Robert Louis Stevenson,
El pabellón en las dunas

El pabellón en las dunas (The pavilion on the links) es ante todo la historia de una misantropía: una misantropía juvenil, hecha de presunción y de selvatiquez, misantropía que en un joven quiere decir sobre todo misoginia y que impulsa al protagonista a cabalgar solo por los brezales de Escocia, durmiendo bajo una tienda de campaña y alimentándose de porridge. Pero la soledad de un misántropo no abre muchas posibilidades narrativas: el relato nace del hecho de que los jóvenes misántropos o misóginos son dos, que se esconden ambos, uno espiando al otro, en un paisaje que evoca por sí mismo la soledad y la selvatiquez.

Podemos decir entonces que El pabellón en las dunas es la historia de la relación entre dos hombres que se asemejan, casi dos hermanos, vinculados por una común misantropía y misoginia, y de cómo su amistad se transforma, por razones que permanecen misteriosas, en enemistad y lucha. Pero en las tradiciones novelescas la rivalidad entre dos hombres presupone una mujer. Y una mujer que abra una brecha en el corazón de dos misóginos debe ser objeto de un amor exclusivo e incondicional, capaz de llevar a los dos a rivalizar en caballerosidad y altruismo. Será pues una mujer amenazada por un peligro, por enemigos frente a los cuales los dos ex amigos convertidos en rivales terminan siendo solidarios y aliados incluso en su rivalidad amorosa.

Diremos entonces que El pabellón en las dunas es un gran juego del escondite jugado por adultos: los dos amigos se esconden y se espían entre sí, y en su juego la baza es la mujer; y se esconden y se espían los dos amigos y la mujer por un lado y los misteriosos enemigos por el otro, en un juego en el que la baza es la vida de un cuarto personaje que no tiene otro papel que el de esconderse en un paisaje que parece hecho a propósito para esconderse y espiarse.

Así pues El pabellón en las dunas es una historia resultante de un paisaje. De las dunas desoladas de la costa escocesa no puede nacer sino una historia de gentes que se esconden y se espían. Pero para dar evidencia a un paisaje no hay mejor sistema que introducir en él un elemento extraño e incongruente. Y Stevenson, para amenazar a sus personajes, hace aparecer entre los brezales y las arenas movedizas de Escocia nada menos que la tenebrosa sociedad secreta italiana de los carbonarios, con sus negros sombreros en forma de terrón de azúcar.

Mediante aproximaciones y alternativas he tratado de individualizar no tanto el núcleo secreto de este relato —que, como suele suceder, tiene más de uno—, como el mecanismo que asegura su poder sobre el lector, su fascinación, que no desaparece a pesar de la aproximativa yuxtaposición de diversos relatos que Stevenson emprende y deja caer. De éstos el más fuerte es sin duda el primero, el relato psicológico de la relación entre dos amigos-enemigos, tal vez primer esbozo de la historia de los hermanos-enemigos en El señor de Ballantrae, y que empieza apenas a precisarse en una contraposición ideológica: Northmour, byroniano librepensador, y Cassilis, campeón de las virtudes victorianas. El segundo es el relato sentimental, y el más débil, con la carga de dos personajes convencionales: la muchacha modelo de todas las virtudes y el padre en quiebra fraudulenta permanente, de una avaricia sórdida.

Finalmente triunfa el tercer motivo, el de lo novelesco puro, con el tema que desde el siglo XIX hasta hoy no ha perdido efecto: el de la inasible conjuración que extiende sus tentáculos por todas partes. Triunfa por diversos motivos: porque la mano del Stevenson que representa con pocos trazos la presencia amenazadora de los carbonarios —desde el dedo que chirría en el vidrio mojado, hasta el sombrero negro que caracolea en las arenas movedizas— es la misma que (aproximadamente en los mismos años) representaba el aproximarse de los piratas a la posada Admiral Benbow en La isla del tesoro. Y además porque el hecho de que los carbonarios, a pesar de ser hostiles y temibles, gozan de la simpatía del autor, según la tradición romántica inglesa, y tienen evidentemente razón contra el banquero odiado por todos, introduce en la compleja partida que se está jugando un contraste interno más, y más convincente y eficaz que los otros dos: los dos amigos-rivales, aliados para defender a Huddlestone por compromiso de honor, están por conciencia de parte de los enemigos carbonarios. Y por último porque estamos más que nunca poseídos por el espíritu del juego infantil, entre asedios, salidas, asaltos de bandas rivales.

El gran recurso de los niños es saber extraer todas las sugestiones y emociones del terreno de que disponen para sus juegos. Stevenson ha conservado ese don: comienza con la sugestión de ese pabellón refinado que surge en la naturaleza agreste (de «estilo italiano»: ¿no es quizás ya un anuncio de la próxima intrusión de un elemento exótico y de extrañamiento?), después la entrada clandestina en la casa vacía, el descubrimiento de la mesa puesta, el fuego encendido, las camas preparadas, sin que aparezca alma viviente… un motivo de cuento infantil transferido a la novela de aventuras.

Stevenson publicó El pabellón en las dunas en la Cornhill Magazine, en los números de septiembre y octubre de 1880; dos años después, en 1882, lo incluyó en el volumen Las nuevas noches árabes. Entre las dos ediciones hay una diferencia visible: en la primera el relato figura como una carta testamento en la que un viejo progenitor, sintiendo acercarse la muerte, confía a sus hijos un secreto de familia: la forma en que conoció a la madre, ya muerta; durante todo el texto el narrador se dirige a los lectores con el vocativo «mis queridos hijos», llama a la heroína «vuestra madre», «la madre de mis hijos», y llama «vuestro abuelo» al siniestro personaje que fuera el padre de ella. La segunda versión, la del volumen, entra en lo vivo de la narración con la primera frase: «De joven yo era un gran solitario»; se alude a la heroína como «mi mujer» o bien por su nombre: Clara, y al viejo como «su padre» o Huddlestone. Debería ser uno de esos cambios que implican un estilo completamente diferente, más aún, una naturaleza diferente del relato; en cambio las correcciones son mínimas: la supresión del preámbulo, de las admoniciones a los hijos, de las expresiones más conmovidas con referencia a la madre; todo el resto permanece igual. (Otros cortes y correcciones se refieren al viejo Huddlestone, cuya infamia, en la primera versión, en vez de atenuarse por pietas familiar, como era de esperar, se acentuaba. Tal vez porque para las convenciones teatrales y novelescas era muy natural que una heroína angelical tuviera un padre de sórdida avaricia, mientras que el verdadero problema era el de hacer aceptar el fin atroz de un pariente sin el consuelo de cristiana sepultura, lo cual se justificaba moralmente si ese pariente era un perfecto sinvergüenza).

Según el responsable de una reciente edición de la Everyman’s Library, M. R. Ridley, El pabellón en las dunas debe considerarse un relato fracasado, los personajes no suscitan ningún interés en el lector: sólo la primera versión, en que el relato nace del corazón de un secreto familiar, consigue comunicar calor y tensión. Por eso, contrariamente a la regla según la cual se considera definitiva la última edición corregida por el autor, M. R. Ridley restablece el texto en la versión de la revista Cornhill. No nos ha parecido que debíamos seguirlo. En primer lugar no coincido con su juicio de valor: considero este relato como uno de los mejores de Stevenson y justamente en la versión de Las nuevas noches árabes. En segundo lugar, yo no estaría tan seguro del orden de sucesión de estas versiones: pienso más bien en estratos diferentes que corresponden a las inseguridades del joven Stevenson. El comienzo que el autor elegirá como definitivo es tan directo y tal su ímpetu que imagino más fácilmente a Stevenson atacando la escritura en ese tono seco y objetivo, como conviene a un relato de aventuras. Más adelante ve que las relaciones entre Cassilis y Northmour son de una complejidad que requiere un análisis psicológico más profundo que el que piensa abordar, y ve por otra parte que la historia de amor con Clara le sale fría y convencional; entonces da marcha atrás y vuelve a empezar la historia envolviéndola en una cortina humosa de afectos familiares; publica esta versión en la revista; después, insatisfecho de estas superposiciones afectadas, decide quitarlas, pero ha comprendido que el mejor sistema para mantener a distancia el personaje femenino es darlo por conocido y envolverlo en un respeto reverencial; por eso adopta la fórmula «mi esposa» en lugar de «vuestra madre» (salvo en un punto en que se olvida de corregir y hace un pequeño embrollo). Éstas son conjeturas mías que sólo una investigación sobre los manuscritos permitiría confirmar o desmentir: de la comparación de las dos versiones impresas el único dato seguro que surge es la inseguridad del autor. Inseguridad en cierto modo connatural al juego del escondite con uno mismo de este relato de una infancia que uno quisiera prolongar aun sabiendo que ha terminado.

[1973]