3

Me quedé contemplando mi casa calcinada. Si observaba los escombros durante bastante tiempo, era como si la casa se levantara de nuevo de entre las cenizas.

El lugar del incendio recordaba un escenario bélico. Las ruinas podían haber sido el resultado de la explosión de granadas lanzadas desde tanques que hubiesen pasado por ahí.

Me sentí cada vez más sobrecogido. Contemplar el manzano ennegrecido me llenó de tristeza y de rencor. Era como un atropello a la memoria de mis abuelos. Me imaginé que el árbol ahora daría manzanas negras y malolientes. Nadie podría comerlas. El árbol vivía y, sin embargo, estaba muerto.

Me acerqué. Las oscuras ruinas eran también un cementerio. Toda mi vida anterior había sido incinerada. Durante unas violentas horas nocturnas la casa se había transformado en un horno, en el cual todas mis pertenencias se habían fundido por completo en un fuego devastador.

Habían pasado ya doce horas desde que salí corriendo de la casa calzado con dos botas del mismo pie. Todavía no podía comprender la magnitud de lo que había sucedido. Aún seguía viviendo en la casa en que había jugado de niño y a la cual me había mudado después, cuando ya no fui capaz de seguir ejerciendo de médico.

Sentí una nostalgia, imprecisa pero creciente, por todo lo que se había quemado. Más que nada, quizá, por mis cuadernos de bitácora, a los que yo llamaba mis diarios, que se habían quedado dentro y ahora se habían convertido en ceniza muerta. No pensé, ni por un momento, en los diarios de tapas negras cuando salí precipitadamente de la casa. Entonces llevaba mi propia vida en brazos. Escapé corriendo con las manos vacías de las fauces del dragón.

Después pensé en los zapatos de Giaconelli. Lo único que quedaba de ellos era la hebilla ennegrecida depositada en la manta de plástico de Alexandersson.

Parecía un insecto. Quizá un ciervo volante, escarabajos que había visto de pequeño en verano. Habían desaparecido sin que, por lo visto, nadie supiera por qué. En alguna ocasión le pregunté a Jansson si no quedaría alguno en los robledales del archipiélago. Él preguntó a todos los vecinos a quienes repartía el correo. Nadie había visto ciervos voladores desde la década de 1960, salvo la vieja viuda Sjöberg, que vivía en la solitaria casa de Nässelholmen; allí había muchos, dijo. Pero en las islas se la conocía por mentir acerca de todo, incluida su edad.

Con la destrucción, los zapatos de piel hechos a mano que el propio Giaconelli me regaló en una ocasión se habían transformado en un ciervo volador de metal ennegrecido. Me pregunté de qué estaría hecha la hebilla. Del candelabro de plata que les regalé a mis abuelos cuando celebraron sus bodas de oro no quedaba nada. La plata se había fundido con el resto de las cenizas del incendio.

Pero la hebilla había sobrevivido al fuego. Ya no podría preguntarle a Giaconelli qué material había utilizado. Después de pasar muchos años en los bosques de Hälsingland, donde instaló su taller de zapatería envuelto en la música de ópera que salía de un viejo aparato de radio, de repente había vuelto a Italia.

Parecía que hubiera abandonado el taller a toda prisa. Nadie, en su reducido círculo de amigos, intuyó lo que estaba a punto de ocurrir. La puerta de la casa ni siquiera estaba cerrada. Daba portazos a causa del viento cuando llegó un vecino para que le pegara la suela que se le había despegado de un par de zapatos de trabajo.

Giaconelli había terminado todos sus pedidos antes de levantarse de la silla de trabajo y desaparecer sin más.

Después supe por Louise, mi hija, que había regresado en tren a Italia, a su pueblo natal, Santo Ferrera, al norte de Milán, y que allí se había acostado en la cama de una humilde pensión para morir.

Ignoraba qué había sido de sus herramientas, de su taller y de sus hormas. El hecho de que Louise no me hubiera dado razón de ello debía de significar que ella tampoco lo sabía.

Cogí la hebilla de la manta de plástico. Habían pasado dos semanas desde la última vez que hablé con Louise. Me llamó por la noche justo cuando acababa de quedarme dormido. Ella se encontraba entonces en un bullicioso café de las afueras de Ámsterdam. No me dijo qué hacía allí, a pesar de que se lo pregunté dos veces. La conversación fue muy corta. Llamaba para asegurarse de que seguía vivo; yo, por mi parte, también le pregunté si se encontraba bien. Casi se diría que hemos establecido una relación médico-paciente, y que en lugar de la ronda de control utilizamos el teléfono.

La hebilla se había convertido en el recuerdo ennegrecido de un par de zapatos de piel hechos a mano y de un tiempo pasado en el que había ciervos voladores en la isla. Me preguntaba cómo reaccionaría Louise cuando supiera que la que con el tiempo habría de ser su casa había quedado arrasada por el fuego.

Conocía tan poco a mi hija que no podía imaginarme en absoluto cuál iba a ser su reacción. Louise podía encogerse de hombros y después no volver a hablar del tema. Pero también podía sufrir un ataque de cólera que resultara en acusaciones contra mí por no haber evitado el incendio. Para ella yo podría ser un incendiario sin que hubiera la más mínima prueba de que había sido yo quien había provocado el incendio.

Volví a dejar la hebilla en la manta de plástico, regresé a la caravana, me terminé los últimos bocadillos de Jansson y bajé al cobertizo. Allí tengo un pequeño barco de plástico sin cubierta y con motor fueraborda. Este tiene dieciocho caballos de potencia, y si el tiempo es bueno y la mar está en calma, alcanzo una velocidad de 12 nudos. Arranqué el motor, me senté en un cojín enmohecido y cie para salir. Bordeé el cabo y aceleré.

Cuando me volví me sobresalté. Siempre había podido ver por encima de los árboles el tejado y la fila de ventanas del piso de arriba. Ahora solo había allí un espacio vacío. Me impresionó tanto aquel descubrimiento que a punto estuve de chocar con las pequeñas rocas emergentes de Kogrundet, que se encuentran justo al doblar la punta. En el último minuto conseguí girar a un lado.

Fuera, en la bahía, paré el motor. El mar estaba desierto, ningún ruido, ningún barco, apenas algunas aves. Una serreta solitaria sobrevolaba el mar a gran velocidad casi a ras de agua en dirección a las islas exteriores.

Sentí frío. Brotaba de mi interior. El viento empujaba, invisible, el bote. Yo me tumbé en el suelo del barco y me quedé mirando fijamente al cielo, donde las nubes habían empezado a juntarse. Habría tormenta por la noche.

El agua chapoteaba tranquila contra la fina capa de plástico que cubría el casco. Yo trataba de decidir qué iba a hacer.

Sonó el móvil que me había prestado Jansson. Solo podía ser él.

—¿Tienes problemas con el motor? —preguntó Jansson.

«Me ve», pensé, y giré la cabeza. Pero el mar estaba desierto. No se veía el barco de Jansson.

—¿Por qué habría de tener problemas con el motor?

Me arrepentí del tono irritado. Jansson siempre quería hacer el bien, nunca tenía otra intención. A veces se me había pasado por la cabeza que la gran cantidad de correo que había repartido durante tantos años era una especie de declaración de amor a la población que se consumía lentamente en las islas. El hecho de que leyera todas las tarjetas postales que enviaban o recibían los veraneantes seguramente lo consideraba una obligación en el ejercicio de su cargo como postillón de las islas. Debía mantenerse informado de las opiniones que tenían esas personas, que aparecían en verano, sobre la vida y la muerte y sobre todos nosotros, los vecinos que vivíamos aquí, en las islas.

—¿Dónde estás? —le pregunté.

—En casa.

Mentía. Desde su casa en la isla de Stångskär era imposible que me viera mientras yo navegaba despacio por la bahía. Aquello me decepcionó. Durante los años que he vivido en las islas he decidido no dejarme desanimar nunca por el comportamiento de las personas. Que Jansson, de vez en cuando, no fuera del todo sincero, no me preocupaba. Pero ¿justo ahora, cuando acababa de perder mi casa en un devastador incendio?

Sospeché que se hallaba en alguna roca con los prismáticos en la mano.

Le dije que había apagado el motor porque necesitaba pensar en qué situación me hallaba. Que ahora continuaría hacia la península para comprar todo lo que precisaba.

—Ahora arranco el motor —dije—. Si estás escuchando, oirás que funciona como es debido.

Corté la conversación antes de que él pudiera añadir nada. El motor arrancó. Aceleré y seguí rumbo a tierra.

Mi coche es viejo, pero de fiar. Lo tengo aparcado fuera del puerto en un terreno cuya dueña es una mujer algo extraña que se llama Rut Oslovski. Que yo sepa, nadie la llama Rut, todos la llaman Oslovski. Ella me permite aparcar allí a cambio de que yo de vez en cuando le tome la tensión. Guardo un tensiómetro y un estetoscopio en la guantera del coche. Oslovski tiene la presión sanguínea demasiado alta, pero los últimos años ha empezado a tomar Metoprolol. Dado que no ha cumplido aún los cuarenta, creo que lo mejor será mantener su tensión bajo control.

Oslovski tiene el ojo izquierdo de cristal. Por lo visto, nadie sabe cómo lo perdió. En realidad, nadie sabe gran cosa de ella. Según me ha contado Jansson, apareció de improviso en el archipiélago hace aproximadamente veinte años. Entonces su pronunciación del sueco era mala. Había conseguido asilo en Suecia y, con el tiempo, la nacionalidad sueca, y afirmaba que era de Polonia. Pero Jansson, que era muy desconfiado, aseguraba que nadie había visto nunca su pasaporte ni ningún otro certificado que acreditara de verdad que era ciudadana sueca.

Sorprendentemente, Oslovski resultó ser una experta mecánica de coches. Además, no se arredraba a la hora de aceptar los trabajos más duros, como reparar los embarcaderos a finales del otoño o principios de la primavera, cuando el deshielo del mar había dañado los diques hechos con cajas llenas de piedras y había torcido los embarcaderos.

Era fuerte, ancha de hombros, no guapa, pero amable. Casi siempre iba sola.

Los demás trabajadores de las islas la vigilaban disimuladamente. Pero nadie pudo demostrar que les quitara el trabajo ofreciendo tarifas más bajas.

Oslovski vivió al principio en una casita rústica en el interior del pinar, a varios kilómetros del mar. Después se compró la casa abajo, junto al puerto, cuyo dueño era un práctico del puerto jubilado.

Jansson le había preguntado a su colega que repartía el correo en el puerto. Oslovski no recibía nunca correo. Tampoco estaba suscrita a ningún periódico. Ni sabía si tenía siquiera un buzón al lado de la calle.

A veces desaparecía y pasaba varios meses fuera. Nadie sabía adónde iba. Luego, un día volvía a aparecer. Como si no hubiera pasado nada. Se movía como un gato en la oscuridad.

Amarré mi barco en el interior del puerto y subí a buscar el coche. Oslovski no apareció. El coche arrancó enseguida. Temo el día en que se dé por vencido y decida convertirse en chatarra.

Normalmente tardo veinte minutos en llegar al pueblo, pero justo aquel día llegué bastante más rápido. No frené hasta que no me di cuenta de que estaba conduciendo de manera imprudente. Empecé a intuir que el incendio de mi casa había acabado a su vez con algo en mi interior. También las personas pueden tener vigas maestras que se rompen.

Aparqué en la calle principal, que en realidad es la única del pueblo. Este se halla en el interior de una bahía contaminada por los metales pesados procedentes de las industrias que hubo allí antes. Recuerdo desde mi infancia la pestilencia de una tenería.

La sucursal de Sparbanken está en un edificio blanco justo enfrente de la contaminada bahía.

Me acerqué a la caja y dije que no tenía la tarjeta del banco ni el carnet de identidad, que todo había desaparecido en el incendio. El empleado me conocía, y sin embargo parecía que no sabía qué debía hacer. Hoy en día, una persona sin carnet de identidad constituye siempre una forma de amenaza.

—Me sé mi número de cuenta —dije.

Repetí los números mientras él los escribía. Después introdujo mi contraseña en su ordenador.

—Tiene que haber unas cien mil coronas —aclaré—. Cien arriba o cien abajo.

El empleado entornó los ojos frente a la pantalla, como si no diera crédito al texto que había aparecido.

—Noventa mil nueve coronas —dijo.

—Necesito sacar diez mil —dije yo—. Como ves, llevo la parte de arriba del pijama en lugar de una camisa. Todo ha desaparecido.

Había alzado la voz deliberadamente al explicar lo que había ocurrido. La oficina se quedó en silencio. Detrás del mostrador había dos mujeres, además del empleado que me estaba atendiendo. Tres clientes esperaban su turno. Todos me miraron. Yo hice una inclinación absurda, como si hubiese recibido silenciosos aplausos.

El empleado contó mis billetes. Luego me ayudó a solicitar una nueva tarjeta.

Salí del banco y me dirigí a la cafetería, al otro lado de la calle. En la oficina había cogido un bolígrafo de propaganda y unos cuantos impresos para reintegros. Escribí una lista de lo que tenía que comprar.

Resultó muy larga. Cuando no quedaba espacio para nada más ni en los impresos ni en la servilleta, me di por vencido.

Me pregunté entonces cómo iba a poder sobrellevar el dolor y la tristeza que pesaban sobre mí. Era demasiado viejo para empezar de nuevo. El futuro era inescrutable. No veía ninguna salida.

Estrujé los impresos y la servilleta, apuré mi té y salí. Después compré unas camisas y ropa interior, jerséis y calcetines, pantalones y una cazadora, en la única tienda de confección que hay en el pueblo. No presté atención a la calidad ni al precio. Tras cargar las bolsas en el coche, me dirigí a la zapatería para comprar unas botas de lluvia. El único par que encontré estaba fabricado en Italia. Aquello me indignó. La empleada era una chica joven que llevaba un velo islámico alrededor de la cabeza y que hablaba mal sueco. Me esforcé por comportarme amablemente, pese a que estaba enfadado porque no tenían botas normales y corrientes de la marca Tretorn.

—¿No tenéis botas Tretorn? —pregunté.

—Tenemos estas —respondió ella—. Ninguna más.

—Es increíble que en una zapatería sueca no vendan las clásicas botas suecas.

Aunque seguí esforzándome por parecer amable, ella debió de captar mi mal humor por el tono de voz. No era sincero. Cuando vi que se asustaba, me indigné aún más. Había hecho una pregunta normal, sencilla, que no pretendía ser descortés ni amenazadora.

—¿Sabes al menos de qué te estoy hablando? —pregunté.

—No tenemos otras botas —dijo ella.

—Lo siento, pero entonces no las quiero. —Respondí.

Salí de la tienda. No pude evitar cerrar dando un portazo.

En la ferretería tampoco tenían botas, solo calzado especial para diversas actividades laborales, calzado diseñado para proteger los dedos de los pies. Me compré un reloj de pulsera barato y continué hasta una tienda que hay en el puerto donde compré comida. En la caravana había un hornillo de butano, alguna cazuela y una sartén. No compré nada de lo que quería, pero tampoco nada que no necesitara. Llené con desgana mi cesta de plástico negro.

Al pasar por la farmacia me acordé de que mi maletín de medicamentos había desaparecido con el fuego. Entré. Todavía conservo mi carné de médico colegiado y el derecho a prescribir medicamentos sujetos a receta médica.

Antes de volver al coche compré un móvil con tarjeta prepago.

De pronto caí en la cuenta de que no tenía electricidad después del incendio.

Conduje de vuelta al puerto. De las diez mil coronas que había sacado me quedaba aproximadamente la mitad. Aparqué el coche donde solía. La puerta de la casa de Oslovski estaba cerrada. Había un cadáver de corneja cenicienta medio podrido en la grava de la entrada. ¿Estaría Oslovski fuera en uno de sus misteriosos viajes?

Coloqué las bolsas de plástico en el barco y fui luego a la tienda de accesorios de pesca del puerto. Allí había botas y eran de fabricación sueca, al menos tenían la marca Tretorn. Pero no había mi número. Encargué un par y me dijeron que tardarían seguramente dos semanas en recibirlas.

El encargado se apellida Nordin. Siempre ha estado allí. Cuando comentamos lo del incendio, hablaba como con un velo de luto en la voz. Nordin tiene muchos hijos. Se ha casado tres o cuatro veces. Su actual mujer se llama Margareta, pero con ella no tiene hijos.

Jansson asegura que Nordin suele hacer trucos de magia para sus hijos. Ignoro si es cierto.

Cuando salí al embarcadero, estaba helado. Saqué una chaqueta de una de las bolsas de plástico y entré en la cafetería que hay por encima de la tienda de accesorios de pesca. Pedí un café y un mazarin. Cuando levanté el dulce de almendra del plato, se cayó hecho migas.

Me senté a una mesa con vistas al puerto, saqué el móvil y lo puse a cargar en un enchufe que había en la pared.

Un hombre que está a punto de cumplir setenta años y sin un lugar donde vivir después de que su casa ardiera. Sin más pertenencias que un cobertizo, una caravana, un barco sin cubierta de trece pies de eslora y un coche viejo. La pregunta es qué va a hacer ahora. ¿Tiene algún futuro ese hombre? ¿Tiene alguna razón para seguir viviendo?

Me detuve en seco en mitad de la reflexión. Mi hija Louise, ¿por qué no había pensado antes que nada en ella? Sentí vergüenza.

No supe si fue por efecto del mazarin hecho migas o por lo que estaba pensando en ese momento, el caso es que empezaron a caerme las lágrimas. Tomé la servilleta de papel y me sequé los ojos. Veronika, que trabajaba en la cafetería, se dejó entrever varias veces en el interior de la cocina. Aquella era la imagen de la soledad más absoluta. Un hombre mayor que en otoño se sienta en una cafetería desierta, un cliente solitario junto a un puerto al que los veleros y los yates no volverán hasta el próximo verano.

Me di cuenta de que tenía que llamar a Louise. Aunque yo prefería esperar, ella nunca me perdonaría que no la hubiera informado de inmediato de lo ocurrido. Tengo una hija intransigente que carece de la tolerancia y la paciencia que yo creo poseer. Me recuerda a Harriet, su madre, que un día, hace unos años, apareció caminando sobre el hielo con su andador y después murió en mi casa en verano.

La puerta de la cafetería se abrió e interrumpió mis pensamientos. Entró una mujer de unos cuarenta años. Llevaba puestas unas de esas botas de lluvia verdes que yo me había pasado el día buscando, una cazadora abrigada y una bufanda enrollada alrededor de la cabeza y el cuello. Cuando se quitó la bufanda, vi que llevaba el cabello corto. Era guapa. La mujer se había acercado a la barra y observaba los tristes mazarines que allí había.

De repente se volvió hacia mí y sonrió. Yo asentí con la cabeza mientras me preguntaba si la habría visto antes y ahora no lo recordaba. Veronika salió de la cocina. La mujer pidió un café y un bollo. Se acercó a mi mesa. Yo no sabía quién era. Su cara me resultaba desconocida.

—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó.

Sacó la silla sin esperar respuesta. Un rayo del pálido sol de otoño le iluminó la cara cuando se sentó. Ella alargó la mano hacia la cortina amarilla y la corrió hasta que los rayos de sol desaparecieron.

La mujer sonrió. Vi que tenía unos dientes bonitos. Respondí a su sonrisa con otra, pero solo mostré una pequeña parte de los dientes del maxilar superior, que me parece que todavía conservan un esmalte presentable. Mi hija Louise ha heredado los dientes de su madre, que lamentablemente no eran tan buenos como los míos. En alguna ocasión, cuando Louise ha estado de visita y ha bebido demasiado, de repente, de forma totalmente inesperada, me ha echado en cara que sus dientes no sean tan blancos como los míos.

—Me llamo Lisa Modin —se presentó la mujer—. Y tú debes de ser el hombre que anoche vio su casa asolada por el fuego. Cosa que lamento, naturalmente. Debe de ser terrible y muy triste. Una casa y un hogar no dejan de ser la piel de una persona.

Hablaba con un ligero acento que podría ser de Södermanland. Pero no estaba seguro. Y aún menos seguro estaba de por qué se había sentado a mi mesa. La mujer se desabrochó su cálida cazadora y la colgó en la silla de al lado.

Yo aún no sabía qué quería, pero no me importaba. Solo el hecho de que se hubiera sentado a mi mesa hizo que, en un súbito acceso de locura, empezara a amarla.

«Un hombre mayor no dispone de mucho tiempo», pensé, «el amor repentino es lo único que podemos esperar».

—Me llamo Lisa Modin y soy periodista. Escribo en el periódico local. El redactor jefe me ha pedido que viniera aquí para ver el lugar del incendio y hablar contigo. Pero cuando entré en la tienda de accesorios de pesca del puerto y pregunté cómo podía llegar hasta tu isla, me dijeron que seguramente estarías en el supermercado. Allí no estabas. Pero estabas aquí.

—¿Cómo supiste que me encontraba aquí?

—El hombre de la tienda te describió lo mejor que pudo. No ha sido tan difícil ver que eras tú, más que nada porque en la tienda de alimentación no había nadie y aquí solo estás tú.

Sacó una libreta del bolso. De pronto pareció que le irritaba la música de la radio de la cocina. Se levantó, se acercó a la barra y le pidió a Veronika que bajara el volumen. Pasados unos instantes la radio enmudeció totalmente.

Ella sonrió cuando volvió a la mesa.

—Puedes venir conmigo —dije yo—. Si soportas viajar en un barco pequeño sin cabina.

—¿Y me traes de vuelta luego?

—Naturalmente.

—¿Vives en la isla? Tu casa se acaba de quemar, ¿no?

—Tengo una caravana.

—¿En la isla? Creía que la isla no era tan grande. ¿Hay carretera?

—La historia de la caravana es larga.

La periodista tenía un bolígrafo en la mano, pero todavía no había abierto la libreta.

—La información acerca del incendio es una cosa —dijo—. De eso se encarga el redactor tras hablar con los bomberos y la policía. Su idea era que yo escribiera un artículo más profundo sobre lo que significa para una familia que las llamas arrasen con tu hogar.

—Yo vivo solo.

—¿No tienes ningún animal de compañía?

—Han muerto.

—¿En el incendio?

La mujer parecía aterrada solo de pensarlo.

—Están muertos y enterrados.

—¿No tienes mujer?

—Ella también ha muerto. La incineramos. Pero tengo una hija.

—¿Qué dice ella de lo ocurrido?

—De momento, nada. No lo sabe.

Me observó con atención, después dejó el bolígrafo y se tomó el café. Vi que llevaba un anillo con una piedra de ámbar en la mano derecha. No vi ningún anillo en la mano izquierda.

—Hoy es demasiado tarde —dijo—. ¿Qué tal mañana? ¿Tienes tiempo?

—Tengo todo el tiempo del mundo.

—¿Cómo vas a tenerlo si todo lo que tenías se ha quemado?

No respondí porque naturalmente ella llevaba razón.

—Puedo venir a buscarte mañana —dije—. Dime a qué hora.

—¿A las diez? ¿Es demasiado pronto?

—Está bien.

Ella señaló hacia la ventana.

—¿Ahí abajo?

—Amarro al lado de los surtidores de gasolina. Ponte ropa de abrigo. Mañana puede que llueva.

Apuró su taza de café y se levantó.

—Estaré aquí a las diez —dijo, y luego desapareció de la cafetería.

Oí arrancar un coche. Me pregunté si ella sabría cómo me llamaba.

Volví a casa navegando sobre el mar oscuro. Todo el barco estaba lleno de bolsas de plástico. Pensé en Lisa Modin y en el movimiento de sus manos al ponerse la bufanda alrededor del cuello y la cabeza. Sentí una gran expectación pensando en el día siguiente.

Cuando giré alrededor de Höga Tryholmen esperaba que el barco de la guardia costera estuviera atracado en el embarcadero. Pero este estaba vacío. Amarré el barco en el cobertizo y llevé las bolsas de plástico a la caravana. Antes de marcharme, había enchufado la pequeña nevera que tenía. Además, había puesto el radiador. Cuando entré en la caravana hacía calor. Comprobé la bombona de butano. Estaba casi llena.

Me puse a desempaquetar la ropa recién comprada y, casi sin pensar, empecé a comprobar dónde la habían fabricado. En las etiquetas de las tres camisas ponía que en China. Continué con la ropa interior y los calcetines. También en China. La cazadora había sido fabricada en Hong Kong. Así pues, a partir de ese momento tenía que ir por ahí vestido con ropa de China. Hasta que no recibiera mis botas, nada de lo que me pusiera para combatir el frío exterior procedería de ningún otro lugar más que de la lejana China.

Colgué las camisas y me pregunté por qué me parecía que eso tenía importancia. ¿Acaso no estaba buscando solamente algo de lo que quejarme? Como si lo último que le quedara a un hombre mayor fuera quejarse.

Me puse una de las camisas azules, un jersey y la cazadora. Arriba, en el lugar del incendio, había dejado de salir humo. Sin embargo, el fuerte y penetrante olor que desprendían las vigas de roble empapadas de agua salada era aún desagradable. El olor hacía que me mareara si me acercaba demasiado a los escombros. Caminé despacio alrededor de los restos de la casa para ver si, a pesar de todo, quedaba algún objeto, aparte de la hebilla de uno de los zapatos de Giaconelli. Pero no encontré nada. La sensación de estar observando un escenario de guerra me acometió de nuevo.

Mientras caminaba alrededor de las ruinas me detuve junto a la manta de plástico. Fruncí el ceño. Algo había cambiado. Me quedé parado varios minutos antes de darme por vencido. Había notado algo, pero no era capaz de decir qué era.

Eché un vistazo a mi nuevo reloj de pulsera. Me siento perdido si no sé qué hora del día o de la noche es. Puede que sea porque mi padre no era puntual y, al menos en una ocasión, lo despidieron del restaurante donde trabajaba por llegar tarde tres días seguidos.

Subí a la parte más alta de la isla. Desde allí hay vistas a los cuatro puntos cardinales. Mi abuelo construyó una vez un banco donde solían sentarse él y mi abuela en las cálidas tardes de verano. Si hablaban o permanecían en silencio, no lo sé. Pero una vez, siendo niño, unos años antes de que murieran, tomé los prismáticos del abuelo y los enfoqué hacia ellos cuando estaban sentados allí. Para mi sorpresa, descubrí que estaban cogidos de la mano.

Solo era una expresión evidente de cariño y agradecimiento. Llevaban sesenta y un años casados.

El banco está deteriorado. No lo he cuidado. Lo he desatendido, como tantas otras cosas aquí en la isla.

Me quedé contemplando el archipiélago. Fijé la mirada en un pequeño islote, al este de mi isla. El islote forma parte de mi propiedad, pero no tiene ningún nombre. En realidad, está formado solo por dos peñascos y una pequeña hondonada, donde crecen algunos árboles. Pero la hondonada es tan profunda que se encuentra al abrigo de los vientos. De pequeño solía construir cabañas allí. Desde que cumplí diez años y ya sabía nadar bien, mis abuelos me dejaban quedarme a dormir allí cuando hacía buen tiempo.

De adolescente tenía una tienda de campaña en el islote durante el verano. Ahora lo veía de otra manera. De pronto me había asaltado una idea ante la que, de momento, no sabía qué actitud adoptar.

Continué mi paseo por la isla. Por el lado oeste alcancé a ver dos visones que desaparecieron rápidamente entre las rocas. Por lo demás, todo estaba en calma. Era como si me encontrara completamente solo en una tierra abandonada.

Me detuve de nuevo al lado de la manta de plástico. De repente me di cuenta de qué era lo que antes me había llamado la atención. Lundin y Alexandersson habían vuelto al lugar del siniestro mientras yo había estado en el pueblo. Después se habían marchado sin avisarme de si iban a volver o no.

No podía demostrarlo. Pero estaba seguro de ello.

Me di cuenta de que era sospechoso de haber provocado el incendio. Puesto que no había ninguna causa evidente del fuego, ellos deberían investigar también la posibilidad de que yo fuera un incendiario.

Naturalmente, sabía que yo no había hecho nada. Pero ¿cómo soportar que los demás piensen que eres un criminal?

Mi vida ya se había ido a pique en una ocasión, cuando mi carrera de médico acabó tras la desafortunada operación.

¿Me enfrentaba a otra catástrofe? ¿Cuánto sería capaz de soportar?

Bajé al cobertizo y cogí el tensiómetro que suelo usar cuando examino las supuestas dolencias de Jansson. Me arremangué la camisa china, doblé el brazo y me tomé la tensión. Estaba en ciento sesenta y noventa y ocho. Para mí era inusualmente alta. Comprobé la tensión midiendo también la del otro brazo. Ciento cincuenta y nueve y noventa y nueve. No me gustó el resultado, aunque comprendía que el incendio de la casa era la explicación. Había sufrido una conmoción. Tenía medicamentos, incluido Metoprolol, aunque no lo tomaba, pero lo había comprado ese mismo día en la farmacia. Eso me ayudaría a bajar la presión. Si fuera necesario, podría tomar también Oxazepam, un ansiolítico que utilizo en contadas ocasiones.

Me tomé el pulso. Lo tenía en setenta y ocho. Un poco alto, pero nada preocupante. Volví a dejar el tensiómetro en la caseta. Oí el motor de un barco a lo lejos. El ruido era tan bajo que no podía precisar de qué barco se trataba. Después de un momento desapareció.

De repente me acordé de que había un viejo despertador de cuerda en el cobertizo. Lo recordaba de cuando era niño. Lo que no sabía era si funcionaría. Lo encontré entre las herramientas y salí con él al banco. El muelle aguantó cuando le di cuerda con cuidado. El reloj empezó enseguida a hacer tictac y las agujas comenzaron a moverse. Lo puse en hora y lo coloqué en el banco a mi lado. En aquel momento, ese reloj, el móvil y las camisas chinas eran mis pertenencias más valiosas.

Había empezado a levantarse viento. La veleta del tejado del cobertizo fluctuaba entre el sur y el oeste. Agarré el despertador y me levanté.

Ya no podía esperar más. Tenía que intentar ponerme en contacto con mi hija Louise.