11
Las botas no me quedaban bien.
Margareta, la mujer de Nordin, estaba bastante más gorda de lo que yo recordaba. Debía de padecer alguna enfermedad. Tan gorda no se puede poner una persona solamente por comer en exceso. Casi no cabía entre las estanterías y los mostradores de la tienda. Cuando yo entré, estaba inclinada sobre un soporte de salabres de pesca. El timbre sonó en la puerta. Ella se volvió y chocó con una estantería llena de calcetines de lana que cayeron al suelo. La sensación de estar observando a un animal torpe que había irrumpido en una tienda muy pequeña me provocó la risa. Pero mantuve la compostura, saludé y le di el pésame, y le dije que me alegraba de que hubieran llegado mis botas. Me senté en un taburete mientras ella fue a buscarlas. Me quité una de las botas desparejadas con las que había ido desde el incendio. Margareta tenía las botas en una caja abierta. Verdes, brillantes, botas de lluvia de la marca Tretorn con las suelas estriadas de color amarillo claro. Como de costumbre, empecé a probarme la del pie izquierdo. No entraba. Probé con la derecha, y no tuve más suerte. Tomé una de las botas en la mano y leí el número que tenía estampado en la suela. No era mi número.
—El número está equivocado —le dije a Margareta, que estaba recogiendo los calcetines del suelo.
Me pregunté cómo conseguía agacharse sin caer de bruces.
—Yo no sé nada —dijo—. No fui yo quien hizo el encargo.
—¿Solo ha llegado un par de botas? ¿No pedisteis más?
—Solo este par.
Volví a colocar las botas en la caja.
—Entonces tenemos que volver a hacer el pedido —dije yo—. Calzo el número cuarenta y tres. No el cuarenta y uno. No tengo los pies tan pequeños.
Ella apuntó el número en un sobre abierto que había al lado de la caja.
—Quizá habría que pedirles que se dieran prisa con el pedido. —Sugerí yo después de levantarme del taburete—. Han tardado mucho tiempo en enviar este par de botas equivocadas.
—Yo sé muy poco de esto —respondió Margareta lamentándose.
Parecía que se lo tomaba como si yo la hiciera responsable de lo que había ocurrido.
A través de la ventana vi que Louise conducía el coche hasta el puerto. Me volví a calzar mis botas y abandoné la tienda. Cuando Margareta se agachó de nuevo sobre el montón de calcetines, me costó resistirme a la tentación de empujarla. Habría caído seguro si la hubiera empujado en el trasero con un solo dedo. Mis malas ideas no han disminuido con los años.
Louise llevaba el coche a trompicones y, a menudo, demasiado rápido. Pese a que no fui yo quien la enseñó a conducir, lo hacía igual de mal que yo. No solo circulaba demasiado rápido, si no que, además, no prestaba atención y se acercaba demasiado a la invisible línea del centro de la calzada.
Me pregunté de pronto si realmente tendría permiso de conducir. Yo nunca se lo había visto.
Nos deslizábamos a través del bosque otoñal. Le pedí que estuviera atenta en aquella zona donde el bosque es más espeso, porque por allí se movían muchos alces. Solo unos años antes, un acaudalado director de empresa, con una gran casa de verano en el archipiélago, se mató en un choque frontal con un alce macho. No noté que disminuyera la velocidad ni que aumentara la atención. Ni siquiera contestó.
Rara vez, o nunca, sé lo que piensa mi hija en realidad. Su mundo interior está oculto detrás de fosos y barricadas, todos invisibles e imposibles de saltar. Probablemente yo soy igual de enigmático para ella. ¿Cómo son mis corazas? ¿Es más fácil franquearlas?
En un cambio de rasante nos cruzamos con un camión demasiado grande y ancho para esa carretera. A pesar de que Louise se echó todo lo que pudo hacia el arcén, nos cruzamos a escasos centímetros. Ella parecía impasible mientras yo pisaba con fuerza el inexistente pedal del freno de mi lado.
—Conduces demasiado deprisa —le dije enfadado, cuando me había tranquilizado.
—El camión conducía demasiado deprisa —contestó.
Había contado con que ella lanzaría un bufido. Pero su respuesta fue de lo más indiferente, como si no hubiera ocurrido nada o hubiera estado a punto de ocurrir.
—¿Encontraste el reloj? —preguntó de pronto.
Miré mi brazo izquierdo, como si el reloj pudiera estar de nuevo allí.
—No. —Respondí yo—. No aparece.
—Lo perderías remando.
—No —afirmé—. Estoy seguro.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Sencillamente lo sé.
—En realidad no hace falta ningún reloj. La vida, de todos modos, no se puede medir.
—Es el tiempo lo que se mide. No la vida.
Me lanzó una mirada, pero no dijo nada.
Como médico me había visto obligado a considerar todos los días la fugacidad de la vida. Al contrario de los curas, que salmodiaban acerca de la brevedad de la vida para recordar la vida eterna que aguardaba más allá de lo que vivíamos aquí y ahora, un médico veía lo que significaba realmente la fugacidad. Por mi mente siempre desfilaba un torbellino de imágenes cuando pensaba cómo atacaba la muerte sin previo aviso. Ni siquiera las personas enfermas, la mayor parte de las veces ancianas, cuando no quedaban más salidas, y cuando el final podría presentarse razonablemente en cualquier momento, estaban preparadas para morir. Puede que les dijeran eso a sus familiares cuando estos iban a visitarlos. Pero la mayoría de las veces no era verdad. Cuando se marchaban los familiares después de que el moribundo los despidiera amablemente con la mano, podía sobrevenirles el llanto, el miedo y una desesperación sin límites tan pronto como se cerraba la puerta.
Quienes mejor comprendían la muerte eran los niños. No se trataba únicamente de mi experiencia, sino que era algo de lo que los médicos hablábamos con frecuencia. ¿Cómo era posible que los niños, a menudo muy pequeños, que deberían tener la vida por delante, actuaran con tanta tranquilidad y conscientes ante el hecho de que iban a morir? Yacían en sus camas y esperaban quietos lo que había de llegar. En lugar de la vida que nunca tendrían, había otro mundo desconocido aguardándoles.
Los niños morían casi siempre en silencio.
No suelo pensar en mi propia muerte. Pero sentado en el coche, viendo lo mal que conducía Louise, pensé que me hallaba ante el final. Antes creía que los médicos morían de forma diferente a las personas que definimos como pacientes. Un médico conoce todos los procesos que conducen a que el corazón, el cerebro u otros órganos dejen de funcionar. Por eso un médico también debería poder prepararse de una manera distinta a una persona con otro tipo de vida u otra profesión. Ahora me daba cuenta de que no era así en absoluto.
Para mí, que soy médico, la idea de la muerte me produce la misma angustia, y prepararse para ella es igual de difícil que para cualquier otro. No sé si moriré tranquilo o si me resistiré de forma desesperada. No sé nada absolutamente de lo que me espera.
Lancé una mirada a Louise, que todavía parecía ausente. ¿Qué pensaba? ¿Existía la muerte en su concepción del mundo? ¿Qué había significado para ella la muerte de Harriet? ¿Y qué significaba el hijo que esperaba? ¿Qué significaba el niño para mí?
Cayó un fuerte chaparrón justo cuando entrábamos en el pueblo y aparcábamos el coche detrás de la sucursal del banco. La gente corría para escapar de la lluvia. Nosotros permanecimos sentados en el coche repartiéndonos los recados. Me quedé sorprendido cuando ella me pidió que comprara la comida. Yo creía que prefería hacerlo ella. Pero tenía otros asuntos que atender, sin que explicara más detalladamente de qué se trataba.
Quedamos en almorzar en el restaurante de la bolera una hora más tarde. Luego seguimos sentados en silencio esperando a que cesara la lluvia. Sopesé la idea de conducir hasta la ciudad para comprarme un par de botas de lluvia en vez de esperar a que llegara el nuevo pedido a la tienda del puerto. No tomé ninguna decisión.
Cuando dejó de llover, caminamos en distintas direcciones en el pequeño pueblo. Yo iba ya camino del súper cuando oí que me llamaba Louise. Me hizo señas para que esperara. Cuando volvió a mi lado, me dio las llaves del coche.
—A lo mejor terminas antes que yo —dijo.
—No. No lo creo.
Ella se dio la vuelta y se marchó a toda prisa. Me pregunté por qué tendría tanta prisa y qué asuntos tendría que arreglar. La seguí con la vista hasta que desapareció al entrar en el banco.
Tardé media hora en comprar la comida que creía que necesitábamos para esa semana. La tienda estaba casi vacía. La cajera, que por la anchura me recordó a la esposa de Nordin, dio un cabezazo junto a la caja. Compré un par de cuadernillos de crucigramas. Después coloqué las bolsas de papel en el coche y pensé que debería pasarme por la farmacia. Pero lo dejé correr. No me hacía falta nada en ese momento.
Puesto que era pronto para ir al restaurante, subí hasta la vieja estación de tren, que ya estaba clausurada. Los raíles fueron levantados mucho antes de que yo me viniera a vivir a la isla del abuelo. Eché una ojeada al interior de las tiendas para ver si Louise estaba allí, pero no la vi. En la zapatería, donde había preguntado en vano por las botas de lluvia, habían cambiado el escaparate. Ahora había allí calzado de otoño-invierno. Intenté ver el interior de la tienda, pero no lo logré. Cuando llegué a la estación, me acordé de todas las veces que había llegado en el ferrobús y mi abuelo estaba esperándome. Siempre llegaba aquí con una sensación de libertad después de que hubiera terminado la escuela en primavera. Una libertad que ahora, después de tantos años, me parece del todo incomprensible. ¿Éramos realmente la misma persona el niño que fui y el adulto de ahora? ¿O existe una distancia insalvable entre los dos? Pensar en la lejana infancia me exasperó por un instante. Abandoné la estación tan deprisa como pude.
Me detuve delante de una pequeña e insignificante tienda de antigüedades y observé los objetos apiñados en el escaparate. Traté de imaginarme a las personas cuyas antiguas pertenencias ahora se exhibían allí con borrosas etiquetas colgando como pequeñas colas blancas. ¿Quién había sido el dueño del reloj con un grabado en la caja?, ¿de quién era la elegante navaja de afeitar?
Mi padre tuvo una pluma especial durante muchos años, cuando trabajaba de camarero. Con esa pluma, nunca con otra, anotaba los pedidos en su libreta. Era la que usaba también para hacer sus cuentas. La pluma perteneció en su día a un señor mayor que visitó el restaurante donde mi padre trabajaba entonces. Recibió la pluma como una propina extra, después de que el señor se acabara su comida y explicara que nunca volvería. Por qué no iba a volver, o adónde se iba, eso no pudo averiguarlo mi padre. Pero unos días más tarde leyó en un periódico que el hombre se había suicidado. Se había disparado en la frente con una escopeta. Después de aquello, mi padre jamás utilizó otra pluma. Cuando él murió, la anduve buscando durante mucho tiempo sin dar con ella. Seguía siendo un misterio qué había hecho con la pluma.
Se acercaba un nuevo chaparrón. Me apresuré en llegar al restaurante y alcancé justo a cruzar la puerta antes de que la lluvia empezara a caer. Louise no estaba allí. Solo habían pasado cincuenta minutos desde que nos separamos. Puesto que era la hora del almuerzo, muchas de las mesas estaban ocupadas. Me senté en un rincón a esperarla. Cuando había pasado media hora sin que ella apareciera, pedí la comida en la barra, pagué y empecé a comer. Si Louise no había llegado a la hora que habíamos acordado, era su problema.
Cuando terminé de comer, aún no había aparecido. Esperé unos minutos más antes de ir a buscar el café. Había parado de llover. Dejé la taza de café en mi mesa y salí a la calle, pero no pude verla por ningún sitio.
De pronto, me pregunté por qué había venido corriendo detrás de mí para darme las llaves del coche. Algo no encajaba. Allí estaba pasando algo sin que yo pudiera decir qué era.
El café sabía amargo y dejé la taza a medias. El restaurante empezó a vaciarse. Al otro lado del mostrador, a la cajera se le cayó un vaso al suelo. Estalló un acalorado cruce de palabras entre ella y un hombre, que supuse que sería el dueño del restaurante. No sabría decir qué idioma hablaban. El estallido terminó tan bruscamente como había empezado. Louise seguía sin aparecer. Decidí esperarla diez minutos más, después tendría que arreglárselas por su cuenta. Tenía teléfono, podía llamar, pero mi teléfono no había recibido ninguna llamada o mensaje.
Intenté ponerme en lo peor, que hubiera ocurrido algo. Un accidente. Pero fui incapaz de sentirme preocupado. Louise, sencillamente, había roto el acuerdo que teníamos de almorzar juntos en el restaurante antes de volver al puerto.
Al final no me quedaron ganas de seguir esperando. El sol había empezado a brillar cuando abandoné el restaurante. Louise no estaba junto al coche cuando llegué a él. Ya me había sentado cuando descubrí un papel bajo uno de los limpiaparabrisas. ¿Me habían puesto una multa? Volví a abrir la puerta enfadado, me incliné y tiré del papel.
No era una multa. Louise había escrito un mensaje. Puesto que la nota no estaba mojada tenía que haberla puesto allí cuando dejó de llover. Haría unos diez o quince minutos.
El mensaje era muy breve: «Vete sin mí».
Me apeé del coche para ver si estaba por allí cerca, pero no pude dar con ella.
Aunque di varias vueltas con el coche por la calle, finalmente no apareció.
Conduje de vuelta al puerto. El calor del sol era de pronto muy fuerte, casi como el de un día de verano. Aparqué el coche y miré alrededor para ver si veía a Oslovski. Todo parecía de nuevo cerrado a cal y canto. Subí hasta el garaje donde estaba su coche. Tampoco allí había nadie. Sin embargo, algo me desconcertó. Por lo general, Oslovski era una persona muy ordenada. Las diferentes herramientas tenían un lugar asignado en las estanterías o colgadas en las paredes. Ahora las herramientas estaban tiradas sobre el sucio suelo de hormigón.
Volví a la casa e hice algo que nunca me había atrevido a hacer. Llamé a la puerta de Oslovski. Una vez, dos veces, tres. Pero nadie abrió. Las cortinas estaban cerradas. Escuché con la oreja pegada a la puerta. No parecía que allí dentro se moviera nada.
Agarré mis bolsas de papel y bajé al barco. Margareta Nordin estaba sentada delante de su puerta tomando el sol. De alguna manera, el hecho en sí de que estuviera tomando el sol me permitía imaginar su enorme tristeza tras la muerte de su marido.
—Qué calor tan extraño —dije yo.
—Todo es raro —contestó ella—. Estoy aquí sentada intentando comprender que mi marido ha muerto.
—La muerte no se entiende nunca —afirmé—. No sigue leyes ni reglas. La muerte es una anarquista incurable.
Margareta me miró interrogante. La comprendí. A mí, la respuesta también me sonó rara. Aunque era cierta.
Alexandersson estaba fumando fuera del edificio de la guardia costera cuando yo me dirigía a mi barco. Al verme se apresuró a entrar en el edificio, creyendo que yo no lo había visto. ¿Habían llegado las cosan tan lejos que nadie quería hablar conmigo?
Tiré mis bolsas de comida en el barco, solté la amarra y empujé el barco afuera antes siquiera de haber arrancado el motor. Tampoco me importó mojarme cuando me senté. Solo quería salir de allí cuanto antes.
Naturalmente, tuve problemas con el motor. Casi había salido del puerto cuando arrancó. Supuse que Alexandersson estaría en una ventana observando la escena. Me pregunté si me miraría con desprecio o con compasión. Pero supuse que él me vería, sobre todo, como un traidor, alguien que había demostrado ser un delincuente.
Puse rumbo a la isla. El viento era cálido para ser un día de noviembre. Había llegado aproximadamente a medio camino cuando disminuí la velocidad y dejé el motor en punto muerto.
Comprendí que Louise se había marchado. No se había preocupado de hacer ninguna maleta. Y cuando yo regresara a casa, descubriría que su pasaporte había desaparecido. Su dinero, sus tarjetas bancarias, todo lo que necesitaba para poder marcharse. Lo había planeado y nunca había sido su intención volver al restaurante. Por eso también me había dado las llaves del coche. Sabía lo que iba a hacer. Probablemente había ido derecha a la estación de autobuses y había viajado hasta la ciudad. Lo que iba a hacer después, eso yo no lo sabía. Como tampoco sabía adónde se dirigía.
Se había llevado consigo a su hijo no nacido. El padre estaba en algún sitio esperándola.
Dejé el barco a la deriva. Su desaparición me decepcionó. Pero la decepción no vino sola. Hubo también otra cosa que me asaltó la mente. Un presentimiento, una sospecha, que creció muy rápido.
Recordé la vez en que Louise y yo estuvimos junto a la tienda de campaña fuera en el islote. Ella chocó conmigo cuando se alejaba para hacer pis. Y yo descubrí que mi reloj había desaparecido al volver a casa, cuando iba de camino a la caravana.
La intuición me golpeó con todas sus fuerzas. Era Louise quien me había quitado el reloj. Tenía una hija que era una astuta carterista. Así tuvo que ocurrir.
Al principio me negué a creerlo. Era demasiado asombroso y aterrador. Pero la sospecha era cada vez más evidente y finalmente imposible de negar. Louise era una carterista. Vivía de robar. No había otra explicación.
El hecho de que me hubiera preguntado por el reloj cuando estábamos sentados en el coche, solo obedecía a que quería saber si yo sospechaba algo. Mi respuesta debió de convencerla de que no había entendido el motivo de la desaparición del reloj.
La maldije en voz alta y maldije mi propia ingenuidad. No quería saber nada más de ella. No la necesitaba a ella ni a su hijo.
Me había robado el reloj y se había marchado con un hombre desconocido, que iba a ser el padre de su hijo.
Me senté en la proa del barco, estiré las piernas y cerré los ojos.
Me quedé dormido de cansancio y hastío. Cuando me desperté, porque se paró el motor, había soñado con Harriet. Ella estaba junto a las ruinas del incendio y tenía justo el mismo aspecto que aquella vez, cuando llegó caminando sobre el hielo con su andador. A pesar de que en el sueño nos encontrábamos en la misma estación del año que ahora, mediados de otoño, ella venía con ropa de invierno y se quejaba de que tenía frío. Cuando la abracé y le di la bienvenida, me mordió en el brazo.
Medio dormido, fui dando traspiés por el barco y tiré de la cuerda de arranque del motor. Navegué hasta casa.
Subí directamente a la caravana. El pasaporte, el dinero y las tarjetas de crédito de Louise habían desaparecido. En el fondo de su maleta encontré mi reloj. Furioso, lo lancé contra la pared. Sin embargo, cuando lo recogí seguía funcionando. Me lo puse en la muñeca y me tumbé en la litera. La puerta de la caravana estaba entreabierta. El viento estaba en calma.
—Louise —dije en voz alta para mí mismo.
Solo eso. Su nombre. Nada más. No la llamé, ni le pedí ni le supliqué que volviera. Solo pronuncié su nombre.
Decidí remar hasta mi islote. Sentarme a los remos siempre me ha proporcionado un gran sosiego. No necesitaba remar mucho para que se me pasara la inquietud. Remaba sin prisa y descansaba a menudo sobre los remos. Me imaginé a Louise en diferentes situaciones. En un autobús, en un tren, en la entrada de un aeropuerto, a bordo de un barco. Me pregunté por qué habría elegido precisamente ese día para largarse. ¿Era yo quien la había expulsado al hacerle demasiadas preguntas indiscretas sobre su medio de vida? ¿O no soportaba la idea de que su padre fuera acusado de provocar el incendio?
Cada vez entendía menos a mi hija. Una carterista. ¿Y al mismo tiempo alguien que ayudaba a enfermos terminales a ver por última vez los cuadros de Rembrandt? Eso no cuadraba.
Descansé una vez más sobre los remos. Quizá creía, incluso, que yo realmente había provocado el incendio de la casa.
Remé bordeando el islote hasta quedar empapado, amarré y subí hasta la tienda.
Me detuve de golpe. Alguien había estado de visita, y él, o ella, no había conseguido ocultar su presencia allí. No se trataba de Louise, sino de otra persona.
Habían cambiado de sitio las piedras donde yo hacía la hoguera. Había más piedras. Abrí la tienda y me introduje en ella. Mi saco de dormir seguía igual, pero la cremallera estaba cerrada, y yo solo cerraba la cremallera cuando me metía dentro para dormir. Durante el día lo dejaba abierto para que se aireara. Ahora estaba totalmente cerrado.
Volví a salir. ¿Quién había utilizado la tienda y las piedras de la hoguera? Di una vuelta por el islote en busca de más pruebas. No había ninguna. Regresé a la tienda y me senté en la piedra donde solía hacer equilibrios con el plato de comida o la taza de café sobre las rodillas. ¿Eran imaginaciones mías? No, no me equivocaba. Alguien había estado en el islote, había movido las piedras de la hoguera y después había entrado en la tienda.
Si hubiese sido verano, lo habría entendido. Algunos jóvenes kayakistas podrían haber usado la tienda una noche. ¿Pero ahora en otoño? No podía ser ninguno de los vecinos de las islas.
Antes de volver remando, coloqué una piedra pequeña de color marrón en forma de punta de flecha justo en el borde inferior de la cremallera. Si alguien abría la tienda, la piedra se movería. El viento no podría desplazarla. A nadie se le ocurriría que la piedra fuera una trampa.
Preparé la cena. De vez en cuando subía a la colina y dirigía los prismáticos hacia el islote. Pero allí no había nadie. Después de cenar me senté a la mesa y me entretuve con uno de los cuadernillos de crucigramas. Pero no podía concentrarme. Rasgué un trozo de papel de una de las bolsas del supermercado y traté de resumir en una serie de puntos lo que había sucedido las últimas semanas. El incendio de la casa, la sospecha de que yo hubiera provocado el fuego, sin olvidar el embarazo de Louise.
Fui apuntando cosas en aquel trozo de bolsa rasgado hasta que me di cuenta de que había empezado a dibujar caras grotescas e hinchadas. Después arrugué el papel y lo tiré al fregadero de la caravana.
Subí una última vez a la colina. Como ya era noche cerrada no pude usar los prismáticos. Quería ver si había fuego junto a la tienda. Todo estaba oscuro.
Pensé en quién podía haber estado en la tienda, y, de pronto, me acordé de la cama hecha en la solitaria casa de Hörum.
Me tomé una de mis pastillas para dormir y me acosté. Me llegaban de la almohada los efluvios del perfume de Louise. Me puse sentimental y la eché de menos.
Pensé también en su hijo no nacido. Esperaba que se hubiera ido con el padre de su hijo.
Justo antes de que la pastilla para dormir empezara a hacer efecto, aparecieron mis padres en mis pensamientos. Una vez, de pequeño, me escondí debajo de la mesa del comedor. Mis padres creían que estaba dormido. Lo hice solamente como una aventura emocionante, no porque sospechase que ocurría algo que me afectaba. Estaba allí sentado, viendo sus zapatos o sus pies descalzos. Mi padre, a quien siempre le dolían las piernas tras una larga jornada en el restaurante en que trabajase ocasionalmente, se quitaba los zapatos y los calcetines al llegar a casa. Lo hacía antes de desprenderse del sombrero o del abrigo. Era como si aborreciera llevar algo en los pies. Después de jornadas particularmente duras, mi madre le preparaba un baño para los pies. Allí estaba él, sentado con los pies en el agua mientras comían o tomaban café o una copa de vino. Mi madre, por el contrario, siempre llevaba los zapatos puestos. Durante mi infancia no puedo recordar haberle visto nunca a mi madre los pies desnudos.
Cuando me escondí bajo la mesa, era precisamente una de esas veladas con baño de pies. Las copas de vino tintineaban. De pronto le oí decir a mi madre que le gustaría darme un hermano. Aún puedo recordar el escalofrío que sentí en mi interior. Nunca me había dado por pensar en tener un hermano. Nunca me había visto más que como el único hijo que existía y existiría siempre en esa familia. No hacía falta nadie más. Cuando oí a mi madre expresar su deseo, fue como si me estuviera entregando a personas desconocidas y a un destino desconocido. No era un hermano lo que ella quería darme. Quería cambiarme por otro hijo. Yo había fracasado y no era suficiente.
Mi padre no contestó. Solo hizo ruido con la copa. Entonces me di cuenta de que tenía que protestar contra el atropello que mi madre había cometido contra mí. Le hinqué con fuerza los dientes en la pierna, justo por encima del zapato. Mordí con todas mis fuerzas. Oía cómo gritaba mi madre y trataba de evitar el dolor retirando la pierna. Pero mis dientes no soltaron la presa. Al final se levantó gritando de la silla, que se volcó, y me sacó arrastrando de debajo de la mesa, colgado de su pierna. Entonces, por fin pudo soltarse de mis dientes. Recuerdo que miré a mi padre. Tenía la copa de vino tinto levantada, pero se quedó paralizado antes de poder llevársela a la boca. Estaba boquiabierto a causa de la sorpresa, o quizá fuera del espanto, de ver a su hijo con sangre en la boca como un repugnante vampiro.
Fue la única vez que mi madre me pegó. No lo hizo por maldad sino por miedo. Ahora puedo comprender lo inesperado y horrible que debió de ser para ella que le mordieran la pierna mientras estaba tranquilamente con su marido tomando una copa de vino por la noche.
Yo grité de dolor y por miedo a que me pegaran. Pero sobre todo por miedo a que me cambiaran por otro.
Aquella noche pasé de ser niño a algo que no supe definir hasta muchos años después. No era niño ni adulto, sino algo invisible que vivía en un país que no existía. Mi madre tuvo mala conciencia durante el resto de su vida por haberme pegado, aunque jamás hablamos de ello. Cada vez que me miraba, yo veía que dudaba de si la había perdonado o no. Cuando murió, todas las preguntas quedaron sin responder. Hoy lo único que sé es que nunca tuve hermanos. Quizá mi violenta protesta debajo de la mesa tuvo algo que ver. Mi padre habló de ello solo una vez. Yo tenía entonces trece o catorce años. A él lo habían despedido de algún restaurante, donde había discutido con el dueño sobre el modo de hacer las cosas. Ahora iba a solicitar un nuevo trabajo en uno de los restaurantes del Tivoli y me llevó consigo de viaje a Copenhague. Mi madre solo le miró con tristeza cuando él comentó que tal vez la familia tuviera que mudarse a Dinamarca.
Cuando llegamos al Tivoli, aún disponía de una hora antes de entrevistarse con el dueño del restaurante en el que había solicitado trabajo. Era un día de mayo, cálido cuando brillaba el sol, frío en cuanto se ocultaba detrás de las nubes. Tomamos un refresco de limón y tiritábamos juntos cuando desaparecía el sol. De pronto, sin que fuera premeditado, quiso saber por qué estaba debajo de la mesa la noche que mordí a mi madre. Su tono era amable, tranquilo, casi considerado. No solía ser así cuando me hacía preguntas. Ahora sonaba como si me preguntara qué deseaba comer y beber.
Yo le dije la verdad, que había mordido por miedo a no ser ya suficiente.
No me volvió a preguntar nunca más por lo que había ocurrido. Mucho después pensé que tal vez comprendió mi reacción, que le pareció que mi mordisco se podía defender.
No consiguió nunca un trabajo en el Tivoli de Copenhague. Regresamos juntos. Unas semanas después empezó a trabajar en el restaurante de la Estación Central. Allí permaneció seis años, el periodo más largo que trabajó en el mismo sitio. Mi madre y yo íbamos allí alguna vez cuando él estaba sirviendo. Al verlo apresurarse entre las mesas, decidí que nunca sería camarero.
Debí de quedarme dormido pensando en mis padres. Me despertó el sonido del teléfono. Me senté a oscuras, asustado por las señales que parecía que retumbaban dentro de la caravana.
Fue un hombre quien habló. Pero no era ninguna voz conocida.
—¿Fredrik?
—Soy yo.
—No importa quién soy. Solo quiero avisarte.
—¿De qué?
—Te van a detener. Quizá mañana mismo.
—¿Quién eres?
—Un amigo, quizá. O solo alguien que te avisa.
La llamada acabó. El escueto intercambio de palabras se repetía en mi mente. La voz me resultaba totalmente desconocida. No podía decir si estaba distorsionada o era fingida. Tal vez el hombre que hablaba había colocado un pañuelo o su propia mano sobre el teléfono.
Me asusté. Me temblaban las manos.
No dormí mucho aquella noche. Cuando amaneció, ya estaba levantado. Aún no sabía qué postura iba a adoptar ante aquella llamada. Salí y me zambullí en el agua fría. Mientras me secaba y me ponía la ropa, tomé una decisión. No pensaba quedarme en la isla o en el islote con la tienda. Pero tampoco huir. Solo iba a intentar darme tiempo para comprender lo que ocurría a mi alrededor.
Mañana gris. Viento suave del norte. A través de los prismáticos pude ver que nadie había atracado en el islote. Guardé el dinero que me quedaba en el bolsillo de la cazadora y abandoné luego la caravana. No cerré con llave. El motor arrancó a la primera. Las últimas aves migratorias habían partido. Navegué hasta el puerto y amarré en el interior, justo al fondo, donde había un viejo barco de pesca medio hundido que llevaba allí muchos años. La señora Nordin aún no había llegado a la tienda de accesorios de pesca. Fuera del supermercado había un coche de reparto de pan. Tampoco Veronika había abierto su cafetería.
Fui a buscar el coche junto a la casa de Oslovski. Cuando me acerqué al garaje, vi que las herramientas seguían tiradas por el suelo de hormigón. Pero descubrí también que las habían usado. Estaban en sitios distintos, de forma diferente. Oslovski había estado allí trabajando en el coche.
No llamé a la puerta. Tampoco vi ningún movimiento detrás de las cortinas.
Después salí con el coche de allí.
Se podía decir, tal vez, que yo tenía un plan. Pero que pudiera llevarse a cabo o no era algo que nadie, y menos yo, podía asegurar.