8
Los días siguientes fueron una larga espera. Por la noche, los caballos corrían desbocados dentro de mi cabeza. No le dije nada a Louise de la notificación que había recibido. Ella me miraba interrogante pero no hizo ninguna pregunta. Evidentemente había observado que Jansson me había entregado la carta.
Mientras cenábamos en la caravana empezamos a hablar otra vez. Hablamos del contenido de la bombona de butano, de la necesidad de comprar una sartén nueva, detergente para lavar la ropa. Evitamos todo lo que requiriera hablar en serio.
Desde que volvimos a casa, yo había pasado el día en el cobertizo mientras que ella había estado en la caravana. En una ocasión miré a escondidas por la ventana. Ella estaba sentada en el borde de la cama hablando por teléfono. Intenté oír lo que decía, pero no lo conseguí. Su cara tenía una expresión seria. Quizá estuviera enfadada, o triste, no pude determinarlo. Cuando de repente terminó la conversación, me retiré y volví al cobertizo. Abrí un tarro de brea. No porque fuera a emplearlo sino por sentir el olor. Durante generaciones, la brea ha formado parte de la vida aquí en las islas.
En la parte de atrás del cobertizo había un bote de remos muy viejo y agrietado que no había echado al mar en los últimos años. Lo empujé dentro del agua y vi que no tenía tantas vías de agua como yo temía. Busqué los remos en el interior del cobertizo, eché un viejo achicador de hojalata en el suelo y me subí. No estaba tan mal como para no poder ir y volver al islote donde tenía la tienda.
Durante mi infancia había en la isla un barco grande de remos. Era negro, impregnado completamente de brea, y lo usaba mi abuelo cuando pescaba con red. Al principio remaba mi abuela. Cuando fui lo bastante mayor para poder remar y aprendí cómo hacerlo, la tarea pasó a mí para facilitar la tarea de mi abuelo con las redes.
Recordé de pronto un suceso que ocurrió cuando yo tenía diez u once años. Mi abuelo divisó un corzo que venía nadando. Sin pensárselo dos veces, soltó la red que tenía en las manos, me apartó de un empujón y se puso él a los remos. Remó hasta llegar a la altura del corzo, se puso de pie dentro del barco y golpeó la cabeza del corzo con uno de los remos.
El remo se partió. El corzo siguió nadando. Pero el abuelo casi se tiró fuera del barco y consiguió agarrarlo de los cuernos. Sacó al mismo tiempo un cuchillo Mora y le cortó el cuello. Sucedió todo tan rápido que yo al principio no entendí lo que había pasado. Solo lo comprendí cuando él, con las manos ensangrentadas, arrojó en el barco el animal muerto. El animal me miraba con sus ojos grandes y brillantes, sin verme.
Había conocido la muerte.
Desde entonces siempre iba alerta y tenía miedo de mi abuelo. Había visto algo en él que antes no sospechaba. Una cosa era desnucar a los peces que sacaba de las redes. Pero yo no estaba preparado en absoluto para presenciar aquella matanza en el mar.
Cuando volvimos a tierra y tiró el animal muerto en el embarcadero, vomité. Él me miró con desaprobación sin decir nada.
Llamó a la abuela. Juntos descuartizaron el corzo. Pero entonces yo ya me había ido de allí.
El recuerdo despertó en mí la vieja repulsión. Habían pasado por lo menos cincuenta y cinco años de aquello. Sin embargo, aún podía ver el profundo corte en el cuello que le asestó el abuelo. Irradiaba odio cuando golpeó con el remo los cuernos del corzo. Creo que habría navegado con el remo roto hasta la costa finlandesa si hubiera sido preciso.
Aquel acontecimiento me demostró ya, con diez años, que las personas nunca son del todo como uno cree. Eso vale para todos. Incluso para mí. Siempre hay algo inesperado en las personas con las que uno se relaciona y cree conocer.
Volví a tierra, empujé el bote y achiqué el agua que había entrado. Pensé si no debería excavar alguno de los hormigueros que había en la isla para taponar las vías de agua. Pero renuncié. Sabía que mi hija se pondría furiosa si destruía un hormiguero para calafatear el barco.
Cuando regresé, Louise se había acurrucado en el banco de la colina. Me senté a su lado. Había llegado el momento de contárselo.
—La policía me ha citado para interrogarme —dije.
—¿Por qué?
—Creen que soy yo quien ha quemado la casa.
—¿Lo has hecho? —me preguntó sin mirarme.
—No. —Le respondí—. ¿Lo has hecho tú?
Me levanté y bajé de nuevo al cobertizo. En mi interior estaba empezando a crecer un sentimiento tanto de rabia como de miedo. Creía que ya no podría controlar lo que iba a ocurrir.
A lo largo de mi vida he bebido algunas veces durante breves periodos, por hastío, por miedo o por cólera. En ese momento me habría gustado tener una botella de vodka, de coñac o de aguardiente para llevármela a mi tienda.
Estaba empujando el bote de remos cuando noté que Louise me había seguido.
—Te acompaño —dijo.
—¿Adónde? ¿A la tienda?
—A la policía.
—No quiero.
—Te acompañaré de todos modos. No superarás un interrogatorio.
Había en el suelo del bote un viejo corcho de pesca. Lo alcancé y se lo tiré.
—¡No me acompañarás! —grité—. ¿Por qué voy a ir acompañado cuando sé que no prendí fuego a mi casa?
No esperé respuesta, sino que coloqué los remos en los toletes. Naturalmente, uno de ellos se cayó al agua. Cuando me estiré por él, de la misma manera que el abuelo cuando cazó y mató al corzo, me mojé a base de bien. No sé si Louise seguía en la orilla. Salí remando hacia atrás para no verla. Cuando doblé la punta, di la vuelta al bote. Ella estaba en la orilla y me seguía con la mirada. Se había cruzado de brazos. Me recordó a un jefe indio observando cómo el hombre blanco vestido con una camisa china remaba hacia su destino y su tienda medio podrida.
Permanecí despierto media noche y eché de menos algo de beber. Quería emborracharme y, al mismo tiempo, liberarme de la insensatez que suponía que la policía me hubiese citado para interrogarme. Cuando por fin me dormí, lo hice con la sensación de haber llegado a un límite. ¿Cómo iba a arreglármelas para sobrellevar mi envejecimiento, una casa quemada y la sensación de vivir en tierra de nadie, donde nadie preguntaba por mí o creían que me había vuelto loco y había empezado a correr por ahí con bidones de gasolina y cerillas?
Incluso mi hija empezaba a tratarme cada vez más como una carga. Ya no era el padre desaparecido y quizá añorado que por fin había aparecido en su vida.
Cuando me desperté al amanecer, me sentía como si hubiera bebido la noche anterior. El cansancio hacía que tuviera algo parecido a una resaca. Abandoné el saco de dormir y salí afuera. El mar estaba gris, el aire era frío, el viento aún flojo, pero amenazante de algún modo, como se siente a veces cuando se acerca una tormenta. Dos eíderes solitarios se mecían en el agua. Cuando di una palmada, alzaron el vuelo y se alejaron volando, curiosamente hacia el norte. Los seguí con la vista hasta que me fue imposible distinguirlos en el cielo.
Ya por la tarde remé de vuelta al cobertizo. Dentro de la caravana olía a limpio cuando Louise abrió. Comimos una cena sencilla, pero no hablamos mucho. Cuando salí, ella me siguió hasta el cobertizo.
—¿Por qué encendiste la linterna? —le pregunté.
—No la encendí —respondió ella—. Son figuraciones tuyas.
Era inútil volver a preguntar, insistir, alzar la voz o enfadarse. Si no quería contar una cosa, no la contaba.
Éramos dos personas mentirosas, pensé. Pero mentíamos de forma distinta.
Las noches siguientes dormí igual de mal. Los días se parecían unos a otros, la misma grisura. Anduve dando vueltas por mi islote y traté de prepararme para lo que me aguardaba cuando me presentara ante la policía.
La noche anterior al interrogatorio, cenamos en la caravana y jugamos a las cartas. Louise me acompañó de nuevo al embarcadero.
—Mañana iré contigo —dijo.
—No —contesté yo.
No dijimos más.
Aquella noche dormí profundamente por el cansancio. Lo último que pensé antes de quedarme dormido fue que llevaba varios días sin sumergirme en el agua por las mañanas. Eso me desmoralizó.
Remé de vuelta al día siguiente y, por fin, me sentía descansado. Pero cuando llegué al cobertizo, descubrí que el barco con el motor fueraborda no estaba. Subí el bote a la orilla, fui a la caravana y llamé a la puerta sin obtener respuesta. Cuando abrí, vi que estaba hecha la cama y que su mochila no estaba. No había dejado ninguna nota.
Llamé a su móvil, pero no obtuve respuesta y tampoco pude dejar ningún mensaje. Al salir pegué un portazo con todas mis fuerzas. Se desprendió una lista del techo de la caravana. La dejé colgando, bajé hasta el embarcadero y me senté en el banco. Conocía tan bien a mi hija que sabía que era inútil esperar que volviera a tiempo para que yo pudiera llegar a la comisaría.
Hice lo que tenía que hacer, marqué el número de Jansson. Como de costumbre, contestó al instante, como si estuviese preparado con el teléfono en la mano, atacando como una víbora acosada.
—No tengo problemas con el motor —dije—. Pero necesito que me lleves al puerto.
—¿Cuándo?
—Ahora.
—Voy.
—Gracias.
Corté la conversación antes de que pudiera empezar a hacerme preguntas sobre por qué mi barco de repente no servía.
Todavía tenía mi ropa en la caravana. Arranqué la lista que colgaba delante de la puerta y la tiré a la hierba. Elegí la camisa china menos sucia, busqué dentro de la caravana para ver si Louise, pese a todo, guardaba alguna botella de alcohol o de vino, pero no encontré nada.
Me senté en el banco a esperar. Jansson apareció puntualmente veintiséis minutos después. Se dio cuenta, naturalmente, de que el barco no estaba, pero no hizo preguntas.
Tal vez se imaginaba que estaba transportando a un prisionero, puesto que sabía que precisamente ese día estaba citado ante la policía.
Navegamos hasta tierra firme sin cruzar una sola palabra. Cuando llegamos al muelle, él no quiso cobrarme nada. Dejé cien coronas en el suelo, debajo de un anzuelo para lucios, y me marché sin decir nada respecto a si necesitaría que me llevara de vuelta cuando la policía hubiera terminado.
Nordin estaba fuera de la tienda limpiando la ventana en la que se había cagado una gaviota. Nos saludamos. Tuve la firme convicción de que él también sabía adónde me dirigía.
Antes de abandonar el puerto eché un vistazo alrededor, estaba desierto. No pude ver mi barco. El viaje de Louise me daba qué pensar. ¿Acaso debería preocuparme? Pero deseché esa idea. Louise no era una persona que se hiciera daño inútilmente.
La casa de Oslovski estaba vacía, las cortinas cerradas, no había ninguna señal de vida. Arranqué el coche y me alejé de allí. Una vez más tuve que frenar en seco porque un zorro cruzaba corriendo la carretera. Cuando se me pasó el susto, pensé encolerizado que la próxima vez que apareciera delante del coche, haría todo lo posible para atropellarlo. El zorro corría hacia el Gólgota sin saberlo.
Tardé una hora en llegar a la ciudad. A mitad de camino hay un pequeño y modesto bar de carretera donde suelo parar. Siempre ha estado allí. Lo recordaba de una vez cuando era pequeño. Entonces la camarera era una señora con los labios pintados de rojo que hablaba un dialecto casi incomprensible. Recordaba la gaseosa y el plato de merengues. Ahora tomé café y una de esas pastas secas que parecen haber infectado todas las cafeterías de este país.
Era el único cliente. Junto a las mesas vacías me vi a mí mismo en distintos momentos y edades. La soledad es mayor cuando uno está rodeado de mesas y sillas que nadie utiliza.
Se abrió la puerta y una mujer con su andador logró cruzar el umbral de la puerta. Me acordé de Harriet, que había llegado caminando sobre el hielo en medio del frío unos años antes. No podía imaginarme a mí mismo con un andador. La idea me asustaba, puesto que me resultaba repulsiva. ¿Querría vivir realmente si las piernas no me sostenían?
La mujer compró un bollo de canela y bebió un vaso de agua. La camarera la ayudó con la bandeja. La anciana veía mal. Avanzaba a tientas, palpando con las manos los bordes de la mesa y de la silla donde se iba a sentar.
Me pregunté qué pensaría ella. Y delante de mí vi a una persona a quien llamaba la tierra, que iba camino de diluirse despacio para finalmente desaparecer.
Cogí mi taza, eché el café en un vaso de cartón y abandoné el bar. Jamás había tenido que vérmelas con la policía en toda mi vida, excepto para trámites rutinarios como renovar el pasaporte o presentar un parte de accidente en una ocasión en que mi coche recibió un golpe. Ahora era una persona de quien se sospechaba que había cometido un delito grave. Yo sabía que era inocente, pero no me podía imaginar a qué conclusiones había llegado la policía.
Estuve sentado en el coche reconociendo mi inquietud. El coche se había convertido en un confesonario.
El edificio de la comisaría era nuevo, de ladrillo rojo. Tras lo que supuse que sería un cristal antibalas estaba sentada una recepcionista que no vestía uniforme. Le dije quién era y quién me había citado. Ella marcó un número y dijo escuetamente:
—Ha llegado.
Unos minutos después apareció un policía joven que cruzó la puerta con esclusas de seguridad que conducía a las diferentes secciones. Tampoco él llevaba uniforme. Me tendió la mano.
—Månsson.
Su apretón fue firme. Pero, al mismo tiempo, retiró enseguida la mano tras el saludo, como si temiera quedar atrapado. Lo seguí a través de la puerta con esclusa. Finalmente vi pasar a un policía uniformado. Me dio cierta seguridad. En mi mundo los policías llevan uniforme y porra.
Månsson tendría poco más de treinta años. Me figuré que iba vestido a la última moda. Por alguna razón, quizá otra moda que se me había pasado, llevaba los calcetines de distinto color.
Entramos en una pequeña sala de conferencias. Allí había otro policía vestido de civil junto a la ventana que toqueteaba ausente la tierra seca de una maceta. Era algo mayor, de unos treinta y cinco años. No me dio la mano, solo saludó con la cabeza y dijo que se llamaba Brenne.
Nos sentamos. Las sillas eran verdes, la mesa, marrón, y encima de ella había una grabadora. Brenne la puso en marcha. Pero fue Månsson quien tomó la palabra.
Me arrepentía de no haberme llevado el yoyó. No para enseñarlo y hacer que los dos policías se sintieran inseguros, sino para tranquilizarme. El yoyó en la mano habría podido ayudarme más que un abogado.
Månsson echó un vistazo a una carpeta con documentos que tenía delante. Después habló directamente al aire pero vuelto hacia el micrófono. Me dio la sensación de que ya estaba cansado y aburrido de lo que le esperaba.
—Abrimos el interrogatorio con Fredrik Welin. Son las once y cuarenta y cinco. Están presentes los inspectores de la policía judicial Brenne y Månsson.
Se dirigió a mí antes de continuar.
—Así pues, has sido llamado a este interrogatorio en relación con el incendio que destruyó totalmente tu vivienda. ¿Eres consciente de que estás aquí por eso?
—Yo no soy consciente de nada. Pero es cierto que mi casa se ha quemado. Todo lo que tenía ha desaparecido. La ropa que llevo puesta es recién comprada. China, de mala calidad.
Tanto Månsson como Brenne me miraron perplejos. Evidentemente, mi comentario no era lo que ellos se esperaban.
—Tras nuestra investigación no hemos podido hallar ninguna explicación natural al incendio —continuó Månsson—. Ya que hay evidencias de que el incendio ha empezado casi al mismo tiempo en al menos cuatro sitios, en las esquinas de la casa, existen indicios razonables para sospechar que el incendio fue provocado.
—Eso lo he entendido. Pero no fui yo quien lo hizo.
—¿Hay alguna persona de la que sospeches?
—No tengo enemigos. Tampoco hay nadie que pudiera obtener alguna ganancia económica con el incendio de mi casa.
—¿La casa está asegurada a todo riesgo?
—Sí.
Hasta ahí el interrogatorio había seguido el guión que yo me había imaginado. Nada inesperado, nada que explicara por qué las sospechas se dirigían contra mí, aparte de que no había otra alternativa.
Brenne rompió su silencio para preguntarme si quería café. No lo quería. Desapareció por la puerta y volvió con dos tazas de café para Månsson y para él.
Volvieron a poner en marcha la grabadora. Yo seguía echando de menos mi yoyó. Las preguntas que me hicieron parecían haber entrado en un círculo vicioso, desde la hora exacta en que me había quedado dormido y en que me había despertado para salir corriendo de la casa, hasta si tenía enemigos que pudieran haber querido quemarme dentro. Les di las indicaciones temporales que pude y seguí negando que tuviera sospechas de quién podía haber cometido el delito.
Al final me cansé de seguir dándole vueltas todo el tiempo a lo mismo.
—Sé que estoy aquí porque sospecháis de mí —aclaré—. Solo puedo repetir que seguís una pista equivocada. No sé cómo se produjo el incendio y no tengo ni idea de quién puede haber querido hacerme daño o matarme. He dicho todo lo que sé.
Månsson me observó un buen rato en silencio. Después habló hacia el micrófono, dio por finalizado el interrogatorio y apagó la grabadora.
—Volveremos a ponernos en contacto contigo —dijo Månsson después de levantarse y arreglarse la corbata rosa.
Brenne no dijo nada. Había vuelto a la maceta de la ventana.
Månsson me acompañó hasta la recepción. Sentí alivio al abandonar la comisaría. Dejé el coche aparcado y entré en una de las galerías comerciales que había cerca. En una tienda de ropa donde tenían rebajas me compré varias prendas, después de comprobar bien que no estaban fabricadas en China. Almorcé en un restaurante italiano dentro de la misma galería. La comida no era buena.
Podrían haberla preparado Brenne o Månsson, pensé. Contenía más aburrimiento y desgana que alimento.
Para comprar alcohol me dirigí a un Systembolaget cercano, donde me proveí de dos botellas de vodka. Después abandoné la ciudad. Cuando iba a buscar el coche, vi a dos policías que llevaban a rastras a una mujer borracha a punto de perder el conocimiento. Una de las policías se parecía a Lisa Modin. El parecido era tan grande que al principio creí que era ella. Luego vi que tenía la cara más delgada, llena de pecas.
Conduje de vuelta al puerto y a mi isla. Antes de abandonar la ciudad llamé otra vez a Louise. En esta ocasión pude dejar un mensaje.
—¿Adónde demonios te has ido? —dije—. Tuve que nadar hasta el puerto para llegar a tiempo a la comisaría.
No le pedí que fuera a buscarme. En vez de eso, volví a llamarla de nuevo.
—Me han torturado cruelmente —dije en mi nuevo mensaje—. Es probable que pierda la vista del ojo izquierdo.
Viajaba a través de un paisaje donde los colores del otoño eran hermosos, pero al mismo tiempo me llenaban de incertidumbre. Antes no me afectaban las estaciones. Pero durante los últimos años, el frío y la oscuridad me habían suscitado una inquietud creciente.
Al llegar al pueblo me detuve donde me había comprado las camisas chinas. La zapatería estaba cerrada y en el supermercado apenas había clientes. Puse en la cesta productos que no tuvieran necesariamente que cocerse ni prepararse de ninguna manera. Todo se podía comer frío. Llevé la bolsa con la compra al coche. Por un breve instante, sopesé la idea de buscar la dirección de Lisa Modin. La tentación era grande, pero la deseché, arranqué el coche y me dirigí hacia el puerto. Eran las tres de la tarde. La carretera serpenteaba cuesta arriba y cuesta abajo a través de un bosque denso, salvo en algunos pocos tramos donde se vislumbraba el agua de los lagos, y finalmente del mar, como un brillo entre los oscuros árboles. Si uno no conocía el terreno, el bosque podía parecer interminable.
Había pocas carreteras que partieran del pueblo. En realidad solo había una, y esta conducía hacia el norte. La señal de dirección, que apenas se habría limpiado alguna vez, indicaba un lugar que se llamaba Hörum. Estaba a siete kilómetros. Había visto aquella señal siempre, desde que era pequeño, pero nunca había tenido un motivo para ir hasta allí. Tampoco ahora tenía ningún motivo. Pero giré sin haberme preparado. La decisión fue tan rápida que ni siquiera tuve tiempo de frenar. La grava salió disparada de las ruedas, y a duras penas evité estamparme contra el bosque.
Conducía hacia Hörum sin saber por qué. De niño soñaba con un camino que no iba a ninguna parte, solo seguía infinitamente. Ahora volvía a tener esa sensación. Hörum era el nombre de un lugar que no existía. Reduje la velocidad pero no di la vuelta. Ahora iba a poder hacer ese viaje a lo desconocido que siempre me había imaginado.
Me detuve y paré el motor. Abrí la puerta con cuidado, como si pudiera molestar a alguien. Fuera del coche reinaba el silencio. El viento no se movía en el interior del denso bosque. Ignoro cuánto tiempo permanecí allí de pie. Solo sé que cerré los ojos y pensé que pronto dejaría de existir. Únicamente me quedaba la vejez. Al final, incluso la vejez acabaría y entonces no existiría nada.
Abrí los ojos y supe que debería dar la vuelta. Pero me senté en el coche y continué.
El bosque se abrió tras una empinada cuesta. Había algunas casas al lado de la carretera. Algunas estaban derruidas, vacías, en otras, quizá todavía vivía gente. Paré el coche y salí. No percibí ni movimiento ni ruido en ningún sitio. El bosque se había extendido muy cerca de las casas, de las herramientas oxidadas, de los prados cubiertos de maleza. Un abejorro desorientado en otoño cruzó zumbando por delante de mi cara. Las dos casas que tal vez estaban habitadas, y que al menos tenían cortinas en las ventanas, se hallaban en el centro de la pequeña aldea. Había un buzón con la tapa levantada. Dentro encontré un periódico mojado, medio podrido. Pude ver que era de hacía tres semanas. Era el periódico local, donde la noticia más importante era el atropello de un caballo de carreras. Era el periódico donde trabajaba Lisa Modin.
Pero no se oía ni un alma. Ningún movimiento detrás de las cortinas, como en casa de Oslovski. Nadie que espiara, nadie que se preguntara quién era yo. Al final del pequeño pueblo había una casa que se encontraba casi en ruinas. La entrada al jardín estaba cubierta de maleza, la puerta de la valla colgaba tirada en la cuneta. Entré en el patio. La maleza ocultaba los restos de un patinete de hielo. La puerta del patio estaba entreabierta. Entré en la casa deshabitada. Las habitaciones estaban vacías, el papel pintado, despegado, había una mesa rota volcada. No había apenas rastro humano. En la escalera que subía al piso superior había un ratón muerto. Toda la casa parecía un deprimente sarcófago a la espera de que se desplomasen las paredes para enterrar de una vez todo lo que había quedado allí.
Subí al piso de arriba. En uno de los dormitorios el techo estaba roto. El suelo se había podrido de toda el agua de lluvia que había caído allí.
Pero había una cama. Me paré en seco. En la cama había sábanas que no podían llevar puestas mucho tiempo. Estaban limpias, planchadas, quizá incluso sin usar.
Entré en los otros tres dormitorios. En ninguno de ellos había camas o muebles. Solo en este, donde llovía dentro, había una cama hecha.
Detrás del papel pintado había un periódico que en su día había servido de aislante. Despegué una punta y vi que era del año 1934. Del 12 de mayo. El dueño de una granja, nacido en 1852, había muerto. El párroco Johannes Wiman había oficiado el entierro.
Estaba en venta una cosechadora. Además, la editorial Svea Förlag anunciaba un libro que «abordaba en serio el espinoso asunto de los judíos». Precio, tres coronas. Se prometía un envío rápido.
El papel del periódico era poroso y se deshacía entre mis dedos.
¿Pero quién dormía en la cama hecha? El enigma me acompañó al abandonar la casa.
Volví al coche y conduje de vuelta hasta la carretera principal. Cuando dejé el coche al lado de la casa de Oslovski, oí que alguien daba martillazos. La puerta del garaje de Oslovski estaba abierta. Por tanto, ella estaba en casa. Cuando empujé la puerta, Oslovski se volvió rápidamente. Vi de nuevo su miedo. Pero cuando descubrió que era yo, se tranquilizó. Tenía un parachoques en la mano.
El mismo día que Oslovski se mudó a vivir a la casa, llegó un camión con un automóvil clásico, viejo y en mal estado. Nordin lo había visto todo y se había preguntado qué clase de fémina entusiasta de los coches se había mudado allí.
Ahora, después de tantos años, yo sabía que la chatarra que Oslovski trataba de transformar en un automóvil clásico reluciente era un Sedan DeSoto Fireflite de cuatro puertas de 1958. Sin que yo hubiera mostrado el menor interés, ella me había obligado a aprender que la potencia del motor era de 305 caballos y la relación de compresión de 10:1. Naturalmente yo no entendía nada. Entendía tan poco que ni siquiera sabía lo que significaba que los neumáticos fueran de la marca Goodyear y rh 8 × 14.
Pero había comprendido la pasión que esta extraña mujer había puesto en la reparación del coche. A menudo viajaba fuera y luego volvía con piezas de repuesto que había encontrado en algún desguace.
—¿Un nuevo hallazgo? —le pregunté señalando con la cabeza el parachoques.
—Llevaba cuatro años buscándolo en los desguaces —dijo Oslovski—. Por fin encontré uno en Gamleby.
—¿Falta mucho todavía?
—El embrague. Probablemente tendré que viajar al norte de Suecia para encontrar uno que esté bien.
—¿No puedes poner un anuncio?
—Me gusta encontrarlos yo. Naturalmente, es una tontería. Pero es así, sin más.
Asentí y me fui de allí. No había recorrido muchos metros cuando volví a oír sus afanosos martillazos. Me pregunté dónde encontraría yo el viejo coche que pudiera darle sentido a mi vida. ¿Sería por eso por lo que se había quemado mi casa? ¿Para que tuviera una tarea en la vida construyéndola de nuevo?
Cuando llevaba mis bolsas al muelle, descubrí que había una ambulancia fuera de la tienda de accesorios de pesca. Sacaban a Nordin de su tienda en una camilla. Dejé las bolsas en el suelo y corrí hasta allí. Nordin estaba tumbado con los ojos cerrados. Una mascarilla de oxígeno le cubría la boca y la nariz. Los enfermeros de la ambulancia eran muy jóvenes.
—Soy médico y amigo suyo —pregunté—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Es la cabeza o el corazón?
Uno de los enfermeros, que era pecoso y, además, tenía espinillas alrededor de la nariz, me miró con desconfianza.
—Soy médico —dije levantando la voz.
—La cabeza, probablemente.
—¿Quién ha llamado?
—No tengo ni idea.
Asentí y retrocedí unos pasos. Quizá debería haber acompañado a Nordin al hospital, pero cuando cerraron la puerta y la ambulancia se marchó, me quedé donde estaba.
Había demasiadas muertes y desgracias a mi alrededor. ¿Se habría tomado Nordin tan a mal el insolente comportamiento de mi hija que había sufrido un derrame cerebral?
Veronika bajó corriendo desde la cafetería y preguntó qué había pasado. Se lo expliqué lo mejor que pude.
—¿Por qué no fuiste con él? —dijo—. Tú eres médico.
No tenía ninguna respuesta buena que darle. Además, me pareció que ella enseguida dejó de interesarse por mí.
—Yo llamaré a su familia —dijo—. Alguien tiene que cerrar aquí. Y ellos no saben lo que ha sucedido.
De pronto oímos que ponían la sirena de la ambulancia. El vehículo ya estaba lejos. Nos quedamos en silencio, los dos igual de sobrecogidos. Veronika subió corriendo a su cafetería. Yo fui a buscar mis bolsas y las coloqué debajo del tejado del quiosco ahora cerrado, donde en verano se vende pescado ahumado.
Salí caminando hasta el extremo del espigón al tiempo que empezaba a lloviznar. Di unos pasos de baile solitarios para sacudirme la impresión que me había causado la casa vacía y lo que le había ocurrido a Nordin.
Después llamé a Jansson. Contestó a la segunda señal. Por supuesto, iba a venir a buscarme.
Lo esperé junto a mis bolsas debajo del tejado. Olía ligeramente al pescado ahumado del verano.