La ciudad-novela en Balzac
Convertir en novela una ciudad: representar los barrios y las calles como personajes dotados cada uno de un carácter en oposición a los otros; evocar figuras humanas y situaciones como una vegetación espontánea que brota del empedrado de esta calle o de la otra, como elementos en contraste tan dramático con aquéllas que se produzcan cataclismos en cadena; hacer de modo que en cada momento cambiante la verdadera protagonista sea la ciudad viviente, su continuidad biológica, el monstruo-París: ésta es la empresa a la que se siente llamado Balzac en el momento en que empieza a escribir Ferragus.
Y decir que había partido con una idea completamente distinta in mente: el hábil dominio ejercido por personajes misteriosos a través de la red invisible de las sociedades secretas; más aún, los núcleos de inspiración que le importaban y que quería fundir en un único ciclo novelesco eran dos: el de las sociedades secretas y el de la omnipotencia oculta de un individuo al margen de la sociedad. Los mitos que darán forma a la narrativa tanto popular como culta durante más de un siglo pasan todos por Balzac. El Superhombre que se venga de la sociedad que lo ha excluido, transformándose en un demiurgo inasible, recorrerá bajo las apariencias proteiformes de Vautrin los tomos de La comedia humana y se reencarnará en todos los Montecristos, los «fantasmas de la Ópera» y tal vez los «padrinos» que los novelistas de éxito pondrán en circulación. La conspiración tenebrosa que extiende sus tentáculos por todas partes obsesionará —un poco en broma, un poco en serio— a los más refinados novelistas ingleses entre fines y comienzos de siglo y resurgirá en nuestro tiempo en la producción en serie de brutales aventuras de espionaje.
Con Ferragus estamos todavía en plena ola romántica byroniana. En un número de marzo de 1833 de la Revue de Paris (publicación semanal a la que Balzac debía presentar por contrato 40 páginas mensuales, entre continuas protestas del editor por los retrasos en la entrega de los manuscritos y las excesivas correcciones en las galeradas), sale el prefacio de la Histoire des Treize [Historia de los trece] en la que el autor promete revelar los secretos de los trece atrevidos delincuentes ligados por un pacto secreto de ayuda mutua que los hacía invencibles, y anuncia un primer episodio: Ferragus, chef des Dévorants. (La palabra dévorants, o devoirants, designaba tradicionalmente a los miembros de una asociación profesional, «Compañeros del Deber», pero sin duda Balzac juega con la falsa etimología de dévorer, mucho más sugestiva, y quiere que entendamos «devoradores»).
El prefacio está fechado en 1831, pero sólo en febrero de 1833 Balzac se pone a trabajar en el proyecto y no consigue entregar a tiempo el primer capítulo para la semana que sigue a la publicación del prefacio, de modo que dos semanas después la Revue de Paris publicará los dos primeros capítulos juntos; el tercer capítulo retrasará la salida de la entrega siguiente; y el cuarto y la conclusión aparecerán en un fascículo suplementario en el mes de abril.
Pero la novela tal como se publica es muy diferente de la que anunciaba el prefacio; el viejo proyecto ya no interesa al autor; el que le importa es otro, que le hace sudar sobre sus manuscritos en lugar de lanzar páginas al ritmo exigido por la producción, y que lo impulsa a constelar de correcciones y añadidos las galeradas, mandando al demonio la composición de los tipógrafos. La trama que sigue es sin embargo de las que cortan la respiración con sus misterios y golpes de teatro de lo más inesperados, y el tenebroso personaje de ariostesco nombre de batalla, Ferragus, desempeña en ella una parte central, pero las aventuras a las que debe su secreta autoridad así como su pública infamia se dan por sobrentendidas, y Balzac sólo nos hace presenciar su decadencia. Y en cuanto a los «Trece», o mejor a los otros doce socios, casi parecería que el autor los ha olvidado, y los presenta sólo vistos desde lejos, como comparsas decorativas, en una fastuosa misa fúnebre.
Lo que en ese momento apasionaba a Balzac era el poema topográfico de París, según la intuición que él fue el primero en tener de la ciudad como lenguaje, como ideología, como condicionamiento de todo pensamiento, palabra y gesto, donde las calles «impriment par leur physionomie certaines idées contre lesquelles nous sommes sans défense», la ciudad monstruosa como un gigantesco crustáceo, cuyos habitantes no son sino las articulaciones motoras. Hacía años ya que Balzac iba publicando en los periódicos bocetos de la vida ciudadana, medallones de personajes típicos: ahora se propone una organización de este material, una especie de enciclopedia parisiense en la que se ubican el pequeño tratado sobre la manera de seguir a las mujeres por la calle, la escena de género (digna de Daumier) de los transeúntes sorprendidos por la lluvia, la clasificación de los vagabundos, la sátira de la fiebre de la construcción que ha acometido a la capital, la caracterización de la grisette, el registro del habla de las diversas categorías sociales (cuando los diálogos de Balzac pierden el énfasis declamatorio habitual, saben seguir los preciosismos y los neologismos de la moda y hasta la entonación de las voces; escuchemos a una vendedora decir que las plumas de marabú dan al tocado femenino «quelque chose de vague, d’ossianique et de très comme il faut»). A la tipología de los exteriores corresponde la de los interiores, lujosos o miserables (con efectos pictóricos estudiados, como el vaso de giroflées en el tugurio de la viuda Gruget). La descripción del cementerio del Père-Lachaise y los meandros de la burocracia funeraria coronan el diseño, de manera que la novela, que se había iniciado con la visión de París como organismo viviente, se cierra sobre el horizonte del París de los muertos.
La Histoire des Treize se ha transformado en el atlas del continente París. Y cuando, concluido Ferragus, Balzac (su obstinación no le permitía dejar un proyecto por la mitad) escribe, para otros editores (con la Revue de Paris ya se había peleado), otros dos episodios para completar el tríptico, se trata de dos novelas muy diferentes de la primera y diferentes entre sí, pero que tienen en común, más que el hecho de que sus protagonistas resulten miembros de la misteriosa asociación (detalle, a fin de cuentas, accesorio para los fines de la intriga), la presencia de amplias digresiones que añaden otras voces a su enciclopedia parisiense: La Duchesse de Langeais (novela pasional nacida bajo el impulso de un desahogo autobiográfico) ofrece en su segundo capítulo un estudio sociológico sobre la aristocracia del Faubourg Saint-Germain; La fille aux yeux d’or (que es mucho más: uno de los textos centrales de una línea de la cultura francesa que se desarrolla sin interrupción desde Sade hasta hoy, digamos hasta Bataille y Klossovski) se inicia con una especie de museo antropológico de los parisienses divididos en clases sociales.
Si en Ferragus la riqueza de estas digresiones es mayor que en las otras novelas del tríptico, no está dicho que sólo en ellas Balzac empeña su elaborada fuerza de escritura: también en la aventura psicológica intimista de las relaciones entre los esposos Desmarets el autor se compromete a fondo. A nosotros este drama de una pareja demasiado perfecta nos interesa menos, dados nuestros hábitos de lectura que a cierta altura de lo sublime no nos dejan ver más que nubes deslumbrantes y nos impiden distinguir movimientos y contrastes, y sin embargo el proceso por el cual la insoslayable sombra de la sospecha que no logra incidir exteriormente en la fidelidad amorosa, pero la corroe desde dentro, está expresado de un modo nada trivial. Y no debemos olvidar que páginas que pueden parecer sólo ejercicios de elocuencia convencional, como la última carta de Clémence a su marido, eran los grandes efectos de los que Balzac estaba muy orgulloso, como él mismo confiaba a Madame Hanska.
En cuanto al otro drama psicológico, el de un infinito amor paternal, nos convence menos, aun como primer esbozo del Papá Goriot (pero aquí todo el egoísmo está del lado del padre, y el sacrificio del lado de la hija). Muy diferente es el partido que Dickens supo extraer de la reaparición de un padre galeoto en su obra maestra Grandes esperanzas.
Pero, habiendo comprobado que también el relieve dado a la psicología contribuye a relegar a segundo plano la trama de aventuras, hemos de reconocer cuán importantes siguen siendo para nuestro placer de lectores: el suspense funciona, aunque el centro emotivo del relato se desplace repetidamente de un personaje a otro; el ritmo de los sucesos es febril si bien muchos pasajes de la intriga cojean por su ilogicidad o su inexactitud; el misterio de las frecuentaciones de Madame Jules en la calle de mala fama es uno de los primeros enigmas policíacos al que un personaje, detective improvisado, se enfrenta al comienzo de una novela, aunque la solución llegue demasiado rápido y sea de una sencillez decepcionante.
Toda la fuerza novelesca está sostenida y condensada en la fundación de una mitología de la metrópoli. Una metrópoli en la que todavía cada personaje, como en los retratos de Ingres, se presenta como el propietario de su propio rostro. La era de la multitud anónima todavía no ha empezado; falta poco, esas dos décadas que separan a Balzac y la apoteosis de la metrópoli en la novela de Baudelaire y la apoteosis de la metrópoli en la poesía en verso. Para definir ese paso valgan dos citas de lectores de un siglo después, ambos interesados, por diversas vías, en esa problemática.
«Balzac ha descubierto la gran ciudad como rodeada de misterio, y la curiosidad la mantiene siempre despierta. Es su Musa. No es nunca ni cómico ni trágico: es curioso. Se interna en un enredo de cosas siempre con el aire de quien olisquea y promete un misterio y va desmontando toda la máquina pieza por pieza con un gusto acre, vivaz y triunfal. Obsérvese cómo se arrima a los nuevos personajes: los examina por todos los costados como rarezas, los describe, esculpe, define, comenta, los descubre en toda su singularidad y nos garantiza maravillas. Las frases, observaciones, tiradas, lemas, no son verdades psicológicas, sino sospechas y añagazas de juez de instrucción, puñetazos al misterio que, diablos, hay que aclarar. Por eso cuando la búsqueda, la caza del misterio se aplaca y —en el comienzo del libro o durante su curso (nunca al final, porque entonces, junto con el misterio, se revela todo)— Balzac diserta sobre su complejo misterioso con un entusiasmo sociológico, psicológico y lírico, es admirable. Véase el comienzo de Ferragus o el comienzo de la segunda parte de Splendeurs et misères des courtisanes. Es sublime. Baudelaire se anuncia».
El que escribía estas frases era el joven Cesare Pavese en su diario, el 13 de octubre de 1936.
Aproximadamente por los mismos años, Walter Benjamin, en su ensayo sobre Baudelaire, escribe un fragmento en el que basta sustituir el nombre de Victor Hugo por el (todavía más ajustado) de Balzac, para continuar y completar el discurso anterior:
«Es inútil buscar, en Las flores del mal o en Spleen de París, algo análogo a los frescos ciudadanos en los que Victor Hugo era insuperable. Baudelaire no describe la población ni la ciudad. Y justamente esa renuncia le ha permitido evocar la una en la imagen de la otra. Su multitud es siempre la de la metrópoli; su París está siempre superpoblado. […] En los Tableaux parisiens se puede probar, casi siempre, la presencia secreta de una masa. Cuando Baudelaire escoge como tema el crepúsculo de la mañana hay, en las calles desiertas, algo del “silencio hormigueante” que Hugo siente en el París nocturno. […] La masa era el velo fluctuante a través del cual Baudelaire veía París».
[1973]