12

La casa tenía tres plantas y estaba en un barrio a la entrada del pueblo. Cuando era pequeño, allí no había otra cosa que campos de labor y prados donde pastaban las vacas. El edificio se había construido en la década de los sesenta del siglo pasado y su aspecto era semejante al de todos los que se construyeron en esa época.

Había aparcado el coche fuera del portal situado más cerca de la linde del bosque. Supuse que desde el piso superior quizá se pudiera ver la profunda bahía que se abría al mar.

Había sido fácil de encontrar. Cuando llegué al pueblo, llamé a información telefónica. Ellos me dieron la dirección de Lisa Modin.

Almorcé en el restaurante de la bolera. Después di un paseo por el sendero que discurre a lo largo de la bahía. Cuando me encontraba con alguien que estaba dando un paseo, miraba al suelo. Pensaba que me iban a reconocer.

Fue un largo paseo. Hasta las dos no volví al coche. Alguien había dejado una hoja con publicidad en uno de los limpiaparabrisas. Allí pude enterarme de que un vendedor ambulante de moras de los pantanos llegaría a la plaza al día siguiente entre las doce y las dos para vender sus bayas. Me pregunté si realmente habría moras de los pantanos tan avanzado ya el otoño.

Había aparcado fuera del edificio de Lisa Modin. Desde el coche veía su portal. Observé ventana tras ventana con los prismáticos, sin que las cortinas, las plantas o las lámparas me permitieran adivinar exactamente dónde vivía.

Me bajé del coche y me acerqué hasta el portal, que estaba abierto. Los letreros con los nombres estaban puestos en un tablón de anuncios a la izquierda, junto a la escalera. El edificio no tenía ascensor. Alguien había escrito GRINGO en una pared con un rotulador rojo. Otro había tachado la palabra y había escrito en su lugar PUTO MONO.

Lisa Modin vivía en la última planta del edificio. En ella había dos inquilinos, Modin L. y Cieslak W. Traté de decidir si debía subir las escaleras y llamar a su puerta en ese mismo momento. Pero era demasiado pronto. Prefería estar seguro de que ella se encontraba en casa.

Permanecí sentado en el coche casi cuatro horas antes de que Lisa Modin regresara a casa. Había visto a los niños volver de la escuela, las bicicletas tiradas sin cuidado fuera del edificio. El portero había puesto aceite en los goznes de la puerta del edificio. Un señor mayor con un andador que se movía terriblemente despacio, como si contara con caerse a cada paso, había entrado por la puerta. Llevaba una bolsa del supermercado colgando del manillar del andador. Me pareció un hombre milenario que había atravesado las eras geológicas para llegar ahora a este edificio gris de hormigón, de ventanas sin parteluces y pequeños balcones empotrados donde apenas cabían más de dos personas.

Durante esas horas de espera evité pensar en la voz anónima del teléfono que me había avisado. Tampoco me sentía con fuerzas para profundizar en las razones por las que había abandonado la isla y esperaba ahora que Lisa Modin me diera refugio por unos días. Lo que quería sobre todo no era un sitio en una cama, sino alguien con quien hablar de todo lo que ocurría. Yo no la conocía y ella tampoco me conocía a mí. Pero ahora que Louise se había largado por la puerta de atrás, no tenía a nadie más a quien pudiera acercarme.

Quería sinceridad y consuelo. Pero, naturalmente, no sabía si ella podía darme lo que necesitaba. Quizá ni siquiera me dejara entrar cuando llamase y ella descubriese quién estaba allí detrás de la puerta.

Una mujer salió del portal. Se parecía a Harriet. Harriet de joven, cuando la conocí y mantuvimos nuestra corta y caótica relación.

Habían pasado cuarenta años desde que nos conocimos. Yo acababa de convertirme en médico. Nos conocimos, como ocurre con mucha frecuencia, a través de amigos de amigos, y por pura casualidad. Supe desde el principio que Harriet no era el gran amor de mi vida. Pero me atraía. Intuí enseguida que para Harriet significaba algo más que lo que yo deseaba. Por eso fingí que mi amor era mucho más grande que una necesidad erótica. Todavía hoy puedo sentir dolor por haberla engañado con unos sentimientos que ella creía que yo compartía. Ni siquiera cuando llegó caminando por el hielo, con su andador y su cáncer incurable, fui capaz de confesarle lo que había sentido aquella vez hacía ya tantos años. Lo último que le hurté fue la verdad.

La mujer desapareció cuesta abajo. Estuve a punto de marcharme, regresar a la isla y esperar a que llegara la policía a detenerme. Era una búsqueda absurda de un refugio que no existía.

De repente, eché de menos a mi padre y a mi madre; a los hermanos que nunca tuve; a Jansson, con sus dolencias imaginarias; a Harriet, muerta; a Louise; a Oslovski e, incluso, a Nordin, que había sido tan descuidado con el pedido de mis botas nuevas.

También me pregunté si había alguien que me echara de menos.

Lisa Modin subió la cuesta cuando eran las seis menos diez. Llevaba la mochila colgada al hombro y una bolsa de plástico, del mismo supermercado donde compraba yo, en la mano. Tenía una boina roja en la cabeza y una bufanda enrollada alrededor del cuello. Me agaché todo lo que pude en el asiento sin perderla de vista. Desapareció en el interior del edificio. Unos minutos después se encendió una lámpara en un apartamento de la última planta, el que estaba más próximo a la invisible bahía. La vi cuando abrió la ventana.

Bajé del coche, lo cerré y caminé hacia el portal. Salieron unos chicos adolescentes hablando en voz alta de una chica que se llamaba Rosalin, y, evidentemente, su sueño compartido era poder quitarle la ropa y acostarse con ella.

Subí despacio las escaleras para no quedarme sin resuello. Pude oír a través de una puerta música de acordeón. Otra puerta dejaba escapar el ruido de una conversación telefónica a voces. Como el andador estaba en el rellano, comprendí que era allí donde vivía el hombre milenario. ¿Necesitaba el andador solo cuando salía de casa o tenía uno especial para utilizarlo dentro de casa?

Llegué al último piso y recobré el aliento. A pesar de que había subido despacio se me había acelerado el pulso. En la puerta de Lisa Modin colgaba una fotografía de un hombre con una cámara en la mano. Cuando leí el texto que había debajo de la fotografía, vi que era de un fotógrafo que se llamaba Robert Capa, y que la imagen había sido tomada en Francia al final de la segunda guerra mundial. Nunca había oído hablar de aquel hombre. Pero si Lisa Modin había colocado la fotografía en su puerta, debía de ser alguien importante para ella.

Escuché fuera de la puerta. El apartamento estaba en silencio. Con cuidado, abrí una rendija en el buzón y escuché. La luz de la entrada estaba encendida, pero aún no me llegaba ningún ruido.

Permanecí quieto e indeciso. ¿Cómo iba a explicarle que la buscaba sin haberla llamado antes? ¿Qué era lo que esperaba realmente?

Hice varias tentativas de llamar a la puerta. Pero en el último momento retiraba la mano. Al final desistí. No me atrevía a llamar. Me había dado cuenta de lo absurdo que era. Si volvía al puerto ahora, me daría tiempo de llegar a la isla antes de que oscureciera del todo.

Empecé a bajar las escaleras. Tras un par de peldaños, me di la vuelta rápidamente, desanduve mis pasos y llamé enseguida a la puerta. Quería marcharme de nuevo, pero me quedé. Ella abrió la puerta de forma impetuosa, como si la hubiera importunado. Cuando vio que era yo, arrugó la frente y sonrió a la vez.

—¿Tú aquí? —preguntó—. ¿El hombre de la casa incendiada?

—Espero no molestar.

Ella no contestó, solo se hizo a un lado y me dejó entrar. Había un enorme gato negro tumbado en el mueble con espejo de la entrada y me observaba con recelo. Cuando intenté acariciarlo, huyó de un salto.

Lisa me ofreció una percha.

—El gato se llama Sally —aclaró—. Aunque es macho. No le gustan los desconocidos.

Colgué la cazadora y me quité las botas.

—No quería molestar. —Insistí.

—Eso ya lo has dicho. Pero, lógicamente, siento curiosidad por saber por qué has venido aquí.

—No tengo ningún otro sitio adonde ir.

Ella llevaba puesto un albornoz de color verde. Apretó con fuerza el cinturón alrededor de la cintura, al tiempo que esperaba que yo dijera algo más. No lo hice.

Ella rompió el silencio y me hizo pasar a su cuarto de estar. Vi de pasada la puerta entreabierta de su dormitorio. La colcha estaba apartada a un lado. Probablemente estaba descansando cuando llamé a la puerta.

Desde el cuarto de estar se podía ver ciertamente el agua azul de la bahía. Lisa Modin había situado un sillón y una mesa con libros donde tenía la mejor vista. En el cuarto había pocos muebles y casi ningún cuadro. Una puerta conducía a otro dormitorio, mientras que la cocina estaba abierta al cuarto de estar.

Me señaló el sofá rojo que había delante de una mesa de cristal, cuyas patas indicaban que podía proceder de algún país árabe.

—¿Puedo ofrecerte algo?

—Nada.

—Entonces voy a preparar té. Así podrás tomar si quieres.

Ella desapareció en la cocina. Yo observé el cuarto. Nada hacía suponer la existencia de un hombre. Yo, naturalmente, no podía estar seguro. Pero nada me impedía esperar que así fuera. Cuando vertió el agua en la tetera, desapareció en su dormitorio. Volvió vestida.

Sirvió el té en dos tazas blancas y colocó delante un plato con panecillos.

—Ahora, cuenta —dijo—. ¿Por qué has venido aquí?

—No sé por dónde empezar.

—Por el principio, suele ser lo más sencillo.

Yo ya sabía que no iba a decir la verdad. Pero sabía también que para que una mentira funcione, la mayor parte de lo que uno dice tiene que ser cierto. Solo las conclusiones pueden contener algo que no es cierto y luego eso se retuerce alrededor de su propio eje con lo que uno ha dicho antes. Al mismo tiempo pensé que me era imposible contar la verdad, puesto que no sabía cuál era.

—Ya sabes dónde empieza —dije yo—. Las acusaciones de que soy un incendiario. No lo soy.

—Entonces será importante que te defiendas. No se condena a nadie si no se prueba su culpabilidad.

—Yo ya he sido condenado. Recibí una llamada por teléfono que me avisaba de que iba a ser detenido. También he recibido varias cartas anónimas.

—Creía que me habías dicho que no querías recibir correo en tu isla.

—Las cartas estaban en el banco fuera del cobertizo. Ignoro cómo han llegado hasta allí.

Me observó pensativa. El té que había servido era muy dulce, no se parecía en absoluto al que Louise había dejado en la caravana.

—Mi hija se ha marchado —dije.

—¿Por qué?

—No me lo preguntes. Ni siquiera me contó que había decidido marcharse.

—Parece un comportamiento raro.

—Mi hija es rara. Creo, además, que se mantiene prostituyéndose.

Ignoraba de dónde salieron esas palabras.

—Suena aterrador —respondió ella tras un momento de silencio.

Noté que ella se había puesto en guardia. En su interior se había activado alguna alerta. Comprendí que, quizá, había ido demasiado lejos.

—No quiero hablar de eso —afirmé—. Y quiero que olvides lo que acabo de decir.

—El olvido no es algo que se pueda suscitar. Puedo intentarlo. Pero aún no sé por qué has venido.

—No tengo otro sitio adonde ir. Nadie con quien hablar.

—Eso no es exactamente lo mismo. Podías haberme llamado.

—Si quieres puedo irme ahora mismo.

—No es eso lo que he dicho.

—No soportaba quedarme en la isla. No conozco a casi nadie aquí. La única persona que se me ocurrió fuiste tú. Pero ya me doy cuenta de que estaba equivocado.

Ella seguía mirándome con atención.

—Espero que no escribas nada de esto —dije.

—¿Qué interés podría tener esto para un periódico local?

—No sé.

—Puesto que estás aquí, será mejor que me cuentes qué es lo que ocurre. Todavía no he entendido por qué has abandonado tu isla.

Comprobé que mis mentiras habían hecho que me sintiera inseguro de lo que quería decir realmente. Pero hubo instantes durante aquella larga tarde en que estuve a punto de decir la verdad. Que quería que ella me llevara a su cama. Eso era todo.

¿Comprendió ella lo que yo pensaba? Cuando ya se había hecho muy tarde y, además, nos habíamos bebido una botella de vino, ella me propuso que me quedara a dormir en el sofá.

—Pero no esperes nada —añadió.

Tuve ganas de contestarle que uno siempre espera algo. Pero, con todo, había conseguido que ella me permitiese quedarme.

Me preparó la cama en el sofá, recogió las tazas y las copas y me dio una toalla.

—Estoy cansada —dijo—. Tengo que dormir. Mañana por la mañana tengo que ir con el coche a casa de una pareja de hermanos ancianos que viven en una granja aislada sin electricidad ni agua corriente.

Había esperado al menos llegar a abrazarla. Pero ella solo hizo un gesto con la cabeza en señal de buenas noches, apagó algunas lámparas, menos la que estaba al lado del sofá, y desapareció en el cuarto de baño. Esperé a desvestirme hasta que ella hubiese cerrado la puerta de su dormitorio.

Me quedé sentado a la pálida luz que llegaba desde la calle. Había colocado la toalla sobre la pantalla de la lámpara.

Nada había salido como yo esperaba. La decepción infantil que sentía me recordó los torpes intentos amorosos de los primeros años de la adolescencia.

Di una vuelta por el silencioso apartamento. Escuché con sigilo tras la puerta cerrada de su dormitorio. La sensación de que ella estaba al otro lado de la puerta me hizo retroceder. Abrí el otro dormitorio. Allí había una cama, pero la habitación se utilizaba como estudio. En un escritorio al lado de la ventana había un ordenador y una vieja máquina de escribir. Hojeé algunos papeles que estaban esparcidos sobre la mesa. Apuntes sueltos, difíciles de leer, algunos manuscritos sin terminar. Los periódicos estaban en un montón en el suelo. Me mantuve alerta todo el tiempo para que ella no me sorprendiera si salía del dormitorio.

En una estantería había unas fotos enmarcadas. Representaban a personas que posaban para un fotógrafo. Supuse que las fotografías fueron tomadas en los años treinta o cuarenta del siglo pasado. Hombres y mujeres con caras sonrientes. Sin embargo, no había ninguna fotografía más cercana en el tiempo. Ninguna fotografía de personas que pudieran ser los padres de Lisa Modin u otros parientes.

Había un curioso vacío en el apartamento en que me encontraba. Era como si su vida y la mía, a pesar de todo, se parecieran.

Me senté frente a su escritorio y seguí hojeando sus papeles. Había allí algunas cartas que leí después de haber encendido la lámpara del escritorio. Sujetaba el papel con una mano mientras tenía la otra sobre el interruptor de la lámpara. No quería que me sorprendiera leyendo a escondidas. Había expresado muchas veces mi desprecio hacia las personas que meten las narices en la vida de los demás. Pero yo mismo puedo actuar igual.

Una era de un lector que se quejaba de lo que había escrito Lisa Modin sobre un asunto grave de protección animal. Unas vacas habían sido abandonadas y se habían visto obligados a sacrificarlas. El hombre que escribía se llamaba Herbert y se consideraba humillado e injustamente vilipendiado. Abajo, Lisa Modin había anotado: «No contestar». Otra carta estaba tan llena de odio que me quedé pasmado. Si yo recibía llamadas anónimas, Lisa Modin recibía cartas. Un hombre sin nombre no la acusaba por nada de lo que escribía, sino que le contaba sin más lo cachondo que se ponía cuando pensaba en acostarse con ella. Después de leer solo unas líneas, parecía claro que el tipo tenía fantasías sádicas.

Lisa Modin había escrito abajo: «¿Se le puede rastrear?».

Apagué la lámpara y me levanté de la silla. Había un armario en una de las paredes transversales. Allí estaba colgada su ropa. Aspiré el perfume de la ropa con la nariz. Levanté del suelo un par de zapatos de tacón.

Cuando estaba con los zapatos en la mano oí un ruido a mis espaldas. Me giré tan deprisa que me golpeé la cabeza con la puerta del armario. Pero allí no había nadie. Solo eran figuraciones. Dejé los zapatos exactamente donde estaban, y me disponía a cerrar la puerta del armario, cuando algo que colgaba al fondo del todo me llamó la atención. Al principio no podía ver lo que era. Quizá una bandera de Suecia pequeña, en una percha. Cuando lo saqué vi que era un paño bordado. Encima de la bandera sueca ponía: SCHWEDEN. Debajo de la bandera una esvástica, en negro sobre blanco y fondo rojo.

Me quedé pasmado con el insólito bordado en la mano. Que era antiguo me pareció evidente porque el tejido blanco estaba amarillento. Volví a colgar la percha. Justo al lado, en otra percha, había una bolsa negra de piel. La descolgué y la abrí sobre el escritorio. Allí había condecoraciones de guerra, entre otras, un broche dorado que en el reverso ponía algo que yo interpreté como «broche de combate cuerpo a cuerpo». Había, además, una Cruz de Hierro, no supe entender de qué grado, y la funda de un cuchillo que perteneció a alguien de las Waffen-SS. En el fondo de la bolsa encontré una fotografía. En ella aparecía un hombre con uniforme alemán, fumaba un cigarrillo y miraba a la cámara con la cara sin afeitar pero sonriente. En el reverso de la fotografía ponía el nombre, Karl Madsen. Al lado, alguien con otra caligrafía había escrito: «Frente del Este 1942».

Volví a colgar la bolsa en el armario, apagué la luz y salí de la habitación. El dormitorio de Lisa Modin seguía en silencio. Eran las tres menos cuarto de la madrugada. Me tumbé en el sofá sin quitarme la ropa y me quedé dormido. Me despertó algo que había soñado. Louise había llegado caminando por una calle que yo no reconocía en absoluto. Tampoco la reconocía a ella. Parecía totalmente distinta. Sin embargo, yo sabía que era ella. Cuando intenté llamarla, ella se volvió hacia mí y sonrió. Su boca era como un agujero negro. No tenía dientes.

Eran las cuatro y diez. Toda la situación, el hecho de que me encontrara en casa de Lisa Modin, también parecía un sueño. Me acerqué a la ventana y miré afuera, al espacio iluminado por una farola parpadeante. Mi coche estaba allí abajo en las sombras.

Volví a la habitación que servía de oficina. Abrí el armario una vez más y saqué el paño bordado con la bandera de Suecia y la cruz nazi. ¿Por qué estaba eso colgado entre su ropa? ¿Qué significaba el contenido de la bolsa de piel?

No encontré ninguna respuesta.

Regresé al sofá, y estaba a punto de acostarme cuando no pude resistir la tentación de escuchar otra vez detrás de la puerta de su dormitorio. Todo estaba tan silencioso como antes.

Agarré la manija con cuidado y entreabrí lentamente la puerta. Las cortinas de su ventana solo estaban corridas hasta la mitad. La luz de la calle caía sobre la cama, donde ella descansaba.

No sé cuánto tiempo permanecía allí en el hueco de la puerta mirándola. A la pálida luz de la noche ella se parecía a todas las mujeres con las que he estado a lo largo de mi vida. Harriet aparte, no eran muchas. Pero todas estaban ahora en aquella cama y se parecían a Lisa Modin.

Después de aquello me tumbé en el sofá y me adormecí, a pesar de que en realidad no quería. Cuando ella se despertara, quería estar sentado en el sofá y decir que no había pegado ojo en toda la noche. Esperaba que aquello despertara su compasión.

Dormí con sobresaltos entre el sueño y la vigilia cada quince minutos. Cuando oí el despertador de su dormitorio y una radio que se encendía justo después, me senté, me peiné y aguardé. Ella abrió la puerta con cuidado para no despertarme. Eran las seis. Llevaba puesto el albornoz. Me saludó con un gesto cuando vio que estaba despierto, yo le devolví el saludo antes de que ella entrara en el cuarto de baño. Empezó a sonar el agua de la ducha. Cuando salió, llevaba una toalla de baño alrededor del cabello. Desapareció de nuevo en su dormitorio, mientras yo seguía sentado en el sofá sin moverme. Todavía estaba oscuro al otro lado de la ventana.

Ya se había vestido cuando salió.

—Creía que dormías, como parecías tan cansado —dijo sorprendida—. ¿Qué haces ahí levantado y ya vestido?

—No he dormido —contesté—. Ni siquiera me he quitado la ropa.

—¿Te has pasado toda la noche sentado en el sofá?

—Me he tumbado alguna vez.

Ella sacudió la cabeza y de pronto pareció inquieta.

—De todos modos, he estado muy bien. Aquí he podido estar tranquilo. Nadie podía saber dónde me encontraba.

—Nada va a mejorar por que no duermas.

—Nada va a mejorar tampoco si duermo.

Lisa Modin fue a la cocina y puso la mesa para el desayuno. Yo seguí sentado en el sofá hasta que ella me dijo que estaba listo el café. Tenía hambre, pero tomé solo café. Ella intentó que comiera un bocadillo al menos. Le di las gracias y rehusé.

Se levantó con la taza de café en la mano.

—Tengo que preparar el día —aclaró—. Salgo dentro de media hora.

Cuando ella entró en su oficina, me comí apresuradamente un bocadillo. Al mismo tiempo intentaba que se me ocurriera algo para conseguir quedarme en el apartamento. No quería viajar de vuelta a la isla.

Lisa Modin salió de su oficina y miró hacia la bahía, que se iba mostrando a medida que la oscuridad empezaba a desaparecer.

—¿Por qué has venido aquí?

Su voz era diferente, más oscura. Me hablaba con la cara vuelta hacia otro lado.

—Intenté explicártelo ayer por la noche. Quizá no lo conseguí.

—Has estado fisgando —afirmó dándose la vuelta.

Sentí cómo se me aceleraba el pulso. Como cuando uno ha evitado un accidente de coche en el último momento.

—No sé a qué te refieres.

Lisa Modin dejó su taza de café en el fregadero. Vi cómo le temblaban las manos de rabia.

—Has estado en mi estudio. Has hojeado mis papeles y has abierto mi armario. No puedo decir exactamente qué has hecho ni por qué. Pero noto cuando algo ha cambiado, aunque no pueda decir qué es.

—No suelo husmear en las cosas de otras personas —contesté—. Creas lo que creas, estás equivocada.

Ella pareció de pronto cansada y sacudía despacio la cabeza.

—Quiero que te vayas ahora. Creí que de verdad necesitabas ayuda y un sitio donde dormir. Ahora ya no sé quién eres ni por qué has venido aquí.

—Te aseguro que yo no he entrado en tu habitación.

Ella negó con la cabeza. No sabía cómo había descubierto a qué me había dedicado esa noche. Pero estaba convencida del todo y yo jamás podría hacerle creer que estaba equivocada.

—Si es así me voy —dije levantándome.

Lisa Modin me siguió hasta la entrada y vio cómo me ponía las botas y recogía mi cazadora. Abrí la puerta y me volví hacia ella.

—¿Quién es el de la foto que cuelga en la puerta?

—Robert Capa. Un fotógrafo al que admiro más que a la mayoría de los periodistas y fotógrafos. Murió mientras hacía un reportaje de guerra en Asia, al pisar una mina.

Me decidí de repente, con un pie fuera de su puerta.

—Alguna vez tienes que contarme por qué cuelga un paño bordado con una bandera sueca y una cruz gamada en tu armario. ¿Quién lo bordó? Tienes que explicármelo. Pero no en este momento, dado que al parecer tienes mucha prisa.

No esperé su respuesta, puesto que no quería escucharla, sino que me apresuré escaleras abajo. Cuando llegué al andador, delante del piso del anciano, oí cómo ella cerraba la puerta dando un portazo.

Me senté en el coche, eché el asiento hacia atrás y me quedé dormido al momento.

Cuando me desperté dos horas más tarde, estaba helado y me sentía mal. Me tomé el pulso. Lo tenía demasiado alto, 97. Bajé del coche y di unas vueltas para entrar en calor.

Un rato después aparqué al lado del banco y esperé dentro del coche a que abriera el Systembolaget. Compré vodka en botellas de medio litro porque son más fáciles de llevar en un bolsillo de la cazadora. Y, además, diez latas de cerveza para aliviar la resaca que tendría después.

Entré en una pequeña cafetería que no había visitado antes y comí unos bocadillos. Como estaba solo, eché un chorro generoso en la taza de café. Por mi parte, no había ningún motivo para esperar. Nunca había controles de la policía en el corto trecho hasta bajar al puerto. Como no estaba acostumbrado a tomar bebidas alcohólicas, enseguida me afectó. Una ardiente placidez me recorrió el cuerpo.

Después de salir de la pastelería, me senté en el coche y bebí todavía más antes de arrancar y salir de allí. Estaba borracho, pero no tanto como para no poder mantener el coche dentro de la calzada y evitar chocar con los conductores que venían en sentido contrario. Me invadió una alegría repentina. Estaba convencido de que mi réplica de despedida a Lisa Modin había dejado huella.

Aparqué fuera de la casa de Oslovski. Aún parecía totalmente abandonada. Escuché a ver si oía ruidos en su taller, pero no pude oír nada.

Bajé hasta el barco con mis botellas. Pasé por delante de la tienda de accesorios de pesca sin mirar por la ventana si la señora Nordin estaba allí. Los dos barcos de la guardia costera fondeaban en el puerto. Me subí a mi barco y abandoné el puerto. Justo cuando aceleré, el sol salió de entre las nubes. Soplaba un ligero viento terral. Viré y puse rumbo más al norte para tomar un camino más largo de vuelta a casa. Navegué entre islas donde las casas de veraneo estaban cerradas. En una ocasión me pareció ver un jabalí entre los árboles, pero no estaba seguro de ello. El mar se abría hacia la gran bahía de Ramfjärden. A lo lejos vi los escollos exteriores y el mar abierto. Tras recorrer la mitad de la bahía pensé girar hacia el este para estar pronto en casa. Pero en mitad de la bahía apagué el motor y me trasladé a la proa del barco. Me caí cuando el barco cabeceó. Uno de los remos cayó al agua. Logré atraparlo antes de que se alejara a la deriva. Me senté en la proa y continué bebiendo. El sol calentaba. Me quité la cazadora.

No pensaba en nada, ni en Lisa Modin, ni en mi hija ni en los desconocidos policías con los que pronto tendría que hablar. Bebía. El cansancio de la noche casi en vela me pasó factura. Me quedé dormido en el barco tal como estaba.

Me desperté porque el barco chocó con algo. Cuando me senté, vi enfrente la cara de Alexandersson. Estaba inclinado sobre la borda del gran barco de la guardia costera, que se arrimaba como una enorme ballena. Cuando miré hacia el otro lado, me di cuenta de que había ido a la deriva hasta los escollos exteriores, donde esperaba mar abierto. Mi barco ya era presa del oleaje. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero aún estaba muy borracho.

—Es mejor que subas a bordo —dijo Alexandersson.

—Y una mierda —repliqué, y fui dando traspiés hasta la popa y tiré de la cuerda del motor.

El motor respondió a la primera. Cie y puse rumbo a mi isla. Pensé que Alexandersson iba a venir detrás de mí. Yo iba borracho y me podía detener por pilotar un barco en estado de embriaguez.

Pero la guardia costera no me detuvo. Cuando llegué a casa, conduje a la playa directamente, pero me dio tiempo a levantar el motor antes de que se dañara la hélice.

Subí tambaleándome hasta la caravana. Antes de echarme en la litera hice algo que nunca hacía.

Cerré la puerta.