Robinson Crusoe,
el diario de las virtudes mercantiles

La vida y las extrañas, sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe de York, marinero, que vivió veintiocho años completamente solo en una isla desierta en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco, arrojado a la orilla en un naufragio en el que todos perecieron salvo él, con una relación de la forma en que fue al fin liberado de un modo igualmente extraño por los piratas; escrito por él mismo. Así dice la portada de la primera edición del Robinson Crusoe, impreso en Londres en 1719 por un editor popular: W. Taylor, con el «ex-libris de la Nave». No figuraba nombre de autor, porque había que tomarlo por un verdadero libro de memorias, escrito por el náufrago.

Era un momento en que las historias de mar y de piratas tenían éxito, y el tema del náufrago en la isla desierta había ya interesado al público debido a un hecho ocurrido diez años antes: el capitán Woodes Rogers encontró en la isla Juan Fernández a un hombre que había vivido solo en ella durante cuatro años, un marinero escocés, un tal Alexander Selkirk. Así, a un panfletista en desgracia y corto de fondos, se le ocurrió la idea de contar una historia de ese tipo como si fueran las memorias de un marinero desconocido.

Era este improvisado novelista un hombre de casi sesenta años, Daniel Defoe (1661-1731), bien conocido en el mundo de las crónicas políticas de la época por haber sido condenado a la picota, y autor de un mar de escritos de todo tipo, firmados o con más frecuencia anónimos. (Sus bibliografías más completas registran casi cuatrocientos títulos, entre panfletos sobre controversias religiosas y políticas, poemitas satíricos, libros de ocultismo, tratados de historia, geografía, economía y novelas).

Nace pues, este fundador de la novela moderna, muy lejos del terreno de la literatura culta (que en Inglaterra tenía entonces su supremo moderador en el clasicista Pope), en medio de la proliferante producción libresca comercial que se dirigía a un público de mujeres del pueblo, verduleros, mesoneros, camareros, marineros, soldados. Aun cuidando de halagar los gustos de ese público, tal literatura tenía siempre un escrúpulo, quizá no del todo hipócrita, de hacer obras de educación moral, y Defoe está lejos de ser indiferente a esta exigencia. Pero no son las prédicas edificantes, por lo demás genéricas y apresuradas, con que de vez en cuando se adornan las páginas del Robinson, las que hacen de él un libro de robusta osamenta moral, sino el modo directo y natural en que unas costumbres y una idea de la vida, una relación del hombre con las cosas y las posibilidades que tiene en sus manos, se expresan en imágenes.

Y no se puede decir que un origen tan «práctico» de libro proyectado como «negocio» vaya en desdoro de éste, que será considerado como la auténtica Biblia de las virtudes mercantiles e industriales, la epopeya de la iniciativa individual. Tampoco está en contradicción con la vida de Defoe, con su contrastada figura de predicador y aventurero (primero comerciante, testaferro en fábricas de calzas y de ladrillos, comprometido en bancarrotas, impulsor y consejero del partido whig que apoyaba a Guillermo de Orange, panfletista en favor de los «disidentes», aprisionado y salvado por el ministro Robert Harley, un tory moderado de quien se hace portavoz y agente secreto, fundador y único redactor del diario The Review, por lo que se lo definió como «inventor del periodismo moderno», acercándose nuevamente, después de la caída de Harley, al partido whig y después de nuevo al tory, hasta la crisis que lo transformó en novelista), esa mezcla de aventura, espíritu práctico y compunción moralista que serán dotes basilares del capitalismo anglosajón de este lado del Atlántico y del otro.

Una segura vena de narrador de invenciones solía aflorar ya en los anteriores escritos de Defoe, sobre todo en ciertas narraciones de hechos de actualidad o de historia, que él cargaba de detalles fantásticos, y en las bibliografías de hombres ilustres, basadas en testimonios apócrifos.

A partir de estas experiencias, Defoe se pone a escribir su novela. La cual, sin salir de la tesitura autobiográfica, narra no sólo las aventuras del naufragio y de la isla desierta, sino que comienza ab ovo y avanza hasta la vejez del protagonista, también aquí con un pretexto moralista, de un nivel pedagógico, a decir verdad, demasiado limitado y elemental para ser tomado en serio: la obediencia al progenitor, la superioridad de la medianía, del modesto vivir burgués con respecto a todos los espejismos de audaces fortunas. Por haber transgredido estas enseñanzas, Robinson se atraerá muchas desgracias.

Después de once años de absoluta soledad entre las cabras, los gatos nacidos de las bodas de los gatos de a bordo, los salvajes y el papagayo, que todavía le permite emplear y escuchar palabras inteligibles, la huella de un pie desnudo en la playa lo sume de pronto en el terror. Durante más de dos años vive atrincherado en su fortín: la isla es visitada periódicamente por tribus de caníbales que llegan en canoa para consumar sus impíos banquetes. Un prisionero condenado a morir intenta fugarse; Robinson lo salva matando a tiros a sus perseguidores: será Viernes, su fiel servidor y discípulo.

Salvados también de los caníbales, se añaden a la colonia otros dos súbditos: un náufrago español y un viejo salvaje que, vaya casualidad, es el padre de Viernes. En la isla desembarca después un grupo de marineros ingleses amotinados que quieren matar a sus oficiales. Liberados los oficiales, se libra en la isla una batalla de astucias y maniobras para reconquistar el barco de manos de los amotinados; en él Robinson puede regresar a la patria. Recuperados sus bienes en Brasil, se descubre de pronto riquísimo y el curso de sus negocios le ofrece una vez más la ocasión de una aventura sorprendente: una travesía invernal de los Pirineos, con Viernes como cazador de lobos y de osos.

Tan alejado de la hinchazón del siglo XVII como del colorido patético que tomará la narrativa inglesa del XVIII, el lenguaje de Defoe (y aquí la primera persona del marinero-comerciante capaz de alinear en columna como en un libro mayor incluso lo «malo» y lo «bueno» de su situación, y de llevar una contabilidad aritmética de los caníbales muertos, resulta ser un expediente poético, aun antes que práctico) es de una sobriedad, de una economía que, a semejanza del estilo «de código civil» de Stendhal, podríamos definir como «de relación comercial». Como una relación comercial o un catálogo de mercancías y herramientas, la prosa de Defoe es desnuda y al mismo tiempo detallada hasta el escrúpulo. La acumulación de detalles intenta persuadir al lector de la verdad del relato, pero expresa también de manera inmejorable el sentimiento de la importancia de cada objeto, de cada operación, de cada gesto en la situación del náufrago (así como en Moll Flanders y en el Coronel Jack el ansia y la alegría de la posesión se expresarían en la lista de objetos robados).

Minuciosas hasta el escrúpulo son las descripciones de las operaciones manuales de Robinson: cómo excava su casa en la roca, la rodea de una empalizada, construye una barca que después no consigue transportar hasta el mar, aprende a modelar y a cocer vasijas y ladrillos. Por este empeño y placer en referir las técnicas de Robinson, Defoe ha llegado hasta nosotros como el poeta de la paciente lucha del hombre con la materia, de la humildad, dificultad y grandeza del hacer, de la alegría de ver nacer las cosas de nuestras manos. Desde Rousseau hasta Hemingway, todos los que nos han señalado como prueba del valor humano la capacidad de medirse, de lograr, de fracasar al «hacer» una cosa, pequeña o grande, pueden reconocer en Defoe a su primer maestro.

Robinson Crusoe es indudablemente un libro para releer línea por línea, haciendo cada vez nuevos descubrimientos. Su manera de despachar en pocas frases, en los momentos cruciales, todo exceso de autocompasión o de exultación para pasar a las cuestiones prácticas (como cuando, apenas comprende que es el único de toda la tripulación que se ha salvado —«en realidad, de ellos, no vi traza alguna, salvo tres sombreros, un gorro y dos zapatos desparejados»—, después de dar las gracias rápidamente a Dios echa una mirada a su alrededor y se pone a estudiar su situación), puede parecer en contraste con el tono de homilía de algunas páginas anteriores, después de una enfermedad que lo ha devuelto a la religión.

Pero la conducta de Defoe es en el Robinson y en las novelas posteriores bastante parecida a la del hombre de negocios respetuoso con las normas, que a la hora de los oficios va a la iglesia y se golpea el pecho, y después se apresura a salir para no perder tiempo de trabajo. ¿Hipocresía? Es demasiado abierto y vital para merecer esa acusación; conserva, aun en sus bruscas alternativas, un fondo de salud y de sinceridad que le da su sabor inconfundible.

Cuando encuentra en el barco semihundido las monedas de oro y de plata no nos ahorra un pequeño monólogo «en voz alta» sobre la vanidad del dinero, pero apenas cierra las comillas del monólogo: «sin embargo, pensándolo mejor, me las llevé».

A veces, sin embargo, la vena de humorismo llega hasta los campos de batalla de las controversias político-religiosas de la época, como cuando asistimos a las discusiones del salvaje que no puede concebir la idea del diablo y del marinero que no sabe explicársela. O como en aquella situación de Robinson, rey de «tres únicos súbditos que eran de tres religiones diferentes. Mi Viernes era protestante, su padre pagano y caníbal, y el español papista. Por consiguiente, concedí libertad de conciencia en todos mis dominios». Pero sin hacer siquiera un leve subrayado irónico como éste, nos presenta una de las situaciones más paradójicas y significativas del libro: Robinson, después de haber suspirado durante tantos años por volver al contacto con el resto del mundo, cada vez que ve aparecer una presencia humana alrededor de la isla, siente que se multiplican los peligros para su vida; y cuando se entera de la existencia de un grupo de náufragos españoles en una isla vecina, tiene miedo de unirse a ellos porque teme que lo quieran entregar a la Inquisición.

Incluso a las orillas de la isla desierta, junto a la desembocadura del gran río Orinoco, llegan las corrientes de ideas, de pasiones y de cultura de la época. Sin duda, aun cuando en su tentativa de narrador de aventuras Defoe apunte al horror de las descripciones de canibalismo, no le eran ajenas las reflexiones de Montaigne sobre los antropófagos (las mismas que ya habían dejado su huella en Shakespeare, en la historia de otra isla misteriosa, la de La tempestad), sin las cuales quizá Robinson no hubiera llegado a la conclusión de que aquellas personas no eran asesinos sino hombres de una civilización diferente, que obedecían a sus leyes, no peores que las usanzas guerreras del mundo cristiano.

[1955]