20
Lo primero que hizo después de vendarme las heridas fue abrir la puerta del balcón de par en par. El aire frío de la noche entró a raudales.
La observé cuando recogía el correo del vestíbulo. Entendí que era una mujer que leía muchas revistas y a quien no le gustaba nada la propaganda.
Me preguntó qué quería comer. Me ofreció té, bocadillos, paté, sardinas. Me dijo que me sentara en el sofá mientras ella lo preparaba todo. Cuando me ofrecí a ayudarle, negó solo con un gesto.
Comprendí que ella se sentía insegura al pensar si habría hecho bien invitándome a su casa.
Me senté en el sofá y pensé en todas las veces que me había encontrado en situaciones similares. Solo con una mujer sin saber lo que me esperaba.
De repente, me acordé de la primera vez que había hecho el amor. Haría pronto sesenta años. Algunos amigos me la habían descrito como una chica libertina y siempre fácil. Creo que se llamaba Inger. Yo tenía catorce años. Ella solía aparecer en los bailes de la escuela. A mí se me daba mal bailar y lo veía más como una pirueta necesaria para atraer a las chicas a otras aventuras. Al menos, yo me imaginaba que era así. La encontré junto a la pared, esperando con el resto de las mujeres el asalto desde la pared de enfrente, donde estaban los hombres en unos tacos de salida invisibles. Yo me había animado con el ponche de Arak de Hasse, el hijo del panadero, que se lo robaba a su padre del almacén y después lo vendía caro en botellitas de cristal que compraba en la farmacia. Yo no estaba borracho, pero sí lo suficientemente achispado para atreverme a cruzar la pista de baile. La tal Inger no tenía ni idea de quién era yo. Nos movimos como pequeños y sudorosos rompehielos por la pista, convertida en una masa apretada que se abría paso a empujones, a veces despiadados. Era la noche de los empujones, no del baile. Por lo que recuerdo ahora, no nos dijimos ni una palabra.
Después de dos bailes, en los que nos habíamos toqueteado, le propuse que nos fuéramos. Me preguntó que adónde. Yo no lo sabía. Simplemente fuera de aquella maldita pista, donde olía a sudor, acre borrachera juvenil y perfume barato. Entonces ella dijo, como si fuese la cosa más normal, que estaba sola en casa.
Vivía en un barrio del que no recuerdo el nombre. Puede que fuera Bagarmossen. Fuimos en el metro y seguíamos sin hablar. Ella llevaba una falda marrón, unas botas que dejaban patente que tenía los pies grandes, una blusa blanca y un abrigo granate. No parecía en absoluto una chica libertina, que habitualmente se fuera a la cama con cualquiera. Aunque, ¿qué aspecto tenía realmente una chica así?
Vivía en una casa de los años cincuenta, perteneciente a la asociación de inquilinos HSB. La vivienda tenía tres habitaciones. En una estantería vi la foto de su padre con el uniforme de revisor. Me senté en el sofá que estaba cubierto de cojines, con citas que proclamaban proverbios que ya no recuerdo.
Ella entró en el cuarto de baño. Oí correr el agua y me pregunté qué debía hacer yo en ese momento. El deseo casi desesperado al que me enfrentaba era tan temible como seductor.
La chica salió del cuarto de baño y se plantó delante de mí. Me brindó una ayuda con la que nunca habría contado.
—¿Quieres follar ahora o esperamos un poco? —me preguntó.
No explicó a qué íbamos a esperar.
—Ahora —dije yo ruborizándome.
Ella asintió, se encaminó hacia la puerta de una habitación pequeña, su dormitorio, se volvió y me miró inquisitiva. Me levanté enseguida y la acompañé. Ella me indicó el cuarto de baño.
—Puedes utilizar la toalla azul.
De lo que ocurrió después no recuerdo apenas nada. La chica había apagado la luz, se había desnudado y se había metido bajo el edredón; la cama estaba llena de animales de peluche. Yo me quité la ropa y la seguí. Mientras la abrazaba con torpeza —a veces no sabía si era uno de sus osos de peluche o su pecho lo que buscaba a tientas—, la penetré y me corrí inmediatamente. Oí sus risitas, maldije mi mala pata y tiré irritado alguno de sus peluches de la cama.
—No se puede follar entre un montón de osos de peluche —dije bravucón.
Ella se volvió a reír, pero no dijo nada.
Me quedé una hora. Continuamos sin decir nada. Después me vestí y me marché.
—Hasta otro día —dije.
—No —respondió ella—. No habrá otro día.
Sentado en el sofá de Lisa Modin seguía preguntándome, sesenta años después, qué había querido decir. ¿No nos íbamos a volver a ver porque ella no quería? ¿O estaba segura de que yo había conseguido lo que quería y ella ya no me interesaría?
Mis pensamientos sobre la torpe y desoladora primera experiencia amorosa de mi vida se esfumaron cuando Lisa Modin me pidió que fuera a la cocina. Me preguntaba qué habría sido de Inger, aquella chica de la falda marrón y con fama de libertina. ¿Viviría? ¿Viviría bien?
Nunca volví a verla.
Comimos y hablamos de cosas sin importancia. Después, Lisa Modin me pidió que quitara la mesa y fregase mientras ella iba al cuarto de baño. Limpié las migas de la mesa, cerré la puerta del balcón y me senté en el sofá hasta que ella salió con el albornoz y desapareció en su dormitorio.
—Hay toallas en el borde de la bañera —dijo.
Pensé en Inger. Tan distinto y sin embargo tan parecido.
—¿Es azul?
—Es blanca. ¿Por qué?
Cuando estuve listo, me sequé el pelo y salí, ella había apagado la luz del dormitorio y solo había dejado una pequeña lámpara encendida en el cuarto de estar. Fui hasta la cama, dejé caer la toalla y me deslicé entre las sábanas.
Permanecimos callados en la oscuridad. Busqué su mano. Tenía el puño cerrado. No intenté abrirlo.
Dormía cuando yo me levanté a eso de las seis; me vestí y me fui.
Hacía frío cuando me encaminé hacia el coche. El pueblo estaba desierto. Mientras conducía por su única calle, era como viajar a través de un mundo de bastidores teatrales muy bien construido, en el que nunca se filmaría ninguna película. Se me ocurrió pensar que todos los que vivían en el pueblo portaban una claqueta y esperaban tener la ocasión de utilizarla alguna vez.
Bajé hasta el mar y salí del coche. A pesar de que hacía frío di unas vueltas por el puerto de madera tratando de comprender lo que había pasado la noche anterior. Lo único que saqué en limpio fue que no entendía muy bien a Lisa Modin. ¿Por qué había viajado a París?
No había respuesta. Seguí conduciendo hasta el puerto. Me crucé con un coche que me obligó a frenar en seco. Me pareció reconocer a un mecánico de barcos, que seguramente iba borracho. Jansson había insinuado en alguna ocasión que el mecánico tenía un problema grave de alcoholismo. Pero con Jansson uno no sabía nunca. Las personas que no le gustaban eran todas alcohólicas.
Cuando llegué al puerto, dejé el coche en mi aparcamiento junto a la casa de Oslovski. Había empezado a caer una suave llovizna. Saqué mi maleta, y estaba a punto de llamar a Jansson para pedirle que viniera a recogerme cuando decidí ver si Oslovski estaba en casa y ya había empezado a trabajar en su coche en el garaje. Sabía que ella era madrugadora. El sendero de grava que conducía a la casa estaba recién rastrillado; las cortinas de las ventanas, corridas. Presté atención para ver si oía algún ruido procedente del garaje, pero tan solo se oía el susurro del viento que soplaba desde el mar. A pesar de todo, decidí subir hasta el garaje. Al doblar la esquina de la casa vi que la puerta del garaje estaba entreabierta. No lo estaría si Oslovski no se encontrara allí. Ella tenía mucho cuidado y siempre cerraba.
Nordin me contó una vez que Oslovski, buscando dinero en el bolsillo de su pantalón, había sacado el llavero más grande que él había visto en su vida. Después se había referido muchas veces al tema, ¿cómo podía una persona que vivía en una casa tan pequeña necesitar tantas llaves como un carcelero?
Llamé a la puerta al mismo tiempo que la empujaba. La luz estaba encendida.
Oslovski estaba tendida en el suelo de hormigón detrás del coche levantado. Llevaba puesto como de costumbre su viejo mono azul, en el que se vislumbraban en la espalda las desgastadas letras de la marca comercial Algots.
No tuve que acercarme a ella para saber que estaba muerta. Yacía de espaldas, con una pierna retorcida bajo la espalda, como si hubiera intentado evitar su propia caída. Tenía una llave inglesa en la mano derecha y le había salido sangre de la cabeza en el punto donde se había golpeado con el duro suelo. Tenía los ojos cerrados. Me acerqué a ella, me puse de rodillas y le tomé el pulso. Estaba muerta. Pero aún no estaba fría. Su piel tampoco había empezado a adquirir el color amarillo parecido a la cera que aparece después de que se produzca la muerte. Oslovski llevaba muerta como máximo una hora. No había indicios de violencia. Habría sufrido un ictus o un infarto de miocardio tan agudo que habría muerto de inmediato. También se podía haber roto una arteria o una hernia que la hubieran llevado a la muerte sin aviso ni sospechas previas.
Me senté en un taburete sucio que había junto a la pared de la que colgaban las herramientas en los lugares señalados. Sentí su pérdida. Quizá no como si fuese un amigo, pero sí como una persona que me había transmitido cierta seguridad solo por haber vivido cerca de mí.
Primero Nordin. Ahora Oslovski. Cada vez me rodeaban más personas muertas. El niño que crecía en el vientre de mi hija solo podía mantener parcialmente el equilibrio de los platillos de la balanza entre los vivos y los muertos.
Sin que pudiera explicarme después a mí mismo por qué hice aquello, me levanté del taburete, busqué el llavero en el bolsillo de su mono y bajé a la casa. Desde el puerto oí cómo el autobús de la mañana que iba hasta el pueblo subía forcejeando involuntariamente la empinada cuesta. Esperé a que desapareciera el ruido del motor. Después abrí la puerta de la casa de Oslovski y entré.
Nunca había estado allí. Lo más cerca a lo que había llegado era a su reducido porche, cuando Oslovski había salido a la puerta y nos habíamos puesto a hablar. Siempre tuve la impresión de que ella no estaba allí solo para hablar conmigo. Le importaba tanto o más ser su propio portero, impedir que los extraños rebasaran el límite que establecía el umbral de su casa.
Me quedé parado en el vestíbulo oscuro. Allí percibí el nítido olor acerbo que siempre parece acompañar a las personas que viven solas. ¿Olía mi casa igual antes de quemarse?
Encendí algunas lámparas y después recorrí despacio las tres habitaciones. En la empinada escalera que conducía al desván había pilas de periódicos y una cantidad infinita de bolsas de plástico de diversos supermercados. Comprendí que Oslovski, en su soledad, se había convertido en una maniática recolectora. Al recorrer sus habitaciones me adentré en un desorden caótico. Ropa, trozos de tela, zapatos, zuecos, gorros, esquís, patines para la nieve, muebles, lámparas rotas, redes… El desorden era indescriptible. Únicamente en la habitación donde tenía su cama había indicios de cierto orden. Me detuve en el umbral de la puerta, sorprendido por algo que no supe decir inmediatamente qué era. Después me di cuenta de que, a pesar de todo el desorden, en la casa todo estaba limpio. Las pilas de periódicos no tenían polvo, las sábanas de la cama estaban limpias. En la abarrotada cocina había una lavadora y una secadora. En una bolsa de basura que estaba en el suelo al lado del fregadero había una caja de pescado gratinado a la francesa que quizá había sido la última comida de Oslovski. Ante la reducida mesa de la cocina de plástico laminado de color verde oscuro había una solitaria silla roja con el asiento de plástico.
Era evidente que Oslovski nunca esperó o deseó comer acompañada.
Di otra vuelta a la casa. El orden y el desorden compartían espacio.
De pronto me detuve. Tuve la sensación de que había visto algo ante lo que debía reaccionar. Al principio no pude concretar qué era. Luego me di cuenta de que tenía que ver con su dormitorio.
Volví a subir la escalera. Tan pronto como entré en la habitación donde se encontraba su cama, caí en la cuenta de qué era lo que me había llamado la atención.
Las sábanas de su cama tenían una tira de estrellas de color azul cielo. Hacía poco había visto unas sábanas iguales. En la casa abandonada de Hörum. No me cabía duda. Las sábanas que había puestas allí en la cama eran iguales a las de la cama de Oslovski.
«Oslovski tiene que haber sido una zorra solitaria», pensé. Ella no corría hacia el Gólgota. Pero quizá tuviera una madriguera con dos salidas. Una en la que yo me encontraba ahora, otra en la casa abandonada de Hörum. ¿Se escondería allí cuando su miedo a algo que yo desconocía se volvía demasiado grande?
Oslovski había vivido muchos años con nosotros, pero siempre había seguido siendo una extraña. ¿No había deseado nunca acercarse a nosotros? Quizá su miedo, con independencia de a qué se debía, era tan grande que prefería vivir sola en su madriguera con varias entradas.
«Ciertamente se ha llevado su secreto consigo», pensé. Solo quedaba una cama vestida con sábanas limpias en una casa abandonada y un DeSoto parcialmente restaurado en un garaje. Y un misterio que nadie podrá resolver. El misterio de la soledad.
Yo estaba seguro de que era Oslovski quien había utilizado la cama de la casa abandonada. Aunque nunca llegaría a saber por qué.
Había desaparecido sin decir nada, dejando pistas frías, inaccesibles.
El aire cerrado hizo que me sintiera mal. Salí. En el porche llamé a Jansson.
—Soy yo.
Sabía que Jansson siempre reconocía mi voz.
—¿Dónde estás?
—Estoy bien, gracias por preguntar —contesté—. Estoy en el puerto. Oslovski ha muerto.
Jansson tardó en responder. Podía oír, por su voz, que se había quedado consternado.
—¿También ella ha muerto?
—¿A qué te refieres con también?
—Estaba pensando en Nordin.
—Sí. Oslovski está muerta. La he encontrado en el garaje. Un ictus agudo o una hernia cerebral, supongo.
Cuando Jansson volvió a hablar después de otro silencio, oí que estaba a punto de echarse a llorar.
—Estaba tan sola.
—Todos estamos solos. Nos morimos solos. Al nacer, al menos, tenemos compañía.
—¿Qué demonios quieres decir con eso?
De repente, Jansson había pasado del llanto a la ira.
—Exactamente lo que digo. A pesar de todo tienes a tu madre al nacer, aunque esté fuera de sí a causa del dolor.
Jansson se quedó de nuevo en silencio, y esta vez no esperé a que dijera algo.
—Quiero que vengas a buscarme —le pedí—. Dentro de dos horas. Antes tengo que ocuparme de lo de Oslovski.
—¿Qué hacías tú en su garaje?
—Suelo pasar a saludarla. —Respondí—. En casa no dejaba entrar nunca a nadie. Pero sí en el garaje, donde trabajaba en su viejo coche.
—¿No era un Cadillac?
—Es un DeSoto.
—¿Y se murió así, de repente?
—Luego hablaremos de eso. Dentro de dos horas. Ahora tengo que llamar a la policía.
Jansson interrumpió la conversación telefónica a regañadientes. Yo regresé al garaje y devolví el llavero a su bolsillo. Para mayor seguridad le tomé otra vez el pulso.
Oslovski estaba y continuaba muerta.
Marqué el número de emergencias, dije quién era, dónde me encontraba, que era médico y que había encontrado a una mujer muerta en un garaje. Cuando me preguntaron si podía tratarse de un crimen, respondí que no.
La extraña vida de Oslovski había terminado con una muerte natural.
Salí a la carretera a esperar. Cuando empezó a hacer demasiado frío me senté en el coche. En mis pensamientos, las yemas de mis dedos recorrían los hombros de Lisa Modin.
Pasaron cuarenta y cinco minutos antes de que llegara un coche de policía y una ambulancia. Cuando los vi llegar por la cuesta hacia el puerto, salí a su encuentro. No conocía a los dos policías. Uno de ellos era una mujer. Se parecía a mi hija en el físico. La misma mirada resuelta, que también podía parecer tímida para quien no la conocía.
Subimos al garaje junto con el personal de la ambulancia, unos hombres mayores y corpulentos. Les hablé de Oslovski y de que yo tenía permiso para aparcar en su terreno. Nos detuvimos fuera del garaje.
—Yace ahí dentro —informé—. Soy médico y estoy seguro de que está muerta.
Yo esperé fuera cuando ellos entraron. La idea de que Oslovski hubiese muerto me estaba deprimiendo cada vez más. Nunca la había conocido, pero habíamos vivido al mismo tiempo. Era una de las personas con las que había compartido mi vida. Ahora había muerto. Una parte de mi mundo había desaparecido con ella.
Los conductores de la ambulancia salieron.
—Nosotros no podemos llevar cadáveres en la ambulancia —explicó uno de ellos.
—Hemos pedido un coche fúnebre —dijo el otro—. Pero, sí, parece que ha sido un infarto.
Entré donde estaban los policías. Estaban de pie observando el cadáver.
—Tiene una contusión en la cabeza —comentó la mujer policía.
—Se la ha hecho al caer —dije yo—. Si uno sufre un ictus agudo, cae contra el cemento como un pájaro que recibe un disparo.
—Tenemos que entrar en la casa a echar una ojeada —dijo el policía varón.
—Solía llevar las llaves en el bolsillo —comenté yo.
Los acompañé hasta el porche y aguardé fuera. Estuvieron rebuscando un rato y salieron después de encontrar su carnet de identidad.
—¡Joder! Cómo vive la gente —exclamó la mujer policía.
Yo no dije nada. Cerré mi coche, les di mis datos personales y bajé hasta el puerto. Iba a llegar otro médico. Mientras esperaba a Jansson compré comida y periódicos. Como Veronika ya había abierto la cafetería fui a desayunar.
Cuando Veronika salió de la cocina, me di cuenta de que aún no se había enterado de lo que le había ocurrido a Oslovski. No había visto ni oído los vehículos de emergencias.
—Qué madrugador —saludó sonriendo—. ¿Café? Los mazarines no te los recomiendo.
—Será mejor que nos sentemos —dije señalando la mesa junto a la ventana más próxima.
Ella me miró sin comprender.
—Rut ha muerto —dije yo—. Rut Oslovski. La he encontrado en el garaje donde arreglaba su viejo coche. Acaban de levantar el cadáver.
Veronika se estremeció como solemos hacer las personas cuando ocurre algo totalmente inesperado. Sus ojos enseguida se pusieron brillantes. Yo sabía que ella era una de las pocas personas con las que Oslovski solía hablar. Quizá solo del tiempo y del viento. Pero, en cualquier caso, habían conversado la una con la otra.
—¿Qué ha pasado?
—Estaba tendida en el suelo de hormigón con una llave inglesa en la mano. Supongo que habrá sido un ictus o alguna arteria que se ha roto. En cualquier caso, no se ha cometido ningún crimen.
Continuamos sentados hablando en voz baja. Ninguno de los dos podía comprender aún lo ocurrido. Veronika fue a buscar el café y unos bocadillos que había descongelado del día anterior.
—Estaba sola —constató Veronika.
—A mí me daba la sensación de que últimamente tenía miedo —comenté yo.
—¿A qué te refieres con últimamente?
—Me parecía que había cambiado.
—Desde que la conocí, siempre tenía miedo.
—¿Sabes por qué?
—No.
—¿Qué crees tú?
—No lo sé. Uno puede tener miedo sin saber por qué.
—¿Sabías de dónde era?
—No. Siempre había en ella algo inaccesible.
—Reparaba embarcaderos y reparaba su coche. ¿Quién era realmente?
—No lo sé.
Jansson estaba a punto de llegar. Quería intentar que Veronika pensara en otra cosa antes de marcharme.
—¿Cómo le va a la que ganó veinticinco mil al mes durante veinticinco años? —pregunté.
—Solo por tener un coño, una no es más mujer. —Soltó Veronika, pensativa—. Pero es lo que ahora hace. Va presumiendo de que pasará los inviernos en Tailandia.
Nunca había oído a Veronika hablar de esa manera. La consideraba una chica tranquila. Ahora de repente parecía cambiada. Y algo más. Me sentí desconcertado.
Cuando vi que Jansson se acercaba con su barco, me levanté para irme. Veronika estaba detrás de la barra sumida en sus pensamientos.
—La echaremos de menos —dije.
Ella asintió. Pero no respondió.
Jansson me esperaba en el muelle.
—¿Es cierto que Oslovski ha muerto?
—Poco me conoces si piensas que podría mentir en un asunto semejante.
Jansson hizo una mueca.
—Se muere demasiada gente —afirmó—. Es como una epidemia.
—Solo casualidades —contesté yo—. La muerte sopla en nuestras nucas. Pero nadie sabe cuándo llegará el golpe.
Colocamos mi maleta y mi bolsa de la compra en el barco. No quería alargar de manera innecesaria la conversación con Jansson. Quería llegar a casa, a mi caravana. Jansson lo entendió, soltó las amarras y saltó al barco con cierta dificultad. La forma de subir al barco desvela ciertamente cómo te vas acercando a la vejez. Hacía unos cinco años que yo mismo había descubierto que ya no podía saltar al barco con facilidad sin perder el equilibrio. Las articulaciones se me habían vuelto más rígidas. La vejez ha llegado cuando ya no puedes saltar al barco. Ahora observaba cómo Jansson casi odiaba sus articulaciones al deslizarse con dificultad dentro del barco y dar marcha atrás para salir del puerto. Me senté en la proa y me acurruqué para evitar el frío otoñal y el viento.
Navegamos hasta mi isla en silencio. Me sorprendió de nuevo que la casa no estuviera allí entre los árboles desnudos. Todavía no había conseguido acostumbrarme a las ruinas negras.
Jansson atracó con cuidado. La habilidad para alcanzar el embarcadero con un empujón apenas perceptible no había abandonado al viejo postillón. Subí la maleta y la bolsa de comida a tierra, y estaba a punto de darle a Jansson su billete de cien coronas, cuando él se quitó la visera. Yo sabía que eso significaba que quería decir algo.
—¿Qué quieres? ¿No puede esperar? Estoy cansado después de un viaje tan largo.
—Me pasa algo en el corazón. Me da miedo.
Normalmente, cuando Jansson viene con alguno de sus achaques y me pide que le reconozca, sé desde el principio que solo son imaginaciones suyas. Pero aquella mañana comprendí que era diferente. Le indiqué con un gesto que se sentara en el banco del embarcadero y me bajé del barco. Jansson me siguió. Entré en el cobertizo y busqué mi estetoscopio. Jansson ya estaba quitándose su grueso chaquetón de piel.
—El jersey y la camisa también —indiqué.
Jansson hizo lo que le pedí. Permaneció allí sentado con el cuerpo desnudo de cintura para arriba. Vi cómo se le ponía la piel de gallina con el viento frío. Le ausculté los pulmones y el corazón, le pedí que respirara profundamente. Los pulmones sonaban como debían. Pero en cuanto escuché su corazón me di cuenta de que algo no iba como debía. Durante aquellos años, seguramente habría auscultado el corazón de Jansson más de cien veces. Nunca había oído ningún sonido raro que me hubiera hecho reaccionar. Pero ahora era diferente. Sonaba arrítmico.
Cuando retiré el estetoscopio, vi la angustia reflejada en sus ojos. Jansson se había convertido de repente en un hombre muy mayor.
—Debes acudir al centro de salud para que te hagan un electrocardiograma, un ECG —le dije.
—¿Es grave?
—No necesariamente. Puede que no sea nada grave. Pero a nuestra edad conviene hacerse un ECG de vez en cuando.
—¿Es mortal?
—Si no visitas el centro de salud, puede serlo. Ahora vístete y vete a casa. Mañana podrás tomar el autobús para subir al pueblo. El centro de salud se ocupará de ti.
Jansson se vistió en silencio. Yo colgué el estetoscopio dentro del cobertizo. Cuando volví a salir, lo encontré sentado inclinado hacia delante en el banco. Tenía las manos entrelazadas, como si de pronto hubiera sentido la necesidad de ponerse a rezar. Alzó la vista y me miró al oír el chirrido de la puerta al cerrarse.
—¿Por qué no me dices la verdad?
—Te estoy diciendo la verdad. Tienes que ir al centro de salud. No debes preocuparte innecesariamente —le dije—. Es solo un pequeño soplo que sin duda se podrá explicar y corregir con alguna medicina.
—He leído sobre el corazón —afirmó Jansson—. Que empieza a latir mucho antes de nacer. Creo que muchos piensan que empieza a latir cuando se corta el cordón umbilical.
—El vigésimo octavo día —precisé yo—. Entonces el maravilloso músculo empieza a trabajar. Para detenerse después solo una vez y bajar el pulso y la presión hasta cero. La muerte es el fin de la carrera. Pero no se rompe ninguna cinta de llegada. Si el corazón fuese un pájaro con alas, tú quizá habrías hecho el viaje de ida y vuelta a la luna varias veces antes de que el músculo decidiera que ya era hora de que descansasen las alas.
Jansson asintió. Me di cuenta de que conocía la vida y muerte de aquel maravilloso músculo.
Permanecimos callados en el banco. Dos hombres mayores afrontando las pequeñas y las grandes verdades. Jansson tenía sesenta y nueve años, yo setenta. Por tanto, juntos teníamos ciento treinta y nueve años. Si contaba hacia atrás en el tiempo llegaba al año 1875. Los cirujanos de entonces operaban con el cuello almidonado y a veces incluso con frac.
—No nos dejan aprender a morir —dijo Jansson súbitamente rompiendo el silencio.
—¿Qué quieres decir?
—Antes, la muerte formaba parte de la vida. Ahora está fuera. Recuerdo que tenía seis años cuando mi abuela murió. Yacía sobre una puerta en la sala. No había nada extraño en ello. La muerte era una parte natural de la vida. No como ahora. En este país ya no aprendemos a morir.
Comprendía lo que quería decir Jansson. Su angustia era real. Sin embargo, había algo en su reacción que me sorprendía. Era como si el Jansson que yo había conocido estuviera inesperadamente a punto de mudar de piel.
—¿Cómo puede uno aprender a morir? —preguntó quejumbroso.
Yo permanecí callado, puesto que no conocía la respuesta. Ninguno de los muertos que he visto en la vida me ha ofrecido una explicación sensata ni la capacidad para enfrentarme a la muerte, que antes o después me alcanzará a mí también.
Uno no solo muere solo, sino que ignora de qué forma morirá, aunque se pueda realizar un diagnóstico médico.
Estando allí sentado, al lado del angustiado Jansson, se me ocurrió pensar en una fotografía en blanco y negro que había visto muchos años antes. Una imagen que me sobrecogió más que cualquier otra fotografía que haya visto.
Sucedió a principios de la década de 1950. Un deshollinador subido a un tejado de chapa en Estocolmo decide que ha llegado la hora de acabar con su vida. Se ata un extremo del cable de acero de una de sus herramientas de deshollinador alrededor del cuello y ata el otro extremo alrededor de una chimenea cuadrada. Después se pone de pie en el caballete del tejado y mantiene el equilibrio. Es evidente que debe de haber estado así mucho tiempo, porque alguien lo descubre. Algunos hombres se suben a una escalera e intentan convencerlo para que no se quite la vida. En otra escalera, invisible para mí como espectador, hay un fotógrafo. El deshollinador tiene unos sesenta años. No pueden evitar que se tire. De repente se lanza desde el tejado. El fotógrafo activa el disparador de la cámara unas décimas de segundo antes de que el cable se tense y el hombre muera porque el cable le rompe una vértebra cervical y le corta la piel y los tendones del cuello. El deshollinador cuelga para siempre en el último vacío. En su cara resplandece algo que nunca he podido decidir si es determinación o desesperación, pese a que he pasado largos ratos mirando la foto.
¿Me enseñó el deshollinador a morir? ¿Desvela la foto algo del misterio que se esconde en ese último instante? ¿Qué es lo que durante tantos años me ha estremecido y me ha atraído al mismo tiempo de la foto en que el deshollinador salta y abandona la vida hacia lo desconocido?
«Esto es lo que nos queda», pensé. «Sentarnos en un banco junto a otro viejo, que tampoco puede saltar ya a su barco sin hacerse daño en la rodilla o perder el equilibrio. Aquí estamos acurrucados, en silencio, y quejándonos de que no sabemos cómo hay que actuar cuando uno va a morir».
Me impacienté. No quería seguir sentado allí con Jansson lamentándonos en silencio sobre las miserias de la vejez. Le di un codazo.
—¿Quieres un café?
—Estoy pensando en Oslovski —contestó—. Y tú me empujas como si me odiaras.
—No te odio —dije sorprendido—. ¿Por qué piensas eso?
—Me pegas.
—No te he pegado, joder. Solo te he dado un empujón suave en el costado.
—Ya sé que siempre has estado pensando en matarme. —Soltó Jansson—. De la misma manera que he aprendido a leer las cartas a través del sobre, puedo ver lo que piensas.
Se levantó, desató las amarras e hizo lo que no podía. Saltó al barco. Se cayó, naturalmente, cuando el barco se ladeó. Se golpeó la cabeza en la borda. Se hizo una herida que enseguida empezó a sangrar. Pensé en Oslovski, que había permanecido muerta en su garaje al lado de su viejo DeSoto.
Jansson dio marcha atrás y salió del embarcadero con la sangre goteándole por encima de una ceja. ¿Acaso estaría a punto de volverse demente?
Ni siquiera esperé a que él hubiese desaparecido detrás de la punta para subir a la caravana. Un ratoncillo salió corriendo cuando abrí la puerta. Ese es uno de los grandes misterios de la vida, cómo pueden entrar los ratones en espacios completamente cerrados.
Sonó el teléfono justo cuando me había servido una taza de café. Era Lisa Modin. Me preguntó enseguida por Oslovski. Me la imaginé sentada con el bloc de notas en la mano.
—¿Cómo te has enterado?
—Tengo gente que me mantiene informada.
—¿La policía?
—A veces.
—¿El personal de las ambulancias?
—No tan a menudo.
—¿Lo que estás diciendo ahora es una forma de no revelar tus fuentes?
—Sí.
—Fui yo quien la encontró muerta.
—Eso no lo sabía.
Le conté cómo abrí la puerta del garaje y descubrí a Oslovski tirada en el suelo de hormigón con una llave inglesa en la mano. Fue como si solo entonces, cuando le estaba contando a Lisa Modin mi descubrimiento, me diera cuenta de verdad de lo que había ocurrido. La muerte que afecta a otros es tan incomprensible como la que un día me afectará a mí mismo.
—¿Hay algo en su muerte que parezca sospechoso?
—¿Qué podría ser?
—Te lo estoy preguntando.
—La autopsia dirá cuáles han sido las causas naturales. Ictus o algún derrame arterial. Aunque, por supuesto, también puede ser alguna otra cosa.
—¿Qué?
—No lo sé. La autopsia mostrará la causa.
—¿Seguía el ojo de cristal en su sitio?
Su pregunta me sorprendió. ¿Quién le había contado a ella que Oslovski tenía un ojo artificial? ¿Había sido yo?
—Me hablaste de ella cuando estuvimos fuera en la isla abandonada —dijo ella, en respuesta a una pregunta que aún no había tenido tiempo de formular.
Lo recordé vagamente.
—El ojo estaba en su sitio. —Respondí.
El teléfono se quedó en silencio. Pensé que estaría anotando.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Estoy tomando café.
La conversación se acabó pese a que yo quería que continuase.
Pasados unos minutos volvió a sonar el teléfono. Esperaba que fuese ella, pero la llamada era del sacristán de la iglesia. Se presentó como Lars Tyrén. Cuando me preguntó si estaba dispuesto a portar el ataúd de Nordin, comprendí por qué llamaba.
El entierro iba a tener lugar el viernes a las once. Le prometí estar allí con tiempo para repasar la ceremonia.
—¿No lo van a incinerar? —pregunté sorprendido.
—Será inhumado en el panteón familiar.
Me tomé el café y pensé que tenía que comprarme un traje oscuro.
Lisa Modin no volvió a llamar. Yo tampoco. En cambio, hablaba todos los días con Louise. El tono de voz entre nosotros era distinto. En cada conversación dedicábamos un rato a hablar de Harriet. Además, noté que me apremiaba para que exigiera dinero a la compañía de seguros para poder empezar la construcción de la nueva casa.
Me desplacé hasta la ciudad y me compré un traje. Entré en la tienda de caballeros más cara que encontré y elegí un traje negro de Armani. Como no sabía si la corbata para el entierro tenía que ser blanca o negra, compré una de cada color. Antes de decidirme por una camisa blanca, me garantizaron que no había sido fabricada en China, sino en una fábrica de camisas de Turín.
El traje costaba seis mil coronas. Sentí una alegría caprichosa al permitirme derrochar.
El día del entierro llegó con temporal del nordeste. Había sido un otoño inusualmente ventoso. El barco de Jansson cabeceaba contra el viento. Él llevaba corbata negra con el traje.
La casa de Oslovski estaba cerrada cuando pasamos a buscar el coche. Jansson miraba a su alrededor con curiosidad. Dejé que me acompañara hasta el garaje, puesto que él insistió en que quería ver el lugar donde había estado el cuerpo de Oslovski. Pero el garaje también estaba cerrado.
Condujimos hasta la iglesia. Me puse la corbata negra con la ayuda del espejo retrovisor.
El ataúd de Nordin era marrón claro. Un ramo de rosas decoraba la tapa del mismo. El cura habló de Nordin como el servidor eterno. Me ponían enfermo aquellas palabras, que solo sonaban falsas. Nordin había sido una buena persona. Pero que de vez en cuando había negado el crédito a las personas de condición más humilde era algo que ninguno de los habitantes de las islas había olvidado. Y seguramente había muchos que lo consideraban un granuja.
Portamos el ataúd a través de las ráfagas de viento hasta la esquina oeste del cementerio, donde estaba el panteón familiar de los Nordin. La inscripción más antigua contaba que el labrador Hjalmar Nordin había muerto el 12 de marzo de 1872.
Cuando deslizamos el ataúd adentro, intercambié una mirada con Jansson. Tuve la impresión de que él lo vivía como si fuera su propio ataúd el que estábamos depositando.
La ceremonia terminó. Fuimos a la parroquia a tomar el café del entierro. A mí lo que más me apetecía era salir corriendo de allí. La cercanía de la muerte me asustó de pronto.
Se presentó de forma absolutamente inesperada.
Me apresuré a entrar donde nos esperaba el café.
Busqué refugio en la madriguera.