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MADRID, 2007

La fiesta de inauguración de su espectacular triplex estaba siendo un éxito. Había comprado las dos plantas inferiores para invertir parte del finiquito que casi le costó la vida. Unos buenos amigos, alguna mujer y buena música. Todos sus amigos llevaban un rato borrachos y la estrella de la noche había sido Aguilera, que había contado la salida del garaje con los fugitivos, no menos de diez veces, incluyendo la llamada de Tarso pidiéndole que retirara el Porsche de la puerta de la Estación de Chamartín en cuanto Jaime lo aparcara. Él no había probado una sola gota de alcohol, su última copa, el tercer whisky en la suite del Hotel Victoria. Decidió que estando sereno, quizás se diera cuenta de si sus amigos tenían alguna vida en un universo paralelo. Mientras escuchaba de nuevo la historia, centró de nuevo la balda negra del mueble de la televisión donde, el cáliz que sirvió para que Martín Pérez escondiera un secreto que, cinco siglos después, pudo convertirse en el arma más peligrosa jamás construida, descansaba por fin. Ahora, las investigaciones de tantos años se encontraban en el SCB, guardadas para siempre, a menos que los chicos del Mossad hubieran decidido utilizar las llaves que Tarso le robó a Cooley. Mientras se sorprendía de estar todavía vivo, se daba cuenta de lo absurdo e importante en lo que te puedes convertir sin saberlo, siendo un Jaime Núñez cualquiera o un judío converso en la España de los Reyes Católicos. Contemplándola, se preguntaba si algún día las dos llaves perdidas que le birló a Tarso en sus narices y que descansaban dentro de la copa, abrirían, algún día, la puerta a la muerte.

Madrid, diciembre de 2007