23

Una vez más vi mi casa convertida en ruinas negras.

La casa de Valfridsson ardía con la misma furia que había arrasado mi casa. El fuego era más violento, pero la vieja casa oponía resistencia. Me pareció ver la imagen de un león arrojándose mortalmente al cuello de una gacela para cazarla.

Éramos unas treinta personas corriendo por allí con cubos de agua y mangueras, gritándonos los unos a los otros. Cuando llegó la guardia costera y puso en marcha las bombas de agua, acabaron las carreras. Alexandersson, que estaba ligeramente ebrio, tomó el mando en nombre de la autoridad. Yo conocía a todos los que estaban allí. En medio del caos y del jaleo nos deseamos feliz año nuevo los unos a los otros, mientras corríamos por todas partes tratando de ayudar.

Observé que Lisa Modin era enérgica. Tomaba iniciativas propias y se la escuchaba cuando hacía propuestas.

Pero, naturalmente, no había nada que hacer. La casa estaba envuelta en llamas desde el principio y se iba a quemar hasta los cimientos. A las cinco de la mañana se empezó a caer el tejado. Las tejas recalentadas se rompían al llegar al suelo. Los cristales de las ventanas se reventaron, el oxígeno se coló entre los cristales rotos y avivó de nuevo las llamas. Todos los que estaban alrededor de la casa tuvieron que retroceder para poder soportar el intenso calor.

Por un breve instante me quedé parado al lado de Alexandersson. El sudor negruzco le caía por la cara.

—Otra casa más —constató—. ¿Quién quema nuestras propiedades aquí en las islas? ¿Qué hemos hecho para merecer esto?

—¿Es lo mismo que pasó en mi casa? —le pregunté—. ¿Un fuego que empieza por todas partes y por ninguna?

—Aún no lo sabemos. Pero seguro que es así en todos los casos, aunque no lo sepamos. El mismo método, el mismo loco.

Negó haciendo un gesto con la cabeza, escupió algo negro, seguramente una bolsita de snus que tenía en la boca. Volvió a las bombas y a las mangueras.

Lisa Modin se había sentado en un viejo patinete de hielo oxidado que había junto a una barbacoa cubierta totalmente con la capota rota de un barco. Su cara sudorosa brillaba con las llamas. Desde París hasta un incendio nocturno en una de nuestras islas, pensé. Casi disfrutamos de una noche tranquila juntos, antes de que la llamada de Jansson nos sacara de la cama.

Miré a mi alrededor por si veía a Jansson. Al principio no pude dar con él. Después vi que se ocultaba en las sombras, donde las llamas no llegaban a iluminar su cara. Había algo raro en su postura. Me acerqué unos pasos. Él aún no me había descubierto. Tenía la vista fija en el fuego. Entonces vi por qué su postura parecía rara. Tenía las manos juntas delante, como si estuviera rezando en silencio una oración, para sí mismo o para algún dios del fuego del que yo no sabía el nombre. Al poner las manos de esa manera parecía que su cuerpo estuviera paralizado, como si fuera realmente una talla de madera o un espantapájaros.

Él advirtió mi presencia en el mismo instante en que a mí se me ocurrió la idea del espantapájaros. Separó enseguida las manos, como si lo hubiera sorprendido haciendo algo vergonzoso.

Sabía que la vergüenza era lo que más temía Jansson. Que se le cayera una carta al agua en un embarcadero, que se le escapara de la mano una notificación del pago de la pensión y se fuera volando por encima del agua. Tal vez no afinaba su hermosa voz por temor a que un día le saliera un gallo.

Me puse a su lado. Olía a sudor y a alcohol, con su elegante camisa de fiesta que estaba negra de hollín.

—Al menos aquí no había nadie —comenté yo—. Ninguna persona se ha quemado dentro.

—Pero ha causado mucho daño de todas formas —respondió Jansson.

—¿Quieres decir que se trata de otro incendio provocado?

Jansson se estremeció, como si acabara de decir algo absolutamente inesperado.

—¿Qué iba a ser si no?

—Pero ¿quién va a navegar hasta aquí fuera en Nochevieja?

No dijimos nada más. Miré a la gente que se movía despacio alrededor del fuego. Me pregunté si Jansson pensaría lo mismo que yo. Que muy bien podría ser alguno de los que ahora estaban reunidos allí quien había provocado el incendio.

Miré a Jansson con el rabillo del ojo. Pero no se traslucía ninguno de sus pensamientos.

Eran las siete cuando Lisa Modin y yo subimos al barco y nos alejamos de allí. La casa de los Valfridsson ardería todavía durante muchas horas. Pero nadie podía hacer nada. Alexandersson había conseguido ponerse en contacto con los dueños, que se encontraban en un hotel en Marsella. Antes de marcharnos me dijo que la mujer le había gritado directamente en el oído, tan alto que creía que le había reventado el tímpano.

Yo conocía a la señora Valfridsson. Era una mujer delgada, de mi edad. En una ocasión llegó en un barco pequeño y me preguntó si podía mirarle la garganta, donde creía que tenía un quiste. La hice sentar en el banco fuera del cobertizo y le examiné la garganta con una linterna apartando la lengua. Allí no había ningún quiste. Cuando le informé de que no podía encontrar nada, la mujer empezó a llorar a mares. Me quedé pasmado. Uno se da cuenta inmediatamente de que ciertos pacientes pueden reaccionar con violencia ante una opinión médica, tanto si es buena como si es mala. Sin embargo, lo de Hanna Valfridsson me pilló desprevenido por completo.

Y ahora gritaba su desesperación desde un hotel de lujo en Marsella.

Viajamos rumbo al puerto en la oscuridad. Antes de arrancar el motor le había preguntado a Lisa Modin adónde quería que fuésemos. De camino hacia el puerto pensé que tenía demasiado alcohol en la sangre para conducir un coche legalmente. Pero no podía imaginarme que el día de Año Nuevo hubiese policías en la carretera por la mañana temprano para pillar a conductores bebidos en las zonas despobladas.

Condujimos hasta el pueblo en silencio. Cuando fui a buscar el coche, la casa de Oslovski seguía cerrada y deshabitada. Pero me quedé parado y me fijé en la ventana que se hallaba a la izquierda de la puerta de entrada. No estaba seguro, pero me dio la impresión de que la cortina, que estaba cerrada, parecía algo abierta. No podía decir exactamente qué era lo que me llamaba la atención. Podían ser figuraciones mías, o el deseo de que hubiese alguien dentro de la casa, que no estuviera completamente abandonada.

Lisa Modin me preguntó qué miraba.

—La cortina. —Respondí—. Pero en realidad no sé. Me ha parecido ver a una persona ahí dentro que estaba mirándonos.

—Con el incendio ya hemos tenido suficiente —replicó ella—. No quiero más sucesos fantasmales.

Condujimos a través de la niebla matinal, que de vez en cuando no permitía ver el bosque ni los árboles al lado de la carretera. Lisa Modin encendió la radio para escuchar las noticias.

En Nochevieja se habían producido disturbios en algunos barrios periféricos de París. Un bombero había resultado gravemente herido por una piedra que le había impactado en la sien.

En Moscú habían descubierto aquella mañana el robo por el método del butrón de una de las firmas de joyería más grandes de Rusia.

Alguien había muerto tras ingerir la droga llamada Spice.

Una tormenta de nieve se acercaba lentamente por el este. Aún no podían pronosticar hasta dónde se extendería por el sur.

Lisa Modin apagó la radio y me pidió que parase. Me metí en un camino maderero. Se bajó. Cuando me di cuenta de que no iba a hacer pis, me quité el cinturón de seguridad y salí tras ella. Todo estaba en calma, silencioso. Ella se había adentrado unos metros en el camino y casi no la veía. Unos metros más y desaparecería del todo. Aquello me asustó. No quería que ella dejara de existir, que desapareciera sin dejar huella entre los pinos retorcidos.

—Siento que formo parte de otra historia —dijo.

Hablaba en voz baja, como si no quisiera romper súbitamente el silencio que nos rodeaba. Tal como yo la veía, en ángulo desde atrás, parecía un animal. Un ciervo alerta en todo momento ante un posible ataque.

—¿Otra historia diferente de cuál? —pregunté.

Contestó sin volverse hacia mí.

—De la historia en la que me encuentro siempre. A veces puedo llegar a detestar todas las informaciones absurdas que escribo en el periódico. Palabras que mueren en el instante mismo en que son leídas. Uno despioja a un periódico de palabras, de la misma manera que uno quita bichos del papel pintado o de su cuerpo.

No entendía apenas a qué se refería. Pero lo decía en serio, de eso no me cabía la menor duda.

—Quiero escribir otra cosa —dijo—. No libros, a eso no llego. Viviría muerta de envidia en la oscuridad ante los escritores que realmente pueden elegir las palabras y crear textos que no se olvidan jamás. Quiero dibujar quizá mapas desconocidos de tierras que nadie ha pisado nunca. Antes, uno soltaba las vacas para que ellas mismas encontrasen el camino más corto y mejor de vuelta a casa. Soltadme y encontraré las sendas olvidadas.

Nos quedamos en silencio allí, en el pinar. Era mi septuagésimo día de Año Nuevo. Pensar en los pocos que me quedaban me asustó. Temblé. Ella se volvió hacia mí cuando tirité.

Sonrió.

—¿Un café? —preguntó—. Voy a escribir un relato detallado del incendio de esta noche.

En la escalera de su casa estaba todo muy silencioso. Como para protestar contra el inhospitalario silencio, golpeaba fuerte con los pies en los peldaños de hormigón. Un perro empezó a ladrar, pero se calló cuando rugió una voz de hombre. Yo iba un paso por detrás de ella y alargué la mano. Pero no llegué a tocarla.

Lisa preparó café. Yo me senté en el sofá donde una vez había intentado dormir.

Tomamos café en la mesa de la cocina, comimos unos bocadillos, no hablamos mucho.

—Debería dormir —dijo ella cuando empezó a recoger la mesa—. Si no, pensaré que ha sido un sueño.

—Te puedo asegurar que la casa realmente ha ardido.

Se apoyó contra el fregadero y me miró fijamente.

—¿Qué es lo que ocurre en vuestras islas? —preguntó—. Las casas arden por la noche en medio de violentas llamas. Nunca había oído que el fuego pudiera aullar. Pero esta noche aullaba.

—Era un fuego provocado —le dije—. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero todos lo intuyen. Probablemente quien ha provocado el fuego es alguno de los que estaban ayudando a apagarlo.

—No debería resultar tan difícil enterarse de quién es —replicó casi irritada—. No es que seáis muchos. Las islas habitadas no son tantas.

—Nadie ganaba nada quemando mi casa —argumenté—. ¿Quién gana algo por que la casa de los Valfridsson arda? ¿Quién se alegra de quemar la preciosa casa de pescadores de la viuda Westerfeldt? A mí me parece que es pura y simple locura.

—¿Podría ser una venganza?

—Claro que la gente se putea. La envidia corroe. Pero no llega tan lejos como para arriesgarse a quemar viva a una persona.

—El deseo de venganza puede volverle a uno loco.

—Somos de una naturaleza demasiado simple aquí en las islas.

—Tú no eres de aquí.

La miré sorprendido.

—Yo no, pero mi familia sí. Además, tengo una profesión que es aceptable. Soy médico. Por eso les parezco útil. Tengo una especie de carta de ciudadanía honorífica. No consideran realmente que pertenezca al archipiélago, no llevo la marca en el alma, pero me aceptan.

No dijimos más. La firme expresión de su cara me hizo comprender que ella no estaba de acuerdo conmigo. Pero no valía la pena dedicarle más tiempo a aquello.

Como si fuera la cosa más natural del mundo, después fuimos y nos acostamos en su enorme cama. Escuché su respiración regular y cada vez más profunda. Primero danzaron las llamas, después me dormí.

Cuando me desperté eran las nueve y media. Tenía la cabeza pesada y la boca seca. Desde la cocina se oía la radio, con el volumen bajo. Se oía el tintineo de la cucharilla en la taza de café. Tosí dentro de la cama. El roce de una silla. Lisa Modin apareció en el vano de la puerta con albornoz azul oscuro. Tenía un vaso de agua en la mano.

—¿Te sientes como yo? —preguntó—. Si es así, quieres un vaso de agua.

Vacié el vaso mientras ella me miraba.

—¿Pastillas para el dolor de cabeza? —pregunté.

Ella volvió con el mismo vaso, ahora lleno de agua burbujeante.

Me lo bebí y me recosté en la almohada.

—¿Cómo va tu artículo? —pregunté.

—No he empezado aún. Pero me pondré enseguida.

—¿Vas a escribir algo del bombero voluntario que duerme en tu cama?

—Creo que carece de interés.

Sonó mi teléfono. Era Kolbjörn, el electricista. No me preguntó dónde estaba, solo me deseó brevemente un feliz año nuevo y luego me comunicó el motivo de su llamada. Kolbjörn no es una persona que gasta palabras innecesariamente.

Al parecer, un pequeño grupo de los que habían acudido a sofocar el incendio había tomado una decisión. Ahora estaban llamando al resto de los vecinos de las islas. Kolbjörn era el encargado de llamarme a mí.

Pude deducir de su voz ronca que estaba con resaca. O tal vez algo borracho aún. Se rumoreaba que bebía a temporadas, sin que nadie hubiera podido demostrarlo realmente. Nunca se había presentado bebido cuando me había ayudado. Tampoco en tiempos de mis abuelos, cuando él era un joven electricista que hacía prácticas como aprendiz de un hombre que se llamaba Ruben. Aquello fue antes de que se enrolara en la marina mercante.

—Vamos a organizar una reunión de los vecinos de las islas en los locales de la Asociación Cultural —explicó—. Hemos decidido esperar hasta el día de Reyes. A las dos de la tarde. Debemos acudir todos los que podamos. Vamos a hablar de los incendios y de qué podemos hacer.

—¿Para evitarlos?

—Para descubrir al que los provoca. Así se acabarán los incendios.

—¿Hay algún sospechoso?

—No.

—Allí estaré —afirmé—. ¿A las dos?

Durante la breve conversación telefónica, Lisa Modin había abandonado el dormitorio. La puerta del estudio estaba entreabierta.

Estaba sentada delante de la mesa escribiendo, a mano, en un cuaderno. El albornoz se le había abierto por los muslos. Me di cuenta de que mi necesidad de vida amorosa no era una fuente agotada que fuera a seguir seca el resto de mi vida. No era así.

Pero no quería que ella me viera ahí, junto a la puerta. Retrocedí, hice tintinear el vaso de agua y me senté a la mesa de la cocina.

Ella apareció con el cuaderno en la mano.

—Estoy escribiendo sobre el incendio —comentó—. Pero solo digo que acabé allí porque me encontraba celebrando una cena de Nochevieja en una de las islas. No doy ningún nombre.

—¿No deberías nombrar al menos a Jansson? El viejo postillón con quien compartiste la fiesta. Aunque solo fuera porque le darías una gran alegría haciendo que apareciera su nombre en la prensa local. Se llama Ture de nombre.

De pronto me di cuenta de que ella no escuchaba. Parecía inquieta. Pero su voz era firme cuando habló.

—Estoy acostumbrada a estar sola. En estos momentos preciso esa soledad. Además voy a escribir.

—No notarás que estoy aquí. He aprendido el arte de estar callado.

—No me refiero a eso. Necesito encerrarme en mí misma.

Me senté en la silla de la entrada para atarme los zapatos. Ella estaba en el vano de la puerta de la cocina con el cuaderno en la mano. Cuando me levanté e intenté abrazarla se apartó.

—Ahora no —insistió—. No te lo tomes mal, pero es así.

Yo me fui a casa. En un campo junto a la extensa bahía vi a un esquiador que trataba de deslizarse sobre el débil manto de nieve. Delante de él corría un perro, como si fuese rastreando una presa desconocida.

Aparqué el coche donde solía. Llegaba un frío penetrante del mar. No pude resistir la tentación de subir hasta el garaje de Oslovski. Estaba cerrado. A través de la sucia ventana pude ver el vacío que reinaba desde que su DeSoto Fireflite había sido robado. Se me hizo un nudo en la garganta de nostalgia, o tal vez incluso de pena, por una persona que se llamaba Oslovski y a la que apenas había conocido, pero por quien había sentido mucho aprecio. Su ojo de cristal me había visto con mayor claridad que otros ojos.

Bajé hasta al puerto, que estaba desierto esa mañana de Año Nuevo. El negro mar que crucé después parecía tener tanto frío como yo.

La víspera de Reyes nevó. Cuando llegué a los locales de la asociación, que se encontraban en una ensenada debajo de la iglesia, pude ver las huellas que conducían hacia arriba desde el embarcadero, donde estaban reunidos los barcos. Yo me hice un hueco entre un viejo bote de madera procedente de Krutholmen y el barco del práctico Holmén Pettersson, una embarcación de 1942. Había acudido mucha gente, bastaba con ver la cantidad de barcos atracados. Las huellas en la nieve parecían de una bandada de cornejas cenicientas que hubiesen estado correteando por allí mucho tiempo antes de alzar el vuelo y desaparecer.

El café estaba preparado y la chimenea encendida cuando entré en la gran sala de la asociación. Kolbjörn Eriksson me saludó con un gesto al verme y se acercó a saludarme. Su puño era tan grande como la pata de un oso.

—Me alegro de que hayas venido —dijo.

—Me alegro de que haya venido tanta gente. —Respondí yo.

—¿Quieres decir unas palabras?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque tu casa fue la primera que se quemó.

Yo negué con la cabeza. No tenía nada que decir. Mientras esperaba mi turno para servirme café intercambié unas palabras con personas a las que apenas veía. Mi capacidad para acordarme de los nombres de la gente había disminuido dramáticamente con los años. A veces creo que la temida puerta se está abriendo para mí. Un día entraré en ese mundo donde la memoria ha sido engullida por el olvido.

Acababa de conseguir una taza de café cuando me llamó Louise. Ya sabía que se había producido otro incendio. Pero de la reunión del día de Reyes no le había dicho nada. Le expliqué brevemente dónde me encontraba y le prometí devolverle la llamada cuando hubiera finalizado la reunión. Me contó que la niña iba a salir pronto de la incubadora. Eso hizo que me sintiera aliviado y contento.

Había contado hasta cincuenta y seis personas presentes cuando Wiman, un cura jubilado que vivía en Almö, juntó las manos y pidió silencio. Aunque yo nunca le había oído predicar, mucha gente me había contado que él nunca hablaba del infierno ni del diablo, lo cual había dividido a los parroquianos. Por alguna razón, incomprensible para mí, una parte de los habitantes de las islas se había indignado porque en sus sermones no mencionaba nunca la presencia constante del diablo y del infierno, mientras que los que vivían en tierra firme opinaban que era un cura admirable, que nunca echaba mano innecesariamente de las oscuras fuerzas del mal cuando se encontraba en el púlpito.

Wiman nos dio la bienvenida, se secó la nariz, nos deseó un feliz año y volvió a sonarse. Después exclamó de pronto, con voz de vendedor de biblias, que tenían que acabar los demenciales incendios que habían arrasado varias casas fuera, en las islas. Teníamos que aprender ahora a vigilar mejor las casas de nuestros vecinos, a controlar mejor los barcos desconocidos que se movían por nuestras aguas. Teníamos que ser solidarios con nuestro prójimo. No era necesaria una organización formal. Sin embargo, él mismo integraría un comité junto con Kolbjörn Eriksson y Ture Jansson, y estarían siempre localizables por si ocurría, se sospechaba o preocupaba alguna cosa.

Dio la palabra por si alguien quería preguntar algo. Se hizo el silencio, porque uno no está acostumbrado a que un cura ceda la palabra. Wiman animó de nuevo a formular preguntas o hacer comentarios. Finalmente, se levantó arrastrando la silla Alabaster Wernlund, el viejo pescador de Torpholmen, que tenía una de las casas de pescadores más pequeñas del archipiélago. Todos sabían que oía mal, podía ser violento y no pocas veces llamaba a la guardia costera cuando se imaginaba que se estaba practicando contrabando a gran escala justo alrededor de sus cabos. A pesar de que era muy suyo, todos sabían que era inteligente y no se dejaba engañar con comentarios o respuestas que a él no le parecieran esclarecedores.

Llevaba un gorro rojo en la cabeza y un chaleco naranja de esos que se ponen los operarios en las carreteras.

—¿Qué vamos a hacer si se demuestra que el pirómano está aquí en la sala? ¿Acaso no existen las mismas posibilidades de que venga desde Dinamarca?

Pontus Urmark, un delgado carpintero de Kattskärsvarpen, en el límite exterior de estas pequeñas islas, se levantó enseguida. Él tenía probablemente menos luces que Wernlund, pero podía ser igual de irascible.

—¿Por qué cojones iba a venir un incendiario de Dinamarca? —preguntó—. ¿Acaso no tienen islas propias?

—De Bélgica entonces, si te parece mejor —gritó Wernlund.

Wiman trató de intervenir para mediar entre los dos hombres enfadados y hacer que se calmaran. Pero ya era demasiado tarde. Cada uno estaba en un extremo de la sala, donde hacía ahora tanto calor que a los dos les corría el sudor por la cara. Eran como dos actores que se pegaran por el derecho a una réplica en el escenario. Urmark, que de perfil se parecía a Carlos XII de Suecia, tenía la voz más chillona. Pero Wernlund opuso resistencia porque estaba más seguro de en qué momento tenía que clavar su dardo venenoso.

La riña acabó tan inesperadamente como había empezado. Ni Urmark ni Wernlund tenían nada más que decir. Ambos se sentaron en silencio de mal humor. Pero incluso en silencio se miraban amenazantes y en cualquier momento podían volver a las andadas.

Wiman había recobrado las fuerzas y aprovechó el silencio para empezar a hablar de lo importante que era que quienes vivíamos en las islas vigilásemos a los desconocidos que aparecieran por el puerto o los barcos en el archipiélago. Entonces fue como si los asistentes volvieran en sí. Muchos pidieron la palabra o al menos agitaban las manos para advertir de su presencia en el debate. Un pescador joven del sur del archipiélago, cuyo nombre yo ignoraba, se levantó y aseguró con voz temblorosa, bien porque le infundiera temor hablar en público, bien porque estaba indignado por lo que iba a decir —eso no lo sabíamos—, que eran precisamente los extranjeros los causantes de lo que parecía la caída cada vez más profunda de Suecia en la miseria. Tal vez uno no pudiera acusar a esas personas extranjeras de haber acabado con la pesca en el mar. Eso era «culpa de los malditos polacos», aseguró en varias ocasiones. Jamás de las personas de los países bálticos, ni de los rusos. La desaparición de la perca siempre había sido por culpa de los malditos polacos. Pero todo lo demás, la criminalidad, sobre todo los robos de motores, los robos en las casas y los incendios, era culpa de los inmigrantes. Suecia había abandonado sus fronteras. Aquella Suecia que un día fue nuestra se había entregado a las hordas, a las que ahora se permitía cruzar esas fronteras y aprovecharse de todo. Yo estaba sentado en mi rincón escuchando a este joven pescador indignado, cuya cara llena de pecas ardía de calor. Pude darme cuenta de que estaba absolutamente convencido de que lo que él decía era la verdad, y nada más. Él era en aquel momento más creyente de lo que lo había sido el cura Wiman en toda su vida. El joven siguió diciendo barbaridades sobre los inmigrantes y los políticos que les permitían asolar nuestro país como les daba la gana. Maldijo la inmigración descontrolada, puso su marca de fuego, verbalmente, en la frente de todas las personas con malas intenciones, ya fueran mendigos o carteristas que rapiñaban sobre todo en las ciudades, pero ahora también, cada vez más, en las zonas rurales y, en nuestro caso, incluso fuera, en nuestras islas.

Después rompió a llorar. Aquello llegó de una forma tan inesperada que toda la sala contuvo la respiración. Se tapó la cara con las manos, el cuerpo le temblaba cuando se sentó en su silla. Estaba allí solo. No había ninguna mujer o familiares que pudieran consolarlo.

Su llanto era un llamamiento a la indignación, según comprendí después, cuando se levantaron un isleño tras otro y dieron fe de cuánta razón llevaba el joven pescador. La xenofobia, que apenas se basaba en otra cosa más que en mitos, rumores y en lo que un conocido de un conocido afirmaba haber presenciado, pero nunca la misma persona que hablaba, flotó sobre la sala como una pesada nube de malestar. Pocos fueron los que se pronunciaron en contra. Wiman lo intentó, pero no tenía fuerza, quizá tampoco convicción. La única que protestó fue Annika Wallmark, que tenía un pequeño taller de cerámica justo a las afueras del pueblo. Pero como la tachaban de radical, nadie la escuchaba. Siempre que ella tomaba la palabra surgía un murmullo incierto.

¿Qué dijo Veronika? Había vuelto de Islandia cojeando tras torcerse un pie cuando se cayó de un caballo mientras daba un paseo. Dijo lo que todos sabíamos, que de momento solo podíamos hacer conjeturas. Que corríamos el riesgo de empezar a buscar chivos expiatorios y a propagar aún más rumores envenenados.

¿Qué dije yo, el médico que tenía una hija carterista en París que acababa de darme una nieta? No estaba de acuerdo con el joven pescador. Tampoco coincidían mis opiniones con las de Annika Wallmark.

No dije nada. La reunión y todas las voces se convirtieron al final en un galimatías que, al mismo tiempo, resultaba amenazante y daba cierta seguridad. Tendríamos que echar un ojo a las casas de los vecinos, tendríamos que seguir a los barcos desconocidos con la mirada, que, por lo demás, estaba más acostumbrada a seguir aves marinas en las épocas de caza. Quienes nos habíamos reunido en los locales de la asociación, nos habíamos descargado a nosotros mismos de toda sospecha y se la habíamos trasladado a personas desconocidas que habían invadido nuestro país.

No protesté. Cuando Wiman empezó a resumir el encuentro, yo tenía un sabor desagradable en la boca, un sabor que no había sentido antes. Pensé en Louise y en su Ahmed. Si hubiera aparecido aquí en las islas y hubiera oído, en calidad de representante de todos los extranjeros, cómo lo trataban, seguro que habría salido huyendo. ¿Habría sido yo capaz de defenderlo? Yo tenía una superficie que conocía, pero en mi interior se escondía algo que me era desconocido y que ahora me asustaba.

Bajé hasta los barcos en compañía de Jansson. La oscuridad era total. Acá y allá se oía el murmullo de las conversaciones entre los asistentes a la reunión. El aire que salía de sus bocas era como señales de humo, que se mezclaban dando lugar a mensajes incomprensibles.

Abajo en el muelle había una pequeña caseta donde la asociación guardaba las banderas y las cuerdas de las banderas. Yo me quedé en la puerta observando a Jansson mientras se cambiaba el traje y se ponía ropa abrigada de lobo de mar. Al ver la escena, algo me hizo clic en la cabeza, sin que yo cayera en la cuenta de qué me recordaba aquello.

Jansson dobló el traje con cuidado y lo guardó en una bolsa de plástico. Yo seguía sin caer en lo que me recordaba aquel cambio de ropa.

Me inquietaba algo, pero no sabía qué era.

Salimos al muelle. Algunos barcos con las luces de navegación encendidas iban perdiéndose en la bahía. Alguien estaba apagando las luces en la sala de la asociación.

Jansson y yo nos despedimos con un gesto. Él desapareció en el interior de su cabina de mandos para encender su motor de bola. Yo tiré de la cuerda, encendí la linterna y me dirigí a casa.

La última hora de la tarde era muy fría. Había empezado a formarse una capa de hielo permanente en el interior de las calas y a lo largo de las orillas en tierra firme. Si el frío continuaba, la capa de hielo pronto cubriría la mayor parte del archipiélago.

Solo cuando entré al calor de la caravana, pude sacudirme el malestar experimentado en la Asociación Cultural. Allí había visto y oído a personas a las que creía que conocía, pero que demostraron tener unas opiniones que yo no me había esperado en absoluto.

¿Qué me había imaginado? ¿Qué había pensado de la visión del mundo, más allá de las islas, que tenían esas personas?

Me senté con una taza de café, aún sin respuestas, cuando sonó el teléfono. Era Lisa Modin. Habíamos hablado por teléfono varias veces después de la mañana del día de Año Nuevo en su apartamento. Cuando yo había querido ir a visitarla o le había propuesto que viniese ella aquí, no había querido. Me había guardado de tratar de convencerla. Lo cual podía significar, sencillamente, que se retiraba.

—¿Qué tal la reunión? —preguntó.

—¿Quién pregunta?

—Yo.

—¿Lisa Modin o la periodista?

—Somos la misma persona.

Le había contado que teníamos una reunión. Además, Kolbjörn Eriksson me llamó el día de Año Nuevo cuando todavía estaba en su cama. ¿Pero cómo podía saber que la reunión había terminado y que yo acababa de llegar a casa?

—¿Con quién has hablado?

—Hablo contigo.

—¿Cómo sabes que la reunión ha terminado?

—Me lo he imaginado.

No la creí. Tenía que haber hablado con alguien. La única persona que podía imaginarme era Annika Wallmark, la vecina a la que nadie escuchaba.

—Has hablado con alguien y sé con quién. Annika Wallmark.

—Nunca desvelaría mi fuente.

—Esa mujer asoma la cabeza detrás de su torno de alfarería para chismorrear y hablar de lo que a nadie le importa.

—¿No sería mejor que trataras de explicarme qué tal ha ido la reunión en lugar de intentar obtener respuesta a preguntas imposibles?

—Éramos muchos y estábamos de acuerdo. Vamos a mantener los ojos abiertos para ver lo que ocurre en la casa de nuestros vecinos. Los habitantes de las islas hemos añadido el undécimo mandamiento. Nos vamos a convertir todos en vigilantes. Suena patético y es patético. Pero también cierto. Fue Wiman, el cura, quien pronunció esas palabras.

—¿Puedes contarme algo más?

—No.

—¿Cómo estaba el ambiente?

Tuve inmediatamente la sensación de que ella sabía bastante más de lo que aparentaba. ¿Tenía contactos quizá? ¿Jansson? Imposible. El joven pescador que empezó a llorar, tampoco. ¿Wiman tal vez?

Me di cuenta de que no confiaba en ninguno de los asistentes.

Traté de desviar la conversación en otra dirección. ¿Cuándo pensaba visitar de nuevo mi caravana?

—Aún no —respondió.

—Tal vez soy demasiado viejo y aburrido. En ese caso es mejor que me digas las cosas como son. Los médicos viejos solemos tolerar la verdad.

Lo último que dije era mentira. Si nos diferenciábamos de otras personas era precisamente porque tolerábamos menos.

—No —contestó—. No eres demasiado viejo. Pero ambos somos seres solitarios.

Cuando la conversación concluyó, volví a mi taza de café. Creía todavía que, a pesar de todo, después de conocer a Lisa Modin existía la posibilidad de romper mi soledad.

Experimenté una alegría cada vez más fuerte. Allí estaba Lisa Modin, allí estaban Louise y la niña. Ante Ahmed y Muhammed no sentía nada. Pero tal vez llegaría a sentirlo algún día.

Me estiré en la litera, tenía la radio con el volumen bajo en un canal donde ponían música que se suponía que era relajante.

Acababa de adormilarme cuando me desperté de una sacudida. Al principio no me pude imaginar qué me había sacado del sueño. Después supe que se trataba del cambio de ropa de Jansson.

Cuando se despidió de nosotros en Nochevieja, para comunicarme unas horas después por teléfono que había un incendio, que estaba en su casa y que algo le había despertado, llevaba puesta la misma ropa que cuando nos encontramos más tarde en el lugar del incendio. Aquello me hizo reaccionar sin que pensara en ello detenidamente.

Continué tumbado en la cama. La radio seguía puesta. Reconocí una vieja canción que se llamaba Sail Along Silvery Moon.

Pensar en la ropa de Jansson me inquietaba. Pero aún no sabía qué era lo que había descubierto.

Era como un escollo desconocido en lo que yo creía que era una ruta bien cartografiada.