5
Al día siguiente busqué durante un buen rato en el cobertizo algo en lo que pudiera escribir. Lo único que encontré en un cajón con pinceles en desuso fue una libreta rota, en la que mi abuelo había anotado los cambios de aceite que había realizado en su coche, un PV444 que tuvo durante los años cincuenta. La libreta estaba manchada de aceite solidificado, pero había unas cuantas hojas en blanco que bastarían para mi propósito.
Me disponía a retirar la caja de los pinceles cuando descubrí otro objeto que estaba en el fondo, debajo de unos papeles de lija hechos trizas. Cuando lo saqué, vi que se trataba de un yoyó. Estaba hecho de madera pintada de negro y aún conservaba la cuerda.
No había tenido en mi mano un yoyó desde hacía sesenta años. ¿Habrían practicado mi abuelo o mi abuela secretas habilidades con él? ¿O acaso era mío el yoyó, de cuando era pequeño?
Bajé al embarcadero, ajusté la lazada alrededor del dedo corazón de la mano derecha e intenté hacer bailar el yoyó. Apenas conseguí que subiera y bajara por la cuerda.
Todavía no puedo entender exactamente lo que ocurrió después. De repente me sentí mareado. Más que sentarme, me caí en el banco. Tras el vértigo noté un mareo. No sentía ningún dolor en el pecho ni en el brazo izquierdo. Me quedé totalmente quieto e intenté respirar despacio. El yoyó colgaba inmóvil de mi mano derecha. El mareo remitió poco a poco. Quise pensar que lo que había sufrido solo era una indisposición pasajera.
Comprendí que había sufrido un ataque de ansiedad que se me había extendido por el cuerpo. Cada instante, cada vez que respiraba creía que iban a ser los últimos.
Subí tambaleándome hasta la caravana y me tumbé en la litera. Estaba convencido de que me iba a morir allí en aquel momento. Tomé dos tranquilizantes con el poco café frío que quedaba en la taza, pero solo conseguí que se me secara la boca mientras el pánico iba en aumento. Traté de calmarme, pero no pude. Era como si tuviera una manada de caballos en la cabeza que se desbocaran en distintas direcciones. Todo lo que hacía resultaba inútil.
No sé cuánto tiempo permanecí tumbado dentro de la caravana. Al echarme en la litera, sin querer, había tirado al suelo con el brazo el viejo despertador. Se había parado. No me fiaba de mi reloj de pulsera, había sido demasiado barato.
Cuando el ataque por fin remitió y me senté con cuidado en la litera, ya no entraba el sol por la ventanilla del techo de la caravana.
Encendí el transistor. Pasados unos minutos, las noticias interrumpieron un programa de música. Eran las dos. Había luchado contra el pánico y la angustia durante al menos cinco horas.
Apagué la radio y salí afuera. El sol aún brillaba con fuerza. Seguí hasta el cobertizo. En el embarcadero estaba la libreta con las anotaciones de los cambios de aceite que había hecho mi abuelo. Me la guardé en el bolsillo de la cazadora.
Cuando se me pasó el ataque, pensé que no era más que la vejez. En realidad, hasta entonces siempre había creído que el paso de los años no significaba nada. Envejecía, pero de manera lenta, casi imperceptible.
No podía saltar al barco como solía hacer diez años atrás. Ahora tenía que apoyarme con una mano para bajar. La vejez era una niebla que llegaba silenciosamente flotando sobre el mar.
Pero quizá ya no. Ahora era un hombre viejo que tenía miedo de morir. Cruzar esa barrera invisible era, en último término, lo que me quedaba en la vida. Era un paso que temía más de lo que me había imaginado.
Sentí de repente la necesidad de hablar con alguien. No sé cuándo fue la última vez que me había ocurrido. Marqué el número de Jansson, pero cuando empecé a oír la señal, colgué. No quería hablar con él, no tenía nada que decirle. En lugar de a Jansson, llamé a mi hija. Pero también corté la llamada antes de que ella tuviera tiempo de responder.
De pronto, oí el ruido de un motor a lo lejos. Después de un rato, me di cuenta de que era la guardia costera y de que el ruido se iba acercando. Sopesé rápidamente si me daría tiempo a soltar las amarras y huir con mi barco para evitar encontrarme con Alexandersson y quienquiera que lo acompañase. Pero no había tiempo para ello.
Era Pålsson quien conducía. Ignoro dónde se había metido la rubia Alma Hamrén. En cambio, quien sí venía con Alexandersson era Hämäläinen. Nos saludamos y subimos al lugar del incendio.
—¿Habéis llegado a alguna conclusión? —pregunté.
Alexandersson cruzó una mirada con Hämäläinen.
—No tenemos ninguna explicación del incendio —dijo Hämäläinen—. Pero tenemos unas cuantas pistas.
—¿Cuáles?
—Lo que ya te hemos contado. Que parece que el fuego se inició en varios sitios al mismo tiempo.
—¿Y cómo interpretas eso?
—Es demasiado pronto para contestar.
No hice más preguntas, porque sabía que en cualquier caso no iba a recibir ninguna respuesta detallada. Cuando estuvimos delante de los restos del incendio, los dejé y volví a la caravana. Puse la libreta de los cambios de aceite en la mesa y saqué un lápiz. Pero no escribí nada, no tenía nada que decir. En un espejo pequeño colgado en la pared vi mi cara sin afeitar. Pensé que parecía un bandolero. O, quizá, como uno se imagina a un incendiario. Anoté que tenía que comprar maquinillas y espuma de afeitar. Esa fue mi primera anotación en la vieja libreta de mi abuelo.
Me tumbé en la litera y debí de quedarme dormido. Me despertaron unos golpes en la puerta. Era Alexandersson.
—¿Te he despertado? —preguntó.
—Claro que no. ¿Quién demonios duerme en pleno día?
Él sacudió la cabeza disculpándose.
—Tenemos que hacerte una pregunta. Bueno, yo no, Hämäläinen.
Subimos hasta el lugar del incendio donde esperaba Hämäläinen. El sol ahora estaba bajo. La lluvia que yo creía que iba a llegar se había alejado.
«Ha llegado el momento», pensé. «Ahora me acusarán».
Tenía el yoyó en el bolsillo de la cazadora. Pensé si no debería sacarlo e intentar jugar con él mientras Hämäläinen me hacía las preguntas.
Lo dejé en el bolsillo y le sostuve la mirada al policía.
—Sigo teniendo la impresión de que el fuego ha empezado en varios sitios a la vez.
—¿Es una impresión o un hecho?
No respondió a mi pregunta.
—No es posible detectar ningún olor —dijo—. Pero en las cuatro esquinas de la casa hay indicios de que se ha vertido un líquido altamente inflamable y luego se ha encendido. Eso provoca unas marcas especiales en la madera quemada.
—¡Eso es totalmente absurdo!
—Absurdo o no, es algo que tenemos que seguir investigando.
—¿Qué era lo que querías preguntarme?
—¿Dispones de depósitos de gasolina o gasóleo?
—Tengo una lancha motora que funciona con gasolina. Además del depósito del barco, tengo un bidón con veinte litros de reserva.
—¿Podemos bajar a verlo?
—¿El barco o el bidón?
—Me refería más bien al bidón.
Alexandersson se mantuvo unos pasos por detrás. Cuando abrí la tapa y los gases de la gasolina se evaporaron, pudimos ver que el bidón estaba vacío. Salimos de nuevo al embarcadero.
—Entiendo que lo interpretáis como una prueba más contra mí. Un bidón de reserva debe estar siempre lleno.
Me sentía tan indignado que tenía la voz ronca. Apenas podía hablar.
—Tenemos que hacer un análisis químico de los restos del incendio —dijo Hämäläinen.
—Yo no he quemado mi casa —grité—. Si me acusáis de haberle pegado fuego, os sugiero que me detengáis aquí y ahora.
Extendí las manos hacia delante en un gesto patético para que pudieran ponerme las esposas. Lo cual naturalmente no hicieron.
—Quiero que os vayáis a la mierda ahora —dije—. Haced vuestra investigación. Pero avisadme antes de venir para que pueda alejarme de aquí.
Saqué mi móvil y leí el número. Alexandersson lo anotó en su propio teléfono. Hämäläinen se quedó mirando las tablas sin pintar del embarcadero.
Permanecimos en silencio. Yo sentía cómo mi indignación se iba transformando en desesperación. La distancia entre un médico fracasado y un astuto incendiario no era larga.
—¿Sospechas de alguien que pueda haber incendiado tu casa? —preguntó Hämäläinen de repente.
—¿Alguien que supiera que yo dormía allí y decidió quemarme dentro? ¿Que quizá fuera ese el objetivo del incendio? ¿Te refieres a eso?
—Uno puede imaginarse muchos motivos que desconcertarían a cualquiera para provocar un incendio.
—¿No es cierto que a muchos de ellos lo que les gusta sencillamente es ver cómo se propaga el fuego y consume todo a su paso?
—Son pirómanos. Para los incendiarios existe un motivo, aunque sea oscuro.
—Yo no tengo enemigos aquí en las islas.
—¿Puede haber otros?
Me quedé pensándolo. Harriet me había odiado durante un buen número de años. Pero estaba muerta y yo no creía en aparecidos. No podía imaginarme ningún otro enemigo.
—Nadie que yo sepa —contesté—. Pero, lógicamente, uno puede tener enemigos sin ser consciente de ello.
La conversación terminó. Hämäläinen regresó al lugar del incendio, y, cuando volvió, traía unas bolsas de plástico con algunas muestras. Mientras él recogía los restos de madera quemada que iban a analizar químicamente, Alexandersson y yo permanecimos en el embarcadero.
Hablamos del tiempo otoñal. Si hubiese sido primavera, habríamos hablado del tiempo primaveral. A veces me pregunto cuántas horas de mi vida me he pasado hablando del tiempo y del viento con diferentes personas.
Cuando Hämäläinen volvió, a Alexandersson le entró prisa por marcharse. Pålsson, que nunca decía nada, arrancó los motores.
—¿Dónde está Alma —pregunté—, tu piloto rubia?
—Tiene gripe —respondió Alexandersson—. Volverá cuando esté bien.
—Si necesita un médico, ya sabes dónde estoy.
Me arrepentí inmediatamente de lo que acababa de decir. Alexandersson me miró sorprendido. Lo comprendí. ¿En qué podía ayudar yo a una joven enferma de gripe?
Me quedé en el embarcadero y levanté la mano en señal de despedida. La mano me pesaba como una piedra. Mi breve indignación me había dejado cansado.
Subí a la caravana, me eché en la litera y traté de pensar. Pero los pensamientos se me dispararon. De nuevo la manada de caballos desbocados dentro de mi cabeza.
Ignoro cuánto tiempo permanecí tumbado. Finalmente abandoné la caravana con la vaga idea de limpiar el cobertizo. Hace muchos años, cuando me trasladé aquí a la isla, hice limpieza allí dentro. Después no he vuelto a limpiar. Incluso viviendo de una manera tan sencilla como la mía, parece que acumular una cantidad enorme de chatarra que carece totalmente de sentido o de valor forma parte de la vida.
Hay un cuarto dentro del cobertizo donde el abuelo guardaba sus redes. Allí también está el taburete que usaba cuando arreglaba las que se habían roto. Parte de las que aún se conservan están tan gastadas que las mallas se deshacen solo con tocarlas. Ninguna de ellas serviría ya para pescar. El abuelo cosía él mismo muchas de sus redes. Son un recuerdo de él del que no me quiero desprender.
Empecé limpiando una estantería que había detrás de las viejas redes para pescar platijas. Debajo de unas herramientas encontré un pequeño folleto en el que jamás me había fijado. Como dentro no entraba la luz y la bombilla del techo estaba rota, tomé el cuadernillo y me senté fuera en el banco. Para mi sorpresa, comprobé que se trataba de un cuadernillo muy antiguo. Fue impreso en Estocolmo en 1833, traducido de un original en alemán. No ponía quién había hecho la traducción, pero el autor del original se llamaba D. J. Tscheiner. El título era Instrucciones para la caza y el cuidado de los pájaros cantores. Lo hojeé mientras me preguntaba por qué habría caído en manos de mi abuelo aquel folleto difícil de leer.
Sentí curiosidad y volví a entrar en el cobertizo. Tras un rato de búsqueda encontré algo que al principio pensé que se trataba de parte de una nansa arrinconada. Después me di cuenta de que eran los restos de una jaula trenzada. Era como si estuviera a punto de descubrir algo desconocido de la vida de mis abuelos. ¿Una jaula rota y un folleto de hacía 175 años?
Seguí buscando. Había registrado todo el cuarto de las redes y solo me quedaba por mirar una caja que contenía viejos tarros de cristal. Dentro había un ratón momificado. Los tarros estaban vacíos. Los olí, pero no pude averiguar qué habían contenido. Además, carecían de etiquetas.
Todos, menos uno de los últimos que saqué de la caja. Volví a salir al banco. El tarro contenía algo de color gris, era una sustancia gelatinosa que se había solidificado. Desprendía un ligero olor que creí reconocer, pero al que no era capaz de ponerle nombre. Lo que habían escrito con pluma sobre la etiqueta adhesiva blanca resultaba difícil de leer. Después de muchas dudas presumí que ponía PEGAMENTO PARA PÁJAROS. Tampoco pude determinar si había sido el abuelo o la abuela quien había escrito la etiqueta. El hecho era que yo, en el transcurso de los años, probablemente nunca había visto nada que ellos hubieran escrito de su puño y letra.
¿Pegamento para pájaros?
Traté de poner lo que quedaba de la jaula, el folleto y el tarro de cristal en un contexto comprensible. La pista decisiva era lógicamente el título del viejo folleto sobre cómo cazar y cuidar pájaros cantores. Los restos de la jaula hablaban de lo mismo. Pero ¿y el tarro de cristal y su contenido? ¿Había leído bien la etiqueta? ¿Era el pegamento para pájaros algo con lo que se cazaban pinzones y alondras?
No recordaba que en mi infancia existiera ninguna jaula en la casa. Tampoco podía acordarme de que se hubiera hablado de otra cosa que no fueran eíderes y negrones, a los que el abuelo disparaba cuando salía de caza.
Decidí esperar para intentar obtener una respuesta a mis preguntas hasta que hubiera llegado mi hija. Ella tiene un ordenador que le ayuda a encontrar respuestas y soluciones a la mayoría de los problemas que se le plantean.
Pájaros cantores y pegamento para pájaros.
Continué con la limpieza dentro del cobertizo. Encontré gran cantidad de golondrinas que habían quedado atrapadas entre las herramientas arrinconadas y que nunca pudieron liberarse. El desván del cobertizo era como un cementerio de palomas. Unas eran adultas, otras eran crías que apenas habrían podido volar mucho tiempo antes de quedar atrapadas para no volver a liberarse nunca.
Tras las golondrinas muertas encontré mi vieja tienda de campaña de cuando era niño. Al lado había un saco de dormir igual de viejo. Saqué las bolsas de tela al embarcadero y pensé que las dos estarían tan apolilladas que no servirían más que para tirarlas. Pero tanto el saco como la tienda estaban enteros. No pude resistir la tentación de levantar la tienda en la hierba. Las piquetas estaban allí. Recordaba las maniobras. Cuando la tienda estuvo montada, me quedé sorprendido de lo pequeña que era.
Colgué el saco de dormir en una cuerda de tender la ropa para que se airease. Después me deslicé dentro de la tienda. Los pálidos rayos otoñales bañaban el interior con una luz gris verdosa.
Cuando me senté en la lona verde, sentí una gran calma, la sensación de haberme alejado por un breve instante del trágico incendio. Los caballos dejaron de correr dentro de mi cabeza. Tomé la decisión de levantar la tienda en el islote esa misma tarde. Necesitaba alejarme de la casa quemada y del manzano chamuscado.
Salí a las seis. Había probado el saco de dormir. Seguía oliendo a cerrado, pero no tanto como para que no pudiera usarlo. Había cenado temprano y me había preparado unos bocadillos y llenado un termo con café y una botella de plástico con agua.
Conduje el barco hasta el islote y amarré en la misma piedra que utilizaba cuando era joven. Levanté la tienda donde solía hacerlo. Después de estirar el saco de dormir me tumbé. Enseguida reconocí el suelo áspero bajo mi espalda.
Casi a oscuras recogí unas ramas y las coloqué en una hendidura entre las rocas. Pero cuando estaba de rodillas con los fósforos en la mano, renuncié a encender mi hoguera. Ya había tenido bastante con el incendio. Dejé las ramas allí y volví a la tienda. No había llevado ninguna luz, y me tendí sobre el saco de dormir, tomé café y comí algunos bocadillos. El viento soplaba a ráfagas. Me invadió una sensación de libertad. Por primera vez, desde que salí corriendo de la casa en llamas, sentí que podía volver a pensar con absoluta lucidez.
Había decidido que iba a trasladar la caravana, pero quería esperar a que llegara mi hija para decidir qué hacer con la casa quemada. Se trataba más de su futuro que del mío.
Pensé en la visita que me iba a hacer Lisa Modin. La requería en mis pensamientos. No le hacía daño, no la ofendía con mis ensoñaciones de poder volver a sentir el amor una vez más, ya en la vejez.
Pensar en ella me conducía lentamente a un paisaje difuso donde la realidad se transforma en sueño.
Me despertó el frío. Antes de meterme en el saco de dormir, abrí la tienda y salí afuera. La noche estaba estrellada, casi apacible. Por esa parte del archipiélago pasa una ruta aérea, pero después de las once de la noche normalmente reina el silencio.
No había luna. Las noches de otoño habían existido siempre y seguirían existiendo siempre, también cuando yo muriera. Era un invitado pasajero en la oscuridad y nunca sería otra cosa.
Aquella noche dormí mal. Bastaba con que alguna brisa extraviada agitara la tela de la tienda para que me despertara de golpe. Muchas veces permanecía despierto un buen rato antes de volver a quedarme dormido.
Me preguntaba qué haría Louise. Me preguntaba cuándo iba a regresar a casa. Volví a pensar en cuando ejercía de médico y en los años que siguieron a la catástrofe, cuando perdí el rumbo de mi vida. Atravesé un cruce de caminos detrás de otro.
Fue una noche de sueño intermitente y de pensamientos desgarrados. Al amanecer, cuando el primer rayo de sol asomó sobre el mar, me levanté y salí de la tienda. Salté un poco para reanimar el cuerpo. Un cisne solitario que había en la orilla se asustó y se alejó batiendo sus pesadas alas. Miré el reloj.
Faltaban catorce minutos para las siete. La mañana era fría. A lo lejos, en el horizonte, un carguero se dirigía hacia el norte.
Dejé la tienda montada y solo doblé el saco de dormir. El termo, la botella de agua y el papel de los bocadillos me los llevé al barco. Empujé el barco y salté adentro.
El motor no arrancaba al tirar de la cuerda. Nunca me había ocurrido, y no tenía ninguna herramienta para poder aflojar las bujías. Pensé que quizá habría entrado agua en el depósito de gasolina.
Hice un intento más para arrancarlo. Después levanté el motor y puse los remos. Decidí llamar a Jansson. No conozco a nadie, aparte de los mecánicos profesionales que tienen sus talleres en tierra firme, que sepa arreglar un motor averiado tan bien como él. Me molestaba tener que llamarlo, pero pensé que no tenía otra opción. No podía ni imaginarme pedirle a Jansson que recogiera a Lisa Modin y que luego nos condujera hasta Vrångskär y volviera pasadas unas horas.
Remé hasta casa, amarré y tiré otras diez veces de la cuerda. Seguía sin arrancar. Me senté en el banco y llamé a Jansson. Contestó y me prometió que llegaría al cabo de una hora. Me hizo algunas preguntas acerca de cómo sonaba el motor cuando tiraba de la cuerda, de la misma manera que yo le hacía preguntas a él cuando examinaba sus achaques imaginarios.
—El motor no arranca —dije yo—. Suena como siempre, solo tiene un problema, que no arranca.
—Seguro que lo ponemos en marcha —contestó Jansson.
Llegó puntualmente una hora más tarde. Lo acompañé hasta el cobertizo. Tiró varias veces sin conseguir que el motor arrancase.
—Seguro que lo ponemos en marcha —repitió.
—Sube a la caravana si quieres tomar café —dije yo.
A Jansson seguramente le hubiera gustado que yo me quedara y le hiciera compañía mientras él se ocupaba del motor. Yo estaba agradecido de que me ayudase, pero no soportaba su pertinaz verborrea. Sobre todo si empezaba a hablar de ejecuciones macabras o de cualquier otra cosa escondida entre sus excéntricos conocimientos.
Rebusqué entre los cajones de la caravana y encontré una baraja. El único solitario que sé hacer es el de los cuatro ases. Eché las cartas varias veces y, naturalmente, no me salió. Pasada una hora, más o menos, bajé otra vez al cobertizo. Jansson había desmontado la tapa del motor, había desenroscado las bujías y alumbraba algo en el interior del motor con la ayuda de una linterna.
—¿Has encontrado el fallo? —pregunté.
—Todavía no. Pero estoy seguro de que no es nada serio.
No pregunté nada más y Jansson continuó trabajando. Yo me quedé en silencio observándolo. Estaba a punto de volver a la caravana cuando me acordé de mi móvil.
—¿Sabes poner la hora del reloj del teléfono? —le pregunté—. No me fío de este reloj de pulsera barato.
Jansson apagó la linterna, dejó una herramienta en el pañol y alcanzó mi teléfono. En menos de un minuto puso el reloj en funcionamiento y ajustó la hora con la de su propio reloj de pulsera.
—La tecnología no es mi fuerte —dije cuando me devolvió el teléfono.
—Es muy sencillo —dijo Jansson—. Si quieres, puedo enseñarte todas las configuraciones que se pueden hacer.
—Es más que suficiente con el reloj —contesté—. Es todo lo que necesito.
—El teléfono te puede despertar. Pero quizá ya lo sabes.
—Yo me despierto solo.
Me quedé de pie un rato mirando cómo Jansson continuaba pacientemente con la revisión de mi motor averiado. Después volví a mi solitario.
Pese a que Jansson insistía en que la avería no era nada serio, tardó tres horas en dar con el problema y en arreglar lo que fallaba. Yo estaba sentado tomando café cuando llamó a la puerta.
—Listo —dijo Jansson.
—¿Qué era?
—En realidad, nada. Pero lo que no es un fallo es lo más difícil de encontrar.
—¿Quieres un café?
—Será mejor que vuelva a casa. Esto me ha llevado más tiempo de lo que pensaba.
Bajamos hasta el cobertizo. La tapa del motor estaba de nuevo en su sitio, las herramientas recogidas.
—Arráncalo tú —dijo Jansson.
Me apoyé en una mano y me deslicé hasta el barco. El motor arrancó a la primera. Lo paré y volví a tirar. Lo mismo.
Salimos al embarcadero. Le pregunté cuánto le debía. Jansson parecía ofendido al decirme que no costaba nada.
—No había ninguna avería —dijo.
—Algo tiene que haber sido cuando te has pasado aquí cinco horas.
Jansson murmuró algo imperceptible, se montó en su barco y encendió el soplete. Cuando puso el motor en marcha con el volante de inercia, solté las amarras. Jansson salió marcha atrás del embarcadero y levantó la mano para despedirse.
Me pregunté si también cantaría con su hermosa voz cuando iba solo en el barco de una isla a otra.
Un nubarrón de tormenta se acercaba por el sur. Conduje hasta el puerto y compré comida. Eché también un cuaderno en el carro de la compra. A mitad del camino de vuelta a casa llegó la lluvia. Caía con fuerza y repiqueteaba contra el barco. Yo estaba empapado cuando viré para entrar en el cobertizo.
Dentro de la caravana me cambié de ropa y me puse la última camisa china que me quedaba sin estrenar. Como no tenía ningún pantalón seco, lo colgué en el borde de la mesa para que se secara y me envolví una manta alrededor de las piernas.
Me dormí temprano aquella noche.
Al día siguiente la tormenta había pasado. Volví al pueblo y me compré más ropa en la misma tienda.
Oslovski no apareció ni cuando fui a buscar mi coche ni cuando volví a dejarlo aparcado. Abajo, en la tienda de accesorios de pesca, pregunté si habían llegado mis botas. No habían llegado.
Alexandersson y Hämäläinen no aparecieron. Limpié la caravana y apenas pensé en otra cosa que la visita de Lisa Modin. Evité subir al lugar del incendio. En cambio, soñé dos noches seguidas con mis abuelos maternos. Conversaban conmigo y ambos tenían el mismo aspecto que yo recordaba de cuando era niño. Pero en el sueño, sus voces eran mudas. Ellos hablaban conmigo, pero yo nunca oía lo que decían.
Por las tardes me sentaba con el libro de 1833 que trataba de la caza y el cuidado de los pájaros cantores. Seguía sin poder comprender qué relación había tenido mi abuelo con los pájaros enjaulados. Había colocado el tarro de cristal con el pegamento para pájaros en la estantería de la cocina, en la caravana.
La mañana que tenía que ir a buscar a Lisa Modin me desperté más temprano de lo habitual. Cuando bajé a tomar mi baño matinal, el sol aún no había salido.
Después del baño y del desayuno, fui al barco y probé a tirar de la cuerda del motor de arranque. Arrancó enseguida. Estaba inquieto ante el encuentro con Lisa Modin e intenté huir de todas las expectativas. Lisa Modin era aún una mujer joven en comparación con el hombre viejo que era yo. El amor carecía de todos los requisitos propicios.
Amarré junto a los surtidores de gasolina una hora antes de que ella llegara. Di una vuelta por allí y vi que los alquitranadores ya habían terminado su trabajo en el espigón donde se encuentran las instalaciones de la guardia costera. El barco grande de la guardia costera estaba fuera, en el mar. Yo sabía que su área de vigilancia era extensa.
En la parte del muelle donde tiene su parada el autobús que hace unos cuantos viajes al día hasta el pueblo hay un tablón de anuncios. No hay apenas nada que me produzca una impresión tan fuerte del paso del tiempo como los viejos y deteriorados carteles de las fiestas de verano o de los bailes. En el tablón también había notas escritas que informaban de dónde se podían comprar arenques ahumados o conejos vivos. La hoja con los horarios del autobús estaba rota por la mitad. Si la había roto el viento o algún cliente enfadado, eso yo no podía saberlo.
Subí hasta mi coche. La puerta de la señora Oslovski estaba cerrada, pero había retirado la corneja cenicienta muerta. Me fui enseguida de allí, porque no quería arriesgarme a que Oslovski apareciera y me pidiera que le tomara la tensión.
Un gato, que creo que era de la tienda de comestibles, paseaba tranquilamente por el puerto. La presencia del gato acentuó mi sensación de soledad. Un cementerio de recuerdos del verano. Me puse a mirar el escaparate de la tienda de accesorios de pesca. Allí había mochilas, botes de pintura y unas anclas.
Todavía quedaba media hora para que llegara Lisa Modin. Salí al espigón, me balanceé sobre las piedras grandes que formaban el muro exterior de protección del puerto y volví sobre mis pasos.
El reloj marcaba las diez y diez cuando su coche giró abajo, en el muelle del puerto. Entonces yo ya había empezado a dudar de que viniera. Aparcó al lado del almacén de la tienda de accesorios de pesca, donde en realidad no se puede aparcar.
Iba vestida con un impermeable de color naranja y llevaba un gorro de pescador. Colgada del hombro llevaba una pequeña mochila.
—Siempre llego tarde —dijo disculpándose.
—No importa. Hace muchos años que no tengo prisa.
Tomé su mochila y le tendí la mano para ayudarla a subir al barco. Pero ella puso un pie en un peldaño tallado del puerto y se agarró con la mano a una argolla de hierro. Solté amarras y arranqué el motor. El ruido rompió el silencio del puerto. Alcancé a ver a Veronika en la ventana del pequeño apartamento al lado de la tienda de alimentación. Levanté la mano y la saludé.
El tiempo era tranquilo. Lentamente, con el motor a una velocidad apenas suficiente para maniobrar, dejamos el puerto. Lisa Modin se había sentado delante, en la proa. Extendió los brazos.
—¿Adónde vamos? —gritó.
—Hacia el nordeste. —Respondí señalando con la mano.
Aceleré. Lisa Modin parecía disfrutar del aire fresco.
Cerró los ojos.
Yo puse rumbo a la isla de los pobres.