El cielo, el hombre, el elefante
Por el placer de la lectura, en la Historia natural de Plinio el Viejo aconsejaría atender sobre todo a tres libros: los dos que contienen los elementos de su filosofía, es decir, el II (sobre cosmografía) y el VII (sobre el hombre) y, como ejemplo de sus recorridos entre erudición y fantasía, el VIII (sobre animales terrestres). Naturalmente se pueden descubrir páginas extraordinarias en cualquier parte: en los libros de geografía (III-VI), de zoología acuática, entomología y anatomía comparada (IX-XI), de botánica, agronomía y farmacología (XII-XXXII), o sobre los metales, las piedras preciosas y las bellas artes (XXXIII-XXXVII).
El uso que siempre se ha hecho de Plinio, creo, es el de consulta, ya para saber qué sabían o creían saber los antiguos sobre una cuestión determinada, ya para escudriñar curiosidades y rarezas. (Bajo este último aspecto no se puede descuidar el libro I, es decir el sumario de la obra, cuyas sugestiones vienen de aproximaciones imprevistas: «Peces que tienen un guijarro en la cabeza; Peces que se esconden en invierno; Peces que sienten la influencia de los astros; Precios extraordinarios pagados por ciertos peces», o bien «Sobre la rosa: 12 variedades, 32 medicamentos; 3 variedades de lirios, 21 medicamentos; Planta que nace de una lágrima propia; 3 variedades de narcisos; 16 medicamentos; Planta cuya semilla se tiñe para que nazcan flores de colores; El azafrán: 20 medicamentos; Dónde da las mejores flores; Qué flores eran conocidas en tiempos de la guerra de Troya; Vestiduras que rivalizaban con las flores», y aún: «Naturaleza de los metales; Sobre el oro; Sobre la cantidad de oro que poseían los antiguos; Sobre el orden ecuestre y el derecho a llevar anillos de oro; ¿Cuántas veces cambió de nombre el orden ecuestre?»). Pero Plinio es también un autor que merece una lectura continuada, siguiendo el calmo movimiento de su prosa, animada por la admiración de todo lo que existe y por el respeto hacia la infinita diversidad de los fenómenos.
Podemos distinguir un Plinio poeta y filósofo, con su sentimiento del universo, su pathos del conocimiento y del misterio, y un Plinio coleccionista neurótico de datos, compilador obsesivo que sólo parece preocuparse de no desperdiciar ni una anotación de su mastodóntico fichero. (En la utilización de las fuentes escritas era omnívoro y ecléctico, pero no acrítico: estaba el dato que tomaba por bueno, el que registraba con beneficio de inventario y el que refutaba como patraña evidente, sólo que el método de su evaluación parece sumamente oscilante e imprevisible). Pero una vez admitida la existencia de estos dos aspectos, hay que reconocer sin más que Plinio es siempre uno, así como uno es el mundo que quiere describir en la variedad de sus formas. Para lograr su intento, no teme agotar el interminable número de formas existentes, multiplicado por el interminable número de noticias existentes sobre todas estas formas, porque formas y noticias tienen para él el mismo derecho a formar parte de la historia natural y a ser interrogadas por quien busca en ellas esa señal de una razón superior que él está convencido de que encierran. El mundo es el cielo eterno e increado, cuya bóveda esférica y rotatoria cubre todas las cosas terrenas (II, 2), pero el mundo difícilmente puede distinguirse de Dios, que para Plinio y para la cultura estoica a la que Plinio pertenece es un Dios único, no identificable con ninguna de sus partes o aspectos, ni con la multitud de personajes del Olimpo (aunque quizá sí con el Sol, ánima o mente o espíritu del cielo, II, 13). Sin embargo, al mismo tiempo, el cielo está hecho de estrellas eternas como él (las estrellas entretejen el cielo y al mismo tiempo están insertas en el tejido celeste: «aeterna caelestibus est natura intexentibus mundum intextuque concretis», II, 30), pero es también el aire (encima y debajo de la Luna) que parece vacío y difunde aquí abajo el espíritu vital y engendra nubes, granizo, truenos, rayos, tempestades (II, 102).
Cuando hablamos de Plinio no sabemos nunca hasta qué punto podemos atribuirle las ideas que expresa; su escrúpulo reside en meter lo menos posible de su cosecha, y atenerse a lo que transmiten las fuentes; y esto con arreglo a una idea impersonal del saber, que excluye la originalidad individual. Para tratar de comprender cuál es realmente su sentido de la naturaleza, qué lugar ocupa en él la arcana majestad de los principios y cuál la materialidad de los elementos, debemos atenernos a lo que es sin duda suyo, es decir a la sustancia expresiva de su prosa. Véanse por ejemplo las páginas sobre la Luna, donde el acento de conmovida gratitud hacia ese «astro novísimo, el más familiar para cuantos viven sobre la Tierra, remedio de las tinieblas» («novissimum sidus, terris familiarissimum et in tenebrarum remedium» […], II, 41) y hacia todo lo que él nos enseña con el movimiento de sus fases y de sus eclipses, se une a la funcionalidad ágil de las frases para describir ese mecanismo con cristalina nitidez. En las páginas astronómicas del libro II es donde Plinio demuestra que puede ser algo más que un compilador de gusto imaginativo como suele considerársele, y se revela como un escritor que posee lo que será el talento principal de la gran prosa científica: el de exponer con nítida evidencia el razonamiento más complejo extrayendo de él un sentimiento de armonía y de belleza.
Esto sin inclinarse jamás hacia la especulación abstracta. Plinio se atiene siempre a los hechos (a lo que él considera hechos o que alguien ha considerado tales): no acepta la infinitud de los mundos porque la naturaleza de este mundo es ya bastante difícil de conocer y la infinitud no simplificaría el problema (II, 4); no cree en el sonido de las esferas celestes, ni como fragor más allá de lo que se puede oír, ni como armonía indecible, porque «para nosotros, que estamos en su interior, el mundo se desliza día y noche en silencio» (II, 6).
Después de haber despojado a Dios de las características antropomorfas que la mitología atribuye a los inmortales del Olimpo, Plinio, en buena lógica, tiene que acercar a Dios a los hombres a causa de los límites impuestos por la necesidad a sus poderes (más aún, en un caso Dios es menos libre que los hombres, porque no podría darse muerte aunque lo quisiera): Dios no puede resucitar a los muertos, ni hacer que el que vive no haya vivido; no tiene ningún poder sobre el pasado, sobre la irreversibilidad del tiempo (II, 27). Como el Dios de Kant, no puede ponerse en conflicto con la autonomía de la razón (no puede evitar que diez más diez sean veinte), pero definirlo en estos términos nos alejaría del inmanentismo pánico de su identificación con la fuerza de la naturaleza («per quae declaratur haut dubie naturae potentia idque esse quod deum vocemus», II, 27).
El tono lírico o lírico-filosófico que domina en los primeros capítulos del libro II corresponde a una visión de armonía universal que no tarda en resquebrajarse; una parte considerable del libro está dedicada a los prodigios celestes. La ciencia de Plinio oscila entre la tentativa de reconocer un orden en la naturaleza y el registro de lo extraordinario y lo único, y el segundo aspecto termina siempre por ganar la partida. La naturaleza es eterna, sagrada y armoniosa, pero deja un amplio margen a la aparición de fenómenos prodigiosos inexplicables. ¿Qué conclusión general hemos de extraer? ¿Que se trata de un orden monstruoso, hecho enteramente de excepciones a la regla? ¿O de reglas tan complejas que escapan a nuestro entendimiento? En ambos casos, debe existir sin embargo una explicación, aunque sea por el momento desconocida: «Cosas todas de explicación incierta y oculta en la majestad de la naturaleza» (II, 101), y un poco más adelante: «Adeo causa non deest» (II, 115), no son causas las que faltan, siempre se puede encontrar una. El racionalismo de Plinio exalta la lógica de la causa y de los efectos, pero al mismo tiempo la minimiza: no porque encuentres la explicación de los hechos, éstos dejan de ser maravillosos.
La máxima que acabo de citar termina un capítulo sobre el origen misterioso de los vientos: pliegues montañosos; concavidades de valles que devuelven las ráfagas como los sonidos del eco; una gruta en Dalmacia donde basta arrojar algo, por ligero que sea, para desencadenar una tempestad marina; una roca en Cirenaica que basta tocar con una mano para levantar un torbellino de arena. Plinio da muchísimos catálogos de hechos extraños, no vinculados entre sí: de los efectos del rayo en el hombre, con sus llagas frías (de entre las plantas, el rayo sólo perdona al laurel, de entre los pájaros al águila, II, 146), de lluvias extraordinarias (de leche, de sangre, de hierro o de esponjas de hierro, de lana, de ladrillos cocidos, II, 147).
Y sin embargo Plinio limpia el terreno de muchas patrañas, como los presagios de los cometas (por ejemplo, refuta la creencia de que la aparición de un cometa entre las partes pudendas de una constelación —¡qué es lo que no veían en el cielo los hombres de la Antigüedad!— anuncia una época de relajamiento de las costumbres: «obscenis autem moribus in verendis partibus signorum», II, 93), pero todo prodigio se le presenta como un problema de la naturaleza, en cuanto es la otra cara de la norma. Plinio se defiende de las supersticiones, aunque no siempre sabe reconocerlas, y esto es particularmente verdadero en el libro VII, donde habla de la naturaleza humana: aun sobre hechos fácilmente observables transmite las creencias más abstrusas. Es típico el capítulo sobre la menstruación (VII, 63-66), pero hay que señalar que las noticias de Plinio siguen siempre la tendencia de los tabúes religiosos más antiguos acerca de la sangre menstrual. Hay una red de analogías y de valores tradicionales que no se opone a la racionalidad de Plinio, como si ésta también asentara sus cimientos en el mismo terreno. Así se inclina a veces a construir explicaciones analógicas de tipo poético o psicológico: «Los cadáveres de los hombres flotan boca arriba, los de las mujeres boca abajo, como si la naturaleza quisiera respetar el pudor de las mujeres muertas» (VII, 77).
Plinio transmite rara vez hechos testimoniados por su propia experiencia directa: «he visto de noche, durante los turnos de los centinelas, delante de las trincheras, brillar luces en forma de estrella en las lanzas de los soldados» (II, 101); «durante su principado, Claudio hizo venir de Egipto a un centauro, que vimos conservado en miel» (VII, 35); «yo mismo vi en África a un ciudadano de Tisdro, transformado de mujer en hombre el día de su boda» (VII, 36).
Pero para un investigador como él, protomártir de la ciencia experimental, que había de morir asfixiado por las exhalaciones del Vesubio en erupción, las observaciones directas ocupan un lugar mínimo en su obra, y cuentan ni más ni menos que las noticias leídas en los libros, tanto más autorizadas cuanto más antiguas. A lo sumo se precave declarando: «No obstante, sobre la mayoría de estos hechos no empeñaría mi palabra, sino que prefiero atenerme a las fuentes a las que remito en todos los casos dudosos, sin cansarme nunca de seguir a los griegos, que son los más exactos en la observación, así como los más antiguos» (VII, 8).
Después de este preámbulo, Plinio se siente autorizado a lanzarse a su famosa reseña de las características «prodigiosas e increíbles» de ciertos pueblos de ultramar, que tanta fortuna conocerá en la Edad Media y aún después, y que transformará la geografía en una feria de fenómenos vivientes. (Los ecos se prolongarán aún en los relatos de los viajes verdaderos, como los de Marco Polo). Que en las landas desconocidas en las fronteras de la Tierra vivan seres en el límite de lo humano no ha de maravillar: los arimaspis, con un solo ojo en medio de la frente, que disputan las minas de oro a los grifos; los habitantes de los bosques de Abarimón, que corren a toda velocidad con los pies al revés; los andróginos de Nasamona, que alternan uno u otro sexo cuando se acoplan; los tibíos, que tienen en un ojo dos pupilas y en el otro la figura de un caballo. Pero el gran Barnum presenta sus números más espectaculares en la India, donde se puede ver una población montañesa de cazadores con cabeza de perro; y otra de saltadores con una sola pierna, que para descansar a la sombra se tienden alzando el único pie como un quitasol; y los astomios sin boca, que viven oliendo perfumes. En el medio, noticias que ahora sabemos verdaderas, como la descripción de los faquires indios (llamados filósofos gimnosofistas) o que siguen alimentando las crónicas misteriosas que leemos en nuestros periódicos (donde se habla de pies inmensos, podría tratarse del Yeti del Himalaya), o leyendas cuya tradición se prolongará durante siglos, como la de los poderes taumatúrgicos del rey (el rey Pirro, que curaba las enfermedades del bazo con la imposición del pulgar del pie).
De todo esto surge una idea dramática de la naturaleza humana como algo precario, inseguro: la forma y el destino del hombre penden de un hilo. Dedica varias páginas a lo imprevisible del parto, citando los casos excepcionales y las dificultades y los peligros. También ésta es una zona de límites: el que existe podría no existir o ser diferente, y todo lo que ha sido decidido está ahí.
«En las mujeres embarazadas todo, por ejemplo la manera de caminar, influye en el parto: si toman alimentos demasiado salados echan al mundo un niño sin uñas; si no saben contener la respiración, tienen más dificultades para parir; hasta un bostezo, durante el parto, puede ser mortal, así como un estornudo durante el coito puede provocar el aborto. Compasión y vergüenza asaltan a quien considera cuán precario es el origen del más soberbio de los seres vivientes: muchas veces basta el olor de una lámpara apenas apagada para abortar. ¡Y decir que de un comienzo tan frágil puede nacer un tirano o un verdugo! ¡Tú que confías en tu fuerza física, que estrechas entre tus brazos los dones de la fortuna y te consideras no pupilo sino hijo de ella, piensa qué poco hubiera bastado para destruirte!» (VII, 42-44).
Se comprende que Plinio haya gozado de favor en la Edad Media cristiana: «Para pesar la vida en una justa balanza, hay que acordarse siempre de la fragilidad humana».
El género humano es una zona de lo viviente que se define circunscribiendo sus fronteras: por eso Plinio señala siempre los extremos límites que el hombre alcanza en todos los campos, y el libro VII no resulta demasiado diferente de lo que es hoy el Guinness Book of Records. Sobre todo campeones cuantitativos: de fuerza para sostener pesos, de velocidad en la carrera, de agudeza del oído, así como de memoria y también de extensión de los territorios conquistados; pero también campeones puramente morales, de virtud, de generosidad, de bondad. No faltan los récords más curiosos: Antonia, mujer de Druso, que no escupía nunca; el poeta Pomponio que nunca eructaba (VII, 80); o el precio más alto pagado por un esclavo (el gramático Dafni costó 700.000 sestercios, VII, 128).
Hay un solo aspecto de la vida humana en que a Plinio no le interesa señalar campeones o intentar mediciones y comparaciones: la felicidad. No se puede decir quién es feliz y quién es infeliz, porque depende de criterios subjetivos y opinables. («Felicitas cui praecipua fuerit homini, non est humani iudicii, cum prosperitatem ipsam alius alio modo et suopte ingenio quisque determinet», VII, 130). Si se quiere mirar a la cara la verdad sin ilusiones, no hay hombre que pueda llamarse feliz: y aquí la casuística de Plinio enumera ejemplos de destinos ilustres (extraídos sobre todo de la historia romana), para demostrar cómo los hombres más favorecidos por la fortuna tuvieron que soportar la infelicidad y la desventura.
En la historia natural del hombre es imposible hacer entrar esa variable que es el destino: éste es el sentido de las páginas que Plinio dedica a las vicisitudes de la fortuna, a lo imprevisible de la duración de la vida de cada uno, a la vanidad de la astrología, a las enfermedades, a la muerte. Podemos decir que la separación entre las dos formas del saber que la astrología mantenía unidas —la objetividad de los fenómenos calculables y previsibles y el sentimiento de la existencia individual de futuro incierto—, esa separación que sirve de presupuesto a la ciencia moderna, ya se presenta en estas páginas, pero como una cuestión aún no definitivamente decidida, con respecto a la cual habría que reunir una documentación exhaustiva. Al presentar estos ejemplos, Plinio parece vacilar un poco: cada hecho sucedido, cada biografía, cada anécdota pueden servir para probar que la vida, si se la considera desde el punto de vista de quien la vive, no soporta cuantificaciones ni calificaciones, no admite ser medida o comparada con otras vidas. Su valor es interno, reside en ella misma, tanto más cuanto que las esperanzas y los temores de un más allá son ilusorios: Plinio comparte la opinión de que después de la muerte empieza una no existencia equivalente a la que precede al nacimiento y simétrica respecto a ella.
Por eso la atención de Plinio se proyecta en las cosas del mundo, cuerpos celestes y territorios del globo, animales y plantas y piedras. El alma, a la que se niega toda supervivencia, si se repliega en sí misma, sólo puede gozar de estar viva en el presente. «Etenim si dulce vivere est, cui potest esse vicisse? At quanto facilius certiusque sibi quemque credere, specimen securitas antegenitali sumere experimento!» (VII, 190). «Modelar la propia tranquilidad sobre la experiencia de antes del nacimiento», es decir proyectarse en la propia ausencia, única realidad segura antes de que viniéramos al mundo y después de que hayamos muerto. De ahí la felicidad de reconocer la infinita variedad de lo otro con respecto a nosotros, que la Historia natural despliega ante nuestros ojos.
Si el hombre es definido por sus límites, ¿no tendría que serlo también por las cumbres que es capaz de alcanzar? Plinio se siente obligado a incluir en el libro VII la glorificación de las virtudes del hombre, la celebración de sus triunfos: se vuelve hacia la historia romana como catálogo de todas las virtudes e intenta hallar una conclusión pomposa condescendiendo a la alabanza imperial que le permitiría señalar la cumbre de la perfección humana en la figura del César Augusto. Pero yo diría que éstos no son los rasgos que caracterizan su tratamiento: la actitud titubeante, limitativa y amarga es la que mejor se aviene a su temperamento.
Podríamos reconocer las interrogaciones que acompañaron la constitución de la antropología como ciencia. ¿Debe una antropología tratar de salir de una perspectiva «humanista» para alcanzar la objetividad de una ciencia de la naturaleza? Los hombres del libro VII, ¿cuentan más en la medida en que son «otros», diferentes de nosotros, tal vez ya no o todavía no humanos? Pero ¿es posible que el hombre salga de la propia subjetividad hasta el punto de tomarse a sí mismo como objeto de ciencia? La moral de la que Plinio se hace eco invita a la cautela y a la circunspección: no hay ciencia que pueda iluminarnos sobre la felicitas, sobre la fortuna, sobre la economía del bien y del mal, sobre los valores de la existencia; cada individuo muere y se lleva consigo su secreto.
Con esta nota desconsolada podría Plinio concluir su tratado, pero prefiere añadir una lista de descubrimientos e invenciones, tanto legendarios como históricos. Anticipándose a aquellos antropólogos modernos que sostienen que hay una continuidad entre la evolución biológica y la tecnológica, desde los utensilios paleolíticos hasta la electrotécnica, Plinio admite implícitamente que las aportaciones del hombre a la naturaleza pasan a formar parte también de la naturaleza humana. De aquí a establecer que la verdadera naturaleza del hombre es la cultura no hay más que un paso. Pero Plinio, que no conoce las generalizaciones, busca lo específicamente humano en invenciones y usanzas que puedan ser consideradas universales. Son tres, según Plinio (o según sus fuentes) los hechos culturales acerca de los cuales reina un acuerdo tácito entre los pueblos («gentium consensus tacitus», VII, 210): la adopción del alfabeto (griego y latino); el rasuramiento del rostro masculino ejecutado por el barbero; y el señalamiento de las horas del día en el reloj solar.
La tríada no podría ser más extraña, por la aproximación incongruente de los tres términos: alfabeto, barbero, reloj, ni más discutible. De hecho, no es cierto que todos los pueblos tengan sistemas de escritura afines, ni es cierto que todos se afeiten la barba, y en cuanto a las horas del día, el mismo Plinio se extiende en una breve historia de los diversos sistemas de subdivisión del tiempo. Pero no queremos subrayar aquí la perspectiva «eurocéntrica» que no es privativa de Plinio ni de su tiempo, sino la dirección en que se mueve: el intento de fijar los elementos que se repiten constantemente en las culturas más diferentes para definir lo que es específicamente humano se convertirá en un principio de método de la etnología moderna. Y establecido este punto del «gentium consensus tacitus», Plinio puede cerrar su tratado sobre el género humano y pasar «ad reliquia animalia», a los otros seres animales.
El libro VIII, que pasa revista a los animales terrestres, se inicia con el elefante, al que se dedica el capítulo más largo. ¿Por qué esta prioridad del elefante? Porque es el más grande de los animales, seguramente (y el tratado de Plinio avanza según un orden de importancia que coincide a menudo con el orden de la magnitud física); pero también y sobre todo porque, espiritualmente, ¡es el animal «más próximo al hombre»! «Maximus est elephas proximumque humanis sensibus», así se inicia el libro VIII. En realidad el elefante —se explica poco después— reconoce el lenguaje de la patria, obedece a las órdenes, memoriza lo aprendido, conoce la pasión amorosa y la ambición de la gloria, practica virtudes «raras aun entre los hombres» como la probidad, la prudencia, la equidad, y tributa una veneración religiosa a las estrellas, al sol y a la luna. Ni una palabra (fuera del superlativo maximum) dedica Plinio a la descripción de este animal (representado por lo demás con fidelidad en los mosaicos romanos de la época); sólo transmite las curiosidades legendarias que ha encontrado en los libros: habla de los ritos y costumbres de la sociedad elefantina como si fueran los de una población de cultura diferente de la nuestra pero digna sin embargo de respeto y comprensión.
En la Historia natural el hombre, perdido en medio del mundo multiforme, prisionero de su propia imperfección, tiene por una parte el alivio de saber que también Dios es limitado en sus poderes («Imperfectae vero in homine naturae praecipua solacia, ne deum quidem posse omnia», II, 27) y por otra tiene como próximo inmediato al elefante, que puede servirle de modelo en el plano espiritual. Apretado entre estas dos grandezas imponentes y benignas, el hombre aparece ciertamente empequeñecido, pero no aplastado.
De los elefantes, la revista de los animales terrestres pasa —como en una visita infantil al zoo— a los leones, las panteras, los tigres, los camellos, los rinocerontes, los cocodrilos. Siguiendo un orden decreciente de dimensiones, vienen las hienas, los camaleones, los erizos, los animales de madriguera, y también los caracoles y las luciérnagas; los animales domésticos se amontonan al final del libro.
La fuente principal es la Historia animalium de Aristóteles, pero Plinio recupera de autores más crédulos o más fantasiosos las leyendas que el Estagirita descartaba o transmitía sólo para refutarlas. Es lo que ocurre tanto con las noticias sobre los animales más conocidos como con la mención y descripción de animales fantásticos, cuyo catálogo se mezcla con el de los primeros: así, al hablar de los elefantes, una digresión nos informa sobre los dragones, sus enemigos naturales; y a propósito de los lobos, Plinio registra (aunque sea burlándose de la credulidad de los griegos) las leyendas de los licántropos. De esta zoología forman parte la anfisbena, el basilisco, el catoblepas, los crocotes, los corocotes, los leucotroctos, los leontofontes, las mantícoras, que saliendo de estas páginas irán a poblar los bestiarios medievales.
La historia natural del hombre se prolonga en la de los animales durante todo el libro VIII, y esto no sólo porque las nociones transmitidas se refieren en gran medida a la cría de los animales domésticos y a la caza de los salvajes, así como a la utilidad práctica que el hombre saca de unos y de otros, sino porque es también un viaje por la fantasía humana en el que Plinio nos guía. El animal, sea verdadero o fantástico, ocupa un lugar privilegiado en la dimensión de lo imaginario: apenas nombrado se inviste de un poder fantasmal; se convierte en alegoría, símbolo, emblema.
Por eso recomiendo al lector errabundo que se detenga no sólo en los libros más «filosóficos», II y VII, sino también en el VIII, como el más representativo de una idea de la naturaleza que se expresa difusamente a lo largo de los 37 libros de la obra: la naturaleza como aquello que es exterior al hombre pero que no se distingue de lo que es más intrínseco a su mente, el alfabeto de los sueños, el código secreto de la imaginación, sin el cual no se dan ni razón ni pensamiento.
[1982]