Pasternak y la revolución

A mediados del siglo XX vuelve a visitarnos la gran novela rusa del siglo XIX, como el espectro del rey a Hamlet. La emoción que suscita El doctor Zhivago en nosotros, sus primeros lectores, es ésta. Una emoción de carácter literario, en primer lugar, y, por lo tanto, no político; pero el término «literario» dice demasiado poco; donde sucede algo es en la relación entre lector y libro: uno se lanza a leer con el ansia de interrogación propia de las lecturas juveniles, de la época —justamente— en que leíamos por primera vez a los grandes rusos y no buscábamos este o aquel tipo de «literatura», sino una reflexión general sobre la vida, capaz de poner lo particular en relación directa con lo universal, de contener el futuro en la representación del pasado. Salimos al encuentro de esta novela rediviva con la esperanza de que nos diga algo sobre el futuro, pero la sombra del padre de Hamlet, como se sabe, lo que quiere es intervenir en los problemas de hoy, aunque refiriéndolos siempre a los tiempos en que vivía, a los hechos anteriores, al pasado. Nuestro encuentro con El doctor Zhivago, tan perturbador y emotivo, está sin embargo mezclado de insatisfacción, de desacuerdos. ¡Por fin un libro con el que se discute! Pero a veces, en mitad mismo del diálogo, nos damos cuenta de que estamos hablando cada uno de algo diferente. Es difícil discutir con los padres.

Incluso los métodos que el gran revenant usa para suscitar nuestra emoción siguen siendo los de su propio tiempo. No han pasado diez páginas desde el comienzo y un personaje ya se devana los sesos en torno al misterio de la muerte, del fin del hombre y de la esencia de Cristo. Pero lo sorprendente es que el clima en que se han de sostener esas argumentaciones ya estaba creado, y el lector se vuelve a zambullir en esa noción de literatura toda entretejida de interrogaciones supremas explícitas que en los últimos decenios nos habíamos acostumbrado a dejar de lado, es decir desde que se tendió a considerar a Dostoievski, no como la figura central, sino como un gigantesco outsider.

Esta primera impresión no nos acompaña mucho tiempo. Para salir a nuestro encuentro el fantasma sabe encontrar las explanadas donde más nos gusta detenernos: las de la narración objetiva, constituida enteramente por hechos, personas y cosas, de los cuales se puede extraer una filosofía sólo gota a gota, con esfuerzo y riesgo personales del lector, mejor que de las explanadas de la discusión intelectual novelada. La vena del filosofar apasionado sigue brotando en todo el libro, pero la vastedad del mundo que en él se mueve es tal que puede sostener esto y aún más. Y el tema principal del pensamiento de Pasternak —que naturaleza e historia no pertenecen a dos órdenes diferentes sino que forman un continuo en el que las existencias humanas se encuentran inmersas y por el que son determinadas— se expone mejor a través de la narración que mediante proposiciones teóricas. Las reflexiones se convierten en una sola cosa con la respiración de tanta humanidad y tanta naturaleza, y no amenazan, no malversan, de modo que, como ocurre siempre con los verdaderos narradores, el significado del libro debe buscarse, no en la suma de ideas enunciadas, sino en la suma de imágenes y sensaciones, en el sabor de vida, en los silencios. Y todas las proliferaciones ideológicas de la novela, esas discusiones que continuamente se encienden y se apagan, sobre naturaleza e historia, individuo y política, religión y poesía, como retomando viejas discusiones con amigos desaparecidos, y que crean algo como una alta cámara de resonancia para la rigurosa modestia de las vicisitudes de los personajes, nacen (para usar una bella imagen que Pasternak utiliza refiriéndose a la revolución) «como un suspiro demasiado tiempo contenido».

Y sin embargo podríamos decir que no hay libro más soviético que El doctor Zhivago. ¿Dónde podía haberse escrito sino en un país en que las muchachas todavía usan trenzas? Esos chicos de principios de siglo, Yura, Gordon y Tonia, que fundan un triunvirato «basado en la apología de la pureza», ¿no tienen acaso el mismo rostro fresco y remoto de los komsomol que tantas veces hemos encontrado en nuestros viajes con las delegaciones? Nos preguntábamos entonces, viendo las enormes reservas de energía del pueblo soviético sustraídas al vertiginoso afán (girar de las modas en el vacío pero también pasión por el descubrimiento, la prueba, la verdad) que ha conocido en los últimos años la conciencia de Occidente (en la cultura, las artes, la moral, las costumbres), nos preguntábamos qué frutos hubiera dado esa asidua y exclusiva meditación en los propios clásicos, en una confrontación con una lección de los hechos cuando menos ardua, solemne, históricamente nueva. Este libro de Pasternak es una primera respuesta. No lo que más esperábamos, la respuesta de un joven, sino la de un viejo literato, quizás aún más significativa, porque nos muestra la dirección inesperada de un itinerario interior que ha madurado en un largo silencio. El último sobreviviente de la vanguardia poética occidentalizante de los años veinte no ha hecho estallar en el «deshielo» una rueda de fuegos artificiales largo tiempo custodiada; también él, interrumpido mucho atrás el diálogo con la vanguardia internacional que era el espacio natural de la poesía, se pasó los años meditando en los clásicos del siglo XIX nacional, él también con la mirada cla vada en el inigualable Tolstói. Pero ha leído a Tolstói de una manera muy distinta de la estética oficial, con su excesiva tendencia a señalarlo como modelo canónico. Y leyó la experiencia de sus años de un modo distinto del oficial. El resultado es un libro no sólo en las antípodas del barniz decimonónico del «realismo socialista», sino también el más rigurosamente negativo sobre el humanismo socialista. ¿Diremos que las opciones estilísticas se toman por casualidad? ¿Que si el Pasternak de la vanguardia se movía dentro de la problemática revolucionaria, el Pasternak «tolstoiano» no podía sino volverse hacia la nostalgia del pasado prerrevolucionario? Éste sería, también, un juicio parcial. El doctor Zhivago es y no es un libro decimonónico escrito hoy, así como es y no es un libro de nostalgia prerrevolucionaria.

De los años de fuego de la vanguardia rusa y soviética, Pasternak salvó la tensión hacia el futuro, la interrogación conmovida sobre el hacerse de la historia; y ha escrito un libro que, nacido como fruto tardío de una gran tradición concluida, llega por sus caminos solitarios a ser contemporáneo de la principal literatura moderna occidental, a confirmar implícitamente las razones de ésta.

En efecto, creo que hoy una novela montada «como en el siglo XIX», que abarque una historia de muchos años, con una vasta descripción de sociedad, arriba necesariamente a una visión nostálgica, conservadora. Y éste es uno de los muchos motivos por los que disiento de Lukács; su teoría de las «perspectivas» puede volverse contra su género favorito. Creo que no por nada nuestro tiempo es el del cuento, la novela breve, el testimonio autobiográfico: hoy una narrativa verdaderamente moderna no puede sino poner su carga poética en el momento (cualquiera que sea) en que se vive, valorizándolo como decisivo e infinitamente significante; por eso debe estar «en el presente», darnos una acción que se desarrolle enteramente ante nuestros ojos, con unidad de tiempo y de acción como la tragedia griega. Y, en cambio, el que hoy quiera escribir la novela «de una época», si no hace retórica, termina por hacer gravitar la tensión poética sobre el «antes»[1]. Como incluso Pasternak, pero no del todo: su posición con respecto a la historia no se reduce fácilmente a definiciones tan simples, y la suya no es una novela «a la antigua».

Técnicamente, situar El doctor Zhivago «antes» de la disolución de la novela en este siglo es un no sentido. Dos son sobre todo las vías de esa disolución y en el libro de Pasternak ambas están presentes. Primero: la fragmentación de la objetividad realista en la inmediatez de las sensaciones y en el polvillo impalpable de la memoria; segundo: la objetivación de la técnica de la intriga ha de considerarse en sí como un garabato geométrico que lleva a la parodia, al juego de la novela construida «novelescamente». Pasternak lleva este juego de lo novelesco hasta sus últimas consecuencias: construye una trama de coincidencias constantes, a través de toda Rusia y Siberia, en la que unos quince personajes no hacen sino encontrarse combinándose como si no existieran más que ellos, al igual que los paladines de Carlomagno en la abstracta geografía de los poemas caballerescos. ¿Es una diversión del escritor? Quiere ser algo más, en el comienzo: quiere expresar la red de destinos que nos ata sin que lo sepamos, la atomización de la historia en una densa interrelación de historias humanas. «Estaban todos juntos, cercanos, y algunos no se conocían, otros no se conocieron nunca, y algunas cosas quedaron para siempre ignoradas, otras esperaron a madurar hasta la próxima oportunidad, el próximo encuentro». Pero la conmoción de este descubrimiento no dura mucho, y las coincidencias continúan y terminan por testimoniar solamente la conciencia del uso convencional de la forma novelesca.

Dada esta convención y asentada la arquitectura general, Pasternak se mueve en la redacción del libro con absoluta libertad. Algunas partes las planea enteramente, de otras sólo traza los lineamientos principales. Narrador minucioso de días y meses, con repentinos cambios de marcha, atraviesa años en pocas líneas, como en el epílogo donde en veinte páginas de gran intensidad y brío hace desfilar delante de nuestros ojos la época de las «purgas» y la segunda guerra mundial. De la misma manera, entre los personajes hay algunos sobre los cuales planea constantemente y no se preocupa de hacérnoslos conocer más a fondo: entre ellos está la propia mujer de Zhivago, Tonia. En una palabra, un tipo de narración «impresionista». También en la psicología: Pasternak evita darnos una justificación precisa del modo de actuar de sus personajes. Por ejemplo, ¿por qué en cierto momento la armonía conyugal de Lara y Antipov se resquebraja y él no encuentra otra salida que partir al frente? Pasternak dice muchas cosas, pero ninguna es suficiente y necesaria: lo que cuenta es la impresión general del contraste de dos caracteres. No son la psicología, el personaje, la situación lo que le interesa, sino algo más general y directo: la vida. La narrativa de Pasternak es la continuación de su poesía en verso.

Entre la poesía lírica de Pasternak y El doctor Zhivago hay una apretada unidad del núcleo mítico fundamental: el movimiento de la naturaleza que contiene e informa en sí cualquier otro acontecer, acto o sentimiento humano, un impulso épico en la descripción del ruido de los chaparrones y el fundirse de la nieve. La novela es el desarrollo lógico de ese impulso: el poeta trata de englobar, en un discurso único, naturaleza e historia humana privada y pública, en una definición total de la vida: el perfume de los tilos y el rumor de la multitud revolucionaria mientras en el capítulo 17 el tren de Zhivago va hacia Moscú (parte V, capítulo 13). La naturaleza no es ya el romántico repertorio de los símbolos del mundo interior del poeta, el vocabulario de la subjetividad; es algo que está antes y después y en todas partes, que el hombre no puede modificar, sino sólo tratar de entender con la ciencia y la poesía, y de estar a su altura[2]. Con respecto a la historia, Pasternak continúa la polémica de Tolstói («Tolstói no ha llegado con su pensamiento hasta el fondo…»); los grandes hombres no son los que hacen la historia, pero tampoco los pequeños; la historia se mueve como el reino vegetal, como el bosque que se transforma en primavera[3] De ello derivan dos aspectos fundamentales de la concepción de Pasternak: el primero es el sentido de la sacralidad de la historia vista como un hacerse solemne que trasciende al hombre, exaltante aun en la tragedia; el segundo es una implícita desconfianza en el hacer de los hombres, en la autoconstrucción de su destino, en la modificación consciente de la naturaleza y de la sociedad; la experiencia de Zhivago arriba a la contemplación, a la persecución exclusiva de una perfección interior.

A nosotros —nietos directos o indirectos de Hegel— que entendemos la historia y la relación del hombre con el mundo de una manera diferente, si no opuesta, nos es difícil aceptar las páginas «ideológicas» de Pasternak. Pero las páginas narrativas inspiradas en su visión conmovida de la historia-naturaleza (sobre todo en la primera mitad del libro) comunican esa tensión hacia el futuro que reconocemos también como nuestra.

El momento mítico de Pasternak es el de la revolución de 1905. Los poemas escritos por él en su tiempo «comprometido» de los años 1925-1927 cantaban ya aquella época, y El doctor Zhivago arranca de allí. Es el momento en que el pueblo ruso y la intelligentzia tienen en sí las más diversas potencialidades y esperanzas; política, moral y poesía marchan sin orden pero al mismo paso. «“Los muchachos disparan”, pensó Lara». Y no se refería sólo a Nika y a Patulia, sino a la ciudad entera que disparaba. «Buenos muchachos, honrados», pensó. «Son buenos, por eso disparan». La revolución de 1905 clausura para Pasternak todos los mitos de la juventud y todos los puntos de partida de una cultura; desde esas alturas desliza la mirada por el accidentado paisaje de nuestro medio siglo y lo ve en perspectiva, nítido y detallado en las laderas más cercanas, y, a medida que nos alejamos hacia el horizonte de hoy, más reducido y esfumado en la niebla, con alguna señal de vez en cuando.

La revolución es el momento del verdadero mito de Pasternak: naturaleza e historia convertidas en una sola cosa. En ese sentido el corazón de la novela, en que alcanza su plenitud poética y conceptual, es la parte V, las jornadas revolucionarias de 1917 presenciadas en Meliuzeiev, pequeña ciudad base de operaciones, con su hospital:

Ayer asistí a una reunión nocturna. Un espectáculo extraordinario. La matuska Rus’ se mueve, incapaz de quedarse en su sitio, camina, inquieta, habla, sabe expresarse. Y no es que hablen sólo los hombres. Los árboles y las estrellas se encuentran y conversan, las flores nocturnas filosofan y las casas de piedra se reúnen.

En Meliuzeiev Zhivago vive un tiempo suspendido y feliz, entre el fervor de la vida revolucionaria y el idilio con Lara que apenas comienza. Pasternak expresa ese estado en una página bellísima de rumores y perfumes nocturnos en que la naturaleza y el alboroto humano se funden como entre las casas de Aci Trezza y el relato se articula sin necesidad de anécdota, hecho sólo de relaciones entre datos de la existencia, como en La estepa de Chéjov, el cuento prototipo de mucha narrativa moderna.

Pero ¿qué entiende Pasternak por «revolución»? La ideología política de la novela está entera en la definición del socialismo como reino de la autenticidad, que el autor pone en boca de su protagonista en la primavera del 17:

Todos se han reanimado, han renacido, por todas partes transformaciones, conmociones. Podría decirse que en cada uno se han producido dos revoluciones: una propia, individual, y la otra general. Es como si el socialismo fuese un mar en el que han de confluir como riachuelos cada una de esas revoluciones individuales, el mar de la vida, el mar de la autenticidad de cada uno. El mar de la vida, digo, de esa vida que se puede ver en los cuadros, de la vida como la intuye el genio, creativamente enriquecida. Pero hoy los hombres han decidido no ya experimentarla en los libros, sino en sí mismos, no en la abstracción sino en la práctica.

Una ideología «espontaneísta», diremos en lenguaje político, y las futuras decepciones son harto comprensibles. Pero no importa que estas palabras (y las otras —en verdad demasiado literarias— con las que Zhivago aplaude la toma del poder en octubre por los bolcheviques) sean muchas veces amargamente desmentidas en el curso de la novela: su polo positivo sigue siendo siempre ese ideal de una sociedad de la autenticidad, entrevisto en la primavera de la revolución, aunque la representación de la realidad acentúe cada vez más su carácter negativo.

Creo que las objeciones de Pasternak al comunismo soviético siguen en esencia dos direcciones: contra la barbarie, la crueldad sin freno que ha despertado la guerra civil (volveremos a hablar de este elemento que en la novela cobra un relieve preponderante), y contra la abstracción teórica y burocrática en la que se congelan los ideales revolucionarios. Esta segunda polémica —la que más nos interesa a nosotros— no es objetivada por Pasternak en personajes, en situaciones, en imágenes[4], sino sólo, de vez en cuando, en reflexiones. Y sin embargo no hay duda de que el verdadero término negativo es éste, sea implícito o explícito. Zhivago vuelve a la pequeña ciudad de los Urales después de algunos años pasados contra su voluntad entre los partisanos y ve las paredes tapizadas de manifiestos:

¿Qué eran aquellos escritos? ¿Eran del año anterior? ¿De dos años antes? En una ocasión se había entusiasmado con lo incontrovertible de aquel lenguaje y el carácter lineal de aquel pensamiento. ¿Era posible que tuviese que pagar su incauto entusiasmo teniendo por delante y durante toda su vida aquellos desaforados gritos y exigencias que no cambiaban a lo largo de los años y que, peor aún, con el paso del tiempo, eran cada vez menos vitales, cada vez más incomprensibles y abstractos?

No olvidemos que el entusiasmo revolucionario del 17 provenía ya de la protesta contra un periodo de abstracción, el de la primera guerra mundial:

La guerra fue una interpretación artificiosa de la vida, como si la existencia pudiera aplazarse momentáneamente (qué absurdo). La revolución estalló sin intención, como un suspiro contenido demasiado tiempo.

(Es fácil adivinar en estas líneas —escritas, creemos, durante la segunda posguerra— que Pasternak pone el dedo en una llaga mucho más reciente).

Contra el reino de la abstracción, un hambre de realidad, de «vida» que invade todo el libro; ese hambre de realidad que hace saludar la segunda guerra mundial, «sus horrores reales, el peligro real y la amenaza de una muerte real», como «un bien frente al dominio inhumano de la abstracción». En el «Epílogo», que se desarrolla justamente durante la guerra, El doctor Zhivago —después de haberse convertido en la novela de la extrañeidad— vuelve a vibrar con la pasión por participar que la animaba al principio. En la guerra, la sociedad soviética recobra la pureza, la tradición y la revolución vuelven a estar simultáneamente presentes[5]

La novela de Pasternak llega a abarcar en su arco la Resistencia, es decir, la época que para las generaciones jóvenes de toda Europa corresponde al 1905 de los coetáneos de Zhivago: el nudo del que parten todos los caminos. Obsérvese cómo este periodo conserva aún en la Unión Soviética el valor de un «mito» activo, de imagen de una nación real contrapuesta a una nación oficial. La unidad de la gente soviética en guerra, con la cual se cierra el libro de Pasternak[6], es la realidad de la que parten escritores soviéticos más jóvenes, que la reivindican contraponiéndola a la abstracta esquematización ideológica, como queriendo afirmar un socialismo en adelante «de todos»[7].

Esta reivindicación de una unidad y espontaneidad reales es sin embargo el vínculo que hasta ahora hemos podido encontrar entre la concepción del viejo Pasternak y la de las generaciones más jóvenes. La imagen de un socialismo «de todos» no puede sino partir de la fe en las fuerzas nuevas que la revolución ha despertado y desarrollado. Y justamente esto es lo que Pasternak niega. Pasternak demuestra y declara que no cree en el pueblo. Su noción de realidad se configura cada vez más a lo largo del libro como el ideal ético y poético de un individualismo privado, familiar, de relaciones del hombre consigo mismo y con un prójimo encerrado en el círculo de los afectos (y más allá, de relaciones cósmicas, con la «vida»). No se la identifica nunca con las clases que emergen a la conciencia y cuyos mismos errores y excesos pueden ser saludados como los primeros signos de una redención autónoma, como los signos —siempre cargados de futuro— de la vida contra la abstracción. Pasternak limita su adhesión y su piedad al mundo de la intelligentzia y de la burguesía (incluso Pasha Antipov, que es hijo de obreros, ha estudiado, es un intelectual) y los otros son comparsas o caricaturas.

La prueba es el lenguaje; todos los personajes proletarios hablan de la misma manera, de la manera folclórica, infantil y pintorescamente hueca de los mujiki de los novelistas rusos clásicos. Tema recurrente en El doctor Zhivago es la antiideología del proletariado, la ambivalencia de sus tomas de posición, en las cuales los residuos más diversos de moral tradicional y de prejuicios se suman al impulso histórico, jamás plenamente comprendido. Sobre este tema Pasternak traza algunas estampas bastante buenas (la vieja madre de Tvierzhin, que protesta contra la carga de la caballería zarista y al mismo tiempo contra el hijo revolucionario, o la cocinera Ustinia, que sostiene la autenticidad del milagro del sordomudo contra el comisario del gobierno, Kerenski) y culmina en la aparición más sombría del libro: la bruja partisana. Pero estamos ya en otro clima: al crecer la avalancha de la guerra civil, la tosca voz proletaria suena cada vez más fuerte y toma un nombre unívoco: barbarie.

La barbarie ínsita en nuestra vida de hoy es el gran tema de la literatura contemporánea, en cuyas narraciones chorrea la sangre de todas las matanzas que nuestro medio siglo ha conocido, cuyo estilo busca la inmediatez de las pinturas de las cavernas, cuya moral quiere encontrar la humanidad a través del cinismo, de la crueldad o del desgarramiento. Nos resulta natural situar a Pasternak en esta literatura a la que en realidad ya pertenecían los escritores soviéticos de la guerra civil, desde Shólojov hasta el primer Fadeiev. Pero mientras que en gran parte de la literatura contemporánea la violencia es aceptada, es un límite que se atraviesa para superarlo poéticamente, para explicarla y purificarse (Shólojov tiende a justificarla y a ennoblecerla, Hemingway a enfrentarla como una viril puesta a prueba, Malraux a estetizarla, Faulkner a consagrarla, Camus a vaciarla), Pasternak expresa el cansancio frente a la violencia. ¿Podemos saludarlo como el poeta de la no violencia que nuestro siglo todavía no había tenido? No, yo no diría que Pasternak hace poesía con su propio rechazo: registra la violencia con la cansada amargura de quien ha tenido que presenciarla mucho tiempo, de quien no puede sino contar una atrocidad tras otra, consignando en cada caso su propio desacuerdo, su propia extrañeidad[8].

El hecho es que si hasta ahora también hemos visto representada en El doctor Zhivago nuestra idea de la realidad, y no sólo la del autor, en el relato de la larga estancia forzada entre los partisanos, el libro, lejos de cobrar una respiración épica más vasta, se limita al punto de vista de Zhivago-Pasternak y pierde intensidad poética. Se puede decir que, hasta el bellísimo viaje de Moscú a los Urales, Pasternak quería agotar un universo en todo lo que tiene de malo y todo lo que tiene de bueno, representar las razones de todas las partes en juego; pero de allí en adelante, su visión se vuelve unívoca, no computa más que datos y juicios negativos, una sucesión de violencias y brutalidades. A la acentuada parcialidad del autor corresponde necesariamente una acentuada parcialidad de nosotros sus lectores: ya no conseguimos separar nuestro juicio estético del juicio histórico-político.

Tal vez es lo que quería Pasternak: plantearnos nuevamente cuestiones que tendemos a considerar resueltas, nosotros que hemos aceptado como necesaria la violencia revolucionaria masiva de la guerra civil pero no hemos aceptado como necesaria la dirección burocrática de la sociedad y la momificación de la ideología. Pasternak vuelve al discurso sobre la violencia revolucionaria, y considera que ella explica la rigidez burocrática y política que sobrevendrá. Contra los análisis negativos más difundidos del estalinismo, que parten en casi todos los casos de posiciones trotskistas o bujarinianas, es decir, que hablan de degeneración del sistema, Pasternak parte del mundo místico-humanitario de la cultura rusa prerrevolucionaria[9] para llegar a una condena no sólo del marxismo y de la violencia revolucionaria, sino de la política como principal piedra de toque de los valores de la humanidad contemporánea. Llega, en una palabra, a un rechazo de todo lo que linda con una aceptación de todo. El sentido de la sacralidad de la historia-naturaleza domina todas las cosas y el advenimiento de la barbarie adquiere (a pesar de la admirable sobriedad de los medios estilísticos de Pasternak) una aureola milenarista.

En el «Epílogo» la lavandera Tonia cuenta su historia. (Último golpe de novela con apéndice, en tono de alegoría: es una hija natural de Yuri Zhivago y Lara a la que el hermano de Yuri, el general Evgraf Zhivago, anda buscando por los campos de batalla). El estilo es primitivo, elemental, hasta parecer paralelo al de mucha narrativa norteamericana; y vuelve a asomar en la memoria un crudo episodio de aventuras de la guerra civil como un texto etnológico que se ha vuelto complicado, ilógico y truculento como un cuento popular. Y el intelectual Gordon baja el telón sobre el libro con estas frases emblemáticas y sibilinas:

Así ha ocurrido muchas veces en la historia. Lo que se había concebido con nobleza y altura, se ha convertido en burda materia. Así Grecia se transformó en Roma, así el iluminismo ruso se convirtió en la revolución rusa. Si piensas en la frase de Blok: «Nosotros, los hijos de los años terribles de Rusia», verás en seguida la diferencia de épocas. Cuando Blok lo decía, había que entenderlo en sentido metafórico, figurado. Entonces los hijos no eran los hijos sino las criaturas, los productos de la intelligentzia; y los terrores no eran terribles sino providenciales, apocalípticos, lo cual es otra cosa. Pero ahora todo lo que era metafórico se ha vuelto literal: los hijos son realmente los hijos, y los terrores son terribles. Ésa es la diferencia.

Así concluye la novela de Pasternak: sin que en esa «burda materia» consiga encontrar siquiera un rayo de aquella «nobleza y altura». La «nobleza y altura» están enteramente concentradas en el difunto Yuri Zhivago, que en un proceso de decantación progresiva ha llegado a rechazarlo todo, hasta una pureza espiritual cristalina que lo lleva a vivir como un pordiosero después de haber abandonado la medicina y haberse ganado durante un tiempo la vida escribiendo libritos de reflexiones filosóficas y políticas que «se vendían hasta el último ejemplar» (!) para caer aniquilado por un infarto en un tranvía.

Zhivago se ubica así en la galería —tan poblada en la literatura occidental contemporánea— de los héroes de la negación, del rechazo a integrarse, de los étrangers, de los outsiders[10]. Pero no creo que el lugar que ocupa sea destacado: los étrangers, aunque no sean casi nunca personajes acabados, son siempre fuertemente definidos por la situación límite en que se mueven. Zhivago por comparación resulta pálido, y justamente la parte decimoquinta[11], la de sus últimos años, cuando habría que hacer el balance de su vida, sorprende por la desproporción entre la importancia que el autor quisiera dar a Zhivago y su escasa consistencia poética.

En una palabra, debemos decir que lo que menos aceptamos en El doctor Zhivago es que sea la historia del doctor Zhivago, es decir, que se lo pueda incluir en ese vasto sector de la narrativa contemporánea que es la biografía intelectual: no hablo tanto de la autobiografía explícita, cuya importancia está lejos de haber disminuido, sino más bien de las profesiones de fe en forma narrativa en cuyo centro hay un personaje portavoz de una poética o de una filosofía.

¿Quién es ese Zhivago? Pasternak está convencido de que es una persona de una fascinación y una autoridad ilimitadas, pero en realidad su simpatía reside enteramente en su estatura de hombre medio: son su discreción y su dulzura, esa manera de estar siempre como sentado en el borde de la silla, de no ver ni de tratar de ver claro en sí mismo, de permitir siempre que lo exterior lo determine, de dejarse vencer poco a poco por el amor[12]. En cambio, la aureola de santidad con que en cierto momento Pasternak quiere rodearlo, le pesa; se nos pide a los lectores que tributemos a Zhivago un culto que —al no compartir sus ideas y sus opciones— no conseguimos tributarle, y que termina por dañar incluso esa simpatía totalmente humana que nos inspiraba el personaje.

La historia de otra vida transcurre desde el principio hasta el final de la novela: es la de una mujer que se nos aparece entera e inconfundible, aunque hable muy poco de sí misma, contada más desde fuera que desde dentro, en las duras vicisitudes que le toca vivir, en la indecisión que de ello resulta, en la dulzura que consigue derramar a su alrededor. Es Lara, Larisa: ella es el gran personaje del libro. Así, desplazando el eje de nuestra lectura de modo que en el centro de la novela quede la historia de Lara en vez de la historia de Zhivago, el libro recibe toda la luz de su significado poético e histórico, reduciendo a ramificaciones secundarias las desproporciones y las digresiones.

La vida de Lara es, en su trazado lineal, una perfecta historia de nuestro tiempo, casi una alegoría de Rusia (¿o del mundo?), de las posibilidades que se le han presentado sucesivamente o al mismo tiempo. Tres hombres se mueven en torno a Larisa. El primero es Komarovsky, el traficante inescrupuloso que la ha hecho vivir desde pequeña con la conciencia de la brutalidad de la vida, que representa la vulgaridad y la inescrupulosidad, pero también en el fondo un sentido práctico y concreto, una caballerosidad sin ostentación de hombre seguro de sí mismo (él nunca le falla, ni siquiera después de que Lara, disparándole un tiro, quiera destruir la impureza de su vínculo pasado); Komarovsky, que personifica toda la bajeza burguesa, pero que la revolución no destruye, haciéndolo participar —por vías siempre equívocas— en el poder.

Los otros dos hombres son Pasha Antipov, el revolucionario, el marido que se separa de Lara para no tener obstáculos en su solitaria obstinación de insurrecto moralista e implacable, y Yuri Zhivago, el poeta, el amante que Lara no conseguirá jamás enteramente para ella, porque él está totalmente sometido a las cosas, a las ocasiones de la vida. Ambos se sitúan en el mismo plano por la importancia que han tenido en la vida de Lara y por su evidencia poética, aunque Zhivago esté continuamente en escena y Antipov casi nunca. Durante la guerra civil en los Urales, Pasternak ya nos presenta a los dos como predestinados a la derrota: Antipov-Strelnikov, comandante partisano rojo, terror de los blancos, no está afiliado al Partido y sabe que terminados los combates será declarado fuera de la ley y liquidado; el doctor Zhivago, el intelectual refractario que no quiere o no puede insertarse en la nueva clase dirigente, sabe que no será perdonado por la máquina revolucionaria. Cuando Antipov y Zhivago están frente a frente, desde el primer encuentro en el tren militar al final de las dos batidas en la ciudad de Varykino, la novela alcanza toda su plenitud.

Si tenemos siempre presente a Lara como protagonista del libro, la figura de Zhivago, situada en el mismo plano que la de Antipov, ya no es dominante, ya no tiende a transformar el relato épico en la «historia de un intelectual» y la larga narración de las vicisitudes partisanas del doctor queda reducida a una ramificación marginal que no debe desequilibrar la historia ni rebasar su carácter lineal.

Antipov, que aplica apasionada y fríamente la ley de la revolución bajo la cual sabe que él también perecerá, es una gran figura de nuestro tiempo, en la que resuenan los ecos de la principal tradición rusa, revivida con límpida simplicidad. Lara, dura y dulcísima heroína, es y sigue siendo su mujer aun cuando sea y siga siendo la mujer de Zhivago. Así como es y sigue siendo —de manera inconfesada e indefinible— la mujer que fue de Komarovsky; y en el fondo ha aprendido de éste la lección fundamental, y por haber conocido el rudo sabor de la vida de Komarovsky, de su olor a cigarro, de su grosera sensualidad de alcoba, de su prepotencia del más fuerte, por eso mismo Lara conoce mejor a Antipov y a Zhivago, los dos candorosos idealistas de la violencia y de la no violencia; por eso vale más que ellos y más que ellos representa la vida, y más que a ellos llegamos a amarla, a seguirla y a adivinarla en los párrafos elusivos de Pasternak que jamás nos la descubren hasta el fondo[13].

He tratado así de referir las emociones, las preguntas, los desacuerdos que la lectura de un libro como éste —quisiera decir la lucha con él— suscita en quien está profundamente interesado en el mismo nudo de problemas, y admira la inmediatez de su representación de la vida, pero no comparte su idea fundamental: que la historia trasciende al hombre; más aún, que siempre ha buscado en la lectura y en el pensamiento justamente lo contrario: una relación activa del hombre con la historia. Ni siquiera funciona aquí la operación —fundamental en nuestra educación literaria— de separar la poesía del mundo ideológico del autor. Esta idea de la historia-naturaleza es justamente la que da a El doctor Zhivago la solemnidad humilde que nos fascina también a nosotros. ¿Cómo hacer para definir nuestra relación con el libro?

Una idea que se realiza poéticamente no puede nunca carecer de significado. Tener significado no quiere decir corresponder a la verdad. Quiere decir indicar un punto crucial, un problema, una alarma. Kafka, creyendo hacer una alegoría metafísica, describió de modo incomparable la alienación del hombre contemporáneo. Pero Pasternak, ¿tan terriblemente realista? Bien mirado, incluso su realismo cósmico consiste en un momento lírico unitario a través del cual filtra todo lo real. Es el momento lírico del hombre que ve la historia —admirándola o execrándola— como un cielo muy alto sobre su cabeza. Que en la Unión Soviética de hoy un gran poeta elabore semejante visión de las relaciones entre el hombre y el mundo —la primera que en muchos años ha madurado por desarrollo autónomo, no conformemente a la ideología oficial— tiene un significado histórico-político profundo, confirma que el hombre común no ha tenido demasiado la impresión de que la historia estaba en sus manos, de que él hacía el socialismo, de que con ello expresaba su propia libertad, su propia responsabilidad, su propia creatividad, su propia violencia, su propio interés, su propio desinterés[14].

Tal vez la importancia de Pasternak esté en que nos advierte lo siguiente: la historia —tanto en el mundo capitalista como en el socialista— todavía no es lo bastante historia, todavía no es construcción consciente de la razón humana, es todavía demasiado un desarrollo de fenómenos biológicos, un estado de naturaleza bruta, un no reino de la libertad.

En este sentido la idea del mundo de Pasternak es verdadera —verdadera en el sentido de elevar lo negativo a criterio universal, en lo cual era verdadera la de Poe, o la de Dostoievski, o la de Kafka— y su libro tiene la utilidad superior de la gran poesía. ¿Sabrá encontrar el mundo soviético la manera de utilizarlo? ¿Sabrá elaborar una respuesta la literatura socialista mundial? Sólo un mundo en que fermenten la autodiscusión y el autodesarrollo podrá hacerlo; sólo una literatura capaz de desarrollar una adhesión aún más fuerte a las cosas. De hoy en adelante, realismo significa algo más profundo. (¿Pero no lo ha significado siempre?).

[1958]