24

El frío se mantuvo ininterrumpidamente durante la semana que siguió al día de Reyes. En las bahías y en las ensenadas se empezó a formar una capa de hielo. Yo aún no necesitaba el hacha para hacer un agujero en el hielo cuando bajaba por las mañanas a darme mi baño. Pero el vapor flotaba denso sobre el agua, cuya superficie cada vez más negra pronto se volvería a helar.

Dos días después del encuentro en la Asociación Cultural Local estaba sentado en la caravana haciendo un solitario, cuando empecé a sentir un malestar que no me afectaba al estómago, sino a la cabeza. Fue como un pinchazo. Dejé las cartas, me puse la cazadora y salí afuera. No sabía qué me había provocado aquel malestar. Había hablado con Louise la noche anterior. Todo iba bien. Prometió enviarme fotos de Agnes. Cuando le pregunté si necesitaban dinero, ella solo se echó a reír y dijo que me mantendría informado cuando la pobreza amenazara seriamente su hogar.

También había hablado con Lisa Modin. Ella se encontraba en el coche camino de Estocolmo. La conversación fue breve. Iba a una fiesta de compañeros de clase, a la que aceptó acudir después de muchas dudas. Prometimos ponernos en contacto cuando volviera.

Di una vuelta a la isla. Sobre el lugar del incendio y los escombros negros la escarcha relucía como el cristal. Subí al banco de mi abuelo y me senté encima de los guantes que llevaba en el bolsillo de la cazadora.

El invierno se había recrudecido. Es como si todos los años llegara un momento en que las islas y las bahías cerraran las puertas. No puede entrar ni salir nada. La tienda está cerrada, las persianas bajadas. A veces, esto ocurre muy temprano, como a finales de noviembre o principios de diciembre, otras veces se puede retrasar incluso hasta febrero.

Algunos años, el archipiélago no se cierra. Mi abuelo solía decir que si no se formaba una capa de hielo y la nieve no cubría con su manto el archipiélago, habría mala pesca en verano. Yo le pregunté una vez a Jansson si eso era verdad. Respondió tajante que no. Pero cuando le comenté que había sido mi abuelo quien había pronunciado aquellas palabras, entonces cambió inmediatamente de opinión.

El malestar en la cabeza había dado paso a un vago dolor amortiguado. Decidí ir remando hasta mi tienda de campaña. Quizá el malestar se debiera a que había pasado demasiado tiempo sentado a la mesa dentro de la caravana. Necesitaba moverme. Bajé al cobertizo y empujé el bote. El viento estaba en calma. Batí los remos con fuerza y enseguida empecé a sudar. Descansaba cada quince golpes de remo, antes de continuar.

Cuando yo tenía cinco años, mi abuelo me construyó un barco de juguete. Utilizó tableros de masonita, que ensambló con el espejo de popa y la proa de madera de pino. Los remos eran de aliso. Aún podía recordar aquel barco como la propiedad más querida de mi infancia.

¿Sería yo capaz de construir uno parecido para Agnes? Tenía mis dudas. Era un trabajo demasiado grande para un carpintero demasiado pequeño. Pero tal vez se lo podía encargar a Kolbjörn Eriksson. Había oído que, inopinadamente, tenía grandes conocimientos en el difícil arte de construir barcos.

El bote golpeó las rocas. Me bajé y lo saqué del agua. La tienda estaba bien afianzada en la pequeña hondonada al pie de las rocas. Había visitado el islote cada vez que el viento había soplado con fuerza a lo largo del otoño. Pero la tienda seguía en su sitio.

Enseguida me di cuenta de que habían vuelto los visitantes desconocidos. Las piedras colocadas para encender lumbre eran más grandes. Habían construido también un nuevo artilugio para colgar la cafetera. Abrí la tienda. Me asaltó un olor que pude identificar de inmediato. Acetona. ¿Podía ser una mujer quien de vez en cuando visitaba el islote en secreto? La acetona me hizo pensar en laca de uñas. Harriet la usaba. Y creo que Louise llevaba las uñas pintadas cuando la vi en París.

Lógicamente, me di cuenta de que existía otra posibilidad más alarmante. La acetona era un importante ingrediente en la fabricación de drogas sintéticas, sobre todo de la conocida como Spice. ¿Sería un drogadicto quien de vez en cuando se refugiaba en mi tienda?

La sola idea me indignó. Durante toda mi vida había sentido antipatía por las personas que destrozaban sus vidas con las drogas. Como cirujano, me vi muchas veces obligado a operar a personas bajo la influencia de las drogas, que bien habían sufrido un accidente o habían sido apuñalados en ajustes de cuentas por los caros compuestos químicos. Cuando se encontraban sobre la mesa de operaciones, indefensos bajo mis bisturís, pensé a menudo que hacía lo que debía, pero que no me importaba cómo les fuese después.

Ninguno de mis colegas con los que intenté hablar de lo que sentía cuando operaba a un drogadicto parecía estar de acuerdo conmigo. No volví a hablar de ello y pensé que, con toda probabilidad, yo era una persona inadecuada para mi profesión en lo tocante al valor de las personas.

Eso contribuyó seguramente a que me encolerizara aquel olor. Me arrastré fuera de la tienda, la cerré, sopesé desmontarla. Después eché un vistazo al resto del islote. En la grieta de una roca, oculto discretamente detrás de musgo arrancado, había un pequeño montón de basura. Cuando revolví entre los desperdicios, que consistían sobre todo en envases de leche y pan, encontré un fragmento de goma negra rasgada. Primero creí que se trataba de un trozo del neumático de una bicicleta. Después me di cuenta de que era un jirón de un traje de buzo. Pero la respuesta no me pareció convincente. En mis islas no buceaba nadie en invierno. Había escasas posibilidades de que el trozo de goma hubiese llegado a la deriva por el sur del islote, que es donde lo encontré. El viento soplaba aquí casi siempre desde tierra.

En ese preciso instante comprendí que no pertenecía a un traje de buzo. Lo que había encontrado era un trozo de una prenda que los surfistas utilizan para protegerse del viento y el frío del agua.

Así pues, mi visitante había sido el surfista vestido de negro que había aparecido en otoño y que en varias ocasiones había empujado su tabla y su vela hacia mar abierto.

Me quedé quieto y observé el horizonte. Pero allí no había nada que ver aparte de los nubarrones, que se acercaban lentamente desde el golfo de Finlandia.

Di la vuelta al islote una vez más sin poder encontrar ninguna huella reciente.

No podía dedicar mi tiempo a darle vueltas a quién podría ser mi visitante desconocido. Cuando bajé al bote para remar hasta casa, decidí que ya era hora de pasar a la lucha cuerpo a cuerpo con la compañía de seguros y ocuparme de que el proyecto de nueva construcción se pusiera en marcha. No tenía tiempo que perder, ni por mí ni por mi hija y mi nieta.

Remé hacia casa. De vez en cuando apoyaba los remos y miraba abajo en el agua oscura. Esperaba encontrar de nuevo una red de arrastre a la deriva, que apareciera silenciosamente allí en el fondo como un animal carnívoro en busca de su presa. Pero el mar estaba vacío. Negro, sin luz.

Subí a las ruinas del incendio y me imaginé la casa levantándose de nuevo poco a poco. Aunque todas mis fotografías se habían perdido en el incendio, sabía que la Asociación Cultural había contratado alguna vez a un fotógrafo cuando vivían mi abuelo y mi abuela. El fotógrafo había documentado las casas y los cobertizos del archipiélago, y las fotografías se conservaban en el archivo de la asociación. Debería haber pensado en ello cuando asistí a la reunión sobre los incendios. Wiman era el archivero de la asociación y habría podido ayudarme.

En varias ocasiones me habían ofrecido entrar a formar parte de la junta directiva de la asociación. Siempre se lo había agradecido pero había rehusado, aunque cada vez con más remordimientos. Jansson, que había sido miembro de la junta directiva en varias ocasiones, me había contado que se reunían, como mucho, cuatro veces al año. El trabajo no era abrumador, y uno resultaba de utilidad para una asociación que defendía, más que otras, los intereses de los isleños.

También sabía que Jansson no contaba toda la verdad. Me había llegado el rumor, sin la intermediación de Jansson, de que los enfrentamientos entre los distintos miembros y grupos dentro de la Asociación Cultural eran violentos. Había temporadas en que parecía existir una guerra declarada entre las distintas facciones. Yo no había podido entender nunca cuáles eran los factores que provocaban aquellas violentas tensiones. Pero a mí me daba la impresión de que, probablemente, se trataba, más que nada, de que solo había un corral y los gallos aspirantes eran muchos más.

Llamé a Wiman y contestó él mismo. Lo elogié por su manera de dirigir la reunión y le pregunté después por las fotografías de mi casa. Prometió buscar en el archivo para ver lo que había.

—Aquí las cosas nunca han estado muy ordenadas —comentó—. En el archivo reina el caos y la confusión, creados por los archiveros para que sea imposible encontrar lo que uno busca.

La voz de Wiman se deslizó rápidamente hacia su tono de predicador. Yo me apresuré a terminar la conversación, le prometí volver a llamar y arrojé el teléfono entre las cartas esparcidas por la mesa.

La hora siguiente jugué al póquer conmigo mismo. Esa es la expresión más triste que conozco de la soledad. Por otra parte, nunca me siento tan derrotado por el aburrimiento y el cansancio como cuando intento ganarme dinero a mí mismo.

No se puede caer más hondo en la soledad.

Después, a última hora de la tarde, estuve un buen rato haciendo anotaciones en torno a la construcción de la casa, que esperaba que se pusiera en marcha a principios de la primavera. Puesto que no había necesidad de cavar para volver a construir un sótano, para empezar, solo había que retirar los escombros del incendio. Pensé consultárselo tanto a Jansson como a Kolbjörn Eriksson. Me importaba un bledo lo que dijera Jansson. Pero no quería ser objeto del rencor y la acritud que me mostraría si pasaba por alto consultarle. Aunque fuera en la opinión de Kolbjörn Eriksson en la que yo confiaba.

Por la noche soñé con cuevas. Vagaba en una oscuridad, que al final resultó tan agobiante que apenas podía respirar. Entonces me desperté. Por el techo de la caravana correteaban ratones. Escuché el viento. Pero todo estaba en calma. Pronto me volví a quedar dormido.

Por un breve instante pensé que quizá no volvería a despertar jamás cuando me volviera a dormir. La muerte, de pronto, me resultó muy cercana.

Pero volví a conciliar el sueño, en mitad del pensamiento, rodeado de ratones que buscaban cobijarse del frío.

Al día siguiente llamé a la compañía aseguradora. Me había imaginado una larga y latosa pelea entre los reacios empleados de la compañía y yo. Pero una vez que conseguí ponerme en contacto con los empleados con los que había hablado antes, todo resultó muy fácil. Demasiado fácil, pensé yo. Tal vez me esperaban más adelante problemas ahora inimaginables. Pero preferí creer lo que ellos me dijeron. La casa se iba a construir a principios de la primavera. Si lo deseaba, podían enviarme un listado de las empresas que ellos podían recomendarme en mi zona.

Después del almuerzo me había decidido a llamar a Kolbjörn, cuando de pronto oí que el barco de Jansson se acercaba por la bahía. Bajé al embarcadero para recibirlo. A veces me parecía poder adivinar por el traqueteo de su motor de qué humor estaba Jansson. Y qué era lo que quería. Naturalmente eran solo figuraciones mías. Pero la idea me divertía.

Jansson entró en el embarcadero junto al cobertizo, pero no apagó el motor. Eso significaba que solo tenía intención de hacer una breve visita. Por lo tanto, no corría el riesgo de que me pidiese que le examinara alguna de sus imaginarias dolencias.

Subió al embarcadero, saludó con la mano y después me entregó un sobre que llevaba dentro de su grueso chaquetón.

—Eres un jubilado —le dije—. Ya no repartes el correo.

—Wiman me pidió que te trajera esto.

Cogí el sobre. La solapa no estaba pegada. Allí estaban las viejas fotografías en blanco y negro de la casa de mis abuelos. Solo entreabrí el sobre para no desvelarle a Jansson el contenido, pero después de guardármelo en el bolsillo interior de la cazadora, comprendí que no había nada con que sorprenderlo. Él, lógicamente, habría abierto el sobre. Me entraron unas ganas irrefrenables de empujarlo al agua fría. Quizá él notó algo, porque dio un paso atrás. Yo sonreí.

—¿Podrías decirle a tu sucesor que a partir de ahora quiero volver a recibir el correo?

—¿Has cambiado de opinión, entonces?

—Justo en este momento he cambiado de opinión. Gracias por venir con las fotografías.

—¿Qué fotografías?

Pensé que había llegado el momento de decirle lo que pensaba. Eso que todos los habitantes de las islas sabían. Que Jansson, durante sus muchos años de postillón, había leído cartas monitorias, cartas de pésame, cartas amenazantes, cartas normales y corrientes, cartas anodinas. Lo había leído todo. Y ahora estaba aquí haciendo como si no supiera que lo que había en el sobre de Wiman eran fotografías.

—Ahora vete —le dije amablemente—. Hoy tengo mucho que hacer. Si quieres te pago por venir con el sobre.

Jansson negó con la cabeza y saltó al barco. Pero se quedó parado con la mano en el poste donde estaba amarrado el barco.

—¿Podría haber sido Oslovski? —preguntó.

Yo no entendí su pregunta.

—Quien quemó las casas.

—¡Por todos los santos del cielo! ¿Por qué iba a hacerlo?

—Nadie sabía nada de ella. Era una extraña. Sabe Dios qué puede pensar una persona con un solo ojo.

La grotesca lógica de Jansson me dejó asombrado. ¿Qué tenía que ver con los incendios el que Oslovski solo tuviera un ojo? Por una vez no pude evitar reaccionar. Normalmente dejaba pasar las tonterías de Jansson. Pero no en esta ocasión.

—De todos los pirómanos imaginables e inimaginables, Oslovski es la menos verosímil. Además está muerta.

Jansson se sintió ofendido. Soltó el poste, quitó la amarra y saltó a la cabina.

Por una vez no nos despedimos cuando él dio marcha atrás para salir del embarcadero.

Volví a subir al lugar del incendio. Algunas cornejas que picoteaban entre las cenizas de las ruinas levantaron el vuelo y desaparecieron batiendo las alas. Iba a enterrar la hebilla de los zapatos de Giaconelli cuando se echaran los cimientos de la nueva casa, en señal de cariño y recuerdo de la casa que en su día había estado allí. Pero también en recuerdo de una persona que había sido un maestro fabricando zapatos.

En una ocasión, cuando tenía la radio puesta por casualidad, entrevistaron a una de las sopranos más conocidas del mundo, que había actuado en todos los grandes escenarios. Le preguntaron qué era lo más importante para una cantante de ópera.

—Buenos zapatos —contestó la soprano sin dudar.

Creo que la comprendí enseguida. Unos buenos zapatos con los que andar, estar de pie y trabajar son igual de importantes para un pescador que para un cirujano.

En esos momentos, lo que más echaba de menos eran las botas de lluvia que había pedido hacía tanto tiempo y que aún no habían llegado.

Saqué el teléfono y marqué el número de la tienda de accesorios de pesca. Después de muchas señales contestó la señora Nordin. Me pregunté si la habría despertado. Tal vez se había preparado un lugar para dormir dentro del almacén durante esta época del año, en la que los clientes eran pocos y el timbre de la puerta apenas sonaba. Sospechaba que podía ser una de las personas de estas islas que hibernaba, cuando el invierno empezaba a apretar la tierra.

Las botas no habían llegado aún.

Me senté en la caravana con las fotografías de Wiman extendidas delante de mí. La más antigua era de principios de la década de 1900. El porche no se había construido todavía. Mi abuelo y mi abuela salen en la foto. Él posa de pie junto a la puerta de la casa mientras que ella está sentada en un taburete al lado. Aún eran jóvenes. Mi abuelo tenía bigote. La barba completa queda lejos. En el reverso de la foto ponía que probablemente hubiera sido tomada por el fotógrafo Robert Sjögren, que viajó por las islas a principios del siglo.

Miré una foto tras otra. La mayoría de las fotografías habían sido tomadas en la fachada. La parte de atrás de la casa no aparecía en ninguna.

En una de las fotos, fechada en el reverso por una mano anónima el verano de 1946, los muebles blancos del jardín aparecen en su sitio. Para entonces, el porche llevaba construido más de veinte años. Con tazas de café y un plato de pastas, el abuelo y la abuela aparecen sentados en las sillas blancas de listones de madera. Un poco en la sombra, como si le intimidara el fotógrafo anónimo, aparece sentado un hombre que en el reverso consta como el labrador Adolf Sundberg.

De pronto me acordé de él. Llegaba hasta mí como un recuerdo lejano, cada vez más cerca, cada vez más nítido. Adolf Sundberg vivió hasta los ciento cuatro años. Como nació en 1899, ya de joven decía que tenía la intención de vivir en tres siglos. Cosa que hizo, pues murió en 2003.

Visitaba con frecuencia a mis abuelos. Como era un buen narrador, yo me mantenía habitualmente cerca de él cuando se sentaba a tomar café en alguna de las sillas blancas.

En una ocasión contó una historia de su familia sobre la que mi abuelo y mi abuela discutían después continuamente. ¿Era cierta o no? Yo no tendría más de diez años. Pero fue entonces cuando, por primera vez, comprendí la enorme, casi inconmensurable, diferencia que existe entre una mentira y una verdad, una fábula y un relato de algo que había ocurrido en el mundo de los sentidos, del que nadie debería dudar.

Él llegó un día al archipiélago como un forastero. Procedía del interior, de la ciudad de Alingsås, allá lejos en Västergötland, en las llanuras arcillosas que se extendían hasta el estrecho de Kattegat. Había sido tripulante en barcos de madera de dos mástiles que recorrían la costa transportando paquetes. Tras una reyerta con el capitán de un buque en el lago Vänern a cuenta de una brújula rota, se enroló en el Blåsut, que estaba desaparejado en Västervik, pero que entonces iba a retomar su ruta entre Gävle y Copenhague. Pasados unos años se despidió, se casó con una chica de Kalmar y después se hizo cargo de una granja que había sido propiedad de un tío de su mujer. De esta manera llegó Sundberg, un chico de Västergötland, a las islas. En una fiesta de la siega en la que había bebido mucho aguardiente, contó la historia que más tarde la gente, cuando se reunía, ponía siempre en duda, y discutía sobre la credibilidad de Sundberg.

En Alingsås, contaba él, sus abuelos habían regentado una farmacia. Uno de los productos más demandados allá por 1840 eran las sanguijuelas. En un viejo estanque que había en el parque de la ciudad, a su abuelo se le había ocurrido la brillante idea de criar sanguijuelas en lugar de las carpas, que habían desaparecido de la cenagosa y maloliente agua. Cada vez que disminuía la reserva de sanguijuelas y los frascos de cristal donde se conservaban empezaban a vaciarse, su abuela sabía lo que le esperaba. No valía la pena protestar, aunque a lo que se la sometía supusiera una reiterada humillación. Al amanecer salían de casa, el abuelo llevaba un palo largo y la abuela iba vestida con una camisa de dormir, que ocultaba bajo un amplio abrigo. Cuando llegaban al estanque, ella seguramente trataba de resistirse, pero no le servía de nada. Se quedaba desnuda; su cuerpo estaba deformado, gordo. Se metía en el estanque hasta que el agua le llegaba hasta el pecho. El abuelo sujetaba el palo para que ella tuviera algo a lo que agarrarse. Si se hubiera caído, se habría ahogado, puesto que no sabía nadar, y el abuelo nunca habría tenido la fuerza suficiente para sacarla. Ella se quedaba allí quieta mientras las excitadas sanguijuelas hincaban los dientes en su exuberante cuerpo. Cuando le parecía que ya había soportado bastantes mordiscos, tiraba del palo y el abuelo la sacaba. Las negras sanguijuelas estaban arracimadas sobre todo en su trasero. Cuando el abuelo espolvoreaba sal sobre ellas, soltaban el bocado y acababan en los tarros de cristal.

Este procedimiento se repetía a intervalos regulares. Pasado un tiempo, todo el mundo en Alingsås conocía el singular espectáculo que se representaba algunas madrugadas durante las estaciones más cálidas del año. Detrás de arbustos y zarzas se escondían curiosos que observaban con avidez cómo la matrona se revolcaba desnuda en el estanque y se quejaba de las sanguijuelas que se aferraban excitadas a sus carnes.

Esta era la historia de Adolf Sundberg, que en el fondo todos creían, si bien la mayoría manifestaba una enorme incredulidad. Sencillamente, uno no podía meter a una vieja desnuda en un estanque de carpas y utilizar su cuerpo como cebo para capturar sanguijuelas. Eso no se podía hacer.

Sin duda, había hombres que trataban mal a sus mujeres, pero aquello era la gota que colmaba el vaso de la indecencia.

Miré largo rato la fotografía de Adolf Sundberg junto a la mesa del café. Oí voces lejanas que regresaban, la voz sosegada de mi abuelo, su manera de expresarse casi insidiosa; la de mi abuela, que no hablaba mucho, pero lo hacía con suma precisión, con hermosas comparaciones que sacaba de una reserva aparentemente infinita. Y después el invitado, Adolf Sundberg, con su sombrero de copa, su barba salvaje y su chaleco reluciente, donde las manchas habían formado a lo largo de los años una película exterior que nunca se lavaba.

Siempre permanecerían ahí sentados en sus sillas blancas. Aunque estuvieran muertos y las sillas se hubieran quemado en el devastador incendio.

La última fotografía en blanco y negro fue tomada el día que mi abuelo cumplió setenta y cinco años, el 19 de junio de 1957. Muchas personas se habían colocado alrededor del porche y de los muebles del jardín delante del fotógrafo, que en esta ocasión se llamaba Tage Palmblad. Al frente, uno al lado del otro, estaban mi abuelo y mi abuela. Pero cuando observé la fotografía más de cerca descubrí, para mi sorpresa, que yo mismo estaba entre los fotografiados. Apretado entre dos primas de la abuela, unas rollizas señoras de Gusum que estaban bastante más interesadas en ver cómo se colocaban ante el objetivo de la cámara que en dejarme espacio suficiente.

Yo tenía trece años cuando se tomó la fotografía. El cabello blanco de tanto sol, pantalones cortos, jersey de rayas, sandalias, cuerpo flaco, inseguro delante de todas aquellas personas.

Pensé que podría invitar a una fiesta de inauguración a todas las personas de las islas que conocía, cuando hubieran levantado de las ruinas la casa. Delante me sentaría yo en una silla, y tendría a Louise y a su familia a mi lado.

Llamé a Wiman y le di las gracias por sus rápidas gestiones en el archivo fotográfico.

—Puede que haya más fotos —comentó—. Pero, como te mencioné, los fondos del archivo están todavía muy desordenados. Aún no he tenido tiempo de organizarlo todo bien.

—Esto es más que suficiente para quienes van a construir la casa nueva —dije yo.

—¿Has pensado en que la casa de los Österström en Skarsholmen se construyó al mismo tiempo? —preguntó Wiman—. Si no me equivoco, fue obra del mismo constructor y los planos fueron los mismos.

Eso significaba que el constructor que yo eligiese podía utilizar la casa de los Österström como un modelo detallado para mi nueva casa.

—No se me había ocurrido —dije yo—. Pero, naturalmente, es muy importante, porque no existen planos. Los constructores eran sus propios arquitectos, junto con quienes trabajaban para ellos.

Después de la conversación con Wiman volví a subir al banco del abuelo. Había echado mano de los prismáticos y los dirigí hacia mi tienda. No pude ver rastros de ninguna persona.

Había empezado a atardecer y tenía frío. Cuando ya estaba casi delante de la caravana oí el teléfono, que sonaba dentro sobre la mesa. Me tropecé con una raíz que asomaba por encima de la superficie del suelo junto a la caravana. Me golpeé la barbilla con el borde de la caravana. Cuando me palpé, se me llenó la mano de sangre. Entré en la caravana sangrando y agarré el teléfono. No había nadie al otro lado. Tomé uno de los paños que había en la encimera de la cocina y me sequé. Noté con la punta de la lengua que un diente de la mandíbula inferior derecha estaba roto. Con la toalla en la cara y la linterna en la mano, salí afuera a mirar en la hierba donde me había caído para ver si estaba allí el trozo de diente. ¿O quizá me lo había tragado sin darme cuenta?

No encontré ningún diente. La lastimada boca tardó mucho tiempo en dejar de sangrar. Saqué unos cubitos de hielo del congelador, los metí en una bolsa de plástico y después me los apreté contra los labios.

Cuando dejó de sangrar me miré la boca en el espejo de afeitar. El diente de la mandíbula inferior había desaparecido. La raíz que quedaba se perdía entre la sangre coagulada. Al apretar el paladar con el dedo noté un fuerte dolor. Al día siguiente tendría que ir al dentista. Ahora era demasiado tarde. De urgencia, quizá me podrían atender en la ciudad, pero ahora no tenía ganas de viajar hasta allí.

Me tomé unos fuertes analgésicos y miré quién me había llamado. Era Louise. Marqué su número. Ocupado. Volví a llamar. Todavía ocupado. Me tumbé en la cama con el teléfono en la mano. La sola idea de tener que dedicar tiempo al dentista me irritaba. O quizá solo me cansaba. Envejecer era perder un poco de fuerza cada día que pasaba. Un día estaría completamente acabado.

Me quedé dormido tal como estaba. La melodía del teléfono me despertó. Era Louise. Sin preguntarle qué tal estaban ella, Agnes y la familia, le conté lo de mi boca ensangrentada y el diente roto. Pero no pude explayarme mucho porque ella me interrumpió.

—Agnes está enferma.

Apenas podía hablar. Me senté y apreté al mismo tiempo las mandíbulas. Me dolió el diente roto.

—¿Qué le pasa?

—No lo saben.

—¿Qué síntomas tiene?

—Llora. Le duele algo.

—¿El estómago?

—La cabeza.

—¿La cabeza?

—¡Por Dios! No sé. Nadie sabe.

Su miedo se convirtió enseguida en el mío. Me pareció indudable que, fuera lo que fuese, su reacción no era infundada. Traté de rebuscar en mi cerebro una respuesta. Yo nunca me especialicé en pediatría. Tampoco había hecho más que las intervenciones quirúrgicas rutinarias en niños. Que tuviese algo que ver con la cabeza era preocupante, por supuesto. El corazón y el cerebro de los niños son muy delicados.

Hice cuanto pude por tranquilizarla y tranquilizarme. Le pedí que me contara lo que había pasado. ¿Qué síntomas tenía la niña? ¿Qué habían dicho los médicos más detalladamente?

De sus palabras deduje que todo había ocurrido muy deprisa. Esa misma mañana, Agnes había empezado de pronto a llorar. Nada pudo calmarla, ni siquiera el pecho. Louise se había ido con ella al hospital mientras que Ahmed se había quedado en casa con Muhammed. En el servicio de urgencias de pediatría atendieron su caso enseguida. Ahora Agnes estaba ingresada en observación y para hacerle pruebas. Louise me llamaba desde el hospital. Anoté el nombre del hospital en la cara interior de un paquete de tostadas.

A partir de lo que ella me había contado, yo no podía sacar ninguna conclusión de cuál podía ser el problema de Agnes. Era sumamente infrecuente que los bebés sufrieran derrames cerebrales, pero no imposible. La inflamación de las meninges, sin embargo, podía afectar a los bebés y podía ser letal. Tampoco podía descartarse un tumor cerebral. Los médicos franceses estaban ahora tratando de establecer un diagnóstico seguro.

Le pregunté si Agnes tenía fiebre. No tenía. Pero le seguía doliendo la cabeza. En ese momento, Louise estaba esperando a que le hicieran a Agnes una radiografía de la cabeza.

Le pregunté si quería que fuera. Me dijo que no. Pero noté en su voz que podía cambiar de opinión de un momento a otro.

Como esperaba la llamada de Ahmed, no quería hablar innecesariamente. Prometió llamarme tan pronto como tuviese algo nuevo que contarme.

—Que no ocurra nada también es algo que contar —le dije—. Tendré el teléfono a mano. Con la batería cargada.

Aún con el teléfono en la mano, tan apretado como si fuera un rosario, pensé que, de repente, la muerte estaba presente en la caravana. No quería tenerla allí. Llamé a Lisa Modin. No le pregunté si la molestaba ni dónde se encontraba, sino que le conté directamente lo que había pasado.

—Suena terrible —dijo—. ¿Quieres venir aquí?

—No. —Respondí—. Pero te agradezco que me lo hayas preguntado.

—¿Te vas a quedar realmente ahí solo en la caravana?

No respondí. Nada me apetecía tanto como bajar tambaleándome hasta el barco, esperar a que el motor arrancase y navegar a tierra firme.

—¿Podrías venir tú aquí, tal vez? —pregunté.

—La caravana será demasiado pequeña para una angustia tan grande.

Le pregunté si podía ponerme en contacto con ella por la tarde. Me dijo que sí.

—¿Qué haces ahora? —pregunté—. ¿En este preciso instante?

—Deseo que tu nieta no padezca una enfermedad grave.

—Eso es lo que piensas. ¿Qué haces?

—Tengo los guantes en la mano. Llevo la bolsa de la compra y voy para casa.

El silencio se prolongaba. Pasó una ráfaga de viento e hizo tambalear la caravana.

—Gracias —le dije, y colgué.

Salí y respiré profundamente en el aire frío. Ya se había hecho de noche. Bajé al banco del embarcadero. Sonó el teléfono. Era Louise de nuevo. Me contó que a Agnes le iban a hacer ahora una resonancia magnética. Los médicos no tenían aún un diagnóstico seguro. Pero me pareció advertir en su voz que ella estaba más asustada ahora que en la llamada anterior. Tampoco creo que yo pudiera ocultar mi propio pánico ante la idea de lo que pudiera ocurrir.

La llamada se interrumpió de súbito. Sacaban a Agnes en una camilla. Alguien le dijo a Louise que apagara el teléfono.

Tirité y volví a la caravana. La cercanía de la muerte alarga el tiempo convirtiéndolo en una goma elástica que uno siempre teme que se rompa. Las noticias de lo que le pasaba a Agnes eran imprecisas. Pensé que debería hablar con uno de los médicos que la trataban. Pero mi francés era demasiado malo. Fui consciente de cómo el miedo se cebaba en Louise y yo no podía hacer nada para ayudarla.

Al amanecer, después de pasar la noche en vela, Louise me comunicó que Agnes padecía una meningitis de carácter benigno. Tendría que permanecer ingresada algunas semanas. Después, era de esperar que todo volviera a la normalidad.

Los dos empezamos a llorar. Los dos estábamos agotados. Ahora podíamos descansar en un lecho de alivio.

Me desperté sin saber la hora que era porque oí el ruido de un motor. Me dolía la encía del diente roto. Bebí un cacillo de agua del cubo que había sobre el fregadero. Sabía que era Jansson quien venía. Ningún motor sonaba como el suyo.

Me dio tiempo a sentarme en el banco antes de que él doblara la punta. Fondeó y dejó el motor en marcha. Respiré aliviado. Tampoco iba a quedarse mucho tiempo en esta ocasión. Fijó la amarra y trepó al embarcadero. Nos saludamos y hablamos de lo que teníamos que hablar. Del tiempo, de la dirección del viento, de los nubarrones del este, de la temperatura, del hielo y de que los Enberg, que se dedicaban a las ovejas y a la pesca en la granja que habían heredado en un archipiélago cercano, tenían una hija de diez años que tocaba el contrabajo y había conseguido una beca del Lions Club de tres mil coronas.

Esperé impaciente a que me dijera por qué había venido. Para no arriesgarme a que se quedara allí innecesariamente, no le dije nada de que no había dormido en toda la noche ni de lo que había ocurrido en París.

—Voy a ir a visitar a mi hermano —dijo Jansson por fin, cuando no quedaba nada más que añadir del tiempo.

—¿Tienes un hermano? —le pregunté—. Nunca te he oído hablar de él.

—No tenemos mucha relación —contestó Jansson—. Él es unos años más joven y se marchó mucho antes de que tú te vinieras a vivir aquí.

—Pero tú no me has contado nunca que tienes un hermano.

—Claro que te lo he contado.

—¿Dónde vive?

—En Huddinge.

—Estocolmo, entonces. ¿Y vas a viajar allí?

—Salgo mañana temprano y estaré fuera hasta el domingo.

Calculé. Iba a estar fuera tres días.

Jansson se levantó.

—Hace mucho que no voy a Estocolmo —comentó cuando soltaba la amarra—. Quizá vaya siendo hora de ver cómo está la ciudad.

—Buen viaje. Y saludos a tu hermano. ¿Cómo se llama?

—Albin.

Nos dijimos adiós con la mano mientras él retrocedía para salir del embarcadero. Era curioso que Jansson, durante todos aquellos años, no hubiera mencionado ni una sola vez que tenía un hermano. ¿O se me había olvidado a mí?

Conseguí ponerme en contacto con un dentista del pueblo que estaba dispuesto a recibirme. Todo el viaje y el tratamiento me llevó tres horas. Cuando volví, el dolor de dientes había desaparecido.

Al día siguiente me desperté temprano. Había dormido muchas horas. A las once de la noche llamó Louise y dijo que ya tenían la enfermedad de Agnes bajo control. Prometió llamarme al día siguiente. Aquella noche me acosté con una sensación de alivio que no había experimentado jamás en la vida.

Cuando me desperté, el viento estaba en calma y hacía frío. Mientras estaba sentado con mi taza de café, me asaltó una idea que al principio rechacé sin más. Pero volvió.

Iba a viajar hasta Stångskär y visitar la casa de Jansson. En alguna ocasión, él había mencionado que tenía una llave en un agujero de los cimientos de la casa.

No sabía exactamente por qué quería ir allí. Tal vez tenía algo que ver con la inquietud que sentí cuando se quemó la casa de los Valfridsson.

A las diez de la mañana salí de mi isla y me dirigí a Stångskär. De vez en cuando el barco cortaba finas placas de hielo sueltas. Una semana más de frío y una capa de hielo cubriría estas aguas.

El cobertizo de Jansson y su vieja grada estaban bien protegidos por una ensenada que daba al sur. Allí estaban él y sus barcos al abrigo de las peores tormentas del norte y del este. Apagué el motor y entré en su embarcadero. Su barco no estaba. Se había ido realmente a visitar a su hermano. Amarré y subí al embarcadero. Lo llamé varias veces para asegurarme de que no se encontraba por allí. Después subí hacia su casa, roja, de dos plantas, que era una de las más antiguas del archipiélago. Llamé a la puerta. No abrió nadie. La llave estaba bien guardada en los cimientos de la casa. Tardé un rato en encontrarla. Cuando la introduje en la cerradura, me pregunté una vez más por qué hacía esa visita secreta. Pensé en la casa de Oslovski, en la casa abandonada en el bosque, mientras veía la casa de Jansson pintada de rojo, con sus ventanas bien cuidadas y los ornamentos del porche recién pintados.

Entré en la casa. Jansson la tenía muy limpia. El suelo brillaba, todo en la cocina estaba reluciente. En eso me recordó a Oslovski. Recorrí la casa despacio, habitación por habitación. En el dormitorio de Jansson, la cama estaba hecha, las zapatillas en su sitio, no había ropa tirada. El resto de las habitaciones estaban vacías, puesto que él nunca recibía visitas. Las camas estaban hechas inútilmente. ¿Podían ser una expresión de añoranza?

Bajé la escalera. En el cuarto de estar había colocado una sábana sobre el televisor. La casa no encajaba en absoluto con Jansson. Siempre me había imaginado que vivía en otras condiciones.

Lo último que hice fue entrar en el lavadero, detrás de la cocina. También allí reinaba el mismo orden que en el resto de la casa. La pálida luz de enero entraba por la ventana. La ropa lavada estaba colgada en perchas; la ropa interior, en su cesta. Recordé de pronto que Jansson me había llevado calzoncillos cuando se quemó mi casa.

Estaba a punto de salir del cuarto cuando me fijé en el cesto de la ropa sucia. Vi la camisa y los pantalones que Jansson llevaba puestos en la fiesta de Nochevieja y que después no se había cambiado cuando fue a sofocar el fuego de la casa de los Valfridsson.

No pude evitar levantar la ropa. No me dijo nada que yo no supiera ya. Iba a dejarla en su sitio cuando vi otra camisa que había debajo. Tenía manchas negras de hollín en los puños. Cuando la levanté, pude notar que olía a gasolina.

Los pensamientos se me dispararon. De pronto me pareció que podía verlo todo muy claro.

La noche que mi casa ardió se levantaron unas violentas llamaradas.

Eso es lo que debió ocurrir.

Al bajar un momento después hacia el barco sentí miedo. Esperaba no haber dejado ningún rastro.