4
Louise tiene cuarenta años. La última vez que hablamos se encontraba en Ámsterdam. Supuse que tenía amigos allí y que no veía ninguna razón para hablarme de ellos. Naturalmente, también podía ser que alguno de los numerosos proyectos políticos a los que ella estaba entregada le hubiera llevado a esa ciudad de Holanda.
Mi hija no solo escribe cartas a presidentes y dictadores, en algunas ocasiones ha montado un escándalo tirando bolsas de basura a políticos reaccionarios. Por sus actuaciones deduzco que es de izquierdas. A veces creo que es una anarquista descarriada; otras veces, una mujer radical honesta que emplea métodos desesperados. En las ocasiones en que he intentado mantener una discusión política con ella siempre he perdido. Aunque no me haya convencido con sus argumentos, me ha machacado con sus continuas interrupciones.
No sé de qué vive. Pero parece que no pasa necesidades y hace gala de una tenacidad que yo le envidio.
Cuando Harriet me sorprendió revelándome que tenía una hija, Louise ya era adulta. Entonces vivía en el interior del melancólico sur de Norrland. Fue su madre quien me llevó hasta su casa. Harriet solo dijo que íbamos a visitar a alguien cuando nos dirigíamos al lago, que era el verdadero destino de nuestro viaje.
De pronto, la caravana estaba delante de nosotros. Y solo después de que se abriera la puerta y apareciera una mujer totalmente desconocida para mí de nombre Louise, supe que se trataba de mi hija. Fue, naturalmente, uno de los momentos más desconcertantes y decisivos de mi vida. Tuve una hija que me nació cuando ya tenía treinta años.
Vivía en la caravana que más tarde transportamos aquí, a mi isla, en un viejo transbordador de vacas. Mi hija se quedó aquí hasta que murió Harriet e incineramos su cuerpo junto con mi viejo barco de madera, que llevaba mucho tiempo en tierra firme pudriéndose. Poco tiempo después, Louise desapareció. En aquella ocasión me enteré de lo que hacía por una fotografía que apareció en un periódico, en la que mi hija bailaba desnuda delante de unos políticos internacionales cuyas acciones ella despreciaba.
Lo ignoro casi todo de Louise, aunque me gustaría saber más. Ella le ha tomado cada vez más cariño a esta isla y, naturalmente, la heredará cuando yo falte. Otra opción sería que yo vendiera la propiedad o se la donara a la Asociación Cultural Local de estas islas. Pero yo no necesito dinero, y la Asociación Cultural parece que está formada por personas que se pelean por decidir de qué debe ocuparse realmente la asociación. No quiero que la casa de mis abuelos —si se vuelve a construir— se convierta en un café de verano mal cuidado.
Hace un par de años tuve viviendo aquí, durante seis meses, a unas chicas jóvenes. Las habían echado de una casa para jóvenes con problemas junto con su tutora, la mujer cuyo brazo tan lamentable y erróneamente yo le había amputado. Ella me había perdonado y me alegré de poder ayudar a esas chicas que no tenían un hogar. Al poco tiempo, las díscolas muchachas empezaron a ponerse nerviosas por el hecho de vivir en una isla solitaria como esta. Se marcharon cuando apareció otra vivienda en la península. Jamás las he vuelto a ver.
Me alegraba de que no se encontraran aquí ahora, cuando había ardido la casa. Tiemblo al pensar que alguna de ellas hubiera podido perecer abrasada.
Permanecí un rato sentado en la litera de la caravana, antes de hacer acopio del valor suficiente para atreverme a marcar el número de Louise. Deseaba que ella no respondiera. Así podía esperar sin mala conciencia hasta el día siguiente. Pero respondió a la cuarta señal. Su voz sonaba cercana, como si estuviera justo fuera de la caravana.
Empecé preguntando, como de costumbre, si molestaba. No, no molestaba. Después le pregunté dónde estaba. Antes empezaba uno a conversar preguntando qué tal se encontraba el otro. Ahora se inicia la conversación preguntándole dónde está.
Ella no me contestó, lo cual significaba que no pensaba desvelarme dónde se encontraba. No insistí. En venganza por mi excesiva curiosidad, a menudo no suele contestar a mis llamadas en varias semanas.
Le conté lo que había pasado.
—Se ha quemado la casa. Ocurrió anoche.
—¿Qué casa?
—La casa donde vivo, mi casa. La que ibas a heredar.
—¿Se ha quemado?
—Sí.
—¡Cielo santo!
—Así es.
—¿Qué ocurrió?
—No lo sé, nadie lo sabe. Cuando me desperté, la casa estaba envuelta en llamas. No tuve tiempo de salvar nada, excepto a mí mismo.
—¿Ni siquiera tus diarios?
—Nada.
Louise enmudeció. Comprendí que estaba tratando de entender lo que le acababa de decir.
—¿Estás herido?
—No.
—Tiene que haber alguna explicación.
—La policía y un ingeniero de protección contra incendios han estado aquí rebuscando entre las ruinas. No han podido encontrar ninguna causa.
—Las casas no se queman sin una causa. ¿Seguro que a ti no te ha pasado nada?
—Estoy bien.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé.
—¿Dónde vives?
—De momento en tu caravana.
Volvió a quedarse en silencio. Parecía, a pesar de todo, que su sorpresa no se iba a convertir en furia contra mí.
—Voy a casa.
—No hace falta que vengas.
—Ya lo sé. Pero quiero ver con mis propios ojos que todo ha desaparecido.
—Puedes estar segura de lo que te digo.
—También lo estoy.
No quería hablar más, lo notaba en su voz. La conversación terminó después de que ella me asegurara que me llamaría pronto. Me tumbé en la litera y noté que estaba sudando. A pesar de todo, ella era en aquel momento la única persona con la que podía hablar de lo que había ocurrido.
Después de un rato me levanté y salí afuera. Coloqué el móvil de Jansson en una pequeña caja de hojalata que hay en el embarcadero debajo del banco. Después le envié un SMS. Podía venir a buscar su teléfono. Había introducido en la caja un billete de cincuenta coronas. Bastaría para pagar las pocas llamadas que había hecho. Terminé mi mensaje diciendo que prefería no recibir visitas.
Me senté en el banco y apoyé la espalda contra la pared del cobertizo en donde la pintura roja se desconchaba.
Cuando me desperté, había empezado a anochecer. Tenía frío. Subí hacia la caravana y de pronto percibí la oscuridad como una amenaza. No llegaba nada de luz de las ventanas que ya no existían. Tampoco lucía el farol fuera del cobertizo. Todo era oscuridad. Encendí la lámpara de gas dentro de la caravana y busqué una antigua lámpara de queroseno que Harriet le había regalado en una ocasión a Louise. Abrí un bote de sopa de carne y lo calenté en el hornillo de gas. Cuando estuvo lista la comida, apagué la lámpara de gas. La luz de la lámpara de queroseno es más suave.
Aquella noche me metí pronto en la cama. En la oscuridad fui consciente de lo cansado que estaba. No tenía fuerzas ni para preocuparme por el futuro. Era como si todas mis fuerzas se hubieran quemado junto con la casa.
Me desperté de un sueño relacionado con una tormenta. Con ayuda del viejo despertador calculé que había dormido nueve horas. No había dormido tanto de un tirón desde que era niño. Siguiendo mi costumbre me levanté enseguida. Si me quedo tumbado en la cama, la inquietud se adueña de mi cuerpo. Me puse el impermeable y me di cuenta de que había olvidado comprar una toalla el día anterior. Decidí sacrificar la camisa china de color amarillo. Después bajé al cobertizo. Al final del embarcadero hay una escalera para meterse en el agua, descendí por ella y me deslicé dentro de espaldas.
Estaba fría. La temperatura del agua rondaría los siete u ocho grados. Había empezado a levantarse viento por la noche. La veleta del cobertizo oscilaba entre oeste y sudoeste. Tampoco me había acordado de comprar un aparato de radio, pensé al salir del agua. Me froté con la camisa amarilla para activar la circulación de la sangre. Evité observar mi cuerpo, que con los años me parece cada vez más repulsivo. Aquella mañana me sentí más decrépito que nunca.
Me apresuré a volver a la caravana y me vestí. Después de tomar café y comer unos bocadillos, llamé al servicio de información telefónico y me conectaron con Kolbjörn Eriksson. Es un hombre de mi misma edad que volvió a las islas después de haber trabajado toda su vida de electricista en buques de carga que cubrían el trayecto entre Europa y América del Sur. Ahora vive en una casa que heredó de su tío, que pertenecía a una de las familias de cazadores de focas más conocidas aquí en las islas. Eriksson estuvo en mi casa para repararme la cocina eléctrica. También fue él quien renovó hace unos años toda la instalación eléctrica.
Contestó enseguida. Cuando le dije quién era, me pareció oír un suspiro.
—Mi casa se ha quemado. Pero eso ya lo sabrás, ¿no?
—Estuve allí esa noche —contestó—. Pero tal vez no lo recuerdes.
No recordaba en absoluto haberlo visto entre quienes intentaron en vano apagar el fuego. ¿Cómo era posible que no recordara su peculiar cara, la coronilla desnuda, su altura y su voz algo chillona?
—No recuerdo a nadie —dije—. Pero gracias por tratar de ayudarme.
—¿Qué fue lo que pasó?
—No puede haber sido ningún fallo en la instalación eléctrica que hiciste —contesté yo.
—¿Te dejaste alguna vela encendida?
—No. Tendremos que esperar a ver a qué conclusión llegan los investigadores.
Estuve a punto de decir que seguramente yo sería sospechoso de provocar el incendio. Pero me mordí la lengua antes de hablar.
—Necesito electricidad —dije—. Ahora vivo en la caravana. Necesito luz y calor.
—Ya había pensado en ello. Puedo acercarme hoy.
Tres horas más tarde tenía que ir a buscar a Lisa Modin.
—Mañana —contesté—. Y, por favor, si tienes, trae unas cuantas bombillas para el alumbrado exterior y otras para utilizarlas dentro de la caravana.
Kolbjörn prometió venir al día siguiente. Quedamos a las siete y media. Guardé el móvil en el bolsillo de la cazadora y bajé hasta mi barco. Arrancó enseguida. Me dirigí hacia el islote que no tiene nombre. Paré el motor, lo levanté y avancé hasta la orilla usando el remo como botador. Raspaba cuando tocaba el fondo. No necesitaba amarrar el barco, puesto que lo vería desde cualquier sitio del islote. Soplaba viento del sudoeste y las olas batían contra el espejo de popa.
Había algunos huesos de gaviota en las rocas. Había visto huesos de aves y esqueletos enteros desde que era niño. Pero no quería imaginarme el islote como un cementerio. Bajé a la hondonada entre las dos rocas. Fuera de allí era mar abierto. Unas rocas planas, que apenas asomaban por encima de la superficie del agua, era lo único que se veía a lo lejos en el horizonte.
Cuando era niño, me imaginaba que esas rocas eran ballenas que asomaban el lomo por encima de la superficie.
Aún lo hago.
Medí los pasos de la hondonada y comprobé que había espacio para la caravana. Con poleas y sogas tampoco sería imposible subirla desde un barco transbordador y colocarla entre la espesura de alisos.
Di la vuelta al islote. El viento soplaba con fuerza ahí fuera, donde ninguna isla le impide coger velocidad.
Decidí poner en práctica la idea que se me había ocurrido el día anterior. Estaba seguro de que mi hija aceptaría el cambio que yo planeaba. Había que trasladar la caravana.
Después me fui hasta el puerto. Faltaba todavía una hora para que recogiera a Lisa Modin. Hablé con Nordin para ver si había pedido mis botas. Lo había hecho. Casi parecía ofendido de que se lo preguntara.
También compré un chaleco salvavidas para Lisa Modin. Yo tengo un chaleco viejo que nunca uso. Cuando amarré el barco, lo saqué de la pequeña bañera que hay atrás, en la popa. Intenté en vano limpiar las manchas de aceite y las escamas de pescado.
Me quedé asombrado al ir a pagar el chaleco salvavidas de Lisa Modin. Nordin estuvo de acuerdo conmigo en que era caro. Pero, naturalmente, no era él quien fijaba los precios.
En la cafetería había una cuadrilla de operarios de mantenimiento del puerto tomando café. Estaban cambiando el asfaltado en el espigón donde la guardia costera tiene sus barcos. En ese momento hablaban de que uno de ellos había visto una perca varios días antes. La discusión sobre si había visto bien o mal fue subiendo de tono. Todo el mundo sabe que los peces han desaparecido del archipiélago. Yo mismo llevo casi tres años sin ver percas pequeñas en las aguas fuera del cobertizo. Algún que otro banco de sábalos ha pasado por el embarcadero, pero eso es todo.
Escuché distraído la conversación entre los operarios. El mar Báltico estaba muriendo. La destrucción del mar se acercaba sigilosamente. Ese fondo que no podíamos ver a simple vista ya se había quedado sin vida en algunas zonas. Allí no había nada más que un desierto submarino estéril. Yo solía comparar las invasiones de algas, cada vez más frecuentes, con la aparición de psoriasis, una vez cada verano. El mar se esquilmaba al mismo tiempo que se asfixiaba.
Los operarios de mantenimiento se levantaron sin haber llegado a un acuerdo sobre la presencia de las percas, y me quedé solo en la cafetería. Veronika escuchaba la radio en la cocina. Observé que había bajado el volumen cuando entré.
Veronika es nieta de uno de los últimos prácticos del puerto. Sé también que tiene un hermano que nació con hidrocefalia y que ahora vive en casa con sus padres. Veronika vive en el pequeño apartamento encajado entre la tienda de comestibles y la cafetería.
Es una chica amable y atenta. Pero también es tímida, teme cometer algún error o decir algo inadecuado. A veces creo que se quedará para siempre en esta cafetería. Que seguirá sirviendo hasta que se caiga de vieja. Es como si no se atreviera a dar un golpe de timón que pudiera cambiar su vida de verdad. Me pregunto qué anhelos albergará. Alguno debe de tener.
Fui al baño y observé mi cara en el espejo. Las cosas no podían cambiarse. Llevaba el pelo bien peinado, aunque lo tenía fino. Las facciones del rostro eran severas. Intenté sonreír a mi imagen en el espejo. Traté de imaginarme a Lisa Modin sin ropa y me sentí enseguida avergonzado.
Descubrí que había una tara en la camisa azul que me había puesto aquella mañana. Un pequeño error de confección en el cuello. Aquello me indignó tanto que estuve a punto de arrancarme la camisa y tirarla en la papelera del baño. Pero me calmé. Si me subía el jersey unos centímetros no se vería la tara.
Todavía quedaban veinte minutos para que llegara Lisa Modin. Fui a la tienda de comestibles y compré una trenza de pan dulce. Los pasillos de la tienda estaban tan vacíos como la cafetería. Vivía en una parte de Suecia que había sido abandonada. Apenas quedaba gente en las islas, tan poca como peces en el mar.
Bajé hasta el barco a esperar. Sobre el mar seguía soplando una brisa suave. Se estaba formando una tormenta en el este, pero no llegaría aquí hasta la tarde.
Los operarios de mantenimiento daban golpes en su espigón. El olor a alquitrán llegaba hasta mí.
Miré dentro del agua. No se veía ningún pez, ni siquiera un pequeño banco de alburnos.
Se hicieron las diez. Ningún coche había girado hacia el puerto. ¿Habría decidido Lisa Modin no venir después de todo?
En ese momento apareció en la cuesta un pequeño coche de color azul claro. Venía deprisa y frenó bruscamente al llegar al aparcamiento. Lisa Modin bajó del coche. Llevaba la misma cazadora que el día anterior. Me puse de pie en el barco y la saludé con la mano. Llevado por la impaciencia exageré mis movimientos, el barco cabeceó y a punto estuve de caerme al agua. En consecuencia, me golpeé la rodilla con un remo y quedé sentado en el suelo. No sé si ella lo vio o no. En cualquier caso, yo estaba de pie cuando ella se acercó al barco.
—Lamento llegar con retraso —dijo.
—No importa. —Respondí.
Tomé su bolso y la ayudé a subir al barco. Llevaba guantes. Le di el chaleco salvavidas y solté las amarras. Ella se sentó en la tabla central del barco, dándome la espalda. Salí del puerto y aceleré. Nordin estaba fuera de la tienda fumando su pipa. Es una de las pocas personas que conozco en la actualidad que se niega tozudamente a dejar de fumar.
Lisa Modin no dijo nada en todo el viaje, permaneció sentada observando las islas, las rocas y el mar abierto. Un pigargo se deslizaba con las corrientes ascendentes de aire. Fue la única vez que ella se volvió hacia mí. Yo asentí con la cabeza señalando al ave colgada de hilos invisibles.
—¿Un águila real? —gritó.
—Un pigargo.
Fue todo cuanto dijimos durante el viaje. Reduje la velocidad al llegar al embarcadero. Desde el barco se veía con claridad el lugar del incendio. Entramos despacio con el barco en el cobertizo.
No tuve que ayudarla a bajar del barco. Subimos directamente hasta las ruinas de la casa. Ella dio una vuelta alrededor de los cimientos quemados, y otra más en sentido contrario. Yo permanecí junto al manzano quemado siguiéndola con la mirada. Por un breve instante tuve la sensación de que me recordaba a Harriet de joven, aunque Harriet nunca había llevado el pelo tan corto. De pronto, no supe si añoraba un recuerdo o deseaba a quien daba vueltas alrededor de las ruinas del incendio.
Se acercó a mí meneando la cabeza.
—¿Qué pasó?
—Estaba durmiendo y me despertó la luz. Salí corriendo.
—He hablado por teléfono con Bengt Alexandersson. Dice que la causa del incendio no está clara todavía.
—¿No ha dicho nada más?
—Solo eso. La causa del incendio no está clara.
Me asaltó inmediatamente la sensación de que ella no me decía la verdad.
Seguramente Alexandersson había dicho algo más. ¿Acaso intuía ella que se sospechaba que yo mismo le había pegado fuego a la casa?
Me di la vuelta y volví despacio al cobertizo y al banco. Ya no me quedaban ganas de invitarla a un café en la caravana. Ella me siguió y se sentó a mi lado. Ahora tenía su libreta y el bolígrafo en la mano.
—¿Cómo sobrevive uno? —preguntó.
—Sale corriendo lo más deprisa que puede.
—No me refiero a eso. ¿Cómo sobrevive uno a la pérdida de todo cuanto tiene?
—En realidad se necesita muy poco para vivir.
—¿Pero todos los recuerdos? ¿Las reliquias familiares? ¿Los álbumes de fotos? Sin olvidar el suelo que uno ha pisado siempre, los papeles pintados que ha visto constantemente, las puertas que uno ha abierto y cerrado.
—Los recuerdos más importantes que uno tiene están guardados en el cerebro. No puedo llorar por que todo haya desaparecido. Tengo que decidir qué es lo que voy a hacer. No pienso dejar que el fuego me robe la vida.
—¿Vas a volver a construir la casa?
—No lo he decidido aún.
—Pero, naturalmente, la tendrías asegurada a todo riesgo, ¿no?
—Sí.
—¿Incluido el contenido?
—Eso no lo sé.
Lisa Modin hizo algunas anotaciones en su libreta. Vi que utilizaba signos de taquigrafía. Seguía con los guantes puestos. Debería preguntarle qué había dicho Alexandersson realmente.
De pronto, hizo una mueca e inclinó la nuca, y me di cuenta de que le dolía.
—Me temo que podría tener una hernia discal —dijo ella—. Pero quizá sea simplemente tortícolis.
Me levanté.
—Este es el banco en el que tengo mi consulta —expliqué—. Puedo echarle un vistazo.
Me miró como si creyera que estaba bromeando.
—Puedo examinarte. —Insistí tranquilo—. Solo llevará unos minutos.
Ella dudó, pero después se quitó la bufanda y se desabotonó la cazadora. Le palpé el cuello y las vértebras cervicales con los dedos. ¿Dónde le dolía? Luego le pedí que moviera la cabeza y el cuello siguiendo mis instrucciones. Sospeché que podía tratarse de una hernia discal, pero para saberlo con seguridad tenía que hacerse una radiografía.
Su cuerpo desprendía calor y me dieron ganas de apoyar la cara en su piel. Le pedí que hiciera algunos movimientos innecesarios con el cuello solo para poder seguir teniendo las manos en su nuca.
Se volvió a poner la bufanda y prometió que se haría una radiografía. Le propuse tomar café en la caravana y continuar nuestra conversación. Antes de subir, me sacó un par de fotografías allí, sentado en el banco, con el mar de fondo. Al final me pidió que me colocara en el extremo del embarcadero mirando al mar. Hice lo que me dijo.
La caravana resultaba muy estrecha cuando había dos personas dentro al mismo tiempo. Coloqué la trenza cortada en un plato y serví el café en las tazas desiguales, era todo lo que había. Me senté a la mesa en el taburete, ella en la litera con un cojín en la espalda. Me preguntó por la casa y la historia de la propiedad, cuánto tiempo llevaba viviendo allí y cómo encaraba el futuro.
Esto último fue lo más difícil de responder. Dije simplemente que aún no lo había decidido. En mi interior el fuego todavía no se había apagado.
—Qué poético —exclamó—. Bello y aterrador.
Cuando me pareció que ella no tenía nada más que preguntar, la interrogué sobre cómo había ido a parar a la redacción del periódico local. Un matrimonio fracasado hizo que se marchara de Strängnäs, donde trabajaba en otro periódico local. Se mudó aquí porque consiguió trabajo. Ya llevaba un año, y sin embargo tuve la sensación de que no se encontraba a gusto del todo.
No tenía hijos. Eso me lo dijo sin que yo se lo preguntara.
—¿Qué harás dentro de diez años? —le pregunté.
—Espero que algo que hoy no puedo imaginarme. ¿Qué harás tú?
—Respondo lo mismo que tú.
—¿Pero seguirás viviendo aquí? ¿En una casa nueva?
No contesté. Permanecimos en silencio. Algunas ramas de aliso rozaban el techo de la caravana.
—Por raro que parezca, hasta ahora no había salido nunca al archipiélago —confesó—. Cuando veníamos hacia aquí he visto lo hermoso que es.
—Hay una belleza especial antes del invierno. Más bello que ahora no se puede poner. Aunque a muchas personas les parece solitario e inquietante.
—He oído hablar de un islote en las afueras donde vivían hace muchos años pescadores pobres. Aún es posible ver parte de los cimientos de las casas. Y nadie entiende cómo pudieron sobrevivir allí aquellas personas. Me gustaría verlo. Pero si no me equivoco, no se puede desembarcar.
—Solo durante el periodo de apareamiento de las aves. Ahora se puede visitar el islote.
—¿Has estado allí?
—Muchas veces. Puedo enseñártelo si quieres.
Aceptó enseguida mi ofrecimiento.
—Yo tengo libre el próximo miércoles —dijo—. ¿A ti te va bien? Soy consciente de las muchas cosas en las que debes pensar ahora mismo.
—Dispongo de todo el tiempo del mundo.
Seguimos hablando del incendio. Me pidió que le describiera cómo era la casa, habitación por habitación. Le hablé de las gruesas vigas de roble que formaban parte de las paredes, que fueron cortadas en la zona norte del archipiélago y después arrastradas hasta aquí con caballos sobre el hielo. Mi abuelo se enteró de que uno de esos transportes con vigas de roble se había hundido al lado de una escollera, que por algún motivo se llamaba Kejsaren. Aunque la capa de hielo fuera gruesa, podían aparecer peligrosas grietas ocultas en las proximidades de una escollera o en las aguas poco profundas de las orillas. El caballo, que según mi abuelo se llamaba Rummel, había roto el hielo y se había hundido junto con el carretero, que tenía veinte años. No había nadie cerca, nadie oyó los gritos. Hasta bien entrada la tarde no salieron a buscarlo a la luz de las antorchas. Al día siguiente la grieta se había vuelto a cerrar. No encontraron ni al caballo ni al mozo hasta que llegó la primavera y el hielo se fundió.
Era como si volviese a dar vueltas por la casa. La impronta dejada por la vida de varias generaciones se había esfumado en unas breves horas nocturnas. Huellas invisibles de movimientos, palabras, silencios, penas, dolores y risas habían desaparecido. Incluso lo invisible se puede convertir en cenizas.
Cuando bajamos hasta el cobertizo, sentí una gran expectación ante la idea de que ella volviera. En ese momento era más importante que las ruinas calcinadas.
La dejé en la parte interior del puerto, junto a los surtidores de gasolina.
Nos dimos la mano. No esperé a que se montara en el coche y se fuera de allí.
Después de amarrar el barco en el cobertizo, descubrí que Jansson había estado allí y había recogido su teléfono. En la caja de hojalata había dejado una bolsa con panecillos suecos recién horneados.
Jansson es un hombre con muchas rarezas. En una ocasión me reveló que le interesaba estudiar cómo se habían ajusticiado las personas unas a otras a lo largo de la historia. Resultó que lo sabía todo sobre los métodos de ejecución más extraños e inhumanos. Escuché estupefacto y con creciente repugnancia lo que Jansson me contó sobre la brutalidad humana. Pero de repente se calló, como si de algún modo se hubiera dado cuenta de que se había ido de la lengua.
Pero lo más sorprendente de todo es que es un tenor extraordinario, con la voz nítida y potente. El último año de vida de Harriet nos sorprendió a todos cuando de pronto se levantó de la mesa de cumpleaños en el atardecer estival y cantó el Ave María de Schubert, con tal potencia que retumbaba en la bahía. Todos quedamos conmovidos y sorprendidos por igual. Nadie sabía que tenía una voz tan potente. Pero, más tarde, cuando le preguntaron si quería formar parte del coro de la iglesia, rehusó. Nadie le ha oído cantar desde aquella fiesta de cumpleaños, en la que Harriet, moribunda, estaba sentada con una corona de flores en el pelo.
Me subí los panecillos a la caravana. Allí escribí una lista de todas las cosas que tenía que decidir ahora. Hice, además, un cálculo aproximado de mi situación económica y vi que, gracias a mi austeridad, no era tan mala como me temía. Tenía doscientas mil coronas en diferentes cuentas. A eso había que añadir cierta cantidad de acciones y bonos del Estado.
Preparé la comida, otra vez de bote, y luego di una vuelta a la isla.
Al volver del paseo fui a buscar un viejo transistor que había en el cobertizo. Nunca pensé que pudiera hacerlo funcionar de nuevo, pero cuando cambié las pilas, que había recordado comprar el día anterior, empezó a sonar. Me tumbé en la litera y escuché una conferencia de un catedrático de Lund que hablaba de la historia del milagroso poder curativo del magnetismo. Como médico, naturalmente, no creo en la capacidad curativa del imán, pero el profesor tenía una voz agradable. No hice caso de lo que decía.
Después llegaron las noticias y el parte del tiempo en la mar. El mundo se está volviendo cada día más incomprensible. Pronto no sabré ya qué grupos terroristas se matan entre ellos. Además, habían quemado vivo a un joven palestino en las afueras de Jerusalén. El espantoso informativo terminó con que en Irak unos rebeldes habían sido crucificados por sus rivales. Su odio se basaba en sus diferentes opiniones sobre cuál era la religión verdadera. Tanto los que los crucificaron como los crucificados creían servir al mismo Dios.
En mi caravana no había ningún Dios. ¿Deambulaba tal vez por la isla de noche? ¿Dormiría en el cobertizo? Aquí dentro nunca lo dejaría pasar. Ni siquiera aunque estuviera muerto de frío. En contacto con los dioses me podía comportar de un modo inhumano.
Al día siguiente me desperté temprano. Por la noche había soñado que una armada de viejas lanchas motoras había rodeado la isla. Iluminaban mi caravana con focos que desprendían una luz tan potente que me recordó el incendio. Me desperté y pensé que ahora le había llegado a la caravana el turno de arder. Salí corriendo desnudo en la oscuridad. El corazón me palpitó un buen rato, incluso después de que comprendiera que solo había sido un sueño.
Permanecí mucho tiempo despierto. El viento hacía que la caravana se moviera levemente. Era como un barco amarrado que cabeceara de un lado a otro.
Al final me dormí y me desperté a las seis. Bajé al cobertizo y tomé mi baño matinal. El termómetro marcaba siete grados. La camisa china amarilla tuvo que servir una vez más de toalla. Preparé café y comí unos bocadillos de sardinas. Para mi tranquilidad, leí en la lata que no habían sido envasadas ni empaquetadas en China.
Las sardinas habían hecho en sus latas un largo viaje desde Lagos, en Portugal.
A las siete y media llegó Kolbjörn en su imponente transbordador de aluminio. Además de sus conocimientos de electricidad, Kolbjörn también sabe mucho de los diferentes motores de los barcos. Precisamente ese barco lleva un motor de propulsión a chorro y por tanto no tiene hélices.
Charlamos un rato abajo, junto al embarcadero. Había traído consigo lámparas de exterior y algunas lámparas de mesa para la caravana.
El cable del suministro eléctrico entra en mi isla por el sur. Hay un cartel que advierte de que está prohibido anclar allí. Le pregunté a Kolbjörn si quería tomar un café. Pero rehusó, quería empezar a trabajar cuanto antes. Al lugar del incendio solo le lanzó una tímida mirada. Era como si prefiriera no verlo.
Le pregunté si necesitaba mano de obra no cualificada. Me dijo que no, que prefería trabajar solo. Cuando le pregunté si no deberíamos acordar el precio que me iba a cobrar por su trabajo, murmuró algo que me resultó imposible entender.
Sabía que me pediría una suma insignificante. Yo era para él una persona en apuros que necesitaba ayuda.
Sonó mi móvil. El número que aparecía en la pantalla me resultaba completamente desconocido. Cuando contesté, oí una voz entusiasta que quería vender muebles de terraza de plástico resistente de la marca Hammarplast. Entendí que tenían unos precios muy rebajados después del verano, antes de cortar bruscamente la conversación. Sufrí un injustificado ataque de furia. El vendedor no volvió a llamar.
Después de guardar el teléfono en el bolsillo, oí ruido de motores. Se trataba de un barco de la guardia costera. Bajé hasta el embarcadero. En esta ocasión quien conducía el barco era un capitán de la guardia costera llamado Pålsson. Además de Alexandersson, había a bordo otro pasajero desconocido para mí. Amarraron al lado del barco de Kolbjörn y bajaron a tierra. Alexandersson iba con el uniforme, y el hombre que venía con él vestía un chaquetón pero llevaba un mono azul debajo.
Alexandersson me lo presentó.
—Aquí Sture Hämäläinen, de la policía judicial. Ellos también tienen que investigar el incendio.
El hombre apellidado Hämäläinen era bajo, algo gordo y tenía la cara tan pálida que casi pensé que se la había maquillado de blanco. Me estrechó la mano.
—Esto es una rutina —explicó—. Si no se puede determinar la causa del incendio puede haber problemas, sobre todo con la aseguradora.
Hablaba sueco con acento finlandés. Al menos no estaba fabricado en China, pensé con acritud.
Subimos al lugar del incendio. Kolbjörn y Alexandersson se saludaron haciendo un gesto de asentimiento.
—No soy un pirómano —dije—. ¿Por qué iba a provocar un incendio en mi propia casa?
Me dirigí al hombre del mono. Pero no me contestó. Miraba las cenizas con los ojos entornados. Ni siquiera estaba seguro de que hubiera oído lo que acababa de decirle. Después empezó a moverse despacio alrededor de las ruinas de la casa.
—¿Por qué tiene que fisgonear en esto la policía judicial? —le pregunté a Alexandersson—. ¿Realmente piensas que he pegado fuego a la casa?
—No, claro que no.
—¿Qué piensa que va a encontrar?
—Una causa. Es muy competente.
—Eso espero.
Noté que me había irritado. Alexandersson lo comprendió. No dijimos nada más.
Kolbjörn estaba montando la lámpara exterior abajo, junto al cobertizo.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó.
—Un policía judicial que va a intentar averiguar si yo he quemado mi propia casa.
A Kolbjörn se le cayó el destornillador que tenía en la mano. Me agaché y se lo di.
—No soy ningún incendiario —afirmé—. Me voy a hacer unas compras. Hay café en un termo dentro de la caravana.
No fui a comprar. Conduje al tuntún dando vueltas por las islas. Después decidí acercarme hasta Vrångskär, la isla que iba a visitar unos días más tarde con Lisa Modin.
Bajé a tierra, subí el barco un poco a la orilla y me senté bajo un pino retorcido, donde el suelo estaba seco.
Vi a lo lejos, en el horizonte, que se estaba formando una tormenta. Me puse a mirar el mar y pensé que tenía que decidir pronto qué iba a hacer.
¿Se había quemado mi vida? ¿Albergaba todavía en mi interior algún deseo aparte de imaginarme la humillación de la vejez? ¿Sería capaz de encontrar nuevas ganas de vivir?
En el fondo se trataba solo de responder a una pregunta. ¿Quería volver a construir la casa? ¿O dejaría que Louise heredara un terreno quemado?
Todavía con la mirada fija en el mar tuve la esperanza de que la respuesta llegara flotando hasta la orilla. Pero no llegó nada.
Lo que sí decidí, en cambio, es que no iba a esperar para trasladar la caravana al islote, a la hondonada entre las dos rocas. Seguro que Kolbjörn sabría solucionar el problema de tirar un cable desde la isla hasta el islote. No dudaría en hacer algo ilegal si fuera necesario para solucionar un problema urgente de suministro de energía.
La decisión de trasladar la caravana me dio fuerzas para levantarme. Bajé hasta el barco, corté una de las últimas rosas silvestres del otoño y volví a casa.
Los dos barcos seguían allí. Kolbjörn estaba tirando un cable hasta la caravana. Alexandersson y Hämäläinen estaban junto al lugar del incendio.
—¿Habéis encontrado algo? —pregunté.
No pude evitar percibir la mirada rápida que intercambiaron entre ellos, lo cual me inquietó, pero también aumentó mi irritación. Inquietud e irritación, que juntas conducen al miedo.
—¿Habéis encontrado algo? —volví a preguntar.
—Hay indicios que apuntan a que el fuego se inició en varios sitios al mismo tiempo —dijo Hämäläinen.
—¿Qué indicios?
—Hay restos de un líquido inflamable.
—¿Entonces el fuego ha sido provocado?
Hämäläinen hizo una mueca y negó con la cabeza. Alexandersson parecía molesto más que nada. Hurgaba con un pie en la ceniza que había alrededor de los calcinados cimientos de piedra de la casa.
—Así pues, soy sospechoso de haber provocado el fuego —dije yo.
Hämäläinen se estremeció y luego me miró directamente a los ojos.
—¿Lo has hecho?
—¿El qué?
—Provocar el fuego.
Miré a Alexandersson.
—¿Qué finlandés de los cojones has traído aquí?
No esperé respuesta, sino que bajé a la caravana. Kolbjörn, que hacía equilibrios fuera en una escalera, vio que estaba enojado, pero no dijo nada.
Poco después oí que el barco de la guardia costera arrancaba sus motores. Esperé a que se desvaneciera el ruido y entonces salí afuera. Le expliqué a Kolbjörn que pensaba trasladar la caravana al islote sin nombre. ¿Podría ayudarme? Yo sabía que él tenía un viejo transbordador de ganado. También podría ayudarme a solucionar el problema con las poleas y las sogas para colocarlo en la hondonada.
Prometió ayudarme. Tirar un cable tampoco supondría ningún problema.
Poco antes de que empezara a atardecer había terminado el trabajo. Fuera del cobertizo lucía un farol.
Encendí la lámpara que me había colocado encima de la mesita de la caravana.
Ahora sería más fácil tomar una decisión, pensé. La luz me ayudaría.
Aquella noche cené una sopa de pescado, nada para recordar. Antes de medianoche me había dormido.