22
Louise y su pareja decidieron un día que su hija recién nacida se iba a llamar Agnes. Fuera quedó la idea de llamarla Rachel o Harriet.
Agnes. Un hermoso nombre que nadie de nuestra familia había llevado. Un hermoso nombre para una persona muy pequeña.
Unos años antes de morir, a mis padres les entró una pasión repentina por intentar averiguar más cosas sobre las familias a las que pertenecían. Ninguno de los dos sabía más allá de quiénes habían sido sus abuelos. Más atrás, una espesa niebla cubría a sus antepasados. Entonces empezaron a buscar en los libros parroquiales y en los archivos provinciales. Les pidieron información a los pocos parientes que quedaban vivos. Recuerdo que yo sospechaba que, entre ellos, se había entablado un duelo encubierto para ver quién de los dos conseguía rastrear el pariente más antiguo. Seguro que pensaban que la única manera que tenían de ennoblecerse, a nivel individual, era ahondando en la historia más lejos que el otro.
Cuando murieron, dejaron entre los dos un árbol genealógico aceptable. Pero en él no existía ninguna Agnes. Por parte de mi madre habían descubierto, para su infinita vergüenza, que un hermano de su bisabuelo había sido decapitado en una colina a las afueras de Västerås. Había sido soldado de la guardia real y, en una borrachera, se metió en una riña con un compañero y lo mató asestándole veintiuna navajadas, como dejaban claro las viejas actas del juicio. El rey Carlos XV le había denegado el indulto y el soldado Karl Evert Olaus Tell perdió la cabeza una mañana temprano de octubre de 1867.
Aquello enfrió su pasión por la investigación de sus antepasados. Cuando fui a visitarlos, mientras estaba estudiando, noté enseguida que todos los papeles relacionados con la búsqueda de antepasados habían desaparecido de su lugar de honor en el chifonier con sus huecos secretos detrás de los cajones, donde de niño había encontrado gafas viejas, pero ningún tesoro de verdad. Una noche, cuando mi madre se había quedado dormida y mi padre había bebido lo suyo, me desveló la humillante verdad del soldado decapitado. Había en el descubrimiento una especie de acusación silenciosa, mordaz y de lo más grotesca contra mi madre.
Poco a poco fueron retomando su inútil investigación, pero sin el interés ni la alegría de antes, sino más bien con inquietud por lo que pudiera ocultarse en el siguiente documento amarillento que conseguían encontrar.
Me costaba imaginarme a dos personas que investigando su árbol genealógico fueran más reacias que mis padres. Habían asumido una investigación de cuyos resultados ahora se avergonzaban. Habían sacado de los archivos un veneno que se inocularon en las venas.
Naturalmente, no encontraron más asesinos en los archivos. Para su sorpresa, quedó claro que ambos descendían de las comarcas interiores poco pobladas de Västerbotten y de los bosques de Härjedalen, igualmente solitarios. En la familia de mi padre había sangre finlandesa, y en la de mi madre apareció de pronto una pista inesperada que conducía a Rusia.
Pero no había ninguna Agnes. La niña de París era Agnes I.
La policía se ponía en contacto conmigo. A veces para preguntar algo, pero a menudo para constatar que seguían sin respuestas. El incendio había surgido de la nada.
Louise y yo hablábamos por teléfono un rato todos los días. De vez en cuando era Ahmed quien llamaba. Intercambiábamos unas breves palabras antes de que le pasara el teléfono a Louise. Me parecía que oía otro tono en su voz, que no podía interpretar del todo. ¿Había supuesto la llegada de la niña una alegría sin fisuras? ¿Estaba Louise cansada? ¿Padecía el miedo que con frecuencia acompañaba a la maternidad, especialmente cuando se trataba de niños prematuros? Yo siempre terminaba nuestra conversación asegurándole que estaría donde ella me necesitase.
Hablamos también de la casa quemada. Me contó que soñaba a menudo con ella, cómo surgía de las cenizas. Tenía otro sueño recurrente que ella desechaba porque era embarazosamente infantil. Cada mañana, los Carpinteros de la Noche habían colocado una viga más en las viejas esquinas y habían hecho que las paredes de la casa subieran un metro más. Nadie sabía de dónde venían esos carpinteros, nadie oía sus martillazos por las noches.
Pero la casa crecía. Aunque las ruinas seguían allí negras y frías, como después de aquella noche, cuando el desconocido le prendió fuego.
Le aseguré a Louise que la casa se iba a construir de nuevo. Se lo prometí sobre todo el día que me contó que la niña se iba a llamar Agnes.
—Antes se les ponían a los niños muchos nombres —le dije—. Aunque uno fuese pobre, podía colmar de nombres a los niños que nacían. Recuerdo que tuve un compañero de clase que tenía siete nombres. A pesar de que era el más pobre de todos los pobres de mi clase.
—¿Recuerdas los nombres? —preguntó.
—Karl Anton Axel Efraim Hagbert Erik Olof —contesté—. Johansson de apellido.
—Mi hija se llamará solo Agnes —afirmó—. Nunca tendrá que dudar de cuál es su nombre.
Una mañana, cuando me zambullí en el agua helada, bauticé el mes de diciembre de ese año como el mes de Agnes. El tiempo estaba revuelto, de mal genio como una persona colérica. Nevaba y la nieve se fundía, el viento soplaba con fuerza desde todos los puntos cardinales y daba paso luego a una calma propia, realmente, de pleno verano. Podía llover cuatro días seguidos, interminables lluvias torrenciales que repiqueteaban en el frágil techo de la caravana.
Nadie sabía lo que iba a ocurrir con la casa de Oslovski. Como enseguida se extendió el rumor de que a veces allí se veía luz, la gente empezó a creer en espectros y fantasmas. Había quien decía que su ojo de cristal se convertía por las noches en un prisma centelleante que parecía ver en la compacta oscuridad. Eso hizo que el inmueble no sufriera robos ni desperfectos.
El sendero de grava estaba siempre recién rastrillado. Nadie pisaba allí. Era como si las personas vivas dudasen de que Oslovski estuviera realmente muerta. Quizá solo estuviera fuera en alguno de sus extraños viajes, de los que nadie sabía adónde conducían ni por qué los realizaba. Aparte de para buscar piezas para su coche antiguo, que desapareció y aún seguía desaparecido.
—Esto siempre ha estado desolado en invierno —comentó Jansson un día—. Pero ahora es peor que nunca. Como si el vacío pudiera volverse más vacío.
Me imaginé lo que quería decir. El silencio de las islas durante el invierno se volvía más profundo. No era solo que se erosionaba el puerto de hormigón y que los postes de hierro se oxidaban. Era como si el mar no tuviese fuerza ya para volver a llenar el puerto de agua.
En el café que siguió al entierro de Oslovski, aproveché para preguntarle a Jansson si podía cantar en nuestra fiesta de Nochevieja. Se quedó pasmado, como si hubiera dicho alguna impertinencia.
—Eso haría la fiesta perfecta —le dije con amabilidad.
Jansson se mordió el labio inferior. Me pareció de pronto un crío avergonzado que no hubiese hecho los deberes.
—Ya no puedo cantar —dijo.
—¡Claro que puedes!
—No cantaré el Ave María —dijo reticente.
—Esa precisamente —exclamé yo—. Esa.
No hablamos más del asunto. Pero supe que contaba con su compromiso. Cantaría cuando estuviésemos en la caravana y se acercara la medianoche.
Repasé por última vez el menú acordado con Veronika. Nos habíamos puesto de acuerdo en servir salmón ahumado caliente de plato principal. Sopa de primero y tarta de manzana de postre.
—Tendría que haberte invitado —me disculpé—. Pero no hay sitio en la caravana.
—Voy a viajar a Islandia el día de Año Nuevo —dijo.
La miré sorprendido.
—¿Islandia? ¡Allí hará todavía más frío que aquí!
—El tiempo no me interesa. Me interesan los caballos islandeses.
—¿Es allí adonde te vas a mudar?
—Quizá.
Sonó su teléfono. Comprendí por la conversación que llamaba alguien para la celebración de un cumpleaños. Recogí mi cazadora, me calé el gorro hasta las orejas y le dije adiós con la mano. Ella se despidió de mí al tiempo que empezaba a tomar nota en su bloc de color turquesa que había al lado del teléfono.
En un periódico viejo que había en una mesa comprobé mi quiniela hípica. Naturalmente, no había ganado nada.
Volví a casa. El barco cabeceaba y golpeaba las olas picadas. En cualquier momento el mar se podía congelar y convertir las olas, la espuma, el barco y a mí mismo en objetos muertos iguales que las piedras.
Un mar plomizo como el de aquel día se parecía a la esfera de un reloj sin manecillas. O a una habitación donde se hubieran caído las paredes. A veces tenía la vaga impresión de que el mar era la fuerza que algún día me arrebataría la vida.
Para evitar el creciente cabeceo cuando saliera a la bahía que daba a mar abierto, seguí la ruta interior. Era más larga, pero me protegía de los vientos del norte, salvo en el último tramo del trayecto. Pasé junto a islas donde los robles estaban desnudos y apuntaban con sus ramas hacia el cielo. En algún sitio me pareció ver un jabalí, que desapareció rápidamente entre la maleza. Puse el motor en punto muerto y me dejé llevar por las olas, con la esperanza de que el animal volviera a aparecer. La isla se llamaba Hästholmen. En ella había una casa de verano algo destartalada que fue construida en su día por un profesor de geología apellidado Sandmark. Yo lo había visto de pequeño cuando acompañé a mi abuelo al puerto. Llevaba una boina negra y siempre iba vestido con un holgado uniforme inglés de color caqui. Vivió hasta los ciento siete años. Entonces era el padre de Jansson quien repartía el correo. Según Jansson, el profesor murió abajo en el embarcadero, cuando acababa de recibir una notificación de su pensión. El padre de Jansson estaba con los billetes en la mano cuando Sandmark se desplomó de pronto, sin decir nada, y murió allí mismo.
Al padre de Jansson le había impresionado especialmente que el profesor hubiese muerto sin emitir un solo sonido. Se había caído en el embarcadero sin decir ni pío, sin un gemido de dolor, de miedo o de protesta.
La casa de la isla se iba deteriorando. Yo no estaba seguro, pero creía que la casa ahora era propiedad de dos de sus nietas. Dos hermanas que en el fondo se odiaban, porque una de ellas se había hecho muy rica y la otra había fracasado en la vida.
El teléfono empezó a sonar en el bolsillo de mi cazadora. Era Jansson.
—Estoy seguro —afirmó.
—¿Seguro de qué?
—De que el pirómano no es de por aquí.
—¿Ha pensado alguien eso en algún momento? Aparte del tiempo en que fui yo el sospechoso.
—He ido repasando una por una a las personas que viven aquí fuera, en las islas. No puede ser ninguna de ellas.
—¿Qué sabe uno realmente de la gente? —pregunté—. ¿Qué sabes tú de mí? ¿Qué sé yo de ti?
—Lo suficiente para estar seguro de lo que digo.
Tuve la sensación de que nuestra conversación había empezado a entrar en un círculo vicioso.
—¿Qué piensa la policía? —pregunté, por decir algo.
—La policía seguro que piensa como yo —aseguró Jansson—. Pero ¿dónde van a buscar?
Oí que Jansson se reía ahogadamente, como si hubiese dicho algo gracioso. Después se puso serio de nuevo.
—A mí me gustaría saber qué piensas tú —dijo—. Sobre quién está detrás de esto. De todas las casas que se incendian.
—Tengo que pensarlo. Pero en estos momentos estoy en el barco. Hace frío.
—Tenemos que hablar de ello.
—Sí. —Respondí—. Tenemos que hablar de ello. Algún día.
La llamada terminó. Me volví a guardar el teléfono en el bolsillo. De pronto sentí que tenía la mano fría. Había algo en la llamada que me inquietó. Aunque Jansson había hablado como de costumbre, había algo que no encajaba. No podía decir qué era.
¿Qué sabía yo de Jansson en realidad? Salvo que había repartido el correo sin importar el tiempo que hiciera durante muchos años. O que sabía casi todo de todos los que vivían en las islas. Todos conocían a Jansson, el servicial postillón de todo el archipiélago. Pero ¿quién lo conocía realmente?
Repasé nuestra conversación una vez más. No se me iba la mosca de la oreja. Pero no se me ocurría de dónde venía esa sensación.
Aceleré el motor y conduje hasta casa. Algunos gansos de Canadá daban vueltas por los alrededores bajo el cielo plomizo, sin poder decidir dónde estaba realmente la ruta hacia el sur.
Llegué a casa y solucioné el problema de ajedrez de la revista de la diputación, que era demasiado fácil. El más necio aficionado al ajedrez podía calcular que una jugada que intercambiaba una torre y un alfil pondría a las figuras negras en jaque mate. Me dieron ganas de llamar al periódico y protestar por tratar a los lectores como a idiotas. Pero no llamé. Podrían contarse con los dedos de una mano las veces que he tenido ganas de protestar contra algo y lo he hecho de verdad.
Hacía calor dentro de la caravana. A pesar de que ya había anochecido me quité la ropa y bajé al cobertizo con una linterna en la mano. Me sumergí en el agua y me obligué a dar unas brazadas antes de que el frío fuera tan intenso que me viera obligado a volver a subir por la escalera. Estaba a punto de regresar a la caravana cuando oí que llamaban por teléfono. Había dejado la puerta de la caravana entreabierta, por eso pude oír el teléfono. Eché a correr, pero me tropecé en una de las piedras húmedas que sobresalía de la hierba.
Me vestí antes de ver quién había llamado. Solo me podía imaginar dos personas. O Louise o Jansson.
Era Lisa Modin. Le devolví la llamada. Sonaron muchas señales de llamada sin que contestara. Estaba a punto de colgar cuando contestó. Pareció sorprendida al oír que era yo.
—Me has llamado —dije yo—. Pero no me ha dado tiempo de contestar. Acababa de bañarme abajo en el embarcadero.
—No te he llamado.
—Era tu número el que salía.
—No lo entiendo. Yo no he llamado.
—Y yo no me he equivocado.
Ella respiró profundamente, como si hubiera corrido mucho tiempo cuesta arriba.
—Luego te llamo —dijo—. Tengo que averiguar qué ha pasado.
Me senté a esperar. Pasados nueve minutos volvió a llamarme.
—Yo no te he llamado —repitió—. Tengo que haber tocado alguna tecla mientras tenía el teléfono en el bolsillo.
—¿Entonces no tenías intención de llamarme?
—No. Ahora no.
—Entonces será mejor que colguemos.
Interrumpí la conversación antes de que ella tuviera tiempo de decir nada más. Arrojé el teléfono a la litera. Allí estaba cuando empezó a sonar de nuevo. No contesté. No sabía por qué actuaba así.
Sin embargo, envié un SMS una hora más tarde. «Sigues siendo bienvenida a la fiesta de Nochevieja. Si no has cambiado de opinión».
Ella no contestó hasta pasada la medianoche. Había perdido la esperanza de que viniese a mi fiesta. Entonces se iluminó la pantalla con una sola palabra. «Sí».
Permanecí despierto un largo rato. Pensaba en la única palabra. Sí.
Al amanecer me desperté porque me dio un calambre en una pantorrilla. Me pregunté si padecería diabetes. Los calambres en las pantorrillas solían ser un síntoma habitual. Pero no bebía mucha agua, ni me levantaba corriendo por las noches para hacer pis.
Busqué un glucómetro en una de las bolsas de plástico donde guardaba los medicamentos. El valor del azúcar en sangre era de 6,9. No tenía diabetes.
Me entraron ganas de hacer algo y en un ataque de impaciencia empecé a limpiar la caravana. No lo había hecho desde que se quemó la casa y me mudé allí. En el viejo bidón de petróleo donde mi abuela quemaba la basura preparé un fuego en el que eché todo lo que se había ido acumulando desde que me trasladé a la caravana. Quemé una de las camisas chinas azules. Ya había perdido color, los puños se habían deshilachado, los ojales se habían descosido. Eché la camisa trozo a trozo a las llamas.
De niño me vengaba del dolor de muelas arrancándoles las alas a los insectos. Si me dolía un moretón, podía pagarla con una bella mariposa a la que ahogaba, o con percas a las que sacaba fuera del agua y las dejaba hasta que se morían.
Ahora me vengaba maltratando objetos inertes. Condené las camisas chinas a la hoguera.
Ese mismo día remé más tarde hasta el islote. La tienda seguía allí, aunque algunas piquetas se habían soltado a causa del viento de los últimos días. Pero nadie había usado la tienda. Las piedras y las ramas rotas que había colocado para descubrir al intruso estaban donde yo las había dejado. Tampoco había encendido nadie fuego en las piedras con hollín.
El mar estaba en calma. Busqué con la mirada, mientras remaba de vuelta a casa, la red a la deriva que había visto a principios de otoño. Una red que seguía pescando aunque nadie la vaciase.
Aquella noche nevó copiosamente sobre el archipiélago. Al amanecer me quité la ropa y bajé desnudo al agua. Alumbré con la linterna mis huellas en la nieve.
Había llegado el invierno. Pronto sería Navidad, Año Nuevo.
Tuvimos nieve hasta Navidad, pero se fundió al tercer día, cuando los vientos empezaron a soplar del sur. Colgué unos coloridos farolillos de papel desde el cobertizo hasta la caravana. Llegó Veronika con las sillas y parte de la comida, además de la vajilla que necesitaba. Probamos a poner la mesa en la caravana. Cabía, aunque el espacio iba a resultar reducido.
El día de Nochevieja amaneció frío y despejado. Además, el viento estaba en calma. A las tres de la tarde, Veronika lo dejó todo preparado y me hizo las últimas advertencias con respecto a la comida. Para facilitarme las cosas, había puesto la sopa que se iba a servir en unos termos. Además, me había prestado una cocina de butano extra, que estaba al abrigo de un árbol caído detrás del cobertizo.
Nos tomamos una copa cada uno, nos deseamos un feliz año nuevo y nos despedimos abajo en el embarcadero. Como se iba de viaje a Islandia me despedí de ella agitando la mano.
A las siete llegó Jansson, que había ido a recoger a Lisa Modin. Yo había encendido unos velones que conducían hasta la caravana. Jansson dedicó media hora a preparar sus fuegos artificiales.
Nos sentamos a la pequeña mesa, éramos tres, y estuvimos comiendo y bebiendo desde las siete y media hasta pasadas las once. Para entonces estábamos todos borrachos, nos habíamos acabado la comida y hacía tanto calor dentro de la caravana que Jansson se había quitado la camisa y estaba sentado desnudo de cintura para arriba. Cuando Lisa Modin desapareció para hacer pis, le pregunté a Jansson si no había llegado el momento de que cantase para nosotros. Se le iluminó la cara, como si hubiera temido que no le fuese a preguntar. Pero no quería cantar aún, mejor cuando hubiera empezado el nuevo año.
—El Ave María —le dije—. Tienes que dejar que te oigamos.
—Te lo prometo. Pero no solo esa, cantaré una canción más.
No pude evitar preguntarle cuál.
—Buona Sera —contestó—. Una que Little Gerhard popularizó en Suecia en la década de los cincuenta.
Me pareció recordar la canción de la que me hablaba. Pero habría preferido que hubiese combinado el Ave María con cualquier otra cosa en vez de Little Gerhard.
—Bien. —Respondí—. Muy bien.
Lisa Modin entró por la puerta. Traía los ojos brillantes. Se dio un tropezón y se rio de su propia torpeza.
Tenía una botella de champán Veuve Clicquot en el frigorífico. Conocía la etiqueta de un aniversario de boda que mi padre, para sorpresa de mi madre, no había olvidado. Llegó a casa con este champán precisamente. El día que llegara Louise con Agnes, Ahmed y Muhammed, sacaría otra botella de Veuve Clicquot.
Esperamos con el champán y vaciamos lo que quedaba de una botella de vino tinto.
Salí afuera y llamé a Louise, que se encontraba en el hospital.
—Estás borracho —me dijo—. ¡Cuánto me alegro!
Se acercaba medianoche. Salimos afuera. Jansson aseguró que su reloj iba con una precisión de segundos. Ninguno de nosotros quería tener la tele ni la radio puesta. Fuimos alumbrando con linternas el camino colina arriba hasta el banco del abuelo. Los coloridos farolillos de papel se reflejaban en el agua, que estaba totalmente en calma. El termómetro que tenía colgado fuera de la puerta de la caravana marcaba dos grados. Unas nubes deshilachadas se deslizaban lentamente por encima de nuestras cabezas. Jansson abría el camino hacia la cima. Yo podía oír que casi sin hacer ruido se iba calentando las cuerdas vocales. Cuando Lisa Modin se tropezó, la agarré del brazo. No lo rehuyó.
En la cima estaba todo muy silencioso. Jansson alumbraba con una linterna su mágico reloj de pulsera. Me imaginé a Louise, a Agnes y a su familia. Muhammed en su silla de ruedas, quizá todos juntos frente a una ventana.
Nosotros estábamos allí en la cima como si fuésemos las últimas personas sobre la tierra. Jansson empezó la cuenta atrás de lo que quedaba del viejo año. Yo tomé la mano fría de Lisa Modin. Me dejó hacerlo. Con la otra mano comprobé que tenía el encendedor en el bolsillo. Pronto se lo daría a Jansson para que encendiera sus fuegos artificiales.
—Ahora —dijo Jansson con la voz temblorosa por la emoción y el apremio.
El año había terminado. Jansson cantó Buona Sera. Lisa Modin conocía la canción, pero se quedó tan pasmada como me quedé yo aquella vez en la última fiesta de verano de Harriet, cuando Jansson nos sorprendió a todos con su potente voz. Jansson sujetaba la linterna y se alumbraba la cara desde abajo. Resplandecía con un blanco fantasmal, pero ni Lisa ni yo prestamos atención a su aspecto. Era la voz la que nos incitaba a contemplar el futuro. Y después el Ave María. El frío de la noche desapareció. A nuestro alrededor florecía el verano. Vi a Harriet allí sentada, con una copa de vino blanco en la mano, y Jansson de pie en la cabecera de la mesa cantando de una manera que nos dejó sin respiración.
Después, cuando él terminó, vi que Lisa Modin tenía lágrimas en los ojos. Como yo, y quizá hasta el propio Jansson. La botella corrió. Bebíamos de ella directamente, como hace uno cuando está entre amigos, nos deseamos feliz año nuevo y alabamos la maravillosa voz de Jansson. Lo animé para que encendiera los fuegos artificiales. Los estallidos y los cohetes más bien modestos retumbaban entre las rocas y se elevaban hacia el cielo nocturno como antorchas solitarias para apagarse casi de inmediato. Pero Lisa Modin y yo aplaudimos el brioso intento de Jansson para ahuyentar a los demonios con humo y fuego.
Después volvimos a la caravana. Jansson parecía de pronto cansado y no quiso que le sirviera un gin-tónic.
—Me voy a ir a casa ahora —dijo—. Es muy tarde para un viejo postillón que no está acostumbrado a cantar.
—No podía imaginarme que tuvieras semejante voz —dijo Lisa Modin—. ¡Un Jussi Björling aquí fuera entre las rocas y los islotes!
—Prefiero estar callado —afirmó Jansson levantándose.
Se le veía de pronto inquieto, agitado.
Lo acompañamos al embarcadero. Me sorprendió, porque daba la impresión de que estaba totalmente sobrio al bajar el sendero con las resbaladizas piedras hasta el barco.
Iba rápido, como si de repente tuviera prisa. Reapareció esa sensación que ya había experimentado en otra ocasión, era como si de repente no entendiera a Jansson. Pero en ese momento yo estaba deseando que se largara de una vez, antes de que se arrepintiera inesperadamente.
—Has cantado genial —dije.
—Mozart y Little Gerhard —comentó Lisa Modin—. Ha sido muy original.
—Schubert —corrigió Jansson—. No Mozart.
—¿Quién escribió la canción italiana?
Jansson negó con un gesto. No lo sabía.
—Vete ya —dije yo—. ¿Qué nos importa quién escribió Buona Sera?
Jansson empezó a encender el motor de bola. Lisa Modin y yo estábamos quedándonos fríos en el embarcadero. Jansson se caló su gorro de piel, desgastado después de haberlo usado tantos inviernos cuando era cartero.
Se oían cohetes y petardos a lo lejos.
—Los están disparando desde Vattenholmen —dijo Jansson.
—¿Cómo se llaman los que viven allí? ¿Erlandsson?
—Son los dueños de una firma de venta por catálogo de productos naturales —informó Jansson—. Los han denunciado varias veces por comercializar productos mediante publicidad engañosa, asegurando que sus hierbas y sus cremas pueden curarlo todo, desde un eccema hasta un cáncer.
—La casa que se han construido no puede haber sido barata.
—No —dijo Jansson—. Pero como tú bien sabes, todas las fortunas exageradas huelen a estafa.
Desapareció detrás de la ventanilla y puso en marcha el motor dando un fuerte empujón en el volante de inercia. Volvió a sacar la cabeza por la ventanilla, levantó la mano para despedirse y dio marcha atrás para salir del embarcadero. Permanecimos allí hasta que las luces rojas y verdes desaparecieron tras la punta.
Entré en el cobertizo y apagué los farolillos de colores. Después subimos a la caravana.
—Qué bien cantaba —dijo Lisa Modin.
—Era una sorpresa para ti —contesté—. Oculta su voz como si ocultara un gran secreto peligroso.
—¿Por qué le ha entrado tanta prisa?
Nos habíamos parado delante de la caravana. No tenía ninguna buena respuesta que darle. Jansson podía mostrarse habitualmente como un gato perezoso, que no se movía innecesariamente. Al mismo tiempo podía cambiar y disfrazarse de otro felino, que se movía entre las rocas rápido como el rayo.
Entramos. Veronika me había suministrado algunos sacos negros para la basura, además de algunas bolsas de papel. Le di instrucciones a Lisa Modin para que distribuyera las botellas vacías en las bolsas de papel, una para las de color y otra para las incoloras. Los restos de comida que habían quedado en los platos los tiré en uno de los sacos de basura.
Le pregunté a Veronika por qué me había dado más de un saco de basura.
—Está bien disponer de un saco si te dan ganas de vomitar —respondió—. Así no tienes que hacerlo fuera de la caravana.
A nadie le había sentado mal todo lo que habíamos bebido. No podría jurarlo, pero me daba la impresión de que ninguno de nosotros había vomitado a escondidas fuera de la caravana.
Cerré el saco de basura con los restos de comida y lo metí debajo de la caravana. Después puse delante una caja de cervezas que no habían tenido mucha salida en nuestra fiesta de Nochevieja.
Cuando terminé con el saco de basura, no pude resistir la tentación de mirar con cuidado a través de la ventana de la caravana. Lisa Modin estaba sentada en la litera. Tenía un cigarrillo sin encender en la mano. En la otra sujetaba el mechero que le había prestado a Jansson para encender los fuegos artificiales.
De repente alzó la mirada, justo hacia la ventana. No tuve tiempo de esconderme. La oí gritar que podía entrar. Después estiró el brazo en busca del interruptor y apagó la luz dentro de la caravana.
Había extendido el colchón en el suelo y ella se había tumbado en la litera. Pensé acercar la mano y tocarla. Pero no me atreví. Ahora solo sentía agradecimiento por no estar solo. Me preguntaba si a ella le ocurriría lo mismo.
Entonces empezó a hablar. Quizá porque había bebido, quizá por otras razones.
Habló de un hombre que había existido alguna vez en su vida y al que aún no había olvidado.
—Sucedió antes de que yo fuese periodista —comentó—. No era capaz de decidir a qué quería dedicarme realmente. Si es que en verdad quería dedicarme a algo. Para mantenerme trabajé durante mucho tiempo en una tienda de pinturas. Me puedes preguntar lo que quieras sobre pinturas o pinceles, que te sabré contestar. Una vez entró un hombre en la tienda y compró un bote pequeño de pintura azul. En cuanto lo vi, supe que era el hombre con el que quería vivir. Unos días más tarde volvió y compró otro bote. Empezamos a hablar. Estaba pintando un armario viejo. Y así empezó nuestra relación. Él tenía un aburridísimo trabajo de funcionario en uno de los departamentos de la administración municipal. Cada vez que llegaba a casa, había como una gran sombra a su alrededor. Tampoco era alguien especialmente guapo. Pero lo quería con locura. Y él a mí. Estuvimos juntos cuatro años. Pero un día, cuando llegó a casa envuelto en la nube oscura, me dijo que no quería seguir viviendo conmigo. Han pasado casi quince años. Pero si he de ser sincera, aún no lo he olvidado.
Entonces se calló.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Para que lo sepas.
—No lo quiero saber.
—¿Qué quieres entonces?
—En este momento me conformo con que estés aquí. Mañana tal vez quiera otra cosa.
Permanecimos despiertos los dos. La conversación avanzaba a tientas. Poco a poco, ella fue entreabriendo algunas de sus puertas y me permitió mirar en su interior.
Hacía mucho calor en la caravana. El radiador estaba al máximo. Pero ni ella ni yo teníamos fuerzas para levantarnos a apagarlo.
Aquella Nochevieja empecé a creer, no sin cierta reserva, que, a pesar de todo, había algo que nos unía. Más allá de mis anteriores figuraciones.
Sonó el teléfono. Era demasiado tarde para que llamara Louise. Serían por lo menos las tres de la madrugada. Maldije en voz alta y me sequé el sudor de la cara. Lisa Modin me dijo en la oscuridad que contestara. Probablemente alguien que llamaba tan tarde en Nochevieja estaría tan borracho que la conversación no duraría mucho.
Quien llamaba no estaba borracho en absoluto. Era Jansson y tenía miedo. Pude oír que le temblaba el cuerpo tanto como la voz.
—Hay fuego —me gritó al oído—. Por todos los santos del cielo, está ardiendo la casa de Karl Evert Valfridsson. Está totalmente en llamas. Sal y verás el resplandor al nordeste.
Hice lo que me decía. Fue fácil descubrir el resplandor. Las llamas se elevaban como si hubiera guerra en la isla de Karstensö, donde Valfridsson tenía su enorme casa.
—Acababa de dormirme y algo me despertó. Pero ahora estoy aquí —gritó Jansson—. Todos los que puedan ayudar deben venir aquí.
—¿Ha salido Valfridsson?
—No están aquí —contestó Jansson—. La casa está vacía. Se va a quemar del todo.
—¿Qué ha pasado?
Jansson no contestó, lo cual confirmaba mis sospechas. El pirómano había vuelto a actuar.
—Ahora voy —dije—. Iremos los dos.
Volví a la caravana, donde Lisa Modin había encendido la luz. Ya estaba casi vestida.
—Entiendo que hay fuego —dijo—. ¿Es lo que pienso?
—Es un nuevo incendio —confirmé—. Tenemos que ir allí y hacer lo que podamos para ayudar.
—¿Hay algún muerto?
—No.
No dijimos más. Nos vestimos en silencio y nos apresuramos hacia el cobertizo.
Le pedí que se sentara con la linterna iluminando directamente hacia delante. No tenía luces de navegación. Yo iba sentado atrás con una carta náutica en las rodillas. De vez en cuando la iluminaba con el teléfono. La distancia hasta las islas de Karstensö era de apenas dos millas, pero había algunos escollos en la ruta de cuya ubicación no estaba completamente seguro.
Cuando giramos fuera de Harfjärden la casa de Valfridsson brillaba como una gigantesca fiesta pagana del solsticio de invierno.
Navegamos directamente hacia el fuego.
Los barcos se acercaban desde todas las direcciones.
El nuevo año había empezado con otra casa en llamas.