25
Pensé en el jardín japonés que mi hija me había descrito.
El Océano de la Futilidad.
Eso era lo que sentía al volver a casa desde la isla de Jansson. Era como si Stångskär se hubiera convertido en una fortaleza en la que Jansson se había ocultado con todos sus secretos. Ahora sabía qué era lo que intuía, pero no intuía la magnitud de ese descubrimiento. Jansson se había vuelto nítido, pero estaba lejos. Si extendiera la mano no lo alcanzaría nunca.
Apagué el motor e intenté reflexionar. Pero mis pensamientos se desbocaban.
Continué mi camino hacia casa. Al dar la vuelta a la punta descubrí que alguien se movía fuera de la tienda del islote. Aunque me encontraba a mucha distancia, estaba seguro. Me dirigí a un estrecho canal por el que solo se puede pasar con un barco tan pequeño como el que yo tengo. A través de ese paso podía acercarme al islote por el lado donde el alto talud del acantilado hacía imposible que se viera desde la tienda si se acercaba alguien. Como el cazador, yo también me acercaba a la presa con el viento de cara. Apagué el motor y saqué los remos. El barco era pesado para moverlo con los remos, incluso después de levantar el motor.
Aún seguía pensando en Jansson, pero me quedaba un pequeño resquicio para tratar de averiguar quién utilizaba mi tienda y mi islote.
Fondeé junto al abrupto peñasco, donde algunas oquedades de la roca hacían posible tomar tierra. Me acordé de que una vez, siendo adolescente, había grabado mi nombre en el borde del agua justo donde había fondeado el barco. Pero ya no quedaba rastro. Salté a tierra y avancé como un torpe lagarto deslizándome sobre la roca para ver quién estaba en mi tienda. Pero allí no había nadie. Fuera quien fuese, había entrado en la tienda y había echado la cremallera. Dos pensamientos desagradables rivalizaban dentro de mi cabeza. La locura de Jansson y la preocupación por que la persona que se encontraba en el interior de la tienda fuera violenta.
La tabla de surf y la vela estaban donde yo solía dejar el barco. Parecía un insecto llegado a tierra con las corrientes.
Retrocedí un paso de la tienda y, sin querer, di una patada a unas piedras que chocaron unas contra otras. Antes de que pudiera huir de vuelta al barco se abrió la tienda.
El chico era rubio, no tendría más de diecisiete años. Llevaba puesto un traje negro de neopreno. Enseguida descubrí el roto en el hombro, que él había arreglado más o menos con cinta adhesiva. Tenía los ojos oscuros. No pude detectar si estaba asustado o solo alerta. Además, había algo en su pelo que me hacía dudar. Era demasiado rubio, demasiado blanco. Tuve la impresión de que se lo había teñido alguien que no dominaba del todo el oficio. Pero ¿por qué iba a teñirse el cabello de otro color? ¿Para convertirse en otro o por el impaciente deseo de cambiar?
Le hice un gesto para que saliera afuera. No sé por qué motivo pensé que no hablaba sueco. Él salió de la tienda y se sentó al mismo tiempo que yo.
El miedo empezó a desaparecer, sustituido por una creciente curiosidad.
—No he robado nada —dijo de repente—. Solo he descansado.
Hablaba sueco con un ligero acento. ¿Sería del norte?
Justo iba a preguntarle cómo se llamaba cuando se levantó a toda prisa y bajó corriendo hacia su tabla y su vela. Fue todo tan rápido que solo tuve tiempo de levantarme. Vi cómo empujaba la tabla hacia delante y cómo trepaba luego a ella. Era muy ágil y se movía como un animal de patas ligeras con su reluciente piel negra. Hacía viento suficiente para que se hinchara la vela.
—¡Oye! —grité—. ¡Oye! ¡Oye!
Después, naturalmente, me di cuenta de lo absurdo de mi grito. Él tampoco se dio la vuelta. Vi cómo se deslizaba por detrás de la punta sur hasta que desapareció.
Pronto se helaría la bahía. Entonces ya no podría navegar más.
La tela de la tienda se movía con el viento. Me senté en cuclillas y la aparté. Lo único que había allí dentro era una botella de plástico vacía, restos de un paquete de galletas y algunos papeles estrujados. Me deslicé adentro de la tienda y estiré los papeles. Parecían arrancados de un cuaderno de cálculo matemático. En algunos había jugado a los barcos consigo mismo. Era un jugador precavido, podía verlo. Varias de las partidas estaban inconclusas, sin ganador.
En uno de los papeles había unas líneas escritas. Su letra era casi anticuadamente elegante. Tardé un rato antes de conseguir entender las palabras.
Dos veces, como en los estribillos, aparecía el mismo texto.
Ciertas poesías se convierten en días.
Después amaneceres y sueños.
Acordaron un vencedor.
Comprendía las palabras, pero me costaba entender qué quería decir. ¿Era una poesía o un mensaje para un receptor desconocido a quien él había decidido no enviárselo? ¿Era para mí? ¿Para el hombre que había levantado la tienda y le había dado cobijo?
Me guardé el papel en el bolsillo y abandoné la tienda. Con esfuerzo, conseguí trepar por la abrupta roca, donde pude ver la bahía por la que el chico había desaparecido.
El mar estaba vacío. No fui capaz de descubrirlo. Posiblemente se ocultaba detrás de las islitas del pequeño archipiélago llamado Hällarna, pero que no tiene nombre en las cartas náuticas.
Un poco más allá estaba el escollo Satansgrunden, que tenía la forma de una columna de piedra cortada que se alzaba sobre la superficie del mar. Allí podía esconderse si era eso lo que quería.
Me detuve allí arriba, sobre la roca, hasta que empecé a sentir frío. Cuando bajé hasta la tienda, saqué un bolígrafo del bolsillo de la cazadora. Por la parte de atrás de las partidas de barcos sin terminar escribí unas palabras: «Hermosa poesía. Puedes usar la tienda. Naturalmente, siento curiosidad por saber quién eres».
Me lo pensé antes de firmar con mi nombre. Fredrik. Apunté también mi número de teléfono. Después dejé la nota en el suelo de la tienda, me deslicé afuera, cerré la cremallera y me fui a casa.
Me preguntaba cómo se llamaría el chaval. No era ningún Erik, ni ningún Anders. O quizá era así, precisamente, como se llamaba.
Me imaginé que la única persona que podía haber hecho una cosa semejante era mi propia hija. De alguna manera era su hermano.
Era un visitante de un tiempo nuevo que yo apenas rozaría.
Esperaba que me llamara.
No arranqué el motor, sino que dejé que el barco se deslizara hasta mi isla. Había empezado a oscurecer. La bahía se helaría tarde ese año.
Siguieron unas semanas de frío persistente. La capa de hielo se extendió cada vez más hacia el mar. Me pasaba todo el rato tumbado en la caravana mientras escuchaba los ruidos de los movimientos del mar y del hielo. Si tocaba la pared de la caravana con la mano, sentía el frío. Por más que subía la temperatura del radiador, existía una lucha constante entre el frío exterior y el calor de la caravana.
Pensaba sobre todo en Jansson, por supuesto, y en el descubrimiento que había hecho en su casa en Stångskär. Ni siquiera cuando fracasé en aquella operación que me destrozó la vida como médico, experimenté tantos sentimientos confusos y contradictorios como ahora. No me lo quitaba de la cabeza durante el día, y por la noche soñaba con él. En varias ocasiones tuve el teléfono en la mano, dispuesto a llamar a la policía.
En mi interior sentía también el peso de una gran duda. Era demasiado improbable, demasiado terrible pensar que Jansson realmente habría podido dejarme morir dentro.
Quizá lo que más temía era el día en que Jansson regresara de ese viaje del que yo nada sabía. ¿Cómo iba a enfrentarme a él? Había dicho tres días. Ya habían pasado semanas.
Fueron días en los que yo daba vueltas de un lado para otro como si estuviera en una jaula bajo el pertinaz frío. Me obligaba a continuar bañándome todas las mañanas. Pero ni siquiera el agua helada me permitía pensar con mayor claridad. En mi cabeza, Jansson se había transformado de un amable postillón a bordo de su barco en algo que no podía describir más que como un monstruo.
Hablaba todos los días con Louise. Agnes ya estaba totalmente recuperada. Yo no hacía preguntas sobre cómo vivían. De dónde sacaban el dinero. Me costaba imaginarme que Louise saliera a ganarse su sustento de carterista con una niña pequeña en casa. Pero yo no podía saberlo y, quizá, tampoco quería saberlo.
Fue después de una de esas conversaciones telefónicas con Louise cuando se me ocurrió pensar en una ocasión en que mi padre volvió a casa demasiado pronto. Al entrar en la cocina se tambaleaba. Estaba borracho, traía el pelo de punta y estaba furioso y desesperado. La cólera la traía en la cara, como una máscara, donde cada músculo parecía haberse quedado congelado en un espasmo. La desesperación se reflejaba en sus ojos. Yo tendría unos diez años cuando aquello sucedió. Mi madre cerró la puerta de la cocina, pero dejó un resquicio abierto. He comprendido después que ella lo hizo para que yo pudiera escuchar lo que se decía allí dentro, quizá también para que viera cómo una persona podía llegar a sentirse tan destrozado como mi padre, y, al mismo tiempo, ser receptivo al consuelo y conseguir levantarse una vez más de su humillación.
Yo no veía mucho por la rendija de la puerta. Pero oía claramente lo que se decía.
Lo que había ocurrido era lo habitual. Mi padre se había peleado con el dueño del restaurante. La reconciliación había sido imposible. Mi padre había sido despedido en la cocina del restaurante. Él había tirado al suelo su paño de camarero y había salido del restaurante. El dueño lo había seguido hasta la calle. En un arrebato de cólera se insultaron hasta que no les quedaron más palabras, solo gemidos, suspiros, quizá, al final, apenas algún gruñido impotente. Llovía. Habían estado allí como dos perros empapados.
Que a mi padre lo despidieran en circunstancias dramáticas era algo que ocurría a menudo. Era una situación que se repetía con frecuencia: mi padre, sentado a la mesa de la cocina, quejándose, y mi madre haciéndole recuperar poco a poco la confianza en el género humano y, sobre todo, en sí mismo. Pero justo aquella tarde, él dijo algo que rompía su queja reiterada y su discurso sobre las continuas humillaciones a las que lo sometían.
Al parecer, durante el día, cuando había poco trabajo en el restaurante, mi padre había estado hojeando una revista que había quedado olvidada en una mesa. Allí había leído que un emperador chino, hacía mucho tiempo, había ordenado colocar un gran tambor a la entrada del palacio. Cualquiera podía detenerse allí, dar unos golpes fuertes y, después, exponer su queja a un sirviente, que inmediatamente se la transmitiría al emperador. Todos podían transmitir su queja sin correr el riesgo de sufrir la cólera imperial.
—En ningún sitio existen esos tambores —se quejaba mi padre—. En ninguna parte puedes llegar, con unos golpes de tambor, hasta alguien que escuche todas las injusticias que tienes que soportar.
¿Por qué pensé en mi padre y en el tambor imperial al hablar con Louise por teléfono? No había ninguna relación. Un camarero y una carterista no tenían nada en común. Lo único que podía imaginarme es que ambos, de alguna manera, deseaban vivir en un mundo diferente, más razonable, donde el tambor fuera el signo de una justicia que incluyera a todos.
Escribí unas palabras en una nota dentro de la caravana.
«Tambor imperial. El llanto de mi padre en la mesa de la cocina. ¿Qué relación existe?».
El día posterior a mi conversación con Louise y a mis reflexiones en torno a algo que había tenido lugar sesenta años antes en la mesa de la cocina, oí que se acercaba el barco de Jansson. Inmediatamente tuve palpitaciones. Me encontraba dentro de la caravana cuando oí el barco. Abrí la puerta y escuché. Era él, no podía ser nadie más.
Jansson parecía el de siempre. Su manera de alzar el brazo derecho despacio, algo rígido, antes de saludar con los dedos separados. No dejaba de saludar hasta que yo levantaba la mano. No podía creer que hubiese descubierto mi visita secreta a Stångskär. Si ese era el caso, lo disimulaba bien.
Había pasado la amarra desde la proa hasta el techo de la cabina. Cuando llegó al embarcadero, la lanzó hacia mí con un impulso certero. Yo la agarré y la até alrededor del poste más cercano.
Jansson bajó a tierra.
—Mi hermano estaba bien —dijo, y se sentó en el extremo del banco—. Pero el viaje se prolongó más de lo que yo había pensado.
Se quitó la bota izquierda y la sacudió, un pequeño trozo de piña cayó de dentro antes de que se la volviera a poner.
Yo seguía de pie mirando a ese hombre a quien conocía desde hacía tantos años. Pero ahora me daba cuenta de que apenas conocía una pequeña parte de una persona ambigua y compleja. No había sospechado que detrás del hombre que durante todos estos años había repartido el correo en las islas se ocultaba un ser complicado, casi terrorífico.
¿Sabía él mismo quién era? ¿Sabemos alguno de nosotros quiénes somos realmente?
No tenía ninguna respuesta. A lo único que podía agarrarme en ese momento era a lo incomprensible.
Un postillón canoso que era también un pirómano sin escrúpulos.
Si la intensa luz no me hubiera despertado, habría ardido dentro. La viuda Westerfeldt también habría podido sufrir la terrible fuerza del fuego. Él tampoco podía saber si los Valfridsson se encontraban o no en su isla.
Me sentía impotente ante el hombre que estaba sentado en el banco.
—No sueles venir si no tienes ningún recado —dije yo.
—Solo quería decirte que mi hermano está bien. Pero vivir en una gran ciudad no me parece seguro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Cómo puede uno cuidar de sí mismo cuando está todo el tiempo a punto de que le pisen los demás?
De pronto me asaltó la idea de que Jansson quizá no tenía ningún hermano. Podía ser tan falso como tantas otras cosas. El hombre que estaba sentado en el banco le había pegado fuego a mi casa y luego, cuando no tenía casa, me había ofrecido la suya. Me había traído incluso una bota de lluvia para sustituir la que se me había quemado. Había celebrado la Nochevieja conmigo, se había ido a su casa para acostarse, pero se había dirigido a otra casa y la había incendiado. Y entre esas dos casas incendiadas, le había pegado fuego a otra más.
Aquello no podía esperar más. Tenía que decir las cosas como eran.
—¿Por qué? —pregunté.
Jansson me miró.
—¿Me has dicho algo?
—Aquí no hay nadie más.
—No he oído muy bien lo que has dicho.
—Claro que lo has oído.
Se veía que Jansson todavía no se imaginaba que yo lo sabía. ¿Cómo podía estar tan seguro de que nadie iba a descubrir sus huellas? ¿Es que ni siquiera ponía cuidado?
—Me gustaría tomar un café —dijo de repente.
En todos los años que me había visitado no había ocurrido nunca que él mismo me pidiera un café. Ahora ocurría. Me pregunté si, a pesar de todo, eso no querría decir algo. ¿Debería asustarme? Si podía quemar las casas con gente durmiendo dentro, podía sacar un martillo y darme un golpe en la cabeza.
Subimos hasta la caravana. Uno al lado del otro, Jansson con su paso habitual, ligeramente como un pato. Él se sentó en la litera mientras yo preparaba el café. Me preguntó qué tal estaban Louise y Agnes, habló de Lisa Modin. Pero cuando empezó a preguntar cómo iba con los planes para construir la nueva casa, estuve a punto de tirarle el agua hirviendo a la cara y a las manos.
No lo hice. Pero dejé de preparar el café.
—Ahora lárgate —le dije—. Lárgate y no vuelvas a aparecer por aquí.
Jansson se estremeció.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. No te entiendo.
Yo había abierto la puerta de la caravana. Pero él seguía sentado en la litera como si no entendiera.
Naturalmente, lo entendía. Tal vez no había notado que yo había estado en su casa mientras él se encontraba de viaje para visitar a alguien que quizá fuera su hermano. Pero que yo sabía que era él quien provocaba los incendios, de eso no le cabía ninguna duda.
—Veo que has abierto la puerta —dijo—. Pero sigo sin entender qué quieres. ¿Me estás echando?
Volví a cerrar la puerta. Ahora, en cambio, quería impedir que él huyera de allí.
¿Por qué había quemado mi casa cuando yo estaba allí durmiendo? ¿Era la casa o a mí a quien quería destruir? ¿O era otra cosa?
—Sé que fuiste tú —dije—. Sé que le puedo contar tantas cosas a la policía que una investigación haría que te condenaran. Tengo pruebas, puesto que algunas prendas en tu cesto de la ropa sucia huelen a gasolina. Me pregunto si tú, en el fondo, no querías que yo descubriera la verdad. ¿No fue por eso por lo que viniste aquí y me contaste que ibas a viajar para visitar a tu hermano? Que puede que exista o no. Esperabas que fuera a tu isla. Si realmente hubieras querido ocultar las huellas, lógicamente habrías lavado todo lo que tenía que ver con los incendios. Tú eres como un delincuente que escribe cartas a la policía para darle pistas. Pero ¿quién eres tú? ¿Has estado siempre al acecho, esperando el momento adecuado para quemar casas y, quizá, aniquilar también a las personas que viven en ellas? ¿Ha sido este tu sueño? ¿Lo que has estado pensando mientras navegabas por aquí con tus cartas, tus periódicos y tus avisos de pensiones? ¿Que un día te convertirías en otro bien distinto? La persona buena y amable que se vuelve mala e incomprensible.
Jansson estaba callado.
—Quizá esa camisa del cesto de la ropa sucia que huele a gasolina no sea suficiente para condenarte —continué—. Pero seguro que la policía encontrará más pruebas. Si no confiesas tú mismo, vas a pasarte muchos años en la cárcel. Dado que eres tan viejo, morirás en la cárcel. O también puede que juzguen que estás loco. Entonces te encerrarán con otros locos por tiempo indefinido. Pero estar en la cárcel seguro que no es lo peor. Eso tal vez podrías soportarlo. ¿Pero podrás vivir sabiendo que la gente aquí, en las islas, te detesta? ¿Que el único recuerdo que quedará de ti será la imagen de un hombre malo que dejó de repartir el correo y empezó a quemar las hermosas casas de estas islas?
Jansson ya no fingía no entenderme. Estaba acurrucado en la litera con las manos descansando pesadamente en las rodillas, la cara agachada.
—¿Por qué? —grité—. ¿Por qué me llamaste con un pañuelo delante de la boca para avisarme de que podía venir la policía?
Jansson no respondió. Estaba inmóvil, como si se hubiera quedado congelado en un gesto de negación que no se pudiese romper ni de un martillazo.
Yo estaba allí, al lado de la puerta, y me sentí tan indefenso como suponía que se sentía Jansson.
—¿Por qué? —volví a preguntar—. ¿Por qué quisiste matarme?
Jansson se irguió. Me miró con una mirada que solo expresaba estupor.
—Yo no he querido matarte —dijo—. ¿Por qué dices eso?
—Yo estaba acostado durmiendo. Podía haberme quemado dentro.
—Entonces te habría ayudado. Si no te hubieras despertado.
—¿Entonces seguías ahí, viendo cómo se propagaba el fuego?
—Esperé a que te despertaras.
Traté de imaginarme toda la situación. Yo que salía corriendo huyendo de las llamas con las botas del mismo pie. Y fuera, entre las sombras, estaba Jansson. Entonces se marchó, para volver enseguida y participar en las labores de extinción del fuego.
Jansson seguía mirándome. Pero no me veía, su mirada se perdía lejos, en un horizonte en el que solo él sabía lo que había. Yo era consciente de que nunca iba a averiguar por qué había hecho lo que había hecho. No existían respuestas, y menos aún alguna que él mismo conociera. Algo se había apagado dentro de su cabeza, se había producido una oscuridad que él quería iluminar desde fuera, con antorchas en forma de casas en llamas.
Jansson se levantó. Yo me hice a un lado. Lo vi bajar despacio hacia el embarcadero. Por primera vez en la vida lo vi caminar sin rumbo.
El barco dio marcha atrás. Yo subí al banco del abuelo. Hacía demasiado frío para sentarme. Permanecí allí arriba contemplando el mar, donde las placas de hielo se movían lentamente. Ya nada corría prisa.
Me pregunté cuáles serían mis siguientes pasos. Lo lógico sería que llamara inmediatamente a Alexandersson y a la guardia costera. Pero no podía. Tenía que entenderlo yo mismo antes de poder confiar en que otros lo fueran a entender. No podía llamar y decir que Jansson era el culpable. Nadie me creería.
Me imaginé que me sentaba con Alexandersson en la caravana y se lo contaba. Él me miraría un rato callado y luego, tras un largo silencio, me preguntaría si realmente podía probar lo que afirmaba. Una camisa que olía a gasolina apenas sería una prueba suficiente.
Lo que yo tenía en la cabeza era un relato incomprensible. No importaba que a mí me pareciera que encajaba cuando repasaba todos los detalles.
Sabía que Alexandersson, si era él con quien hablaba, me preguntaría por qué motivo iba Jansson a pegar fuego a nuestras casas.
¿Por qué?
A esa pregunta yo solo podía responder que no lo sabía. Esa pregunta solo podía responderla el propio Jansson.
¿Qué ocurriría si lo detenían? Al principio se extendería un gran alivio. Pero pronto también se extendería la angustia por que se demostrara que uno de los habitantes del archipiélago de mayor confianza era el hombre al que andaban buscando. Si Jansson era el culpable, ¿de quién podría fiarse uno en adelante? Algo tocaría a su fin aquí en las islas, quizá lo último que nos mantenía unidos. La confianza, el deseo de ayudar al que lo necesitaba. No solo portando los ataúdes de los demás cuando se presentaba el momento.
Podía ver a la gente delante de mí. De dos en dos, hablando en voz baja en los muelles o dentro, en el puerto. Nuestros estériles intentos de comprender. Seguro que habría más de uno que en un arrebato de cólera diría que deberíamos quemar la casa de Jansson en Stångskär. Pero, naturalmente, nadie estaría dispuesto a hacerlo.
Pensé en Jansson con rabia y con asombro. No obstante, su soledad había sido mucho más grande que la mía.
El tiempo pasaba. Yo seguí sin decir nada. Nadie parecía sospechar de Jansson. Por lo que oí, la policía no tenía pistas. La investigación de los incendios estaba estancada.
Sopesé si debía enviar una carta anónima a la policía en la que acusara a Jansson de haber provocado los incendios. Pero no lo hice. No confiaba en mi propio juicio. Sobre todo porque yo, en el fondo, no podía imaginarme que Jansson hubiera sido una persona tan radicalmente distinta de la que todos habíamos creído.
Me preguntaba si había enfermado. ¿Podría haber sufrido un tumor cerebral que hubiera afectado las funciones de una parte de su cerebro y hubiera distorsionado su forma de pensar? No había respuesta, solo un cúmulo de preguntas que aumentaba sin cesar.
Algunas noches soñé que él le pegaba fuego a la caravana y que yo salía gritando en mitad de la noche.
El día 30 de abril, noche de Walpurgis, llegó Kolbjörn con su transbordador. Lo acompañaban su hijo Anton y uno de los amigos de Anton, al que llamaban Stöten. Juntos bajamos la caravana y la subimos a bordo del barco. Kolbjörn había realizado una instalación eléctrica provisional tirando un cable entre la isla y el islote. Él se reía de que aquello fue totalmente ilegal. Pero, al mismo tiempo, me prometió que no había ningún riesgo de sufrir cortocircuitos peligrosos.
Subimos la caravana al transbordador con ayuda de mi fueraborda. Kolbjörn sacó algunas fotografías con su teléfono.
—Hacía cuarenta y cinco años que no transportábamos vacas en este barco —comentó Kolbjörn—. Pero mi padre siempre nos dijo que lo conserváramos. Uno nunca puede saber lo que va a necesitar en el futuro. Y ahora lo usamos para transportar una caravana.
Se quedó en silencio contemplando su barco para transportar vacas.
—Es raro lo de la policía —dijo—. No tienen una sola pista. Ningún sospechoso de los incendios.
—Seguro que no es tan fácil —observé yo—. Parece que nadie ha salido ganando con ellos.
Kolbjörn hizo una mueca y sacudió la cabeza.
—Trato de entenderlo. Pero no lo consigo. Seguro que todos lo intentan. Quizá habría que ser tan práctico como Jansson.
Yo me estremecí cuando Kolbjörn nombró a Jansson. Pero él pareció no notar mi reacción.
—¿Qué dice Jansson?
—Ha escrito una carta al ayuntamiento proponiendo que todos los que viven aquí fuera durante el invierno reciban del ayuntamiento un extintor gratis.
—¿Ha propuesto eso Jansson?
—Una propuesta sensata de verdad.
Pensé inmediatamente que estaba a punto de volverme loco. ¿Qué pretendía Jansson? ¿Por qué se reía de todos los que vivíamos aquí en el archipiélago?
—Seguro que el ayuntamiento nos dará nuestros extintores —afirmó Kolbjörn—. Pero a Jansson no se lo agradecerá nadie.
—No —dije—. Seguro que no.
Me temblaba la voz. Kolbjörn me miró. Yo sonreí. Una sonrisa que decía: no me pasa nada.
Kolbjörn había preparado a conciencia el traslado de la caravana hasta la hondonada del islote.
Había colocado una pista de tablas gruesas y había organizado un complicado sistema de poleas y sogas. Todo funcionó y la caravana enseguida llegó a su sitio. Kolbjörn conectó la luz. Yo había comprado una botella de champán y la compartimos. Lo bebimos a morro como si fuese aguardiente.
Dormí mi primera noche en el islote sin necesidad de usar la tienda de campaña. Por la noche soñé que me encontraba a bordo de un barco. El islote se había despegado de la roca madre y me conducía hacia el lejano Öresund.
A la mañana siguiente me desperté temprano. En el aire de aquel primero de mayo se notaba calor. Les había dicho tanto a Kolbjörn como a Anton que se tomaran libre ese día de fiesta, antes de empezar con el trabajo de construcción de la casa nueva.
—No hay que esperar innecesariamente —replicó Kolbjörn.
Después de desayunar me trasladé a la isla y aguardé su llegada. El barco con la pequeña excavadora, la caseta y muchas herramientas llegó sobre las nueve. Yo estaba sentado abajo, en el banco junto al embarcadero, y vi cómo empezaba todo. Anton era un hombre muy trabajador. «Le gusta tanto su trabajo como a su padre», pensé. Con su excavadora tardaría poco tiempo en limpiar las ruinas y en hacer sitio para la nueva casa.
Se prepararon para volver a casa a las seis. Un mirlo se había posado en el techo de la caseta de obra. Fue el primer mirlo que escuché ese año.
Los acompañé hasta el embarcadero.
—Quiero enterrar un recuerdo en la nueva casa —le dije a Kolbjörn cuando estábamos en el embarcadero, mientras Anton arrancaba el motor.
—¿Es grande?
—Un bote pequeño con una hebilla.
De pronto, Kolbjörn me miró muy interesado.
—Una hebilla muy bonita. —Añadí—. Tiene un significado especial para mí.
—Mañana prepararé un hoyo. Le pediré a Anton que lo cave en medio de los cimientos. Traeremos cemento expansivo por si hay alguna piedra y la quitaremos.
Me despedí de ellos con la mano cuando se fueron, al tiempo que me preguntaba qué cosa tan maravillosa podía ser ese cemento expansivo que movía las piedras.
Apenas había desaparecido el barco al doblar el cabo cuando asomó la proa de otra embarcación. Era una lancha rápida con el casco de aluminio que al principio no reconocí. Pero cuando se acercó pude ver la publicidad de una cafetería decorando el lado de babor, y me di cuenta de que era el barco de Veronika.
Salvo para los preparativos de la fiesta de Nochevieja, Veronika no había visitado nunca la isla. Eso me inquietó. Debía de haber pasado algo.
Fondeó y subió al embarcadero. Tenía la amarra en la mano. Pude ver en sus ojos que mis presentimientos eran ciertos.
—¿Se ha puesto en contacto contigo la guardia costera? —me preguntó.
—No.
—¿Entonces no sabes nada?
Me senté en el banco. No me quería caer redondo si lo que tenía que contarme era demasiado duro. Ella se sentó a mi lado. Sujetaba el barco como si llevara de la correa a un perro.
—Jansson se ha largado. Se ha marchado en su barco. En dirección a mar abierto. La guardia costera, que volvía de Landsort, lo vio más allá de las islas exteriores. Se acercaron para averiguar si tenía problemas. Jansson parecía el de siempre. Que pronto daría la vuelta, les dijo. Alexandersson decidió dejarlo en paz. Jansson es como es. Pero cuando atracaron en el puerto y subieron a la oficina, había un mensaje en el contestador. Jansson había gritado que no quería que lo buscaran. Y que, en cualquier caso, nadie lo encontraría. Han vuelto a salir, y lo buscarán hasta que se haga de noche. Todos se preguntan lógicamente si Jansson se ha vuelto loco.
Escuché a Veronika con la sensación de que no me sorprendía en absoluto.
Jansson iba a desaparecer. Se llenaría el cuerpo de somníferos, se ataría con plomos, anclas y cadenas y abriría un pequeño agujero en el barco para que se fuera hundiendo despacio. Nadie podría estar jamás seguro de lo que había ocurrido. Nadie lo encontraría.
—Jansson siempre ha sido un poco raro —dije yo tímidamente.
—A mí me parece que es la persona más normal que hay aquí fuera en las islas. ¿A qué te refieres con un poco raro? —preguntó Veronika.
—Quizá lo que quiero decir es que él es muy suyo. Soltero, sin hijos.
—Yo tampoco estoy casada. Tampoco tengo hijos.
—Tú no tienes setenta años.
—Jansson es tímido. Pero no le veo ningún otro defecto. Imagínate que se quiera suicidar. Tiene que haber pasado algo.
De repente, fue como si ella me diera la respuesta. Estábamos sentados en el banco donde había examinado a Jansson tantas veces sin haber encontrado nunca ninguna enfermedad. Tal vez, a pesar de todo, al final se la habían encontrado.
—Como médico tengo la obligación de guardar silencio sobre mis pacientes —expliqué yo—. Lo que te voy a decir ahora no se lo he contado nunca a nadie. Si se difunde en las islas, sabré que eres tú quien ha traicionado mi confianza.
—¡Yo nunca traiciono la confianza de nadie!
Yo sabía que ella no iba a decir nada.
Elegí deprisa entre los diagnósticos imaginables, donde solo cabía un desenlace si no se producía un milagro.
—Jansson tiene cáncer —dije—. Un cáncer grave, incurable, de páncreas, y se ha extendido al hígado. No llegará al verano.
Veronika comprendió. Un médico decía siempre la verdad. Tal vez había decidido hablar conmigo porque suponía que Jansson estaba enfermo. No había otra explicación para su desaparición.
—¿Tiene dolores?
—Hasta ahora ha sido posible aliviarlos. No sé cómo será de aquí en adelante.
—¿No se puede hacer nada?
—Nada.
No había mucho más que decir. Veronika seguía con la amarra en la mano.
—No lo puedo soportar —dijo después de un rato—. Me deshago de la cafetería y me largo.
—¿Adónde?
—No lo sé, pero a mar abierto no.
Se levantó de golpe.
—De todas formas, quería que lo supieras —dijo—. Y ahora la que sabe soy yo.
Salió del embarcadero pisando el acelerador.
Nadie encontraría nunca a Jansson. Si había decidido morir y llevarse consigo los incendios a la tumba, lo haría. La última carta no llegaría nunca a su remitente.
Tampoco se dirigiría a alta mar para perderse en el horizonte. Si conocía bien a Jansson, este había engañado a Alexandersson. Cuando volviera a quedarse solo cambiaría el curso y volvería al archipiélago. Existían muchas fosas de casi cien metros de profundidad, entre las que podía elegir dónde hundirse. Nadie lo encontraría, puesto que todos creerían que había desaparecido lejos, en mar abierto.
Me levanté del banco. Era un instante simple y lúcido de mi vida. Mi clínica en el embarcadero estaba cerrada y no volvería a abrir.
Mi casa se empezó a construir. Como un peón que más que nada andaba por medio ayudé a Kolbjörn y a su hijo. Sobre todo podía ayudar cuando no estaban seguros de cómo eran algunos detalles de la vivienda. La casa que yo guardaba en mi memoria nunca había ardido.
Ya a finales de junio Kolbjörn dijo que podría mudarme en agosto.
Veronika había vendido su cafetería a una pareja iraní. Decidí organizar yo mismo la fiesta de inauguración.
Lisa Modin venía a menudo de visita y vio crecer la casa. Dentro de mí aún añoraba ese amor que ella no podía darme. Pero yo estaba cada vez más agradecido por su compañía. Yo era un hombre viejo que tenía una amiga. Ella hacía que me sublevara contra mi permanente desánimo.
Soportaba ver mi cara en el espejo. Me afeitaba bien, no hacía concesiones. Gracias a ella tenía algo por lo que seguir adelante.
Pero no me hacía ilusiones. Un día, ella desaparecería. A otro periódico, un canal de televisión, otra ciudad. No sabía cómo iba a reaccionar yo entonces. Pero tenía a Louise y a su familia, que era también la mía.
Louise me prometió venir a la inauguración de la casa. Iba a traer consigo a toda su familia, no solo a Agnes.
Pero durante todo ese tiempo, mientras la casa iba creciendo, pensaba en Jansson, en Oslovski, en Nordin. No podía entender en absoluto por qué había de dejar de relacionarme con viejos amigos solo porque estuvieran muertos.
Seguí hablando con ellos, escuchándolos, recordándolos. Seguí tratando de imaginarme la muerte de Jansson, el último instante de Nordin y si Oslovski había alcanzado a darse cuenta de que era la muerte quien la saludaba en el garaje, donde ella vivía con su DeSoto Fireflite de 1958.
Me veía a mí mismo en esas personas. Y me di cuenta, durante aquella primavera y aquel verano en que se construía la casa, de que probablemente esas personas también se habrían visto a sí mismas en mí.
Julio fue un mes inusualmente cálido. Las primeras semanas de agosto cayó mucha lluvia.
Pero el 27 de agosto entré a vivir en la casa, aunque algunas habitaciones todavía no tenían muebles.
Por la tarde llegó Lisa Modin y se quedó a pasar la noche. Pero, naturalmente, durmió en su propia habitación.
Al día siguiente Kolbjörn, que se había ofrecido a recogerlos en el puerto, vendría con Louise, Agnes y el resto de mi familia.
Por la mañana temprano me di mi baño matinal y me tomé la tensión en el banco que pertenecía ahora y para siempre a una clínica cerrada.
Era un hombre viejo. Sin embargo, como médico podía decirme a mí mismo que me encontraba bien.
Salí al extremo del embarcadero y tiré mi viejo estetoscopio al agua. Cayó como una culebra muerta hacia el cenagoso fondo.
En ese instante descubrí algo que al principio no creí que fuera cierto. Después me convencí de que realmente se trataba de una perca. No era grande, pero no cabía duda de que lo era.
Vi lo que vi. Un pez había vuelto y él mismo se me había ofrecido como un regalo.
El estetoscopio se había posado tranquilo en el fondo.
En unos días estaría enterrado bajo ese fango que todo lo consume.
Cuando estaba allí en el embarcadero, de pronto sonó el teléfono. Era Margareta Nordin.
Me dijo que mis botas por fin habían llegado.
Su alegría era más que evidente.
Subí hasta la casa que se había levantado de las cenizas. Pensé en aquel día, hacía casi diez años, en que retiré el hormiguero que había ido creciendo debajo de la mesa del comedor en el cuarto de estar de la antigua casa. Fue un día de mucha satisfacción.
En el cuarto que sustituía a aquel donde las hormigas habían construido su hormiguero había colocado una mesa que encontré en medio de todas las golondrinas muertas en el desván del cobertizo. Allí estaba ahora el tarro de cristal con los restos de pegamento y lo que quedaba de la vieja jaula. El folleto con instrucciones de cómo había que cuidar a los pájaros cantores solía hojearlo por las noches antes de dormirme.
Un día llegaría a comprender por qué mi abuelo y mi abuela se habían dedicado a capturar pájaros pequeños con palitos de madera untados de pegamento. No pensaba cejar. Esa era una tarea apropiada para un hombre viejo como yo.
Contemplé el manzano, que había lavado con agua y jabón. Había recuperado su color natural. Lo que no sabía era si iba a dar fruta.
Debajo de la casa, en la tierra, estaba enterrada en un bote de hojalata la hebilla de Giaconelli. Me daba confianza pensar que había sobrevivido a las violentas llamas.
Ya estábamos a finales de agosto.
Pronto llegaría el otoño.
Pero la oscuridad ya no me asustaba.