10
Subí a la colina y observé el islote. Cuando vi a Louise montarse en el bote de remos, bajé al cobertizo a esperarla. Atracó y subió al embarcadero. El bote se tambaleó. Pensé que iba a perder el equilibrio y caer al agua, pero consiguió evitarlo agarrándose a uno de los postes del embarcadero.
—Has estado a punto de caer —dije.
—No —contestó ella—. No tengo problemas con el equilibrio. Además, creo que no sabes que de pequeña intenté caminar por la cuerda floja.
La miré preguntándome si me estaba mintiendo. Harriet nunca me había contado que nuestra hija había practicado acrobacias.
—¿Puedes decirme qué hora es? —le pregunté—. He perdido el reloj.
—Las doce y cuarto.
—Mi reloj ha desaparecido.
—Ya lo has dicho.
—Es raro que haya desaparecido así sin más. Lo llevaba puesto cuando remé hasta el islote.
—Yo no lo he visto.
—Un reloj no desaparece solo.
—Entonces seguro que está allí.
Me extrañó que pareciera tan indiferente ante la pérdida de mi reloj. Pero lo dejé estar. Seguro que lo encontraría cuando buscara bien. Descartaba haberlo perdido en el agua.
Louise subió a la caravana. En el mismo momento en que cerraba dando un portazo que hizo temblar la caravana, sonó el teléfono en el bolsillo de mi cazadora. Lo saqué, pero no conocía el número que aparecía en la pantalla. No respondí. Cuando dejó de sonar, volví a guardar el teléfono.
Al momento llamaron de nuevo. Esta vez contesté vacilante, temiendo que alguien me sorprendiera con una noticia desagradable.
Era Lisa Modin.
—¿Te molesto? —preguntó.
—En absoluto. ¿Eras tú quien ha llamado hace un momento?
—Sí. ¿Estás en la isla?
—¿Dónde iba a estar si no?
Lisa se rio en mi oreja.
—Ahora te llamo como periodista —aclaró.
Enseguida me puse a la defensiva. Fue como si su voz hubiera cambiado de repente. No llamaba para hablar conmigo, llamaba por cuenta del periódico.
No dije nada.
—Si no lo he entendido mal, el fiscal prepara un auto de procesamiento contra ti, puesto que hay indicios racionales para acusarte del incendio.
Se me hizo inmediatamente un nudo en el estómago. Faltó poco para que gritara de dolor al teléfono.
—¿Sigues ahí? —preguntó Lisa Modin.
—Sigo.
—¿Es cierto lo del fiscal y el procesamiento?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—No me han dicho nada desde que estuve en la comisaría. No me ha llamado nadie ni ha llegado ninguna carta. Quizá puedas explicarme cómo es posible que sepas algo que a mí no me ha notificado nadie.
—Mi trabajo como periodista es enterarme de lo que pasa.
—Pero no pasa nada.
—¿Entonces no has sido procesado?
—No.
La conversación se entrecortaba. Algunas veces volvía a oír su voz, pero ninguno de los dos podía entender lo que decía el otro. Esperé a que volviera a llamar. Yo lo intenté sin conseguirlo. Los repetidores no cubren siempre el archipiélago. Nordin me pidió en una ocasión que firmara una lista para protestar por la mala comunicación telefónica. Firmé, pero, naturalmente, no condujo a nada.
Volví a la caravana. La temperatura estaba descendiendo. No iba a poder dormir en la tienda durante mucho más tiempo.
Estaba a punto de llamar a la puerta de la caravana cuando cambié de idea. Todavía no me sentía preparado para hablar con mi hija. Regresé al cobertizo y me senté entre las viejas redes de pesca. Intenté ordenar mis pensamientos y volver a la noche en que la intensa luz me despertó de repente. Habían sucedido muchas cosas ante las que debía adoptar una postura si no quería acabar en un caos sin salida.
Pero no era capaz de ordenar mis pensamientos. Solo oía la voz de Lisa Modin en mi cabeza preguntándome si había sido procesado. ¿Qué sabía ella? ¿Era un rumor o era cierto?
Sentado allí dentro, en la oscuridad, me asusté. Empecé a dudar de lo que había ocurrido realmente. ¿Era posible, a pesar de todo, que hubiera incendiado mi casa sin que yo mismo fuera consciente de ello? ¿Podían procesarme realmente si no había pruebas irrefutables?
El miedo se convirtió poco a poco en un intenso malestar. Agaché profundamente la cabeza entre las piernas, como había aprendido en mis años de estudiante de medicina.
No sé cuánto tiempo permanecí con la cabeza así. El mareo se convirtió en dolor de cabeza, cuando de repente sentí una mano en el hombro. Me oí soltar un grito al levantarme bruscamente.
No había oído a Louise entrar en el cobertizo.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás aquí?
—No tengo muchos otros sitios en los que estar.
—Aquí hace frío. Creía que íbamos a hablar. Te estaba esperando.
Nos dirigimos a la caravana. Yo la seguía unos pasos por detrás y me sentía como un perro sin dueño, al que nadie estaba realmente interesado en cuidar.
Mi hija preparó café.
—¿Quieres comer algo?
—No.
—Se dice: no, gracias.
—No, gracias.
—Tienes que comer.
No protesté cuando me preparó unos bocadillos. Lo cierto es que tenía mucha hambre. Ella me miraba inquisitiva, como si esperara que yo iniciara la conversación. Pero no tenía nada que decir. La conversación interrumpida con Lisa Modin había desbaratado todos mis pensamientos.
Fue Louise quien oyó primero el barco que se acercaba. Levantó la cabeza y escuchó. Después yo también oí el barco. Abrí la puerta. El ruido del motor se acercaba. Era el barco de Jansson, sin duda.
—Es el viejo cartero —aclaré—. Baja al embarcadero y dile que no estoy.
—Pero verá los barcos amarrados.
—¡Entonces dile que me he ahogado!
—No pienso mentir. Si no quieres verlo, es cosa tuya.
Comprendí que Louise no iba a cambiar de idea. Jansson y su barco eran mi problema. Me puse la cazadora y bajé al embarcadero. Cuando Jansson dobló la punta, descubrí que no venía solo en el barco. Lisa Modin iba sentada en la proa con la cara vuelta para protegerse del frío viento.
Yo no comprendía cómo era posible aquello. Hacía solo un momento que se había interrumpido nuestra conversación, y ya estaba aquí.
Jansson atracó. Lisa Modin saltó a tierra. Jansson permaneció en el barco y solo hizo un torpe saludo militar con la mano en el gorro negro de lana.
Lisa Modin iba vestida con un impermeable. En la mano llevaba un gorro de pescador.
—Supongo que estarás un poco sorprendido —dijo.
—Sí.
—Estaba en el muelle cuando te he llamado.
—¿Y Jansson?
—Ha sido pura casualidad que estuviera allí.
Miré a Jansson. Había oído la conversación y asintió.
—No me voy a quedar mucho tiempo —explicó—. Te lo iba a decir, pero la llamada se ha cortado.
Nos alejamos del embarcadero. Jansson había sacado el periódico local en el que trabajaba Lisa Modin y empezó a leerlo.
La puerta de la caravana estaba cerrada, así que no pudo ver a Louise al otro lado de la ventana. Oí, en cambio, que había puesto la radio.
—Mi hija está aquí —dije.
—Qué bien, así no estarás solo.
Subimos hacia las ruinas de la casa. Seguía oliendo al fuego, aunque el olor era ya más suave.
De repente sentí unas impetuosas ganas de abrazarla y dejar que mis manos congeladas se deslizaran dentro de su ropa. Pero, por supuesto, no hice nada.
Estábamos mirando los escombros.
—¿Qué piensas ahora que han pasado unos días? —preguntó.
—Nada —contesté—. Sigo sin entender lo que ha ocurrido.
—Tengo que decirte las cosas como son —dijo Lisa—. Es evidente que el fiscal ha decidido iniciar una investigación y que probablemente te procesarán. Puesto que la casa estaba asegurada a todo riesgo, dan por sentado que el móvil del incendio es engañar a la compañía del seguro. ¿Y tú sigues diciendo que no sabes nada?
—¿Del incendio o del procesamiento?
—De las dos cosas.
—Nada. Si no me hubiese despertado, me habría quemado dentro. Entonces habría sido un exitoso intento de suicidio. No una estafa a la aseguradora.
Lisa estrujaba el gorro dentro de uno de los bolsillos del impermeable. Vi que se había cortado el cabello aún más corto.
—Tengo que escribir sobre esto —admitió—. Pero bastará con una breve reseña en vez de un reportaje más largo.
—Sería mejor que escribieras que yo no he incendiado mi casa. Y que todos los que difunden ese rumor deberían ser perseguidos hasta el infierno.
—Los fiscales y los policías no suelen acabar allí.
Subí a la colina. Ella me seguía a cierta distancia. ¿Por qué había venido realmente? ¿Creía que iba a reconocer que fui yo quien provocó el incendio?
Me senté en el banco. Ella se colocó a unos pasos de mí mirando al mar. De repente señaló:
—¿Lo ves?
Seguí su mano sin descubrir lo que ella había visto. Pero cuando me levanté comprendí. Más allá del islote donde tenía la tienda de campaña el viento soplaba con más fuerza. Y allí se deslizaba un surfista a una endiablada velocidad directo hacia mar abierto. En verano era habitual verlos. Pero nunca a estas alturas del otoño. Al contrario de lo que solía ser normal, llevaba la pequeña vela pintada de negro, al igual que la tabla, y el traje de surfista también era negro. Desde lejos parecía que el hombre, o la mujer, del traje de neopreno se deslizaba sobre la superficie del agua solo con los pies.
—Tiene que hacer mucho frío —dijo Lisa—. ¿Qué ocurre si pierde el equilibrio?
Seguimos al windsurfista hasta que desapareció detrás de Låga Höholmen. Pasado un rato apareció por el otro lado, todavía rumbo a mar abierto. Algo en aquella visión, la vela negra, la velocidad, me afectó profundamente. ¿Qué clase de persona podía dirigirse a alta mar un gélido día de octubre?
De repente así la mano de Lisa Modin. La tenía fría. Me dejó sostenerla un momento antes de retirarla lentamente.
Una rama crujió detrás de nosotros. Cuando me volví, vi que Louise estaba subiendo a la colina. Lisa Modin la descubrió al mismo tiempo. Louise iba despeinada y parecía enojada. Miró a Lisa Modin con hostilidad.
—Lisa Modin —la presenté—. Es una amiga.
Lisa Modin tendió la mano sin que Louise se la estrechara.
—Louise es mi hija —dije.
Como es lógico, Lisa captó enseguida el rechazo de Louise. Se quedaron mirándose la una a la otra como si su rivalidad fuese más que evidente.
Louise se volvió de pronto hacia mí.
—¿Por qué no me has hablado de ella?
—Nos hemos conocido hace poco.
—¿Os acostáis juntos?
Lisa Modin resopló sorprendida. Luego se echó a reír.
—No. —Respondí yo—. No nos acostamos.
Louise estaba a punto de decir algo cuando la interrumpió Lisa Modin.
—No sé por qué eres tan desagradable —dijo—. Que sepas, para que entiendas la situación, que tenía unas preguntas que hacerle a tu padre. Soy periodista. Ya tengo las respuestas y ahora mismo me voy de aquí.
—¿Qué es lo que quieres saber?
Lisa Modin me lanzó una mirada rápida a la que no respondí porque no tenía nada que decir. Hablaban de mí, pero yo me mantenía al margen.
—La policía considera que se trata de un incendio provocado. Y sospechan de tu padre.
Lo que ocurrió después sucedió muy deprisa. Louise dio un paso al frente con tal rapidez que tanto a Lisa Modin como a mí nos pilló desprevenidos por completo.
—Lárgate de aquí ahora mismo —gritó—. Ya tenemos bastantes problemas sin la presencia de periodistas husmeando por aquí.
Lisa Modin se había quedado muda tras semejante estallido. Sus ojos echaban chispas de rabia. Se marchó de allí, bajó de la cima y subió al barco de Jansson. Louise y yo seguíamos arriba mientras oíamos cómo arrancaba el motor y el ruido desaparecía al otro lado de la punta.
El viento había empezado a soplar cada vez más fuerte. Mi hija me había privado de una de las pocas expectativas que me había creado: que Lisa Modin pudiera llegar a ser algo más que una amiga pasajera a quien yo, de cuando en cuando, llevara a dar una vuelta por el archipiélago.
—Quiero que te marches de aquí —dije—. Si ahuyentas a las personas que me gustan, no quiero tenerte aquí.
—¿Crees que tiene algún interés por ti? ¡Si es por lo menos treinta años más joven que tú!
—Hasta ahora no me ha traicionado. Aunque no nos acostemos juntos, como dices tú.
No dijimos nada más allá arriba en la colina. Cuando bajábamos a la caravana, el viento había arreciado. Miré las oscuras nubes que se levantaban por el este. De no haber sido porque todavía era otoño, habría pensado que esa noche caería nieve.
Cenamos juntos y después tomamos té. A mí no me gusta la mezcla preferida de Louise. Sabe a hierbas desconocidas, que no me agradan. Pero, por supuesto, no dije nada.
Los dos estábamos cansados. Sin necesidad de hablar de ello, decidimos que yo iba a dormir en la caravana. Jugamos a las cartas hasta que se hizo la hora de acostarnos. Oí que permanecía mucho tiempo despierta. Pero al final su respiración se fue haciendo más profunda y pesada. Entonces me dormí yo también.
Al día siguiente remé hasta el islote para buscar mi reloj. Louise no quiso acompañarme porque se sentía mal.
Quizá fue justo en ese momento cuando comprendí realmente que estaba embarazada. Con su malestar llegó el conocimiento. Ahora lo sabía. Mi hija iba a tener un hijo con alguien que yo ni me imaginaba quién era.
Remé despacio hasta el islote y traté de imaginar al hombre desconocido delante de mí. Pero solo veía un hormiguero de hombres, como una aglomeración a la entrada de un partido de fútbol.
Busqué mi reloj durante un buen rato, pero no lo encontré. Levanté incluso algunas varillas de la tienda para ver si el reloj había acabado debajo del piso de la tienda. Pero no había nada. El reloj seguía desaparecido.
Transcurrieron dos días en los que en realidad no ocurrió nada. Soplaron vientos inestables que alcanzaron la fuerza de un temporal. Pasamos la mayor parte del tiempo en la caravana. Retomé mi costumbre de bañarme en el agua fría por la mañana. Intenté convencer a Louise para que me acompañara, pero no quiso. Cuando yo terminaba de bañarme, ella se lavaba junto a la bomba de agua. La oía resoplar y maldecir el agua fría.
Me preguntaba por qué nos comportábamos de una manera tan extraña. Dos personas adultas que no eran capaces de hablar de una nueva generación que ya estaba en camino. ¿Qué era lo que hacía que tanto ella como yo estuviéramos tan mal preparados para algo que era una conversación habitual entre gente normal y corriente?
De lo que sí hablábamos, a pesar de todo, era de las posibilidades de construir la nueva casa. Mientras durara la investigación policial y los fiscales deliberaran, no recibiría dinero alguno de la aseguradora. Pero no podríamos vivir en la caravana cuando llegara el invierno.
El segundo día llamé a las doce a mi compañía de seguros. Tuve que esperar un rato antes de que me pasaran con una persona que buscó los datos de mi póliza. Se presentó como Jonas Andersson. Yo me estrujé la memoria, pero no recordé haberlo visto jamás. Hablaba demasiado rápido y parecía querer terminar la conversación lo antes posible. No había oído hablar del incendio, puesto que yo no había enviado ninguna declaración de siniestro. Jonas tampoco había leído que se sospechaba que el incendio fuera provocado. ¿Acaso estaba hablando con un joven que pertenecía a la generación que había dejado totalmente de leer? No solo periódicos sino también libros. Las noticias que les llegaban de manera ocasional lo hacían por distintos medios digitales.
La breve conversación que mantuve con Jonas Andersson fue un suplicio. Yo no le dije nada de que la investigación policial estaba a punto de convertirse en un auto de procesamiento contra mí. Eso tendría que averiguarlo él. Lo más importante que pudo decirme era que todas las primas del seguro habían sido abonadas a tiempo.
El seguro estaba vigente. La aseguradora abonaría el valor total de la casa, aunque, lógicamente, nunca llegaría a ser tan sólida como una casa construida en el siglo XIX. Nunca tendría vigas de roble en las paredes. Tampoco sería posible adornar la entrada con los elementos de madera que tenía la antigua casa.
Me pregunté si el seguro cubriría también los manzanos afectados. Pero dejé el asunto como estaba. A Jonas Andersson probablemente no le preocupaban los frutales renegridos.
Estaba sentado en el interior de la caravana mientras hablaba con la compañía de seguros. Louise estaba junto a la puerta escuchando. Como la voz de Jonas Andersson era muy chillona, seguro que también oyó todo lo que él tenía que decir. Terminamos la conversación acordando que él u otro empleado vendría a ver el lugar del incendio. Utilizó una expresión curiosa. Había que hacer una inspección ocular del lugar del incendio. Eso sería dentro de unos días.
Sin embargo, no me preguntó dónde vivía en ese momento. Tampoco dijo nada respecto a todas las cosas que yo había perdido en el incendio. Supuse que su tarea más importante era ocuparse de que la compañía no pagara dinero innecesariamente.
—El seguro está vigente —dije después de la conversación—. Pero, lógicamente, no pagarán si me procesan y me condenan por provocar el fuego.
—¿Qué pasa entonces?
—Que acabaré en la cárcel. Y no se construirá ninguna casa con el dinero de la compañía aseguradora.
El tiempo poco a poco había mejorado. Tras los fuertes vendavales, el cielo se despejó y llegó un calor otoñal inesperado. Una vez al día subía a la colina para observar al windsurfista. Pero el mar estaba vacío. Ningún barco, ninguna vela negra.
Cuando las aves emigran, el archipiélago se queda en silencio. El murmullo de las olas y del viento, nada más.
Una tarde observé que Louise parecía desanimada. Estaba sentada abajo, en el banco del embarcadero, con la cabeza apoyada en las manos. Yo acababa de bajar de la colina cuando la vi. Me quedé contemplándola a escondidas, sin que me viera. Parecía, cada vez más, que nos relacionáramos observándonos a escondidas. Dábamos vueltas y teníamos miedo. Mi miedo surgía de la sensación de que cada vez sabía menos de mi hija embarazada. Y es posible que ella viera en mí lo que hace la vejez con una persona.
Eran las diez de la mañana del primer martes del mes de noviembre cuando oí el ruido de un motor. Dado que el viento venía del sur y que el archipiélago, por lo demás, estaba completamente silencioso, oí el barco cuando aún se encontraba a mucha distancia. No era el barco de Jansson. No conocía el sonido del motor que se acercaba. La embarcación que apareció doblando la punta no la había visto antes. Era un barco con un potente motor, bautizado con el insólito nombre de Drabant II. Me pregunté qué clase de idiota había puesto al barco un nombre de caballo.
Por una vez, Louise y yo bajamos juntos al embarcadero para recibir a una visita.
Los que llegaban eran de la compañía aseguradora. Pero no venía Jonas Andersson. El hombre se presentó como Torsten Myllgren. No podía tener más de veinticinco años. Siempre me había imaginado que los peritos debían de ser personas con experiencia, que inspeccionaban y tramitaban muchas reclamaciones diferentes a las aseguradoras. Torsten Myllgren solo parecía un adolescente crecido.
La persona que conducía el barco no era mucho mayor. Cuando nos saludamos, solo sentí una sudorosa mano floja. Con voz chillona se presentó como Hasse, si no lo entendí mal. Cuando le pregunté a Louise, resultó que ella tampoco estaba segura de cómo se llamaba el tipo.
Subimos al lugar del incendio. Esperaba que Myllgren me aclarara ahora si sabía que existían sospechas de que el incendio había sido provocado. Pero no dijo nada. Llevaba puesto un mono de color naranja y calzaba, para mi satisfacción, unas auténticas botas de lluvia suecas de color verde. Estuve a punto de preguntarle dónde se las había comprado. Sujetaba en la mano un cuaderno grande de notas y empezó a hacer anotaciones nada más llegar a las ruinas calcinadas.
Hasse se encendió un gran puro al resguardo de la caravana. Empecé a pensar que probablemente estaba contratado por la compañía de seguros para ocuparse de los viajes a las islas. El humo del puro llegaba hasta nosotros, que observábamos a Myllgren mientras daba vueltas entre las ruinas. De vez en cuando se paraba y tomaba fotos con su móvil. A veces usaba también una pequeña grabadora que llevaba en el bolsillo para registrar comentarios.
—¿Qué es lo que anda buscando? —preguntó Louise—. Así no puede ver cómo fue en su día la casa.
—No lo sé —contesté—. Tendrás que preguntárselo a él.
—Me alegro de no despertarme cada mañana con un hombre así a mi lado.
Me sorprendió su comentario. Pero, al mismo tiempo, me di cuenta de que se había abierto un resquicio por el que podía lanzar la pregunta más importante de todas.
—¿Con qué hombre te quieres despertar?
—Lo verás cuando lo conozcas.
No valía la pena hacer más preguntas.
Continuamos observando a Myllgren, que daba vueltas alrededor de las ruinas.
—¿Qué anda buscando? —insistió Louise.
—La verdad. —Respondí yo—. Si es que existe.
Louise me tomó de pronto del brazo. Hizo un gesto con la cabeza señalando la colina y el banco del abuelo. Apenas tuvimos tiempo de sentarnos antes de que ella empezara a hablar.
—¿Te acuerdas de que estaba en Ámsterdam cuando hablamos por teléfono unas semanas antes de que se quemara la casa?
—Sí —contesté—. Sonaba como si estuvieras en un café.
—¿Qué crees que hacía en Ámsterdam?
—No quiero ni imaginármelo.
—Te lo voy a contar. Viajo hasta allí unas cuantas veces al año. Como sabes, allí está el Rijksmuseum, el Museo Nacional de los Países Bajos, donde se conserva parte de la obra de Rembrandt. No me canso nunca de sus cuadros. Nadie puede evitar conmoverse ante esas obras maestras, y si alguien no lo hace, es que es absolutamente ciego para el arte. Pero yo no me hallaba allí para ver los cuadros. Estaba para ayudar a otras personas a visitar el museo. Hay un grupo reducido de personas, la mayoría holandeses, pero algunos son también de otros países, que han suscrito un acuerdo con la dirección del Rijksmuseum. Nosotros recaudamos dinero, organizamos coches y ambulancias. El objetivo es bien sencillo. Ofrecemos a las personas gravemente enfermas que van a morir pronto, y que sueñan con poder ver una vez más los cuadros de Rembrandt, la posibilidad de hacer una última visita. Una vez cada cuatro meses el museo se abre solo para esas personas, que llegan en sillas de ruedas o en camillas. Acostados o medio sentados, a menudo con grandes dolores porque todos ellos renuncian a tomar calmantes para tener la cabeza despejada ante el encuentro con Rembrandt. La mayoría quiere ver los autorretratos de Rembrandt, sobre todo los de la vejez. Su encuentro, cara a cara, hace menos doloroso el tránsito entre la vida y la muerte. Igual creías que viajaba allí porque en Holanda son más permisivos con las drogas que en un país como Suecia, que viajaba a Ámsterdam para fumar. Pues estás equivocado. Ahora ya sabes algo de mí que antes no sabías.
De pronto, desde el barco se oyó una radio a todo volumen. A Myllgren parecía que no le molestaba para realizar su inspección.
—¿Qué música es esa? —pregunté.
—Se llama Techno —contestó Louise—. Pero seguro que tampoco sabes lo que es.
Hacía un hermoso día de otoño con colores resplandecientes, cielo despejado y casi nada de viento. Pensé en lo que Louise me había contado.
Había transcurrido una hora. Louise había desaparecido en el interior de la caravana. Yo daba vueltas alrededor de las ruinas del incendio, como si no quisiera dejar solo a Myllgren con su tarea. Una gaviota argéntea coja vigilaba desde una roca próxima. Ya había aparecido otras veces. En alguna ocasión le había tirado los restos de la comida.
Myllgren cerró su cuaderno. Tuve la sensación de que cerraba una claqueta para marcar que iba a empezar una nueva toma. Se introdujo una bolsita de snus bajo el labio superior, se colocó bien el mono, que parecía torcido en la entrepierna, y dio después unas zancadas hacia donde yo estaba. Tropezó con una de las piedras de los cimientos de la casa, que estaba parcialmente enterrada bajo los restos del incendio. Intentó mantenerse en pie, pero no lo logró. Cuando cayó, oí que se le rompía algo en la pierna. Él gritó de dolor al tiempo que soltaba el cuaderno de notas.
Estaba allí tendido con su mono como un animal abatido y le dolía mucho la pierna izquierda. No hacía falta ser médico para darse cuenta de que tenía la pierna rota entre el tobillo y la rodilla.
Louise había oído su grito y salió de la caravana. Hasse, que estaba sentado en el barco, también se dio cuenta de que había pasado algo. Nos juntamos alrededor de Myllgren, que luchaba contra los dolores. Si no se hubiera quemado mi casa, le habría inyectado enseguida un calmante. Pero ahora solo le podía ofrecer analgésicos en comprimidos. Estaba muy pálido y me recordaba a un soldado herido de bala en una trinchera que sentía cómo se le escapaba la vida.
—La pierna está rota —dije—. Tienes que ir al hospital.
—Vamos a llevarlo a mi barco —dijo Hasse, que evidentemente no había entendido la gravedad de lo ocurrido.
—Tendrá que recogerlo la guardia costera —dije yo—. Si lo trasladamos sin camilla será todavía peor.
Le pedí a Louise que buscara una manta para él.
—Tienes que mover tu barco —dije a Hasse—. De lo contrario no podrá amarrar la guardia costera.
Hasse abrió la boca para hacer alguna objeción. Levanté la mano y señalé hacia el embarcadero. Se marchó. Llamé a la guardia costera y después me senté en cuclillas junto a Myllgren. Con lo joven que era me impresionó su capacidad para apretar los dientes y no ceder al intenso dolor.
La guardia costera tardó apenas media hora en llegar. Lo pusieron en una camilla y lo llevaron hasta el barco. Era Alexandersson quien estaba al mando. Era un hombre con experiencia que había transportado muchas camillas en su vida.
Hasse había sacado el barco e iba a la deriva fuera del embarcadero. Cuando Myllgren ya estaba a bordo, Alexandersson se dirigió a mí.
—Ayer estuve en la tienda de accesorios de pesca para comprar pintura —explicó—. Maggan me preguntó por ti. Me dijo que habían llegado tus botas. Después de lo de Nordin, se va a encargar ella de la tienda. Al menos de momento. Después parece que se hará cargo un hermano.
Yo sabía que el hermano de Nordin era fontanero. ¿Llevaría la tienda bien?
Alexandersson subió a bordo. El barco dio marcha atrás. Hasse y su blanco Drabant II lo siguieron cuando desapareció doblando la punta.
—Han llegado mis botas —le dije a Louise, que se había sentado en el banco.
—Entonces iremos a buscarlas mañana. De todos modos, tenemos que hacer la compra.
Oía cómo Alexandersson se alejaba a toda máquina. El ruido resonaba entre los taludes de piedra de las islas.
Sentí pena por Myllgren. Pero al mismo tiempo me alegré porque mis botas habían llegado.