El conocimiento pulviscular en Stendhal
Durante el periodo milanés es cuando Henri Beyle, hasta ese momento hombre de mundo más o menos brillante, dilettante de incierta vocación y polígrafo de incierto éxito, elabora algo que no podemos llamar su filosofía porque se propone ir justamente en dirección opuesta a la de la filosofía —que no podemos llamar su poética de novelista porque él la define justamente en polémica con las novelas, tal vez sin saber que poco después llegará a ser, él mismo, novelista—, en una palabra algo que no nos queda sino llamar su método de conocimiento.
Este método stendhaliano, fundado en la vivencia individual en su irrepetible singularidad, se contrapone a la filosofía que tiende a la generalización, a la universalidad, a la abstracción, al diseño geométrico; pero también se contrapone al mundo de la novela visto como un mundo de energías corpóreas y unívocas, de líneas continuas, de flechas vectoriales orientadas hacia un fin, en la medida en que quiere ser conocimiento de una realidad que se manifiesta bajo la forma de pequeños acontecimientos localizados e instantáneos. Estoy tratando de definir esa atención cognitiva stendhaliana como independiente de su objeto; en realidad lo que Beyle quiere conocer es un objeto psicológico, la naturaleza de las pasiones, más aún, de la pasión por excelencia: el amor. Y Del amor es el tratado que el todavía anónimo autor escribe en Milán para sacar provecho de la experiencia de su amor milanés más largo y desdichado: el que sintió por Matilde Dembowski. Pero nosotros podemos tratar de extraer de Del amor lo que hoy en la filosofía de la ciencia se llama un «paradigma», y ver si vale no sólo para la psicología amorosa sino también para todos los aspectos de la visión stendhaliana del mundo.
En uno de los prefacios a Del amor leemos:
L’amour est comme ce qu’on appelle au ciel la voie lactée, un amas brillant formé par des milliers de petites étoiles, dont chacune est souvent une nébuleuse. Les livres ont noté quatre ou cinq cents des petits sentiments successifs et si difficiles à reconnaître qui composent cette passion, et les plus grossiers, et encore en se trompant et prenant l’accesoire pour le principal. (De l’amour, Premier essai de préface, Ed. de Cluny, 1938, pág. 26).
[«El amor es como lo que se llama en el cielo la Vía Láctea, un montón brillante formado por miles de pequeñas estrellas, cada una de las cuales es con frecuencia una nebulosa. Los libros han señalado cuatrocientos o quinientos pequeños sentimientos sucesivos, muy difíciles de reconocer, que componen esta pasión, y los más groseros, y aún así equivocándose y tomando lo accesorio por lo principal»].
El texto prosigue polemizando en torno a las novelas del siglo XVIII, entre ellas La nueva Eloísa y Manon Lescaut, así como en la página precedente había refutado la pretensión de los filósofos de describir el amor como una figura geométrica, por complicada que fuese.
Digamos pues que la realidad, el conocimiento de la cual Stendhal quiere fundar, es puntiforme, discontinua, inestable, un polvillo de fenómenos no homogéneos, aislados unos de otros, subdivisible a su vez en fenómenos todavía más menudos.
En el comienzo del tratado se diría que el autor aborda su tema con el espíritu clasificatorio y catalogador que en los mismos años llevaba a Charles Fourier a redactar sus minuciosos cuadros sinópticos de las pasiones con vistas a sus armónicas satisfacciones combinatorias. Pero el espíritu de Stendhal es totalmente opuesto a un orden sistemático y escapa de él continuamente aun en éste que quisiera ser su libro más ordenado; su rigor es de otro tipo; su discurso se organiza en torno a una idea fundamental: lo que él llama la cristalización, y desde allí se propaga explorando el campo de significados que se extiende bajo la nomenclatura amorosa, así como las áreas semánticas limítrofes del bonheur y de la beauté.
Incluso el bonheur, cuanto más se intenta abarcarlo en una definición consistente, más se disuelve en una galaxia de instantes separados uno de otro, igual que el amor. Porque (como se dice ya en el capítulo II) «[…] l’âme se rassassie de tout ce qui est uniforme, même du bonheur parfait» [«el alma se sacia de todo lo que es uniforme, aun de la felicidad perfecta»], y en una nota se precisa: «Ce qui veut dire que la même nuance d’existence ne donne qu’un instant de bonheur parfait; mais la manière d’être d’un homme passionné change dix fois par jour». (De l’amour, cap. II, ed. cit., pág. 44). [«Lo que quiere decir que el mismo matiz de existencia no da sino un instante de felicidad perfecta; pero la manera de ser de un hombre apasionado cambia diez veces por día»].
Sin embargo ese bonheur pulviscular es una entidad cuantificable, numerable según precisas unidades de medida. De hecho leemos en el capítulo XVII:
Albéric rencontre dans une loge une femme plus belle que sa maîtresse: je supplie qu’on me permette une évaluation mathématique, c’est à dire dont les traits promettent trois unités de bonheur au lieu de deux (je suppose que la beauté parfaite donne une quantité de bonheur exprimée par le nombre quatre). Est-il étonnant qu’il leur préfère les traits de sa maîtresse, qui lui promettent cent unités de bonheur? (De l’amour, cap. XVII, ed. cit., pág. 71).
[«Alberico encuentra en un palco a una mujer más bella que su amante: le suplico que me permita hacer una evaluación matemática, es decir una mujer cuyos rasgos prometan tres unidades de felicidad en lugar de dos (supongo que la belleza perfecta da una cantidad de felicidad expresada por el número cuatro). ¿Es sorprendente que él prefiera los rasgos de su amante, que le prometen cien unidades de felicidad?»].
Vemos en seguida que la matemática de Stendhal se vuelve inmediatamente muy complicada: la cantidad de felicidad es por una parte una magnitud objetiva, proporcional a la cantidad de belleza; por la otra, es una magnitud subjetiva, en su proyección en la escala hipermétrica de la pasión amorosa. No por nada este capítulo XVII, uno de los más importantes de nuestro tratado, se titula La belleza destronada por el amor.
Pero incluso por la beauté pasa la línea invisible que divide todo signo, y podemos distinguir en ella un aspecto objetivo —por lo demás, difícil de definir— de cantidad de belleza absoluta y el aspecto subjetivo de lo que es bello para nosotros, compuesto de «toda nueva belleza que se descubre en aquel a quien se ama». La primera definición de belleza que da el tratado, en el capítulo XI, es «una nueva aptitud para daros placer» («Une fois la cristallisation commencée, l’on jouit avec délices de chaque nouvelle beauté que l’on découvre dans ce qu’on aime. Mais qu’est-ce que la beauté? C’est une nouvelle aptitude à vous donner du plaisir». De l’amour, cap. XI, ed. cit., pág. 61). Sigue una página sobre la relatividad de lo que es belleza, ejemplificada por dos personajes ficticios del libro: para Del Rosso el ideal de belleza es una mujer que en cada instante sugiere el placer físico; para Lisio Visconti debe incitar al amor-pasión.
Si pensamos que tanto Del Rosso como Lisio son personificaciones de dos disponibilidades psicológicas del autor, las cosas se complican aún más, porque el proceso de desmenuzamiento invade también al sujeto. Pero aquí entramos en el tema de la multiplicación del yo stendhaliano a través de los seudónimos. También el yo puede convertirse en una galaxia de yoes; «la máscara debe ser una sucesión de máscaras y la seudonimia una “polinimia” sistemática», dice Jean Starobinski en su importante ensayo sobre Stendhal seudónimo.
Pero no nos internemos por ahora en este territorio y consideremos al sujeto enamorado como alma singular e indivisible. Tanto más cuanto que justamente en ese punto hay una nota que precisa la definición de la belleza en tanto belleza mía, es decir belleza para mí: «Ma beauté, promesse d’un caractère utile à mon âme, est au-dessus de l’atraction des sens». (De l’amour, nota 2, cap. XI, ed. cit., pág. 61) [«promesa de un carácter útil para mi alma […] por encima de la atracción de los sentidos»]. Aparece aquí el término «promesa» que en una nota al capítulo XVII caracteriza la definición que llegará a ser más famosa: la beauté est la promesse du bonheur.
Sobre esta frase, sus antecedentes y presupuestos y sus ecos hasta Baudelaire, hay un ensayo muy rico de Giansiro Ferrata (G. Ferrata, «Il valore e la forma», Questo e Altro, VIII, junio de 1964, págs. 11-23) que ilumina el punto central de la teoría de la cristalización, es decir la transformación de un detalle negativo del ser amado en polo de atracción. Recordaré que la metáfora de la cristalización viene de las minas de Salzburgo, donde se arrojan ramas sin hojas para retirarlas unos meses después cubiertas de cristales de sal gema que relucen como diamantes. La rama tal como era sigue siendo visible, pero cada nudo, cada tallo, cada espina sirve de soporte a una belleza transfigurada; así la mente amorosa fija cada detalle del ser amado en una transfiguración sublime. Y aquí Stendhal se detiene en un ejemplo muy singular que parece tener para él un gran valor, tanto en un plano teórico general como en el plano de la experiencia vivida: la marque de petite vérole en el rostro de la mujer amada.
Même les petits défauts de sa figure, une marque de petite vérole, par exemple, donnent de l’attendrissement à l’homme qui aime, et le jettent dans une rêverie profonde, lorsqu’il les aperçoit chez une autre femme […]. C’est qu’il a éprouvé mille sentiments en présence de cette marque de petite vérole, que ces sentiments sont pour la plupart délicieux, sont tous du plus haut intérêt, et que, quels qu’ils soient, ils se renouvellent avec une incroyable vivacité, à la vue de ce signe, même aperçu sur la figure d’un autre femme. (De l’amour, cap. XVII, ed. cit, pág. 71).
[«Aun los pequeños defectos de su rostro, una marca de viruela, por ejemplo, enternecen al hombre que ama, y lo sumen en un ensueño profundo cuando los ve en otra mujer […]. Es que en presencia de esa marca de viruela ha experimentado mil sentimientos, que esos sentimientos son en su mayoría deliciosos, todos del mayor interés, y que, cualesquiera que sean, se renuevan con una increíble vivacidad, a la vista de ese signo, aunque aparezca en la cara de otra mujer»].
Se diría que todos los discursos de Stendhal sobre la belleza giran en torno a la marque de petite vérole, casi como si sólo a través de ese atisbo de fealdad absoluta que es una cicatriz pudiera llegar a la contemplación de la belleza absoluta. Así también se diría que toda su casuística de las pasiones gira en torno a la situación más negativa, la del «fiasco» de la potencia viril, casi como si todo el tratado Del amor gravitara en torno al capítulo «Del fiasco» y que el libro no hubiese sido escrito sino para llegar a ese famoso capítulo que el autor no se atrevió a publicar y que sólo vio la luz póstumamente.
Stendhal entra en materia citando el ensayo de Montaigne sobre el mismo tema, pero mientras que para Montaigne éste es un ejemplo dentro de una meditación general sobre los efectos físicos de la imaginación, e inversamente, sobre la indocile liberté de las partes del cuerpo que no obedecen a la voluntad —un discurso que anticipa a Groddeck y las modernas problemáticas del cuerpo—, para Stendhal, que procede siempre por subdivisión y no por generalización, se trata de desenredar un nudo de procesos psicológicos, amor propio y sublimación, imaginación y pérdida de la espontaneidad. El momento más deseado por él, eterno enamorado, la primera intimidad con una nueva conquista, puede convertirse en el momento más angustioso; pero justamente, en la conciencia de ese atisbo de negatividad absoluta, de ese torbellino de oscuridad y de nada, se puede fundar el conocimiento.
Y partiendo de aquí podríamos imaginar un diálogo entre Stendhal y Leopardi, un diálogo leopardiano en el que Leopardi exhortase a Stendhal a sacar de las experiencias vividas las conclusiones más amargas sobre la naturaleza. No faltaría el pretexto histórico, dado que los dos se encontraron realmente, en Florencia, en 1832. Pero podemos imaginar también las reacciones de Stendhal, sobre la base por ejemplo de las páginas de Rome, Naples et Florence referentes a las conversaciones intelectuales milanesas de quince años antes (1815), en las que expresa el desapego escéptico del hombre de mundo y concluye que en sociedad siempre consigue caer antipático a los filósofos, cosa que no le ocurre con las damas hermosas. De modo que Stendhal se habría sustraído rápidamente al diálogo leopardiano para seguir el camino de quien no quiere perder nada ni de los placeres ni de los dolores porque la variedad inagotable de situaciones que de ello derivan basta para dar interés a la vida.
Por eso, si queremos leer Del amor como un «discurso del método», nos es difícil encuadrar este método entre los que se practicaban en su época. Pero tal vez podamos hacerlo entrar en ese «paradigma indiciario» que un joven historiador italiano (C. Ginzburg, Spie Radici di un paradigma indiziario, en Crisi della ragione, al cuidado de A. Gargani, Turín, Einaudi, 1979, págs. 59-106) ha tratado de identificar recientemente en las ciencias humanas de las dos últimas décadas del siglo pasado. Se puede trazar una larga historia de este saber indiciario, basado en la semiótica, en la atención a las trazas, a los síntomas, a las coincidencias involuntarias, que privilegia el detalle marginal, las desviaciones, eso que habitualmente la conciencia se niega a recoger. No estaría fuera de lugar situar en este cuadro a Stendhal, su conocimiento puntiforme que conecta lo sublime con lo ínfimo, el amour-passion con la marque de petite vérole, sin excluir que el rastro más oscuro puede ser el signo del destino más luminoso.
A este programa de método enunciado por el anónimo autor del tratado Del amor, ¿podemos decir que se mantendrá fiel incluso el Stendhal de las novelas y el Henry Brulard de los escritos autobiográficos? Con respecto a Henry Brulard se puede responder sin duda que sí, en cuanto su propósito se define justamente en oposición al del novelista. La novela (por lo menos en su imagen más evidente y difundida) relata historias de desarrollo bien delineado, en las que unos personajes bien caracterizados siguen las propias pasiones dominantes con coherente determinación, mientras que el Stendhal autobiográfico trata de captar la esencia de la propia vida, de la propia singularidad individual en la acumulación de hechos inesenciales, sin dirección y sin forma. Llevar a cabo una exploración tal de una vida termina por resultar justo lo contrario de lo que se entiende por narrar.
«¿Tendré el coraje de escribir estas confesiones de manera inteligible?» leemos al principio de la Vida de Henry Brulard. «Il faut narrer, et j’écris des considérations sur des événements bien pétits qui précisement à cause de leur taille microscopique ont bésoin d’être contés très distinctement. Quelle patience il vous faudra, ô mon lecteur!» (Vie d’Henry Brulard, Oeuvres intimes, Pléiade, 1955, págs. 52-53). [«Es preciso narrar, y yo escribo consideraciones sobre acontecimientos mínimos que justamente por sus dimensiones microscópicas deben ser contadas con toda precisión. ¡Qué paciencia necesitarás, oh lector!»].
Es la memoria misma la que es fragmentaria por naturaleza, y en la Vida de Henry Brulard se la compara con un fresco desconchado.
C’est toujours comme les fresques du Campo Santo de Pisa où l’on aperçoit fort bien un bras, et le morceau d’à côté qui représentait la tête est tombé. Je vois une suite d’images fort nettes mais sans physionomie autre que celle qu’elles eurent à mon égard. Bien plus, je ne vois cette physionomie que par le souvenir de l’effect qu’elle produisit sur moi. (Vie d’Henry Brulard, ed. cit., pág. 191).
[«Es siempre como en los frescos del Campo Santo de Pisa, en los que se distingue muy bien un brazo, y al lado el fragmento que representaba la cabeza ha caído. Veo una serie de imágenes sumamente netas pero sin otra fisionomía que la que tuvieron con respecto a mí. Más aún, sólo veo esta fisionomía a través del recuerdo del efecto que produjo en mí»].
Por lo cual «no hay originalidad ni verdad sino en los detalles».
«Todo el camino de la existencia», escribe Giovanni Macchia en un ensayo dedicado justamente a esta obsesión por el detalle en Stendhal tra romanzo e autobiografia, «está envuelto en una zarabanda de pequeños hechos que parecen superfluos y que señalan y revelan el ritmo de la existencia, como los triviales secretos de una de nuestras jornadas a los que no prestamos atención y que incluso tratamos de destruir. […] De ese mirarlo todo a nivel de hombre, de esa negativa a escoger, a adulterar, nacían las notaciones psicológicas más fulminantes, sus iluminaciones sociales.» (G. Macchia, Il mito di Parigi, Turín, Einaudi, 1965, págs. 94-95).
Pero la fragmentariedad no es sólo del pasado; también en el presente lo que es entrevisto e involuntario puede causar una impresión más fuerte, como la puerta entreabierta a través de la cual en una página del Diario espía a una joven que se desviste, esperando entrever ya un muslo, ya un pecho. «Una mujer que tendida en mi cama no me haría ningún efecto, vista por sorpresa me produce sensaciones encantadoras; entonces es natural, no me ocupo de mi papel y me abandono a la sensación». (Journal, cap. VII, pág. 811, Œuvres intimes, cit., págs. 1104-1105).
Y, a menudo, a partir del momento más oscuro e inconfesable y no del momento de plena realización de uno mismo es cuando se desarrolla el proceso cognitivo. Y aquí tendríamos que sacar a colación el título escogido por Roland Barthes para su discurso: On échoue toujours à parler de ce qu’on aime. El Diario termina en el momento de mayor felicidad: la llegada a Milán en 1811; Henry Brulard empieza por constatar su propia felicidad en el Gianicolo, en vísperas de sus cincuenta años; y de pronto siente la necesidad de contar la tristeza de su infancia en Grenoble.
Ha llegado el momento de preguntarme si este tipo de conocimiento vale también para las novelas, de preguntarme, pues, cómo lo conciliamos con la imagen canónica de Stendhal: la del novelista de la energía vital, de la voluntad de afirmación de sí mismo, de la fría decisión en la persecución del fuego de las pasiones. Otra manera de formular la misma pregunta: el Stendhal que me fascinó en mi juventud, ¿existe todavía o era una ilusión? A esta última pregunta puedo responder de inmediato: sí, existe, está ahí idéntico, Julien sigue contemplando desde su roca el gavilán en el cielo, identificándose con su fuerza y su aislamiento. Advierto sin embargo que ahora esta concentración energética me interesa menos y me urge más descubrir lo que hay debajo, todo el resto que no puedo llamar la parte sumergida del iceberg porque no está en modo alguno escondida sino que sostiene y mantiene unido todo lo demás.
El héroe stendhaliano se distingue sin duda por lo lineal de su carácter, por una continuidad de la voluntad, por una compacidad del yo en el vivir los propios conflictos internos que parece llevarnos a las antípodas mismas de una noción de realidad existencial que he tratado de definir como puntiforme, discontinua, pulviscular. Julien está absolutamente determinado por su conflicto entre timidez y voluntad que le impone como por un imperativo categórico estrechar la mano de Madame de Rênal en la oscuridad del jardín, en esas extraordinarias páginas de combate interior en el que la realidad de la atracción amorosa termina por triunfar sobre la presunta dureza de uno y la presunta inconsciencia de la otra. Fabrizio es tan felizmente alérgico a toda forma de angustia que, aun prisio nero en la torre, la depresión carcelaria nunca lo roza, y la prisión se transforma para él en un medio de comunicación amorosa increíblemente articulada, se convierte casi en la condición misma de la realización de su amor. Lucien es tan prisionero de su amor propio que superar la mortificación de una caída del caballo o el malentendido de una frase imprudente a Madame de Chasteller o la gaucherie de haber llevado a los labios su mano determina toda su conducta futura. Cierto es que el camino de los héroes stendhalianos nunca es lineal: dado que el teatro de sus acciones está tan lejos de los campos de las batallas napoleónicas de sus sueños, para expresar sus energías potenciales deben asumir la máscara más opuesta a su imagen interior: Julien y Fabrizio visten el hábito talar y emprenden una carrera eclesiástica no sé hasta qué punto creíble desde el punto de vista de la verosimilitud histórica; Lucien se limita a adquirir un misal, pero su máscara es doble, de oficial orleanista y de nostálgico de los Borbones.
Esta corpórea conciencia de sí en el vivir las propias pasiones es aún más resuelta en los personajes femeninos, Madame de Rênal, Gina Sanseverina, Madame de Chasteller, mujeres siempre superiores o en edad o en estado social a sus jóvenes amantes, y de mente más lúcida, decidida y experta que la de ellos, capaces de sostenerlos en sus vacilaciones antes de convertirse en sus víctimas. Tal vez proyecciones de una imagen materna que el escritor casi no conoció y que en Henry Brulard fijó en la instantánea de la joven resuelta que con un salto de cervatilla pasa por encima del lecho del niño; tal vez proyección de un arquetipo cuyas huellas iba buscando en las antiguas crónicas, como la joven madrastra de quien se había enamorado un príncipe Farnese recordado como el primer huésped de la prisión en la torre, fijando casi emblemáticamente el núcleo mítico del vínculo entre la Sanseverina y Fabrizio.
A este entrecruzamiento de voluntades de los personajes femeninos y masculinos se añade la voluntad del autor, su plan de la obra: pero toda voluntad es autónoma y sólo puede proponer ocasiones que las otras voluntades pueden aceptar o rechazar. Dice un apunte al margen del manuscrito de Lucien Leuwen: «Le meilleur chien de chasse ne peut que passer le gibier à portée du fusil du chasseur. Si celui-ci ne tire pas, le chien n’y peut mais. Le romancier est comme le chien de son héros». (Romans et nouvelles, I, Pléiade, 1952, pág. 1037, nota 2). [«Lo único de que es capaz el mejor perro de caza es de hacer pasar la presa a tiro de fusil del cazador. Si éste no dispara, el perro no puede hacer nada. El novelista es como el perro de su héroe»].
Entre estas pistas seguidas por el perro y los cazadores, en la novela stendhaliana más madura vemos corporizarse una representación del amor que es realmente como una Vía Láctea atestada de sentimientos, sensaciones y situaciones que se continúan, se superponen y se borran, según el programa anunciado en Del amor. Es lo que ocurre sobre todo durante el baile en el que por primera vez Lucien y Madame de Chasteller pueden hablarse y conocerse, un baile que empieza en el capítulo XV y termina en el capítulo XIX, en una sucesión de incidentes mínimos, frases de conversaciones corrientes, gradaciones de timidez, altanería, vacilación, enamoramiento, sospecha, vergüenza, desdén por parte tanto del joven oficial como de la dama.
Sorprende en estas páginas la profusión de detalles psicológicos, la variedad de alternativas de la emoción, de intermitencias del corazón —y la evocación de Proust, que es como el punto de llegada insuperable de este camino, no hace sino poner de relieve todo lo que aquí se ha realizado con una extremada economía de medios descriptivos, con unos procedimientos lineales gracias a los cuales la atención está siempre concentrada en el nudo de relaciones esenciales del relato—.
La mirada sobre la sociedad aristocrática de la provincia legitimista durante la Monarquía de julio es la mirada fría del zoólogo, atento a la especificidad morfológica de una fauna minúscula, como se dice justamente en esas páginas con una frase atribuida a Lucien: «Je devrais les étudier comme on étudie l’histoire naturelle. Madame Cuvier nous disait, au Jardin des Plantes, qu’étudier avec méthode, en notant avec soin les différences et les ressemblances, était un moyen sûr de se guérir du dégoût qu’inspirent les vers, les insectes, les crabes hideux de la mer». (Lucien Leuwen, cap. XII, Romans et nouvelles, I, Pléiade, 1952, pág. 891). [«Tendría que estudiarlas como se estudia la historia natural. Nos decía Madame Cuvier en el Jardin des Plantes, que estudiar con método los gusanos, los insectos, los cangrejos marinos más feos, anotando con cuidado las diferencias y las semejanzas, era un medio seguro de curarse del disgusto que inspiran»].
En las novelas de Stendhal los ambientes —o por lo menos ciertos ambientes: las recepciones, los salones— sirven no como atmósfera sino como localización de posiciones: los lugares son definidos por los movimientos de los personajes, de sus posiciones en el momento en que se producen ciertas emociones y ciertos conflictos, y, recíprocamente, cada conflicto es definido por el hecho de producirse en ese lugar determinado y en ese determinado momento. De la misma manera el Stendhal autobiográfico tiene la curiosa necesidad de fijar los lugares no describiéndolos, sino garrapateando mapas rudimentarios, donde además de elementos sumarios del décor se marcan los puntos donde se encontraban los diversos personajes, con lo cual las páginas de la Vida de Henry Brulard se presentan historiadas como un atlas. ¿A qué corresponde esta obsesión topográfica? ¿A la prisa que hace aplazar las descripciones para desarrollarlas en un segundo tiempo sobre la base de los apuntes memorísticos? No sólo eso, creo. Dado que lo que le importa es la singularidad de cada suceso, el mapa sirve para fijar el punto del espacio donde se verifica el hecho, así como el relato sirve para fijarlo en el tiempo.
En las novelas las descripciones de ambientes son más de exteriores que de interiores, los paisajes alpinos del Franco Condado en El rojo y el negro, los de Brianza contemplados desde el campanario del padre Blanès en La cartuja; pero la palma del paisaje stendhaliano yo la atribuiría al de Nancy, despojado e impoético, tal como aparece en el capítulo IV de Leuwen, en toda su sordidez utilitaria de comienzos de la era industrial. Es un paisaje que anuncia un drama en la conciencia del protagonista, encerrado entre el prosaísmo burgués y las aspiraciones a una aristocracia, espectro ya de sí misma; es la negatividad objetiva a punto de cristalizar en gemas de belleza para el joven lancero si se la inviste del rapto existencial y amoroso. El poder poético de la mirada de Stendhal no viene sólo del entusiasmo y la euforia: viene también de una repulsión fría hacia un mundo sin atractivo alguno que él se siente obligado a aceptar como la única realidad posible: el suburbio de Nancy donde Lucien ha sido enviado a reprimir una de las primeras agitaciones obreras, el desfile de los soldados a caballo por las calles miserables en la mañana lívida.
Stendhal expresa las vibraciones capilares de estas transformaciones sociales a través del comportamiento de los individuos. ¿Por qué Italia ocupa un puesto único en su corazón? Le oímos repetir continuamente que París es el reino de la vanidad, en contraposición a Italia, país de las pasiones sinceras y desinteresadas. Pero no debemos olvidar que en su geografía interior hay también otro polo, Inglaterra, una civilización con la cual siempre le tienta identificarse.
En Recuerdos del egotismo hay un pasaje en el que entre Inglaterra e Italia escoge decididamente a Italia, y justamente por lo que hoy llamaríamos su subdesarrollo, mientras que el modo de vida inglés que obliga a los obreros a trabajar dieciocho horas diarias le parece «ridículo».
Le pauvre Italien tout déguenillé est bien plus près du bonheur. Il a le temps de faire l’amour, il se livre quatre-vingts o cents jours par an à une religion d’autant plus amusante qu’elle lui fait un peu peur […]. Le travail exorbitant et accablant de l’ouvrier anglais nous venge de Waterloo et des quatre coalitions. (Souvenirs d’égotisme, Oeuvres intimes, cit., pág. 1478).
[«El pobre italiano harapiento está mucho más cerca de la felicidad. Tiene tiempo de hacer el amor, se entrega ochenta o cien días al año a una religión tanto más divertida cuanto que le da un poco de miedo […]. El trabajo exorbitante y abrumador del obrero inglés nos venga de Waterloo»].
La idea de Stendhal es un cierto ritmo de vida en el que haya lugar para muchas cosas, sobre todo para la pérdida de tiempo. Su punto de partida es el rechazo de la sordidez provinciana, el rencor hacia su padre y hacia Grenoble. Busca la gran ciudad y Milán es para él una gran ciudad donde sobreviven tanto los encantos discretos del Ancien Régime como los fervores de su juventud napoleónica, aunque muchos aspectos de esa Italia gazmoña y miserable no podían gustarle.
También Londres es una ciudad ideal, pero allí los aspectos que satisfacen sus gustos de esnob son pagados con la dureza del industrialismo avanzado. En esa geografía interior, París es el punto equidistante entre Londres y Milán: reinan en ella los sacerdotes y al mismo tiempo la ley del lucro; de ahí el constante impulso centrífugo de Stendhal. (La suya es una geografía de la evasión, y debería incluir también a Alemania, dado que allí encontró el nombre para firmar sus novelas y por lo tanto una identidad más comprometida que muchas de sus otras máscaras; pero yo diría que para él Alemania es solamente la nostalgia de la epopeya napoleónica, un recuerdo que tiende a desvanecerse).
Recuerdos del egotismo, fragmento de autobiografía de un periodo parisiense suspendido entre Milán y Londres, es pues el texto que concentra en sí el mapa del mundo stendhaliano. Podemos definirlo como la más bella novela fracasada de Stendhal: fracasada tal vez porque su autor no tenía un modelo literario que lo convenciera de que aquello podía llegar a ser una novela; pero también porque sólo de esa forma fracasada se podía realizar un relato de fracasos y de actos fracasados. En Recuerdos del egotismo el tema dominante es la ausencia de Milán, abandonada después del famoso amor desdichado. En un París visto como lugar de la ausencia, cada episodio se resuelve en un fiasco: fiascos fisiológicos en los amores mercenarios, fiascos del espíritu en las relaciones de sociedad y en el intercambio intelectual (por ejemplo en la frecuentación del filósofo que él más admira, Destutt de Tracy). Después, el viaje a Londres, en el que la crónica de las frustraciones culmina con el extraordinario relato de un duelo fracasado, la búsqueda de un arrogante capitán inglés que a Stendhal no se le había ocurrido desafiar en el momento justo y a quien sigue persiguiendo en vano por las tabernas del puerto.
Un solo oasis de alegría inesperada en este relato de frustraciones: en un suburbio de los más miserables de Londres, la casa de tres prostitutas que en vez de la trampa siniestra que era de temer resulta ser un ambiente minúsculo y gracioso como una casa de muñecas; y las muchachas son unas pobres chicas que acogen a los tres ruidosos turistas franceses con gracia, dignidad y discreción. ¡Por fin una imagen de bonheur, un bonheur pobre y frágil, tan alejado de las aspiraciones de nuestro egotista!
¿Hemos de concluir, pues, que el verdadero Stendhal es un Stendhal en negativo, que debe buscarse sólo en las decepciones, en los descalabros, en las pérdidas? No es así: el valor que Stendhal quiere afirmar es siempre el de la tensión existencial que surge cuando se mide la propia especificidad (los propios límites) con la especificidad y los límites del ambiente. Justamente porque la existencia está dominada por la entropía, por la disolución en instantes y en impulsos como corpúsculos sin nexo ni forma, quiere que el individuo se realice según un principio de conservación de la energía, o mejor de reproducción continua de cargas energéticas. Imperativo tanto más riguroso cuanto más cerca está Stendhal de comprender que de todos modos la entropía triunfará al fin, y que del universo con todas sus galaxias no quedará más que un remolino de átomos en el vacío.
[1980]