello che non tiene» [«la anilla que no aguanta»], pero ésta es una de las pocas veces en que la verdad otra que el poeta presenta más allá de la compacta muralla del mundo empírico se revela en una experiencia definible. Podríamos decir que se trata ni más ni menos de la irrealidad del mundo, si esta definición no corriera el riesgo de diluir en lo genérico algo que nos es referido en términos precisos. La irrealidad del mundo es el fundamento de religiones, filosofías, literaturas sobre todo orientales, pero esta poesía se mueve en otro horizonte gnoseológico, de nitidez y transparencia, como «en un aire de vidrio» mental. Merleau-Ponty en la Fenomenología de la percepción tiene páginas muy bellas sobre casos en que la experiencia subjetiva del espacio se separa de la experiencia del mundo objetivo (en la oscuridad de la noche, en el sueño, bajo el influjo de la droga, en la esquizofrenia, etc.). Este poema podría figurar entre los ejemplos de Merleau-Ponty: el espacio se separa del mundo y se impone como tal, vacío y sin límites. El descubrimiento es saludado por el poeta con cortesía, como «milagro», como adquisición de verdad contrapuesta al «inganno consueto» [«engaño habitual»], pero padecida también como vértigo espantoso: «con un terrore di ubriaco» [«con un terror de borracho»]. Ni siquiera «el aire de vidrio» sostiene ya los pasos del hombre; el empuje equilibrado del «caminando», después del rápido volverse, se resuelve en balanceo sin otros puntos de referencia.

El «di gitto» [«de pronto»] que cierra el primer verso de la segunda cuarteta circunscribe la experiencia de la nada en los términos temporales de un instante. Reanuda el movimiento del andar dentro de un paisaje sólido pero ahora como fugitivo; comprendemos que el poeta no hace sino seguir una de las muchas líneas vectoriales a lo largo de las cuales se mueven los otros hombres presentes en ese espacio, «los hombres que no se vuelven»; y así este poema se cierra con un múltiple movimiento rectilíneo.

Queda la duda de que también esos otros hombres hayan desaparecido en el instante en que el mundo desapareció. Entre los objetos que vuelven a «accamparsi» [«reunirse»] están los árboles pero no los hombres (las oscilaciones de mi memoria llevan a conclusiones filosóficas diferentes), por lo tanto los hombres podrían haber quedado allí; la desaparición del mundo, así como permanece exterior al yo del poeta, podría también perdonar a cualquier otro sujeto de la experiencia y del juicio. El vacío fundamental está constelado de mónadas, poblado de muchos yoes puntiformes que si se volvieran descubrirían el engaño, pero que siguen apareciéndosenos como espaldas en movimiento, seguras de la solidez de sus trayectorias.

Podemos ver aquí la situación inversa, por ejemplo, la de «Vento e bandiere» [«Viento y banderas»], donde la labilidad está enteramente del lado de la presencia humana mientras que «Il mondo esiste…» [«El mundo existe…»] en el tiempo irrepetible. Aquí en cambio sólo la presencia humana persiste en el esfumarse del mundo y de sus razones, presencia como subjetividad desesperada por ser o bien víctima de un engaño o bien depositaría del secreto de la nada.

Mi lectura de «Forse un mattino» puede considerarse así terminada. Pero ha puesto en movimiento dentro de mí una serie de reflexiones sobre la percepción visual y la apropiación del espacio. Una poesía vive también por el poder de irradiar hipótesis, divagaciones, asociaciones de ideas a territorios lejanos, o mejor de evocar o enganchar ideas de variada procedencia, organizándolas en una red móvil de referencias y refracciones, como a través de un cristal.

El «vuoto» [«vacío»] e «il nulla» [«la nada»] están «alle mie spalle» [«a mis espaldas»], «dietro di me» [«detrás de mí»]. El punto fundamental del poema es éste. No es una sensación indeterminada de disolución: es la construcción de un modelo cognitivo que no es fácil de desmentir y que puede coexistir en nosotros con otros modelos más o menos empíricos. La hipótesis puede enunciarse en términos muy simples y rigurosos: dada la bipartición del espacio que nos circunda en un campo visual delante de nuestros ojos y un campo invisible a nuestras espaldas, el primero se define como pantalla de engaños y el segundo como un vacío que es la verdadera sustancia del mundo.

Sería legítimo esperar que el poeta, habiendo comprobado que detrás de él está el vacío, extienda este descubrimiento a otras direcciones; pero en el texto no hay nada que justifique esta generalización, mientras que el modelo del espacio dividido en dos nunca es desmentido por el texto, sino que es más bien afirmado por la redundancia del tercer verso: «la nada a mis espaldas, el vacío detrás / de mí». Durante mi frecuentación puramente mnemónica del poema, esta redundancia me dejaba a veces perplejo, y entonces intentaba una variante: «la nada delante de mí, el vacío detrás / de mí»; es decir, el poeta se vuelve, ve el vacío, gira otra vez sobre sí mismo y el vacío se ha extendido por todas partes. Pero reflexionando comprendí que algo de la plenitud poética se perdía si el descubrimiento del vacío no se localizaba en aquel «detrás».

La división del espacio en un campo anterior y un campo posterior no es sólo una de las más elementales operaciones humanas con las categorías. Es un dato de partida común a todos los animales, que comienza muy pronto en la escala biológica, a partir del momento en que existen seres vivientes que se desarrollan ya no según una simetría radiada, sino según un esquema bipolar, localizando en una extremidad del cuerpo los órganos de relación con el mundo exterior: una boca y ciertas terminaciones nerviosas, algunas de las cuales se convertirán en aparato visual. Desde ese momento el mundo se identifica con el campo anterior, del que es complementaria una zona de lo incognoscible, del no-mundo, de la nada, que está detrás del observador. Desplazándose y sumando los campos visuales sucesivos, el ser viviente logra construirse un mundo circular completo y coherente, pero siempre se trata de un modelo inductivo cuya verificación no será nunca satisfactoria.

El hombre ha sufrido siempre la falta de un ojo en la nuca, y su actitud cognitiva es forzosamente problemática porque no puede estar jamás seguro de lo que hay a sus espaldas, es decir, no puede verificar si el mundo continúa entre puntos extremos que consigue ver torciendo las pupilas hacia afuera, a derecha e izquierda. Si no está inmovilizado puede girar el cuello y toda su persona para confirmar que el mundo está también allí, pero esto será asimismo confirmar que lo que tiene delante es siempre su campo visual, el cual se extiende con una amplitud de X grados y no más, mientras que a sus espaldas hay siempre un arco complementario en el cual el mundo podría no existir en ese momento. En una palabra, giramos sobre nosotros mismos empujando delante de nuestros ojos el campo visual y nunca conseguimos ver cómo es el espacio al cual no llega nuestro campo visual.

El protagonista del poema de Montale logra, por una combinación de factores objetivos (aire de vidrio, árido) y subjetivos (receptividad de un milagro gnoseológico), volverse tan rápidamente que llega a echar una mirada, digamos, allí donde su campo visual no ha ocupado todavía el espacio: y ve la nada, el vacío.

La misma problemática, en positivo (o en negativo, en una palabra, con el signo cambiado), la encuentro en una leyenda de los leñadores de Wisconsin y de Minnesota que Borges cuenta en su Zoología fantástica. Hay un animal que se llama hide-behind y que está siempre detrás de ti, te sigue por todas partes en el bosque, cuando vas a buscar leña; te vuelves, pero por muy rápido que seas, el hide-behind es todavía más rápido y se ha desplazado detrás de ti; nunca sabrás cómo es pero está siempre ahí. Borges no cita sus fuentes y es posible que él haya inventado esta leyenda, pero eso no quitaría nada a su fuerza de hipótesis que yo calificaría de genética, categorial. Podríamos decir que el hombre de Montale es el que ha conseguido volverse y ver cómo es el hide-behind: y es más espantoso que cualquier animal, es la nada.

Continúo divagando sin freno. Se puede objetar que toda esta disquisición se sitúa antes de una revolución antropológica fundamental de nuestro siglo: la adopción del espejo retrovisor del automóvil. El hombre motorizado debería tener la garantía de la existencia del mundo que está detrás de él, por cuanto dispone de un ojo que mira hacia atrás. Hablo del espejo de los automóviles y no del espejo en general, porque en el espejo el mundo situado a nuestras espaldas es visto como contorno y complemento de nuestra persona. Lo que el espejo confirma es la presencia del sujeto que observa, del cual el mundo es un fondo accesorio. Lo que el espejo provoca es una operación de objetivación del yo, con el peligro amenazador, que el mito de Narciso siempre nos recuerda, del anegamiento del yo y la consiguiente pérdida del yo y del mundo.

En cambio el gran acontecimiento de nuestro siglo es el uso constante de un espejo situado de manera que excluye al yo de la visión del mundo. El hombre puede ser considerado una especie biológicamente nueva por obra del espejo retrovisor más aún que por el automóvil mismo, porque sus ojos miran una calle que se acorta delante de él y se alarga detrás, es decir puede abarcar con una sola mirada dos campos visuales contrapuestos sin el estorbo de la imagen de sí mismo, como si fuese sólo un ojo suspendido sobre la totalidad del mundo.

Pero bien mirado, la hipótesis de «Forse un mattino» no es perturbada por esta revolución de la técnica perceptiva. Si el «engaño habitual» es todo lo que tenemos delante, ese engaño se extiende a esa porción del campo anterior que, por estar enmarcada en el retrovisor, pretende representar el campo posterior. Aunque el yo de «Forse un mattino» estuviera conduciendo en un aire de vidrio y se volviese, en las mismas condiciones de receptividad, no vería más allá del vidrio posterior del coche el paisaje que va alejándose en el retrovisor, con las franjas blancas del asfalto, el tramo de calle apenas recorrido, los autos que ha creído dejar atrás, sino un vertiginoso vacío sin límites.

Por lo demás, en los espejos de Montale —como ha demostrado Silvio D’Arco Avalle para «Gli orechini» [«Los aretes»] y para «Vasca» [«Fuente»] y otros espejos de agua—, las imágenes no se reflejan sino que afloran —desde abajo—, salen al encuentro del observador.

En realidad la imagen que vemos no es algo que el ojo registra ni algo que tiene su sede en el ojo: es algo que sucede por entero en el cerebro, en estímulos transmitidos por el nervio óptico, pero que sólo adquiere una forma y un sentido en una zona del cerebro. Esa zona es la «pantalla» en la que se reúnen las imágenes y si, volviéndome, girando sobre mí mismo en mi interior, consigo ver más allá de aquella zona de mi cerebro, es decir, comprender el mundo tal como es cuando mi percepción no le atribuye color y forma de árboles-casas-cerros, me quedaré a tientas en una oscuridad sin dimensión ni objetos, atravesada por un polvillo de vibraciones frías e informes, sombras en un radar mal sintonizado.

La reconstrucción del mundo ocurre «como en una pantalla» y aquí la metáfora no puede sino remitir al cine. Nuestra tradición poética ha utilizado habitualmente la palabra «pantalla» en el sentido de «reparo-ocultamiento» o de «diafragma», y si nos atreviéramos a afirmar que ésta es la primera vez que un poeta italiano usa «pantalla» en el sentido de «superficie sobre la cual se proyectan imágenes», creo que el riesgo de error no sería muy grande. Esta poesía (fechable entre 1921 y 1925) pertenece claramente a la era del cine, en el que el mundo corre delante de nosotros como sombras de un filme, árboles-casas-cerros se extienden sobre una tela de fondo bidimensional, la rapidez de su aparición («de golpe») y la enumeración evocan una sucesión de imágenes en movimiento. No está dicho que sean imágenes proyectadas, su «acampar» (ponerse en campo, ocupar un campo, y así es convocado directamente el campo visual) podría no remitir a un origen o matriz de la imagen, ésta podría brotar directamente de la pantalla (como hemos visto que sucedía con el espejo), pero el espectador de cine tiene también la ilusión de que las imágenes vienen de la pantalla.

Tradicionalmente los poetas y los dramaturgos expresaban la ilusión del mundo con metáforas teatrales; nuestro siglo sustituye el mundo como teatro por el mundo como cinematógrafo, torbellino de imágenes sobre una tela blanca.

Dos velocidades distintas atraviesan el poema: la de la mente que intuye y la del mundo que transcurre. Entender es cuestión de ser veloces, de volverse de pronto para sorprender al hide-behind, es una vertiginosa voltereta sobre uno mismo y en ese vértigo está el conocimiento. El mundo empírico en cambio es la habitual sucesión de imágenes en la pantalla, engaño óptico como el cine, donde la velocidad de los fotogramas te convence de la continuidad y de la permanencia.

Hay un tercer ritmo que triunfa sobre los dos y es el de la meditación, la marcha absorta y suspendida en el aire de la mañana, el silencio en el que se custodia el secreto arrebatado en el fulmíneo movimiento de la intuición. Una analogía sustancial une ese «andare zitto» [«ir callado»] a la nada, al vacío que sabemos es origen y fin de todo, y al «aria di vetro, / arida» [«aire de vidrio, /árido»] que es su apariencia exterior menos engañosa. Aparentemente esa marcha no se diferencia de la marcha de los «hombres que no se vuelven», que tal vez también han entendido, cada uno a su manera, y entre los cuales termina por confundirse el poeta. Y este tercer ritmo, que retoma con paso más grave las notas leves del comienzo, es el que pone su sello al poema.

[1976]