18

Me desperté porque mi casa había vuelto a empezar a arder. En el sueño, la escalera del piso superior parecía infinita. No tenía los 23 peldaños que yo había contado desde que era niño. Cuanto más corría, más se alargaba la escalera, mientras que el fuego llegaba cada vez más cerca, como un enemigo al ataque. Me desperté porque tropecé y me caí.

Louise dormía profundamente. No se había movido desde que se durmió. Su mano seguía en la mía.

Escuché su respiración. En el recuerdo, escuché de pronto muchas de las respiraciones que había oído a lo largo de mi vida. La pesada respiración de mi padre, a menudo con ronquidos sobresaltados que iban y venían, silencios sustituidos casi por gruñidos, y después otra vez el silencio. La respiración absolutamente silenciosa de mi madre, que uno solo podía oír con mucha dificultad. El sueño nocturno del abuelo, que a veces parecía no respirar, para luego tomar aire violentamente. Los ronquidos de la abuela, que a veces se convertían en un sonido silbante, como si fuera el viento que se filtraba a través de las grietas del cobertizo.

Curiosamente, no podía recordar en absoluto cómo respiraba Harriet cuando dormía a mi lado. Solía quejarse de que yo roncaba y la despertaba. Pero ella no dejaba rastro de su sueño. Rebusqué en mi memoria recuerdos de su respiración y no pude encontrar ningún ruido.

Pensar en todas esas personas dormidas hizo que volviera a conciliar el sueño. Cuando me desperté unas horas después, Louise se había levantado. Estaba al lado de la ventana mirando a través de una rendija de la cortina. La luz gris iluminaba su cuerpo. Entonces pude ver con claridad su barriga. Allí crecía un niño, que tenía un padre del que yo ni siquiera sabía el nombre. La visión despertó en mí una intensa alegría. No sabía cuándo había experimentado algo parecido.

Louise descubrió que estaba despierto. Se volvió hacia mí sin soltar la cortina.

—Gracias por no roncar —me dijo—. He descansado de estos terribles días en la cárcel.

—Has dormido profundamente —comenté—. Me desperté y pensé que te encontrabas muy, muy lejos.

—He soñado con un perro —dijo Louise—. Estaba mojado. El pelaje le colgaba como si estuviera hecho jirones. Cada vez que intentaba acercarme a él, empezaba a aullar como si yo le diera miedo.

Se volvió a meter en la cama. Yo me levanté, me afeité y me lavé, y luego bajé al comedor a desayunar. Ella bajó media hora después. Ahora la reconocía. La palidez ojerosa había desaparecido. Comió con buen apetito.

—¿Por qué no me preguntas dónde vivo? —preguntó.

—No te suele gustar que te haga preguntas.

—Eso es lo que tú crees. ¿Qué has pensado hacer hoy?

—Depende enteramente de ti. Pero quizá deberíamos volver a Suecia. —Me miró inquieta, como si mis palabras la hubieran sorprendido.

—Aún no —dijo—. Quiero enseñarte dónde vivo. Si tienes ganas.

—Claro que las tengo.

Debería haberle contado que Lisa Modin había venido a París. Pero lo dejé pasar. Si había algo que no quería en ese momento era ver a mi hija salir corriendo del hotel en un acceso de cólera.

Le conté la llamada de Jansson. Le enseñé la foto que él me había enviado.

—Extraño —comentó—. Espantoso. ¿Dónde está esa isla?

Intenté explicárselo sin éxito. Cuando Louise dijo que ya se imaginaba dónde se encontraba la casa de la viuda Westerfeldt, yo estaba convencido de que no sabía ni de qué isla le estaba hablando.

Pero se alegraba mucho, naturalmente, de que ahora ya no pudieran sospechar que yo era un peligroso incendiario.

—¿Tú te lo creíste? —pregunté—. ¿Creíste que yo había prendido fuego a la casa de los abuelos?

—En realidad, no. Pero no debes olvidar que no te conozco muy bien.

—La linterna —recordé yo—. ¿Por qué niegas que fuiste tú quien hizo las señales?

Al principio puso cara de no recordar el suceso. Después negó con un gesto y una sonrisa.

—Me divertía confundirte.

—Pero ¿por qué?

—Quizá porque te portaste tan mal con Harriet.

—Pero me ocupé de ella cuando estaba enferma, ¿no?

—Quizá, pero no antes. Cuando vivíais juntos. Ella me lo contó.

—Me hiciste remar en mitad de la noche. ¿No era suficiente con eso?

—No. Pensé mucho en ti y en Harriet aquella noche.

No quería escuchar lo que Harriet le había dicho de mí. En lugar de eso empecé a hablar del reloj.

—¿Me lo quitaste cuando me rozaste?

—Si soy especialista en algo, es en quitarle a la gente el reloj de pulsera.

—Debes de ser muy habilidosa. No noté nada. Pero podrías haberme contado que habías sido tú.

—Sabía que lo ibas a entender porque dejé el reloj allí.

De golpe, sin que pareciera que había terminado de desayunar, se levantó.

—Ahora nos vamos —dijo—. Quiero llegar a casa.

Fuimos a por nuestra ropa de abrigo. Aquel día dejé que me guiara mi hija, de la misma manera que el día anterior había seguido los pasos de Lisa Modin.

Bajamos al metro, cambiamos en Châtelet y seguimos la misma línea en la que viajé aquel día que me dirigía a la estación Jourdain. Me pregunté si sería verdad que el mundo era un pañuelo y que nos íbamos a bajar allí. Pero Louise no se levantó hasta dos estaciones más allá, en Télégraphe. Muchas de las personas que se bajaron eran norteafricanas. A mi alrededor se oía hablar tanto árabe como francés. La estación se veía deslucida. En algunos bancos seguían sentados o tumbados los alcohólicos que siempre habían estado allí. Eran como estatuas derribadas.

Cuando salimos del metro, pensé en Marruecos o en Argelia.

Louise me miró con una sonrisa inesperada.

—Algunas personas se asustan cuando vienen aquí —me dijo.

—Yo no. Puede que no conozca mucho mundo, pero me imagino cómo es en realidad.

Nos metimos por una calle serpenteante que sin duda había existido desde hacía mucho tiempo. Las casas eran viejas, con el revoque caído y con capas y capas de grafitis que no daban brillo a la grisura, sino que más bien la reforzaban. Una mujer cubierta con un hiyab llevaba a un niño que gritaba. Algunos hombres fumaban sentados fuera de un portal. Cuando eché una mirada al interior en penumbra, vi a un hombre mayor que alimentaba con movimientos lentos a otro hombre con una cuchara.

Louise caminaba deprisa. Pensé que le urgía llegar a casa y que al mismo tiempo huía de los días pasados en la cárcel subterránea.

Torció por una calle donde una señal informaba de que era una calle sin salida. En el último edificio, al lado de un alto muro, se detuvo. El edificio tenía cuatro plantas y estaba tan deteriorado como todos los que había visto en el camino desde el metro.

—Esta es mi isla —dijo empujando la puerta.

Entramos y subimos las escaleras, allí olía a especias extrañas. En un piso se oía música, sobre todo sonidos de flauta, monótonos pero bellamente lastimeros. Subimos hasta la última planta. Me irritaba quedarme sin aliento. Louise estaba en el último peldaño esperándome.

—Vivo aquí —dijo—. Pero no vivo sola.

Tenía un manojo de llaves en la mano y se volvió hacia la puerta.

—Espera un poco —le dije—. Ahora tengo que saber lo que me espera.

—Mi piso.

—¿Has dicho que no vives sola?

—Vivo con mi hombre.

—¿Tu hombre?

Ella se llevó la mano al vientre.

—Mi hijo tiene un padre.

—Te pregunté por él, pero entonces no me dijiste nada. ¿Voy a conocerlo ahora, de golpe?

—Sí.

—¿Tiene algún nombre?

—Sí.

—Quizá me lo puedas decir. ¿Qué hace? ¿Cuánto tiempo lleváis juntos?

—¿Tenemos que estar aquí fuera hablando en la escalera? Se llama Ahmed.

Esperaba una continuación que no llegó. Abrió la puerta. Yo entré detrás de ella en un oscuro vestíbulo. Me recordó el apartamento en el que viví en la rue de Cadix.

—Ahmed está durmiendo —comentó—. Trabaja de vigilante nocturno. Es de Argelia.

Me condujo a la cocina, que era pequeña y estrecha. Señaló expresamente una puerta que estaba cerrada. Yo traté de imaginarme a Ahmed, con el que ahora iba a ser familia a través del niño que iba a nacer. Pero me resultó imposible.

La cocina estaba recién pintada y olía a aguarrás. La placa y el frigorífico eran viejos. La mesa y las sillas podían haber sido recogidas de un contenedor. Comprendí que Louise y Ahmed eran pobres. Evidentemente, la vida de un vigilante nocturno y una carterista no proporcionaba grandes ingresos.

Louise preparó café. Yo me senté en la silla que estaba más cerca de la ventana. Fuera vi el cortafuego de otra casa, solo unos metros más allá. Un gramófono o una radio sonaba a lo lejos.

—Lo tengo que saber —dije—. ¿Vives realmente de eso? ¿De ser carterista? Y por lo visto no muy buena porque te detuvieron.

—Tú sabes cómo era antes —contestó ella—. Cuando nos conocimos.

Lo recordaba muy bien. Cuando apareció de pronto una foto de Louise en un periódico, que Jansson naturalmente había conseguido. En esa foto, Louise se había desnudado delante de unos políticos internacionales para protestar contra algo que ya no recuerdo. En aquella ocasión comprendí que mi hija era una rebelde, todo lo contrario que yo. Donde yo siempre había sentido temor o inseguridad y había fingido valentía, ella verdaderamente había ardido por sus ideas y había creído que era posible hacerlas realidad a través de su propio movimiento de protesta.

Eso era lo que yo me preguntaba también. ¿Qué había pasado con su anterior rabia, dirigida contra los políticos y contra un mundo que ella no soportaba?

—Tengo que vivir de algo.

—¿Por eso te hiciste carterista?

—Nunca le he robado a nadie que no pudiera permitirse perder lo que yo le quitaba.

—¿Cómo puedes saberlo?

Ella se encogió de hombros.

—¿Lo sabe Ahmed?

—Sí.

—¿Entonces él también es carterista?

Vi que dudaba antes de contestar.

—Te voy a hablar de una parte de mi vida que no conoces —dijo ella—. Al año siguiente de la muerte de Harriet viajé a Barcelona. Hice autoestop todo el camino. Algunas veces tuve que pegarme con hombres que creían que había subido a sus coches para estar a su servicio. Llevaba siempre preparado un peine con la punta de acero. Una vez, en los Pirineos, me vi obligada a clavárselo a un hombre en la mejilla. Tuve miedo de que se muriera porque la sangre salía a chorros. Pero me bajé del coche antes de que ocurriera nada más. Iba de camino a Barcelona para participar en una manifestación contra la ley del aborto del país. Tenía una amiga, Carmen Rius, que vivía en un barrio que se llama Poble Sec. Un barrio donde la gente verdaderamente no es rica. Participamos en la manifestación. Pero, después, Carmen me pidió que la acompañara a Las Ramblas, un espacio donde se congregan muchos turistas. Carmen no me explicó lo que íbamos a hacer, solo me dijo que permaneciera cerca de ella y cogiera algo que me iba a dar. Ella hablaba mal en inglés y yo aún peor en español. Pero la acompañé sin comprender lo que quería que yo hiciera. Después vi cómo se acercaba a una turista japonesa, una guiri, como ella decía. La mujer llevaba una mochila y uno de los bolsillos no estaba cerrado. Carmen extrajo una cartera con tanta rapidez que yo apenas vi cómo lo hizo. Después me la dio y me silbó que la guardara. La metí en mi bolso al tiempo que Carmen desapareció. La turista japonesa no había notado nada. Comprendí que Carmen era carterista. Me quedé sorprendida de lo fácil que había sido para ella. Cuando le pregunté cómo se sentía al ser una ladrona, insistió en que nadie se iba a morir por que le robaran la cartera o el teléfono. Nunca se metía con los pobres, solo con los turistas que tenían dinero para viajar, y por tanto también podían sobrellevar la pérdida de alguna de sus pertenencias. Me convenció. Aprendí. Me quedé medio año, y formé parte de un grupo de cuatro mujeres que trabajábamos juntas. Después de unos meses, Carmen dejó que probara yo sola. Un turista asiático, que llevaba el dinero en el bolsillo de atrás, fue mi primera víctima. Salió bien. Carmen me dijo después que ya era una auténtica carterista. Curiosamente no me puse nerviosa.

Se calló y aguardó mi reacción.

—Ahora sabes cómo empezó.

Yo había escuchado su relato y me di cuenta enseguida de que decía la verdad. Quería realmente que yo lo supiera.

—Ahmed —dije yo— es argelino. ¿Lo conociste en Barcelona?

—No lo conocí allí. A Carmen la detuvo la policía. Yo hui de Barcelona a París. Lo conocí aquí a través de amigos de amigos. De pronto éramos nosotros dos.

—¿Le contaste que eras carterista?

—Al principio, no. Se lo conté cuando estuve segura de que realmente éramos pareja.

—¿Qué dijo?

—No mucho. Nada. Pero él no es carterista. Aunque tiene unos dedos prodigiosos.

—¿Pero consiente que tú lo seas? ¿Qué clase de hombre es?

Louise se inclinó sobre la mesa y me tomó la mano al mismo tiempo.

—Un hombre al que amo. El único hombre al que he amado antes en mi vida, aunque de otra manera, era Giaconelli, el zapatero. Cuando conocí a Ahmed comprendí lo que podía ser el amor.

Me estremecí. En el vano de la puerta apareció un hombre. Se había acercado sin hacer ningún ruido. Yo no sabía cuánto tiempo llevaba allí. Tenía el pelo oscuro y corto, iba sin afeitar y llevaba una camiseta blanca y un pantalón de pijama de rayas. En los pies desnudos le crecían muchos pelos.

—Este es Fredrik, mi padre —dijo Louise en inglés—. Este es Ahmed, mi pareja.

Me levanté y le di la mano. Me di cuenta de que era bastante más joven que mi hija, tendría poco más de treinta años. Él me miró con una sonrisa expectante.

Acercó un taburete que había debajo de la encimera y se sentó a la mesa. Seguía mirándome como si esperara que yo dijera algo. Yo pensé que todo lo que tuviera que ver con mi hija me parecía incomprensible. Nunca llegaría a entender cómo había llegado a ser la que era.

—Ya sé que eres vigilante nocturno. —Probé yo—. Espero que no te hayamos despertado.

—No duermo mucho —contestó Ahmed—. Puede que en el fondo sea un hombre viejo. Tengo entendido que entonces se duerme menos.

Yo asentí.

—Antes del último sueño, uno duerme, durante una serie de años, cada vez menos. Como soy médico debería saber por qué. Pero no puedo dar ninguna respuesta seria.

Louise sirvió café, Ahmed no quería. Vi que Louise lo miraba con cariño. Cuando pasó a su lado con la jarra del café en la mano, le acarició fugazmente el pelo.

Le pregunté por sus padres.

—Mi padre murió —contestó—. Trabajaba en el puerto de Argel y lo alcanzó un cable de acero de un barco. Estaba demasiado tenso y se rompió. Perdió las dos piernas y se desangró.

—Lo siento.

—Gracias.

—¿Y tu madre?

—Muerta.

No explicó cómo había muerto. Yo tampoco se lo pregunté.

—¿Tienes hermanos?

—Dos que por desgracia murieron. Y uno que vive.

Pensé que Ahmed estaba rodeado de muchas personas muertas. Intenté buscar otro tema de conversación y le pregunté por su trabajo como vigilante nocturno.

—Vigilo tiendas en las que nunca podría comprar nada porque no tengo suficiente dinero. Cada noche me sumerjo en un mundo al que de otro modo no podría acceder.

Él miró a Louise.

—Para nosotros —se corrigió—. Y también para nuestro hijo.

—Por cierto, tengo que darte la enhorabuena —dije yo—. Sé que ahora uno suele enterarse de si va a ser un niño o una niña.

Ahmed arrugó la frente.

—Nosotros eso no lo haríamos nunca —contestó.

—Vamos a los reconocimientos para ver que todo está bien, puesto que yo soy bastante mayor —aclaró Louise.

La situación me pareció incómoda. Sospechaba que Ahmed me observaba con una especie de desprecio contenido. Que Louise le quisiera tanto también me indignó. Había algo servil en la manera en que Louise lo observaba y en la manera de pasarle continuamente la mano por la cabeza. Vi a una Louise que no había visto nunca.

No se me ocurrió nada más que decir. Toda la situación me pareció humillante de alguna manera. No entendía en absoluto las decisiones vitales que tomaba Louise. Era una carterista embarazada, que vivía con un emigrante argelino, que a su vez vivía de un triste trabajo de vigilante nocturno.

Ahmed se levantó. Me pregunté inmediatamente si me habría leído el pensamiento. Salió de la cocina.

—Parece muy simpático —le dije a Louise.

—¿Acaso piensas que habría elegido a un hombre antipático para tener un hijo con él?

No tuve tiempo de contestar antes de que Ahmed estuviera de vuelta en la cocina. Se había puesto una camisa azul claro y un par de pantalones cortos con letras árabes en las perneras. Traía en la mano una botella de cristal apoyada en un soporte de madera, como la típica botella con un barco en su interior.

—Un regalo para ti —me dijo—. Aunque ahora vivo trabajando de vigilante nocturno, es a esto a lo que quiero dedicarme.

Dejó con cuidado la botella en la mesa y acercó la lámpara para que yo pudiera ver el contenido.

No había ningún barco sobre petrificadas olas azules introducidas por el angosto cuello de la botella, y construido después con esa magia especial que caracteriza ese arte de la paciencia. En el fondo de la botella había un mar de arena, con dunas que ondeaban con olas diferentes a las que se formaban en el mar. Había una tienda beduina, que se levantaba con banderines, con una abertura que permitía entrever el interior, donde había hombres vestidos de blanco sentados en blandos cojines y mujeres con la cara cubierta que servían café o acercaban el narguile. Fuera de la tienda había un jinete vestido de negro sobre un caballo, y justo en ese momento le estaba entregando las riendas a un sirviente. El turbante estaba hábilmente anudado alrededor de su cabeza.

Yo sabía algo del arte de introducir un barco dentro de una botella. Mi bisabuelo, que había trabajado para la naviera Nordsjötrafik antes de establecerse en tierra y hacerse pescador, había realizado una maqueta del buque Daphne, que se fue a pique en los traicioneros escollos del estrecho de Skagen el día de Navidad de 1870. Ocho de los pescadores daneses que salieron en medio del temporal y consiguieron salvar a la tripulación murieron. Una vez, cuando era pequeño, mi abuelo me explicó que el barco, con sus altos mástiles y las velas de tela izadas, había sido introducido por el cuello de la botella tumbado. Un ingenioso sistema de finos hilos había hecho posible después levantar los mástiles, tensar las velas y afianzar el barco en el fondo, sobre una base de greda pintada.

Pero la tienda beduina que Ahmed había construido me impresionó más que todos los barcos dentro de botellas que había visto. Su técnica y la habilidad de sus dedos eran únicas. Me di cuenta de que con sus dedos probablemente también podía ser un magnífico profesor para alguien que tuviera la intención de ganarse la vida como carterista.

—Es muy bonito —dije—. Esto de la tienda y del jinete sobre el caballo, ¿es algo que tú has vivido?

—Crecí en la Kasbah de Argel —contestó—. El desierto era algo que quedaba lejos de la ciudad. Pero vi fotografías y películas. Además, mi padre era descendiente de beduinos. Durante toda su infancia fue nómada, y levantaban la tienda cada noche en un lugar diferente.

—Debería haberos traído algo —me excusé—. Pero este viaje ha sido muy precipitado.

—Te agradezco que hayas ayudado a Louise a salir de la cárcel.

—Ser carterista en París es algo que uno debe evitar —contesté yo, y me arrepentí al instante de las palabras que había elegido.

—Eso ya pasó —replicó Louise, enojada—. Nada va a ser mejor porque me lo andes recordando.

Ahmed estiró la mano y se la puso en el brazo.

—Tu padre tiene razón, por supuesto —afirmó—. No creo que Fredrik te lo recuerde innecesariamente.

Pronunció mi nombre con acento francés. Probablemente lo hizo para mostrarse cortés. Me arrepentí de mi recelo anterior.

Se levantó.

—Quizá deba dormir unas horas más —dijo.

Se inclinó un poco y abandonó la cocina. Louise salió detrás de él. Yo me preparé para irme.

Louise volvió. Yo me había levantado y tenía la botella de los beduinos en la mano.

—Hay algo más que debes saber —me dijo—. Deja la botella.

Hice lo que ella me indicó y la acompañé a una habitación que estaba detrás de la cocina.

—Esto también es mi vida —dijo abriendo la puerta.

La habitación era pequeña, pintada de blanco y amueblada con sencillez. Una cama, una moqueta, la lámpara. Y una silla de ruedas. La silla estaba vuelta hacia la ventana. Vi la nuca y el cabello de una persona.

—Se llama Muhammed —me dijo Louise—. No hace falta que hablemos bajo porque es sordo.

Louise se acercó a la silla de ruedas. La persona sentada allí soltó un torrente de sonidos incomprensibles. Louise giró la silla de ruedas.

Muhammed era un niño de siete u ocho años. Tenía la cara desfigurada en una mueca que parecía haberse paralizado en una cicatriz. Sus ojos me miraban fijamente. Tuve la sensación de que su retorcida boca podría emitir en cualquier momento un grito de angustia.

—Este es Fredrik, mi padre —dijo Louise en francés, al tiempo que escribía algo en una pantalla conectada a un ordenador colgado en la silla.

Ella me indicó con la cabeza que me acercara.

—No puede mover las manos. Puedes saludarlo acariciándole la mejilla.

Hice lo que me dijo. A punto estuve de retirar la mano al notar que el chico estaba frío.

Sabía que existen varias enfermedades crónicas que hacen que las personas carezcan totalmente de tejido subcutáneo. Las personas que las padecen se quedan frías y a menudo sufren además diversos problemas mentales o físicos. Quizá fuera un caso de hydrocephalus o hidrocefalia. Dado que no tenía la cabeza excesivamente hinchada, dudaba de mi propio diagnóstico.

—El chico tendrá una madre —dije yo.

—Muhammed es hermano de Ahmed —dijo Louise—. La madre se volvió loca cuando él nació y todos comprendieron que nunca iba a poder vivir una vida normal. Ella se perdió en su enfermedad. Pero Ahmed decidió hacerse cargo de él. Por eso emigró a Francia. Los primeros años cuidó él solo a Muhammed. Después llegué yo. Él será el hermano del hijo que espero.

—¿Qué diagnóstico tiene?

—Tiene muchas enfermedades distintas. Además de la sordera, su cerebro no está desarrollado del todo. No puede hablar, como habrás notado. Además, se quedará ciego dentro de unos años.

Volvimos a la cocina.

—Deja la botella —dijo—. Te la voy a empaquetar bien para que no se rompa.

—Entiendo que no me vas a acompañar de vuelta a Suecia.

—Ahora no. No antes de que haya nacido el niño. Después puede que nos mudemos a Suecia. A la isla, cuando la casa esté reconstruida.

Yo no sabía qué hacer. Una parte de mí quería abrazarla muy fuerte. Otra parte, igual de fuerte, solo quería huir de todo y volver a la caravana.

Me preguntó cuánto tiempo había pensado quedarme.

—Me voy mañana —confirmé—. Ya estás fuera de la cárcel. No te han expulsado de Francia. Sé cómo vives. Nada me retiene aquí. Además, es caro vivir en un hotel.

—¿No puedes dormir aquí?

—Ya no me sientan bien las ciudades. Tengo que volver a casa. Echo de menos mi isla y mi casa quemada.

Louise lo pensó un rato antes de decirme:

—Iré esta tarde a tu hotel —propuso—. Te llevaré la botella.

Nos despedimos en silencio en el oscuro vestíbulo. Me sentí inseguro, como una persona muy joven. No me gusta no entender.

Cuando salí a la calle me quedé parado. Faltaban muchas horas para que nos viéramos. Sin haber tomado ninguna decisión, caminé hasta el metro y viajé hacia el sur, hice transbordo y me bajé finalmente en La Bastilla. Fui subiendo poco a poco hacia el ayuntamiento. Debía reservar mi vuelo de regreso. Había pasado algo irremediable. El encuentro con la familia de Louise me había dejado claro que vivíamos en mundos diferentes. No obstante, esperaba que fuera posible cambiar aquello, que nuestros mundos pudieran fusionarse.

Empecé a observar de nuevo a la gente que pasaba por la calle. Cuando alguna vez veía personas mayores, no era más que la confirmación de que éramos la excepción.

Llamé al número que me habían facilitado para reservar mi viaje de vuelta. Después de una larga espera y muchas conexiones, conseguí reservar asiento en un vuelo que salía al día siguiente a las 11.30.

Retomé mi largo paseo en dirección a Montparnasse. Una cantante callejera hizo que me detuviera. Cantaba antiguas canciones de jazz con voz potente y vibrante. Su sombrero estaba repleto. Eché un euro entre el resto de monedas. Me sonrió agradecida. Le faltaban muchos dientes.

Cuando llegué al hotel, me dolían las piernas. Monsieur Pierre estaba detrás del mostrador contando el dinero de la caja.

—Viajo mañana a casa —le informé.

—¿El señor ha concluido su estancia en París por esta vez?

—Quizá para siempre. Eso, a nuestra edad, nunca se sabe.

—Eso es verdad. Envejecer es como caminar por un hielo cada vez más fino.

El bar estaba abierto, pero vacío. Pedí un café.

Al pasar por el mostrador de la recepción oí a Monsieur Pierre en un cuarto interior, oculto tras una cortina oscura. Tarareaba una música que reconocí. Después de escuchar un rato, caí en la cuenta de que era algo de Offenbach.

En mi habitación, encima de la cama, había un mensaje que decía que justo ese día Rachel había limpiado la habitación. Me tumbé y enseguida me dormí. Al despertar, después de lo que yo creí que había sido un largo sueño, me di cuenta de que solo habían pasado veinte minutos. Me coloqué el edredón sobre las piernas y me recosté contra el cabecero de la cama. Volví mentalmente al apartamento en que Ahmed había aparecido de pronto en la cocina. Vi a su hermano inválido, pensé en la suavidad con que Louise les acariciaba el pelo a Ahmed y al chico. Ella me había permitido entrar en su vida, pero yo me había sentido como si hubiera entrado en un lugar donde todo me era ajeno.

Pensé que tenía una hija con una gran humanidad al compartir la responsabilidad por el chico gravemente impedido. Cómo podía Louise armonizar su ayuda a personas gravemente enfermas que querían ver por última vez los cuadros de Rembrandt con ser carterista era más de lo que yo podía comprender. No me cabía en la cabeza. Pero yo existía en su vida y ella existía en la mía. Era un relato que apenas había comenzado. Me pregunté si a través de Louise podría comprender más de mí mismo.

Hasta aquí he llegado. Desde la casa del camarero en Estocolmo hasta la habitación de un hotel en París. Una vez fui un cirujano con un gran porvenir que cometió un error. Ahora soy un anciano cuya casa se ha quemado. No mucho más que eso.

No temo a la muerte. La muerte debe ser liberarse del miedo. La máxima libertad.

Me levanté de la cama, saqué papel de carta de la carpeta marrón que había en el escritorio y traté de formular lo que pensaba. Pero no me salió ninguna palabra, ninguna frase. Solo mapas de archipiélagos imaginarios, donde estrechos angostos, ensenadas secretas, extrañas profundidades en que el escandallo no alcanzaba el fondo, llenaron el papel por ambas caras. Fue el único mapa de mi vida que pude realizar.

Pensé en Ahmed y en la curiosa botella con beduinos que me había regalado. Quizá debería regalarle uno de mis archipiélagos imaginarios en una parte del mundo desconocida para él.

Salí y empecé a caminar. Di una vuelta por Montparnasse antes de colocarme en una salida de metro por la que suponía que tenía que llegar Louise. Estaba oscuro, hacía frío, gente con la mirada esquiva se apresuraba a entrar y salir del subsuelo.

Nadie me veía, nadie me echaba de menos.

Louise llegó unos minutos antes de las siete. Traía en la mano la botella con el beduino, envuelta en periódicos y un papel de embalar marrón. Se quedó sorprendida al verme, y me preguntó si había ocurrido algo. Tuve la sensación de que realmente estaba preocupada por mí.

—Me vuelvo a casa mañana —le dije—. No me gustan las despedidas dramáticas. Ni a ti tampoco.

Se echó a reír. Igual que Harriet, pensé asombrado. No me había fijado en ello antes.

—Entonces nos parecemos en algo —comentó—. Los encuentros o las despedidas se vuelven a menudo insoportables.

Me dio el paquete y dijo que tenía que llevarlo con cuidado. Especialmente cuando lo colocara en el maletero encima de mi asiento en el avión.

—Treinta y dos B, me siento encajado entre dos personas.

Después no quedaba mucho más que decir.

—Iré —aseguró—. Iremos. Pero tienes que volver y construir una nueva casa. Antes no te puedes morir.

—No pienso morirme —contesté—. Y, sí, claro que voy a ocuparme de que se construya la casa. No pienso dejar tras de mí una ruina.

Louise me abrazó y yo a ella. Se dio la vuelta y descendió las escaleras del metro. Me quedé mirándola hasta mucho después de que ella hubiese desaparecido. ¿Esperaba quizá que ella volviera?

Entré en un bistró cercano. En el mantel de papel blanco dibujé mi casa quemada. De memoria, con todos los detalles. No podía imaginarme vivir de otra manera.

Eran las nueve y media cuando decidí volver al hotel. Sobre Montparnasse caía una llovizna suave. Esperaba que los muchos y largos paseos del día me ayudaran a dormir.

Cuando llegué al hotel, Monsieur Pierre ya se había marchado a casa. Al portero de noche no lo había visto antes. Era muy joven, llevaba cola de caballo y un aro en la oreja. Me pregunté súbitamente qué pensaría Monsieur Pierre de compartir su puesto de trabajo con él.

Al instante descubrí a Lisa Modin sentada en uno de los dos sillones de la recepción. Se levantó y me preguntó si molestaba.

—No. —Respondí—. Vengo de despedirme de mi hija. Se ha librado de la cárcel. Pero se queda aquí en París.

No dije nada de Ahmed y de su hermano.

—Me han regalado una botella con una tienda beduina —comenté—. Espero poder vivir algún día en una casa con una estantería donde pueda colocarla.

Ella no dijo nada, seguía mirándome, nada más.

Fuimos hasta el ascensor. Cuando llegamos a mi habitación, dejé el paquete marrón sobre el escritorio. Después me senté en el borde de la cama. Ella se sentó a mi lado. Ninguno de los dos dijo nada. Cuando el silencio se hizo demasiado largo, le dije que volvía a casa al día siguiente.

—Yo también —comentó.

—Quizá viajamos en el mismo vuelo.

—Yo vuelvo en tren. ¿No te lo he dicho? Tengo miedo a volar. Mi tren sale mañana a las dieciséis y veinte.

—¿Hamburgo, Copenhague y Estocolmo?

—Sí. Vine porque quería verte. No sé por qué. No me arrepiento de haberte gritado. Lo pasado, pasado está. Pero no quiero que mi viaje hasta aquí sea totalmente absurdo.

—Quizá compartamos la soledad —dije yo.

—No es tu estilo mostrarte sentimental. Nuestras esperanzas son diferentes. Yo no albergo ninguna, pero tú sí. No tener una esperanza es también una esperanza.

—Vamos a echarnos en la cama —dije—. Nada más.

Ella se quitó el abrigo y los zapatos. Eran rojos y tenían los tacones más altos que cualquiera de los zapatos que le había visto usar hasta entonces. Yo me quité el jersey.

Era la segunda mujer con la que compartía cama durante ese viaje a París. La noche anterior había dormido allí Louise con su profunda respiración. Ahora tenía a Lisa Modin a mi lado.

Pensé en la arena y en la tienda y en el caballo del beduino.

Fue un instante de gran sosiego, una libertad se abría camino. De pronto, el fuego y mi huida de la cegadora luz quedaban muy lejos.