16

Detesté a la mujer que me había dejado tirado en la pista. Con cada paso que daba en dirección a mi hotel, la exponía mentalmente a iniquidades cada vez más graves.

En una calle oscura, poco antes de llegar a la Gare Montparnasse, se me acercó un hombre borracho y me pidió un cigarrillo. Me detuve en seco, di un paso para acercarme a él y le dije que llevaba treinta años sin fumar.

Como es natural, tuve miedo de que me agrediera. Pero mi tono de voz enojado le había hecho dudar. Se alejó.

Me costó dormir esa noche. El incidente del club de jazz me dolía, y sentía vergüenza. Permanecí mucho tiempo despierto. Incluso me pareció oír que los clientes de las habitaciones contiguas se arreglaban ya para salir. También pasó por allí un carro de la limpieza. Me pregunté si sería Rachel quien había empezado tan temprano.

Cuando conseguí dormirme en mi habitación marrón eran las cinco. A las ocho sonó mi teléfono, llamaban de la embajada. Era un hombre que se presentó como Olof Rutgersson. Yo no estaba seguro de haber entendido bien cuál era su cargo.

—Aún no hemos conseguido localizar a tu hija —me dijo.

Hablaba con voz nasal, y tal vez no podía evitar que eso le confiriese un atisbo de arrogancia.

—¿Y qué pasa ahora?

—Naturalmente, la encontraremos. París no es un continente sino una ciudad. Es probable que se encuentre en alguna celda de arresto en alguna de las muchas comisarías de policía que hay aquí. Eso hace que la búsqueda lleve su tiempo. Te llamaré tan pronto como tengamos noticias del asunto.

Me dieron ganas de protestar contra su arrogante manera de expresarse. Louise no era ningún asunto. Pero no dije nada. Me di cuenta de que lo necesitaba.

Abajo, en el comedor del desayuno, donde una cabeza de kudú macho con su gran cornamenta retorcida colgaba en una pared junto a unos aguafuertes de los puentes sobre el Sena, había pocos clientes. Madame Rosini, a quien había conocido el día anterior, sustituía de nuevo a Monsieur Pierre. Me atendió una vietnamita de baja estatura. Pedí un café.

En una cubitera con hielo había una botella de vino espumoso. No pude resistir la tentación. Mi enfado con la mujer que me había abandonado en la pista de baile desapareció.

Después del desayuno di un corto paseo hasta la estación de tren y compré un periódico sueco. Cuando regresé, me hundí en un sofá de piel en la recepción del hotel.

Me gustaba el hotel. Lisa Modin había hecho una buena elección. Antes de empezar a leer el periódico, le pregunté a Madame Rosini si habían recibido alguna reserva de una señora sueca. No la habían recibido. Ella había decidido alojarse en otro hotel.

Hojeé el periódico. Ya eran las diez y media. Rachel bajó la escalera. Llevaba un cesto con trapos y productos de limpieza. Me sonrió antes de empezar a frotar la puerta de cristal.

Sonó el teléfono, era el hombre de la embajada.

—Tengo buenas noticias —dijo—. Hemos encontrado a tu hija. Está en una comisaría de Belleville.

—¿Qué demonios hace ella en esa parte de la ciudad?

—Eso no lo sé. Pero pasaré por tu hotel a buscarte.

Exactamente una hora después, un automóvil con placas diplomáticas se detenía delante del hotel. El chófer no se bajó para abrir la puerta. Me senté al lado de Olof Rutgersson. Era un tipo delgado, de unos cincuenta años, tenía la cara gris, sin color.

Avanzamos a través de la ciudad. Le pedí que me contara.

—No tengo mucho que contar —contestó—. La hemos encontrado a través de nuestros canales habituales y de la base de datos, sumamente mala, de la policía francesa. No sabemos más. Ahora tenemos que informarnos de cuál es su situación para saber cómo debemos actuar.

—Hablas de mi hija como si fuera un barco —repliqué.

—Es una manera de hablar —contestó Olof Rutgersson—. Además, te propongo que me dejes a mí llevar la conversación con la policía. No en vano tengo pasaporte diplomático. Tú no lo tienes.

Olof Rutgersson realizó varias llamadas con su teléfono. Vi que lucía un pequeño tatuaje por encima de una de las muñecas. En él ponía: «Mamá».

De repente reconocí la calle, era una de las anchas avenidas de Haussmann. Se había producido una retención. Olof Rutgersson hablaba por teléfono.

Sabía dónde me encontraba. Hacía casi cincuenta años que un día salí aquí desde el metro, justo donde nuestro coche se había detenido ahora en la impaciente fila de coches parados. Fue en la época en que yo estuve empleado, en negro y mal pagado, en un pequeño taller junto a la estación de metro Jourdain, reparando clarinetes bajo la dirección del pacífico Monsieur Simon. Ya no recuerdo cómo conseguí aquel trabajo. Se trataba de un taller angosto y sucio en un patio interior. Además de Monsieur Simon, que era un hombre amable, había allí también un reparador de instrumentos gordo, miope y malo. Tan pronto como Monsieur Simon salía para hacer algún recado, empezaba a meterse conmigo y a decirme que yo era una carga porque tenía los dedos torpes y casi siempre llegaba tarde por las mañanas. Nunca le llevé la contraria. Solo despreciaba su gordura y deseaba que cayera muerto entre sus almohadillas de saxofón.

A veces, Monsieur Simon me enviaba a entregar los instrumentos de viento ya reparados a alguna de las tiendas de música. Y fue al salir del metro con un paquete bajo el brazo cuando de pronto, de manera totalmente inesperada, me vi en medio de una multitud. Primero pensé que habría ocurrido un accidente. Después comprendí que la gente esperaba que ocurriera algo. Y entonces vi que se acercaba el presidente De Gaulle de pie en un coche descapotable. Yo llevaba un instrumento debajo del brazo, creo que era un clarinete recién arreglado, e hice un movimiento con la otra mano para sacar un cigarrillo del bolsillo interior. Sentí inmediatamente dos pares de manos que me agarraban por la muñeca y el hombro. Se me cayó el paquete con el clarinete. Los dos hombres, como comprendí después, eran policías de seguridad vestidos de paisano, y creyeron que pensaba sacar un arma.

Cuando se aseguraron de que yo no tenía malas intenciones y de que mi paquete contenía un clarinete y no una bomba, se encogieron de hombros y me dejaron marchar.

Para entonces, hacía tiempo que el presidente había desaparecido. La multitud empezaba a dispersarse.

—Una vez vi al presidente De Gaulle aquí justamente. —Le conté a Olof Rutgersson.

Él estaba enviando un SMS y no se enteró muy bien de lo que le dije.

—Vi a De Gaulle una vez. —Repetí—. Justo aquí. Han pasado casi cincuenta años.

—Seguro —repitió Olof Rutgersson—. Por supuesto que viste a De Gaulle justo aquí. Hace cincuenta años.

Estuve a punto de darle un empellón. O de agarrar su móvil y tirarlo por la ventanilla. Me habría gustado ser una persona capaz de hacerlo. Pero no lo era.

La comisaría de Belleville se encontraba en una calle de la que no me quedé con el nombre. Olof Rutgersson se bajó del coche con una energía que me sorprendió. Durante el trayecto había permanecido hundido en el asiento, bostezando, con el teléfono en la mano. Ahora parecía otra persona. Me repitió lo que ya había dicho antes, que le dejara a él llevar la conversación.

En la deslucida recepción había un joven drogadicto vomitando. Dos policías de uniforme lo observaban con repugnancia. Detrás del alto mostrador, un policía vestido de civil le hizo un gesto de asentimiento a Olof Rutgersson, que enseñaba su pasaporte diplomático. Tras una breve conversación telefónica, salió de un despacho un policía mayor que usaba bastón. Lo acompañamos a una sala donde había una mesa polvorienta abarrotada y unas estanterías combadas por el peso de los libros y las carpetas. Tuve la impresión de que aquel hombre me había transportado cien años atrás en el tiempo. Aquel era el aspecto que debían de ofrecer las salas de audiencias en tiempos de Napoleón.

El hombre se sentó con dificultad en la silla detrás del escritorio. Me di cuenta de que tenía muchos dolores. La rigidez de sus manos me indicó que seguramente sufría un reumatismo grave.

Olof Rutgersson se sentó en la silla de cortesía que estaba más cerca de la mesa y a mí me indicó un taburete que había al lado de la puerta.

Olof Rutgersson hablaba un francés perfecto. Hablaba además muy deprisa y con ese énfasis que emplean a menudo las personas que no admiten que se les contradiga. Me costaba seguir la conversación. Pero sí pude entender que no estaba claro que Louise se encontrara realmente en aquella comisaría. El policía francés, que se llamaba Armand, llamó a un colega más joven, que tampoco pudo dar una respuesta clara. Cuando los dos policías acabaron de hablar, Olof Rutgersson se levantó y se acercó a mí.

—Así sucede siempre con la policía francesa —afirmó—. Jamás te dan una respuesta.

—¿No está aquí Louise?

—La policía francesa pierde a menudo a la gente. Pero, por supuesto, no vamos a darnos por vencidos. La policía sueca probablemente es igual.

Después de otras tantas conversaciones confusas y de que entraran y salieran varios ayudantes más, se confirmó que Louise había estado en aquella comisaría, pero que esa misma mañana la habían trasladado a una de las prisiones de la Sûreté en la Île de la Cité. El policía no pudo explicarnos por qué la habían trasladado. Bebía una taza de café tras otra. Cuando hizo una mueca a causa de lo caliente que estaba la bebida, pude entrever sus dientes en mal estado y me sentí indispuesto. Olof Rutgersson demostró una gran tenacidad e insistió en que quería saber por qué habían trasladado a Louise y de qué se la acusaba. No obtuvo ninguna respuesta. La patrulla que la había trasladado a ella y a otros arrestados se había llevado todos los papeles.

—¿Iba ella sola? —pregunté.

Olof Rutgersson trasladó la pregunta. Si Louise y alguno de los que fueron detenidos al mismo tiempo por delitos similares se conocían, era algo a lo que no podían responder.

Al empleado de la embajada, cada vez más irritado, le llevó media hora comprender lo absurdo de permanecer en Belleville. Cuando abandonamos la comisaría quería comer. Entramos en un café cercano. El chófer esperaba en el coche. Yo bebí un té mientras que Olof Rutgersson se comió un bocadillo y tomó café.

Sonó el teléfono. Era Lisa Modin. Olof Rutgersson escuchó discretamente la breve conversación.

—¿La madre de la chica? —preguntó.

—La madre murió —contesté—. Era una amiga.

—Lo siento. No sabía que tu mujer había muerto.

—No estuvimos nunca casados. Solo teníamos una hija juntos.

Dejamos Belleville. El tráfico era más intenso. Olof Rutgersson continuó enviando SMS y haciendo llamadas. Llevaba una alianza de casado en la mano izquierda. Traté de imaginarme cómo sería su mujer. No apareció ninguna imagen.

Yo esperaba que Lisa Modin volviera a llamar. No había entendido si ya estaba en París o no. La idea de compartir habitación con ella y dormir pegado a su cuerpo hacía que a veces Louise desapareciera totalmente de mis pensamientos. Era demasiado viejo para tener mala conciencia. No quería volverme como mi padre. Cuando se hizo mayor y sufría fuertes dolores en las articulaciones, empezó a pensar en todas las personas a las que había tratado mal o había humillado a lo largo de su vida. A pesar de que a él también lo habían tratado mal algunos desagradables propietarios de restaurantes, por no hablar de los clientes arrogantes, era como si él quisiera dedicar el último tiempo de su vida a pedir perdón por sus pecados.

Recuerdo una ocasión, poco después de que hubiera muerto mi madre, cuando lo visité en su pequeño y oscuro apartamento de Vasastan. Yo acababa de terminar mis estudios de medicina y me llevé mi estetoscopio y mi tensiómetro con brazalete inflable para demostrarle a mi padre que ya podía controlarle los valores por los que él siempre andaba preocupado.

Aquella noche me quedé a dormir en su apartamento. Me acosté temprano porque tenía que estar en el hospital Södersjukhuset al día siguiente por la mañana. Mi padre era un noctámbulo solitario. Durante todos los años que fue camarero había desarrollado el hábito de no acostarse, salvo excepciones, antes de las tres de la mañana.

Me desperté de golpe sin saber por qué. La puerta que daba al cuarto de estar estaba entreabierta. De pronto oí cómo mi padre marcaba un número de teléfono. Me pregunté a quién estaría llamando de madrugada. Me levanté de la cama y me acerqué a la puerta entreabierta. Pude verlo allí sentado con el auricular del teléfono pegado a la oreja. Al no recibir respuesta, colgó con cuidado el teléfono y tachó un nombre de una lista escrita a mano que tenía delante de él.

Por la mañana, cuando me levanté, él seguía durmiendo. Miré la lista que había dejado al lado del teléfono. Contenía los nombres de distintas personas a las que yo no conocía. Al lado de algunos nombres había escrito que la persona había muerto. También había números de teléfono con un signo de interrogación detrás.

En la siguiente visita le pregunté por las conversaciones nocturnas. ¿A quién llamaba? ¿Quiénes eran esas personas que había en su lista? Contestó sin rodeos que eran personas a las que le parecía que había tratado mal en su vida. Ahora quería, antes de que fuera demasiado tarde, llamarlos y pedirles perdón. Por desgracia, muchos habían muerto ya. Eso lo atormentaba. Me pregunté si era por eso por lo que había empezado a descuidar su ropa y no se preocupaba de lavar las manchas de las camisas y los pantalones.

Después de aquella conversación vivió medio año. No sé con cuántos de los que tenía apuntados en la lista consiguió contactar. Pero cuando vacié su apartamento conservé la lista. Después estuvo guardada en uno de los cajones de mi escritorio. Solo cuando se quemó mi casa desapareció para siempre.

Cruzamos el puente de la Île de la Cité y avanzamos hasta la dirección que nos habían dado en Belleville. El pasaporte diplomático de Olof Rutgersson, que él blandía enérgicamente como si fuese una cruz, hizo que en muy poco tiempo consiguiéramos llegar al despacho de alguien que pudo decirnos dónde estaba Louise. La juez de instrucción, pues en el sistema francés es un juez quien instruye las causas, nos hizo pasar a su amplio despacho. Me sorprendió ver allí un piano de cola Bechstein. La juez nos pidió que nos sentáramos y colocó una carpeta en la mesa delante de ella. Se dirigió a mí, puesto que yo era el padre de Louise. Pero Olof Rutgersson enseguida asumió el papel de ser la persona a la que se debían dar las respuestas. La juez, que vestía un traje de color burdeos y tenía una pequeña quemadura en una mejilla, hablaba tan deprisa como Rutgersson. Yo no tenía la más mínima posibilidad de seguir su conversación. Había empezado a cambiar de impresión con respecto a Olof Rutgersson. Parecía que se tomaba su tarea con la máxima seriedad. Lo que le había ocurrido a Louise no le era indiferente. De cuando en cuando interrumpía la conversación con la juez vestida de burdeos y me hacía un resumen.

Al final, parecía que lo que había ocurrido estaba claro. Louise había sido arrestada después de que le robara a alguien la cartera del bolsillo interior de la chaqueta, en medio de las apreturas de un vagón de metro cerca de Saint-Sulpice. El motivo por el cual la habían conducido a Belleville, que estaba lejos de allí, tras su arresto solo podía explicarse porque los numerosos calabozos de la ciudad estaban repletos. No cabía ninguna duda de que Louise había robado la cartera. El señor mayor a quien se la robó no había notado nada. Pero otro pasajero del mismo vagón había visto lo que había hecho Louise y la había detenido. Resultó que era un empleado civil de la policía francesa.

No había pruebas de que hubiera más personas implicadas. Pero lo más probable era que no trabajase sola.

Louise estaba detenida y se iba a solicitar formalmente su ingreso en prisión preventiva. Según Olof Rutgersson, en el último año la policía francesa había empezado a realizar intervenciones especiales para combatir el aumento de los robos y la gran cantidad de carteristas que asolaban París. Casi había empezado a parecerse a Barcelona, el paraíso europeo de los carteristas. Cuando le pedí que le preguntara a la juez si no cabía la posibilidad de que le dieran solo un apercibimiento, puesto que ella no tenía antecedentes en Francia por ningún delito, y además estaba embarazada, ella se limitó a extender las manos. No parecía probable que Louise fuera a quedar en libertad enseguida.

—¿No le pueden poner una multa? —pregunté.

—Es demasiado pronto para empezar a discutir —dijo Olof Rutgersson—. Ahora lo más importante es que podamos verla y escuchar su versión de lo ocurrido.

—Lo más importante es que vea que estamos aquí —repliqué yo—. Todo lo demás queda en segundo lugar.

Un policía uniformado nos condujo a través de pasillos, escaleras y pasadizos subterráneos cada vez más profundos. Yo empecé a preguntarme si, pese a todo, no sería aquí donde me tuvieron arrestado aquella vez que me detuvo la policía en 1968. Me pareció reconocer las paredes blanqueadas con cal del sótano abovedado, las puertas de hierro, los bancos de madera y las lejanas voces de personas que se llamaban. Era como un laberinto en el que uno se podía perder en cualquier momento y después no volver a encontrar nunca la salida.

A Olof Rutgersson y a mí nos condujeron finalmente a una sala sin ventanas con una mesa de barniz oscuro y unas sillas desvencijadas. Tras una espera que Olof Rutgersson parecía tomarse con admirable calma, mientras que yo estaba cada vez más inquieto, se abrió la puerta y apareció Louise, conducida por una mujer policía. No vestía la ropa de la cárcel, sino que llevaba unos pantalones y una camisa que yo le había visto antes. Estaba muy pálida. Por primera vez, que yo pueda recordar, sus ojos expresaron alegría al verme. Normalmente me observaba expectante. Pero no en esta ocasión.

No iba esposada. La policía no me impidió abrazarla.

—Has venido, de todas formas —dijo ella.

—Naturalmente que he venido.

—Lo habitual en mi vida es que no venga nadie —observó ella.

Le presenté a Olof Rutgersson. La policía se había quedado al lado de la puerta y parecía totalmente ajena a nuestra presencia. Nos sentamos a la mesa. Sin que yo tuviera necesidad de pedírselo, ella nos contó lo que había sucedido. No tenía ningún motivo para no creerla.

Reconoció que había robado la cartera aprovechando la aglomeración del vagón del metro. Para mí ya no cabía ninguna duda de que ella vivía de eso. Pero Louise solo reconoció haberlo hecho en esa única ocasión. La comprendí. ¿Por qué iba a revelarle a Olof Rutgersson que no tenía otros ingresos más que los que conseguía robando? Habíamos establecido un acuerdo tácito. Estaba detenida por esa cartera y había pruebas de que la había robado. Nada más.

—¿Tan mal andas de dinero? —preguntó Olof Rutgersson cuando ella terminó de hablar.

Volví a cambiar la opinión que tenía de él. Donde antes me pareció descubrir a un empleado de la embajada enérgico y eficaz, vi ahora delante de mí a un ser particularmente insensible.

—¿Por qué iba a robar la cartera si no? —respondí yo—. Ten en cuenta, además, que está embarazada. Y que su futura herencia, mi casa en Suecia, se quemó hace unas semanas.

Olof Rutgersson me miró sorprendido. Me di cuenta de que no le había hablado antes del incendio. Después asintió en silencio.

—Te vamos a proporcionar ayuda jurídica para el juicio. Lamentablemente, la embajada no puede sufragar los gastos. Pero podemos adelantar el dinero de momento.

—¿Será caro? —pregunté.

—No necesariamente.

—Entonces lo pago yo.

Olof Rutgersson asintió y sacó el teléfono. Pero allí abajo, en el profundo sótano abovedado, no había cobertura. Intercambió unas palabras con la policía y esta le dejó salir. Oí sus pasos acelerados en las escaleras, cuando se apresuraba a salir a la luz del día y a las ondas.

Tomé la mano de mi hija. Era algo inusual. Por primera vez desde aquel día, del que pronto se cumplirían diez años, en que Harriet me explicó que aquella mujer que estaba en la puerta de su caravana en los bosques de Hälsingland era mi hija, experimenté que realmente lo era.

Deseaba que Harriet no hubiera muerto. Así podría ver que mi hija y yo estábamos unidos finalmente.

Le pregunté cómo se encontraba. Le pregunté por el niño. Me contestó en silencio que todo estaba bien. Al final no pude evitar preguntarle qué había ocurrido para que no se presentara al almuerzo que teníamos previsto y para que, en lugar de acudir, dejara una nota bajo el limpiaparabrisas.

—Necesitaba alejarme —contestó.

No le pregunté nada más. Su respuesta me convenció de que no quería contarme por qué se había marchado de repente.

En el momento en que Olof Rutgersson salió a captar las señales en los pisos superiores se produjo un acercamiento entre ella y yo. Allí abajo, en el subsuelo, comprendí más de mi hija que todo lo que sabía antes. Entendí que estaba huyendo. Pero solo eso.

Me quedaba otra pregunta que hacerle.

—Me llamaste a mí —le dije—. ¿No llamaste a nadie más?

—No.

—¿Por qué me llamaste? Hiciste lo correcto, naturalmente. Pero solo unos días antes habías desaparecido…

—No tengo a nadie más a quien pedirle ayuda.

—Siempre has dicho que tenías muchos amigos.

—Tal vez no era cierto.

—¿Miente uno realmente sobre esas cosas?

—No sé lo que hacen los demás. Pero yo no digo siempre las cosas como son. Igual que tú.

No quería seguir hablando de ese tema. Lo podía oír en su voz. Hasta aquí, pero no más. Me había llamado. No había llamado a nadie más.

Olof Rutgersson volvió. Había algo de comadreja en su manera de moverse. Llevaba el teléfono en la mano como si fuera un arma. Él siempre tenía prisa.

Madame Riveri se hará cargo de este caso —dijo antes de que la policía tuviera tiempo de cerrar la puerta—. Ella nos ha sido de gran utilidad anteriormente. En tres ocasiones ha conseguido que los acusados suecos quedaran libres de acusaciones complicadas. Llegará aquí dentro de una hora. Podemos dejar con toda confianza el asunto en sus manos.

Le estrechó la mano a Louise y le deseó suerte.

—Lo siento, pero no puedo quedarme —se excusó—. Tenemos una reunión en la embajada a la que debo asistir. Pero Madame Riveri me mantendrá informado.

Desapareció por la puerta de la sala y sus pasos resonaron de nuevo en la escalera.

—Ha sido de mucha ayuda —dije.

—Me alegro de que no sea el padre de mi hijo —contestó Louise.

No entendí lo que quería decir. O quizá sí.

Madame Riveri tenía unos cincuenta años, vestía con elegancia y se movía y hablaba con una actitud altiva que no dejaba ninguna duda de la consideración que tenía de su propia capacidad jurídica. Con gesto resuelto, envió a la policía fuera de la celda y sacó del bolso un bloc de notas. Cuando se dio cuenta de que el francés de mi hija no era lo bastante bueno para mantener una conversación congruente, pasó al inglés. Entonces puede oír de forma detallada que Louise había dado unas vueltas en el metro en busca de una víctima propicia. Madame Riveri quería saber exactamente en qué estación y cuándo había entrado en el metro por primera vez, dónde había hecho transbordo y por qué al final había elegido como víctima precisamente a aquel hombre. Louise respondió de un modo que me convenció de que Madame Riveri le inspiraba confianza.

Hablaron del hijo que esperaba sin que Louise tuviera que decir quién era el padre. Finalmente, Madame Riveri le preguntó si era la primera vez que había cometido un delito. Ella contestó que sí. Pude ver de inmediato que Madame Riveri no la creía. La habilidad que Louise tenía con los dedos hablaba de mucho ejercicio y prolongada práctica.

—Lo que me dices ahora, naturalmente, no es cierto. Pero nos conviene que seas una delincuente primeriza que ha sido detenida.

Madame Riveri cerró de un carpetazo su bloc de notas forrado de piel y se lo guardó en el bolso.

—Quiero pedirte que no hables con nadie sin que yo esté presente —le advirtió—. En dos, a lo sumo tres días estarás fuera de aquí. Antes no es posible. Pero ya veremos.

Se levantó, le dio la mano a Louise y después me hizo un gesto para que la acompañara. La policía entró en la celda y condujo fuera a Louise. Madame Riveri subía tan deprisa las escaleras que me costaba seguirla. Cuando salimos a la calle y la pesada puerta ya se había cerrado detrás de nosotros, me entregó una tarjeta de visita.

—Naturalmente, pagaré todo lo que cueste —dije.

Ella sonrió con ironía.

—Sí, por supuesto. Pero no tenemos que hablar de eso justo en este momento.

Yo quería que me dijera lo que iba a ocurrir ahora. Pero ella llamó a un taxi y desapareció sin darme siquiera la mano para despedirnos.

Empecé a caminar hacia mi hotel. El aire estaba cargado de humedad. Me detuve en el puente sobre el Sena y vi una gabarra que pasaba por debajo de mí. Una mujer estaba tendiendo la colada. Había un cochecito de bebé sujeto en la cubierta. Me sobresalté cuando alguien me dio unos golpecitos en el hombro. Me volví y vi de frente a un hombre con la cara sucia y sin afeitar. Cuando el hombre me pidió dinero, me golpeó su mal aliento. Le di un euro y me alejé de allí.

Recordé el miedo que, una vez, mi padre confesó que sentía. Me habló de pronto de su miedo a que un día fuera incapaz de pagar sus cuentas y se viera obligado a vivir en la calle. Nunca entendí por qué me contó aquello. Tal vez quiso advertirme. Pero yo era cuidadoso y siempre me esforzaba por tener una reserva de dinero ahorrado por si ocurría algo inesperado.

Continué hasta mi hotel. Monsieur Pierre había vuelto y me dedicó su habitual sonrisa. Fui al bar y me tomé un té, para variar, antes de subir en el ascensor a mi habitación.

Acababa de tumbarme en la cama cuando sonó el teléfono. Era Madame Riveri para comunicarme que ya al día siguiente iba a mantener un encuentro con un magistrado para solicitar que Louise fuera puesta en libertad y expulsada de Francia. Me quería preguntar si podía pagarle el billete de avión a Suecia. Le contesté que sí, que por supuesto lo haría.

Me dormí tal como estaba en la cama. En el sueño, mi padre corría alrededor de una terraza vacía. El viento soplaba con fuerza. La servilleta que llevaba sobre el brazo se agitaba como un ala medio desgarrada. Yo intentaba llamarlo sin conseguir que saliera un solo sonido de mi garganta.

Cuando mi padre, de pronto, se cayó, me desperté. El sueño me había provocado palpitaciones. Me senté en el borde de la cama y traté de respirar tranquilo. Pasados unos minutos me tomé el pulso. 97. Lo tenía demasiado alto. Me volví a acostar y empecé a pensar en mi corazón. ¿Podía provocarme de repente un infarto el tipo de vida que había llevado? Intenté ahuyentar ese pensamiento, pero no lo conseguí. Saqué un tranquilizante del bote que siempre llevaba conmigo y esperé a que me hiciera efecto.

Sonó el teléfono. Era Lisa Modin.

—Estoy en París. ¿Dónde estás?

—En el hotel que tú me reservaste.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. ¿Dónde estás tú?

—En la estación. Gare du Nord.

—¿No en la Gare Montparnasse?

—Voy de camino hacia allí.

—¿Te alojas en este hotel?

—No. Pero estoy cerca.

—Voy a recibirte. Solo tienes que decirme en qué parte de la estación me esperas e iré allí.

—No hace falta. Sé dónde está mi hotel.

—Siempre he soñado con recibir a una mujer que llega a París.

Ella se rio fugazmente y un poco cohibida.

—He encontrado a mi hija —le dije—. Pero luego te lo cuento.

—Ven a buscarme dentro de una hora. Acabo de llegar. Necesito sentarme y hacerme a la idea de que estoy aquí.

Prometí ir a buscarla. Bajé al bar y me bebí una botella de agua mineral.

Monsieur Pierre se estaba preparando para cederle el turno al portero de noche.

Media hora después llamó Lisa Modin para decir que se encontraba en un pequeño café al lado de un gran rótulo de Dubonnet.

En el interior de la estación, el tráfico de la tarde había empezado a disminuir, aunque todavía había mucha gente. Encontré enseguida el rótulo de Dubonnet. Lisa Modin estaba sentada sola junto a una de las barreras que separaban el café del resto de la sala de espera. Tomaba té. Llevaba un abrigo azul oscuro y tenía un bolso al lado de las piernas.

Pensé que era muy guapa y que había venido a visitarme.

Estaba a punto de acercarme a ella cuando sonó el teléfono en el interior de mi bolsillo. Como podía ser Louise, respondí.

Naturalmente era Jansson.

—¿Molesto? —preguntó—. ¿Dónde estás?

—No importa nada dónde estoy. ¿Qué quieres? Si padeces alguna nueva dolencia imaginaria ahora no tengo tiempo para eso.

—Solo te llamo para decirte que hay fuego —dijo Jansson.

Al principio no entendí a qué se refería. Después me quedé helado.

—¿Dónde hay fuego? ¿En mi cobertizo?

—En la vivienda de Källö. En la casa de la viuda Westerfeldt.

—¿Se ha quemado?

—Está en llamas en este momento. Solo quería que lo supieras.

La llamada se interrumpió. Me imaginé que Jansson, como de costumbre, no tenía batería en su teléfono.

Pensé en lo que acababa de decirme. Esperaba que la viuda Westerfeldt hubiera tenido tiempo de ponerse a salvo.

Su casa era igual que la mía. Fue construida siguiendo los mismos planos de los habilidosos carpinteros de finales del siglo XIX.

Me quedé parado con el teléfono en la mano. Me costaba comprender el alcance de lo que Jansson había dicho. Sin embargo, eso debería significar que ahora sería imposible considerarme a mí sospechoso. Si es que no existían causas naturales para que la casa de los Westerfeldt estuviera en llamas.

No lo sabía. Sin embargo, estaba seguro. Había un pirómano o un incendiario en las islas.

Me guardé el teléfono en el bolsillo. Cuando volví a mirar a Lisa Modin, ella ya me había descubierto. Me saludó vacilante como si en realidad quisiera ocultar el saludo.

Respondí a su saludo.

Después me acerqué hasta su mesa.