13

Me desperté porque alguien llamaba a la puerta.

Habían pasado dos días desde que la guardia costera me encontró en el barco a la deriva. Había vuelto a casa, había seguido bebiendo y hasta el día siguiente no empecé a despejarme de la borrachera. Esperaba que en cualquier momento llegara la policía para detenerme.

A lo largo de mi vida no han sido muchas las ocasiones en las que me he emborrachado en serio. Además, en esos momentos siempre he estado solo. Bebo en silencio, salvo algún que otro improperio al vacío. Me quedo dormido con facilidad, pero suelo despertarme después de un rato.

Cuando empezó a pasárseme la borrachera y sentí que los remordimientos comenzaban a desvanecerse, subí al banco de la colina. Llevaba los prismáticos y observé la tienda de campaña fuera en el islote. No se veía a nadie. Pero, naturalmente, no podía estar seguro de que el desconocido visitante no hubiera estado otra vez allí.

Me di cuenta de que iba todo el tiempo aguzando el oído por si oía ruido de motores. El viento estaba en calma. De vez en cuando preparaba comida que apenas probaba y que luego la echaba, para que se la comieran las gaviotas, en las rocas que había abajo junto al cobertizo, donde mi abuelo solía sentarse a arreglar sus nasas para pescar anguilas cuando yo era pequeño. Poco a poco mis pensamientos regresaron sin querer a la noche que había pasado en casa de Lisa Modin.

Los acontecimientos de los que hablaban el paño bordado y el contenido de la bolsa negra pertenecían al pasado. Habían transcurrido setenta y cinco años desde que estalló la guerra y el terror nazi pareció durante unos años imposible de detener. Yo había nacido después de la guerra y Lisa Modin mucho más tarde que yo. Indudablemente había algo en su pasado que para ella aún seguía vivo. Pero no lo dejaba a la vista, guardaba las condecoraciones de guerra en una estantería, el paño bordado en una pared. Era algo que no quería mostrar.

Para mí, lógicamente, la pregunta más importante radicaba en quién era aquel hombre sonriente que echaba el humo del cigarrillo al objetivo de la cámara. El hombre que se llamaba Karl Madsen.

Una sensación de abatimiento y desprecio hacia mí mismo vino a sustituir los remordimientos.

Cada vez que me invadían ese tipo de sentimientos pensaba en mi padre y en sus innumerables fracasos. Recordaba cómo llegaba a casa tras largos turnos y se sentaba inmediatamente a la mesa de la cocina obligando a mi madre a escuchar todas sus quejas: contra los insufribles compañeros y contra los dueños de los restaurantes, sin olvidarse de los clientes a los que había tenido que soportar. No le oí nunca echarse a sí mismo la culpa de que hubiera surgido una situación desafortunada. Siempre era otro el que se había equivocado o se había comportado de manera insolente. Al principio, cuando era niño, pensaba que mi padre era un hombre extraordinario, que nunca cometía ningún error. Pero más tarde comprendí que eso, por supuesto, solo eran excusas, y que esa era también la razón por la que cargaba con algo que, a veces, podía parecer una pena infinita por una vida equivocada.

Mi madre era todo lo contrario. Ella se echaba la culpa de todo lo que sucedía en nuestra casa. Si yo llegaba con malas calificaciones, era culpa suya por no haber cuidado de que yo tuviera calma y sosiego cuando hacía los deberes. Si me sangraba la nariz después de una pelea en el patio, ella era la responsable por no haberme advertido de que justo esos chicos se iban a meter conmigo.

El segundo día después de la gran borrachera, bajé de nuevo al embarcadero y me di mi chapuzón en las aguas heladas. Cuando me hube secado, pude tomar incluso un desayuno como Dios manda. Después tiré el vodka que me quedaba y dejé solo las latas de cerveza que no me había bebido aún.

Por la tarde me eché a dormir.

Fue entonces cuando me despertaron los golpes en la puerta. Cuando abrí, estaba allí fuera Lisa Modin. Iba vestida como la vez que hicimos la excursión a Vrångskär. Estaba pálida y parecía incómoda al encontrarse conmigo. Yo me hice a un lado y la dejé pasar.

—¿Cómo has venido? —pregunté cuando ella se había sentado a la mesa.

Yo le había ofrecido la cama, que era más cómoda. Pero ella se sentó en el taburete.

—He venido sola —contestó—. Mi redactor tiene un barco pequeño. Me daba miedo encallar porque solo conozco el rumbo, no lo cerca o lo lejos que debe mantenerse uno de las islas. Pero ha ido bien. No quiero molestarte.

—No molestas. ¿Te puedo ofrecer algo?

—¿Té?

Tomamos té. Me pareció que no estaba bueno. A Lisa Modin tampoco le gustó. Lo pude ver en su cara. Pero no dijo nada. Yo aguardé.

En una ocasión, durante mis primeros tiempos como médico recién licenciado, me ordenaron subir a ver a mi jefe de servicio. No sabía por qué me había llamado. Por eso no dije nada cuando me senté. El jefe de servicio, que era severo y algo engreído, tampoco dijo nada. Permanecimos quizá diez minutos sin decir nada. Después me miró y me dio las gracias por la visita. Cuando hablé con uno de mis colegas de mi misma edad del encuentro absolutamente mudo, me dijo que le tenía que haber pedido un aumento de sueldo. Que por eso me había llamado. Sabía que yo estaba descontento. Pero él nunca empezaría una conversación sobre mi sueldo.

Le volví a servir té. Ella seguía sin decir nada. La miré y recordé la noche en que la vi en su cama.

—No he cambiado de opinión —dije yo.

Me miró inquisitiva.

—No fisgué. Me equivoqué en plena noche cuando necesitaba ir al baño. Tomé la puerta equivocada y después el armario. Quizá tropecé. Pero no leo las cartas de otros. No fisgo en las pertenencias de otras personas. Como tampoco permito que nadie hurgue en lo que es mío. O era mío. Ahora que se ha quemado la casa lo he perdido todo.

Se me quedó mirando durante mucho tiempo cuando me callé. Supuse que estaría sopesando si creerme o no. Confiar en lo que te dice una persona siempre supone asumir un riesgo. Las verdades siempre son provisionales, mientras que las mentiras a menudo son imposibles de cambiar.

—He venido aquí porque quiero aclarar algo —afirmó—. Si te equivocaste de puerta o no me importa un bledo en este momento. Te equivocas si crees que he querido ocultar algo.

Súbitamente se levantó.

—¿Podemos salir afuera? —preguntó—. No llueve, no hace viento. Necesito aire. Tu caravana es muy estrecha.

Agarré la cazadora, me puse las botas y abrí. El sol brillaba. El otoño seguía siendo suave en el archipiélago.

Dimos una vuelta a la isla y nos detuvimos arriba, en el banco de la cima de la roca.

Entonces ella empezó a contarme que procedía de Alemania. Su abuela Ulrike había estado casada con Karl Madsen, que pertenecía a las siniestras Waffen-SS. Estaba adscrito a una de las unidades de intervención que cometieron abusos repulsivos en Polonia. Ulrike siguió viviendo en su ciudad, Bremen. Roswita, la madre de Lisa Modin, nació al terminar la guerra, en el otoño de 1945, después de que Karl Madsen hubiese estado en casa disfrutando de su último permiso a finales de 1944.

Ulrike, que había nacido en 1917, murió a finales de la década de 1970. Hasta ese día, Roswita había creído que su padre había muerto en la defensa de Berlín antes de la caída en mayo de 1945. Al ir repasando todas las pertenencias que su madre había dejado, comprendió que Ulrike no le había dicho la verdad. A Karl Madsen lo lincharon en Cracovia unos meses antes del final de la guerra y lo colgaron en una horca improvisada en una de las plazas de la ciudad. Lo habían reconocido y hecho responsable de actos de una brutalidad indescriptible durante la guerra en Polonia. En los papeles que dejó Ulrike no había información sobre lo que había hecho en concreto. Lisa Modin no podía explicar por qué la fotografía de Karl Madsen había sido tomada en algún lugar del Frente del Este. Lo más probable era que hubiera luchado en ese frente durante un breve periodo de tiempo. La vida de un soldado siempre estaba llena de lagunas.

Dimos una vuelta rápida por la isla porque Lisa Modin empezaba a sentir frío. Después regresamos al banco.

—Yo apenas recuerdo a mi abuela —dijo—. Solo tenía seis o siete años cuando ella murió. Ya vivíamos en Suecia entonces, yo he nacido aquí. Mi madre conoció a un marinero sueco que se llamaba Lars Modin, que era quince años mayor que ella, y dejó Alemania. Ulrike la acompañó con los escasos recuerdos de mi abuelo. Yo nací en Uddevalla. Mis primeros recuerdos son soleados. Cálidos días de verano, una gran quietud. Mi abuela tenía un apartamento en el desván de la casa donde vivíamos nosotros. Comía con nosotros, pero yo nunca la visité en el apartamento. Allí quería estar tranquila. Yo tenía miedo de ella. No porque fuese severa, sino porque era muda. No hablaba casi nunca. No recuerdo su voz. Después murió, y también murió mi madre, yo tenía trece años. A pesar de que solo tenía cuarenta años sufrió un derrame cerebral. Yo seguí viviendo con mi padre hasta que cumplí los veinte. Él murió hace solo unos años. Un hombre mayor bueno que mantuvo su habitación arreglada en una residencia de ancianos. A través de Roswita no pude conocer mucho de mi pasado alemán. Fue tras la muerte de mi padre cuando encontré lo que tú, a tu vez, encontraste en mi armario. En realidad, no hay mucho más que decir.

Yo no tenía ninguna razón para no creer que fuera verdad lo que me acababa de contar. Comprendí que eso era lo más importante que podía decirle.

—Es una historia curiosa —comenté—. Justo por eso, me creo lo que me has contado. Y, naturalmente, no se lo contaré a nadie.

—Necesitaba contarte cómo eran las cosas. Pero ahora no quiero hablar más de ello. Es mi historia, no la tuya, no la nuestra. Solo la mía.

Me ofrecí a preparar una cena sencilla en la caravana. Para mi sorpresa, ella aceptó quedarse y cenar. En el pequeño congelador del frigorífico, Louise había dejado un gratinado de pescado que preparé en el microondas que habíamos comprado. Saqué las latas de cerveza que me quedaban. Comimos, bebimos y hablamos de todo menos de lo que ella acababa de contarme.

No dijimos nada de su viaje de vuelta, solo seguimos hablando y nos acabamos las últimas latas de cerveza.

Había muchas cosas que quería preguntarle. Sobre todo, porque estaba convencido de que ella se marcharía pronto de allí. Tenía la sensación de que no encajaba en absoluto en el pequeño pueblo donde vivía y trabajaba. Pero lo dejé estar. Había comprendido que ella era una persona que elegía el momento en que quería contar algo de sí misma.

—Tengo que quedarme aquí esta noche —confesó cuando era casi medianoche.

Yo estaba esperando que ella dijera eso justamente.

—Tendremos que apretujarnos —dije yo—. Tú puedes dormir en la litera y yo pondré un colchón en el suelo. Es estrecho, pero cabemos.

Puse una cazuela con agua en el hornillo de gas y le di una toalla.

—Voy a salir a ver los barcos —me excusé—. Cuando te hayas lavado y acostado, puedes apagar la luz. Yo encontraré el colchón a oscuras.

—Nunca he dormido en una caravana —dijo riendo—. En realidad, ni siquiera he dormido en una tienda de campaña.

Cogí mi cazadora, y estaba a punto de salir cuando ella me puso la mano en el hombro.

—Yo puedo dormir en el colchón —afirmó—. La cama es tuya. Pero no esperes nada.

No respondí, solo sacudí la cabeza y salí afuera, a la oscuridad. Al volverme vi cómo cerraba meticulosamente las cortinas.

Apagué la linterna y permanecí inmóvil en la oscuridad. A lo lejos oí el ruido de un carguero que navegaba en un rumbo que no pude determinar. Fue un instante en el cual el tiempo dejó de existir. A mí siempre me ha parecido que el tiempo, el paso de los años, es una carga creciente, como si los días y los años se pudieran medir en hectogramos y kilos. La intemporalidad que sentí cuando estaba en la oscuridad, abajo en el embarcadero, fue una sensación de ingravidez. Cerré los ojos y escuché el viento de la noche. No existía ningún pasado, ningún futuro, ninguna preocupación por Louise, ninguna casa quemada. Sobre todo, no existía ninguna operación equivocada ni ninguna joven había perdido su brazo.

De pronto sentí que las lágrimas me quemaban los ojos.

No era yo quien estaba en el embarcadero en medio de la oscuridad, sino el niño que una vez fui.

Logré controlarme, me sequé los ojos y descubrí, al mismo tiempo, que se apagaba la luz dentro de la caravana. Entré en el cobertizo y busqué un jabón para agua salada que estaba colgado al lado de mi estetoscopio. Después me quité la ropa, bajé hasta el agua fría, me enjaboné y me zambullí. Cuando me volví a vestir tenía los dedos azules del frío, me temblaban las piernas y me castañeteaban los dientes.

Salté en el embarcadero para entrar en calor. Naturalmente, me dio un tirón en una pierna y tuve que masajearme la pantorrilla antes de poder subir a la caravana sin calambres.

El dolor en el músculo había dicho su verdad. Yo era un hombre que pronto cumpliría setenta años, que se sentía cansado y resacoso, y que lo que más ansiaba era dormir. Abrí con cuidado la puerta de la caravana. La luz de la minúscula lámpara de la encimera de la cocina iluminaba suavemente la estancia. Lisa Modin se había vuelto hacia la pared. Solo se le veía la cabeza por encima del edredón. Seguro que estaba despierta, pero quería que yo pensara que dormía. Extendí el colchón, saqué la manta y la almohada del armario, me quité la ropa, salvo los calzoncillos, y me acosté después de apagar la lámpara.

En una ocasión, cuando estudiaba medicina y antes de conocer a Harriet, fui a un restaurante con algunos compañeros de facultad. Era el cumpleaños de alguien con dinero y nos invitó. Después, cuando avanzada la noche nos despedimos fuera del restaurante, me uní a una de las estudiantes que iba en la misma dirección que yo. El invierno estaba siendo frío y gélido. Ella era una de las compañeras que apenas se hacían notar en nuestro grupo. No era guapa, ni divertida, solo anónima, pálida y reservada. La mayor parte de las veces iba sola y parecía que le gustaba, porque nunca buscaba realmente contacto con ninguno de nosotros. Justo antes de separarnos y seguir cada uno hacia nuestras respectivas casas, ella se resbaló en una placa de hielo y a punto estuvo de caer al suelo. Logré sujetarla antes de que se cayera y la tuve de pronto pegada a mí. Fue cuestión de un instante. Sentimos nuestros cuerpos a través de la gruesa ropa de invierno. La acompañé a casa sin que ninguno de los dos dijera una palabra. Tenía un pequeño estudio. Aún puedo recordar el olor a detergente. Nada más llegar al estudio, ella empezó a quitarme la ropa. Todavía hoy sigo pensando que fue la mujer más apasionada que conocí jamás. Me arañó la espalda y me mordió la cara. Cuando por fin nos dormimos al amanecer, las sábanas estaban manchadas de sangre. En una visita a su cuarto de baño pude ver en el espejo que parecía que tuviera en la espalda el impacto de uno o dos disparos de perdigones.

No dijimos nada en toda la noche. Pese a su fiereza, que me arrastró a mí también, no dijo ni una palabra.

Cuando me desperté por la mañana, ella no estaba. Había dejado una escueta nota sobre la mesa con estas palabras: «Gracias. Cierra la puerta cuando te vayas».

Más tarde, durante el día nos encontramos en una clase teórica de ética médica. Me saludó haciendo un gesto con la cabeza como si no hubiera ocurrido nada. Yo intenté hablar con ella durante una pausa, pero negó con la cabeza. No quería hablar. No estoy seguro de que lo quisiese recordar siquiera.

Después de aquella noche no nos volvimos a encontrar nunca en su estudio. Al terminar la carrera desaparecimos cada uno por su lado. Muchos años después vi por casualidad su nombre en una esquela. Había muerto repentinamente y sus padres, un hermano y una hermana lamentaban su pérdida. Tenía cuarenta y dos años y en el momento de su fallecimiento trabajaba como médico provincial en el interior de Västerbotten.

Cuando vi la necrológica, sentí una enorme e inesperada tristeza. La echaba de menos sin saber por qué.

—Oigo que no estás dormido —dijo de repente Lisa Modin.

No se volvió. Sus palabras rebotaban contra la pared.

—Nunca duermo muy bien. —Respondí.

Ella se volvió. Pude distinguir vagamente su cara a la luz de la lámpara del cobertizo que se filtraba a través de las cortinas.

—Yo estaba dormida —dijo Lisa Modin—. Pero me he despertado de repente y no sabía en absoluto dónde me encontraba. Ese segundo en el que uno no sabe dónde está es peor que la peor de las pesadillas. Es como si uno tampoco supiera quién es. En el sueño alguien me ha quitado la cara y el cuerpo y los ha sustituido por algo que no sé lo que es, ni a quién pertenece.

—Yo no tengo nunca pesadillas en la caravana —dije—. Es demasiado estrecha para ello. Las pesadillas exigen espacio. Al menos un dormitorio adecuado.

—A mí me ocurre lo contrario.

La conversación murió con la misma rapidez con que había empezado.

—Te tengo que decir lo mismo que cuando dormiste en mi sofá —dijo ella pasado un rato—. Confío en que no esperes nada, aunque me haya quedado aquí a pasar la noche. Pero quizá lo has entendido ya.

—Uno siempre espera algo. —Respondí yo—. Lo cual no significa que debas inquietarte.

—¿Qué esperas?

—¿Tengo que contestar a eso?

—No puedo obligarte.

—Lo que espero, naturalmente, es que me pidas que vaya a tu cama y que luego hagamos el amor.

Lisa Modin se echó a reír. No de forma desagradable, tampoco sorprendida.

—No va a ocurrir —dijo ella.

—Por supuesto, soy demasiado viejo para ti.

—Nunca me he acostado con un hombre del que no haya estado profundamente enamorada.

Se volvió otra vez hacia la pared.

—Ahora vamos a dormir —dijo ella—. Si seguimos hablando, me desvelaré del todo.

—Has sido tú quien ha empezado —dije yo.

—Lo sé. Ahora a dormir.

Tardé mucho tiempo en conciliar el sueño. La tentación de levantarme del colchón y acurrucarme en la cama estuvo allí todo el tiempo. Lo único que podía pasar era que ella se abriera para mí o que me rechazara.

Permanecí en el colchón oyendo cómo su respiración se volvía cada vez más profunda. Estaba dormida.

Soñé que volvían a encenderse las luces cegadoras. Traté de salir de la casa en llamas, pero no lo conseguí. La escalera había desaparecido. No había manera de bajar del piso superior. Cuando miré a mi alrededor, mi abuela estaba allí. Estaba llamando al abuelo, la comida estaba lista. Iban a comer lucio cocido.

Ahí acabó el sueño, de golpe, sin final.

Me despertó el ruido de un motor al arrancar. Cuando me senté en el colchón, vi que la cama estaba vacía, la ropa y el bolso de Lisa Modin habían desaparecido. Salí corriendo de la caravana. Ella salía con su barco justo en ese momento. Cuando me vio me dijo adiós con la mano apuntando al mismo tiempo hacia el embarcadero. Fui hasta allí pisando la hierba mojada. Ella había dejado en el banco un papel doblado debajo de una piedra. El nombre de su periódico aparecía en el margen superior. El papel procedía de uno de los blocs de notas que ya la había visto utilizar antes.

«Dormías tan profundamente que no he querido despertarte. Pero ahora ya sabes un poco más quién soy».

Me zambullí en el agua. El frío me cortó la respiración. Conté en voz alta hasta diez antes de subir de nuevo al embarcadero. Corrí de vuelta a la caravana y me metí en la cama.

Me desperté unas horas más tarde y me sentí, por fin, descansado. Con la intención de decidir finalmente qué postura iba a adoptar ante la posibilidad de que me detuvieran, me levanté y me senté a la mesa. Cuando fui a abrir la cortina, lo hice con tanta fuerza que el enganche se desprendió de la pared. Tiré la cortina por la puerta. Si no quería estar en su sitio, yo no tenía tiempo que perder arreglándola.

Salí. Para poder pensar con claridad necesitaba moverme. Me colgué los prismáticos al cuello y bajé hasta mi bote de remos. Estaba hasta la mitad de agua y tuve que achicarla antes de sacarlo al mar de un empujón y poner rumbo al islote con la tienda de campaña.

El viento soplaba del nordeste. A lo lejos, en el horizonte, se veía un nubarrón de tormenta. Remé hasta el islote con todas mis fuerzas para entrar en calor.

La tienda estaba vacía, pero pude ver inmediatamente que alguien había encendido una hoguera entre las piedras. Al lado de un enebro había algunas latas vacías de conservas de corned beef americano. Por lo demás, no había más huellas de la persona que utilizaba mi tienda. Di una vuelta al islote para ver si podía encontrar algo. Un envase de leche vacío, encajado entre unas rocas de la playa, podía haber llegado con las olas.

Pensé si debía dejar un mensaje al visitante desconocido. Me introduje en la tienda y me tumbé encima del saco.

Mientras estaba allí, con la luz gris filtrándose a través de la porosa tela de la tienda, pensé de pronto que lo que sentía por Lisa Modin era más fuerte de lo que me había atrevido a creer antes. La diferencia de edad entre nosotros tal vez era grande, pero yo empezaba a creer que ella, de alguna manera, me necesitaba tanto como yo la necesitaba a ella.

La idea me animó. No le dejé ningún mensaje al visitante desconocido antes de remar de vuelta a casa. Para hacer un poco de ejercicio remé alrededor de mi isla antes de amarrar en el embarcadero.

Iba a hacer planes. No solo para los próximos días, sino para el futuro. Le iba a proponer a Lisa Modin hacer un viaje juntos. Si soñaba con viajar a algún destino, la invitaría a ir allí. Si no tenía ningún deseo concreto, yo le haría alguna propuesta. Algún sitio donde hiciera calor. El Caribe, quizá, o más lejos aún, alguna de las islas del océano Pacífico.

Por primera vez después del incendio estaba de buen humor. Me entró prisa por llegar a la caravana y empezar a formular mis pensamientos.

Precisamente cuando entré en la caravana sonó mi teléfono. No reconocí el número.

Era Louise. Hablaba muy deprisa y de manera forzada. Además, la línea iba mal. Le pedí que hablara más despacio. Me dijo que no tenía mucho tiempo. Oí que estaba asustada y a punto de llorar. Tartamudeaba, había empezado a gritar cuando la interrumpí y le dije que apenas podía oír lo que decía; me contó que la había detenido la policía. Estaba detenida en París y necesitaba mi ayuda. Intenté preguntarle qué había ocurrido, pero ella no me escuchaba, solo repetía que necesitaba ayuda.

La conversación se cortó. Su voz me retumbaba en la cabeza. Intenté marcar el número de nuevo, pero no conseguí contactar.

Nunca la había oído tan asustada.

Salí. Conservé el teléfono en la mano por si ella intentaba volver a llamarme. Subí al banco del abuelo y me senté, pese a que el viento había arreciado y pronto empecé a quedarme frío.

Recordé que mi pasaporte había ardido. Pero sabía que en los aeropuertos suecos más grandes se expedían pasaportes provisionales.

Llamé al banco desde donde estaba sentado y conseguí hablar con el empleado que me había ayudado anteriormente. Mi nueva tarjeta de crédito ya había llegado.

No necesité pensarlo más. Llamé a Jansson y le pedí que viniera a buscarme una hora más tarde. Me preguntó lógicamente si tenía otra vez problemas con el motor.

—No. —Respondí—. Necesito transporte, nada más.

En una vieja maleta que conservaba de los tiempos de Harriet coloqué mis camisas chinas y ropa interior. Recogí el dinero que tenía, eché el cargador del teléfono y luego escribí una escueta carta a Alexandersson, de la guardia costera. No quería que nadie pensara que había huido.

Estaba en el embarcadero esperando cuando llegó Jansson, puntual como de costumbre. Nos dimos la mano, algo en lo que Jansson siempre era meticuloso.

—Irás al puerto, ¿no? —preguntó Jansson—. ¿Cuándo quieres volver?

—No lo sé —contesté.

El aire era fresco cuando navegamos hacia el puerto. Jansson me dejó junto a los surtidores de gasolina. Le di el acostumbrado billete de cien coronas. Cuando él abandonó el puerto, yo ya estaba de camino hacia el edificio de la guardia costera. Había doblado el papel y había escrito el nombre de Alexandersson en una de las caras. Le informaba de que mi hija se había metido en una situación complicada y necesitaba mi ayuda. Esperaba estar de vuelta al cabo de unos pocos días.

Al pasar por delante de la tienda de accesorios de pesca, no pude evitar entrar y preguntarle a Margareta si habían llegado mis botas. No habían llegado.

—Estaré fuera unos días —dije—. Quizá vengan las botas el mismo día que regrese yo.

—Uno nunca sabe cuándo van a llegar los pedidos —dijo—. Ya no se puede confiar en nada.

Oslovski no estaba en casa. Pero cuando miré en el garaje, todas las herramientas estaban colgadas en su sitio.

Las cortinas estaban cerradas.

Me senté en el coche y me puse en camino.

Esperaba encontrar un avión que saliera por la tarde. Con un ligero balanceo, abandonaría mi país.