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MADRID, 2006

—El día que me despidió, todas las alarmas se encendieron. Nuestra gente que trabajaba en su casa, detectó demasiada actividad, de hecho Cooley Jr., volvió a toda prisa desde Nueva York, donde se suponía que estaba en una reunión, aunque realmente estaba en Las Vegas, gastando el dinero de su padre y rodeado de chicas, chicos y vino. Así que me dijeron que debía entrar en la cámara esa misma noche.

—¿Entraste en la cámara del viejo? Esto se pone interesante. ¿En esa que se suponía a prueba de bombas y a la que sólo él tenía acceso?

—Sí.

—Si salimos de está quizás podamos montar una empresa de, no sé, atracar bancos, tal vez.

—Estás empezando a cansarme, bonito.

—Te recuerdo que tus simpáticos jefes espías y vete a saber cuántos más, de países en los que los derechos humanos sólo vienen en los libros extranjeros, aunque prefiero no estar al tanto por mí salud mental, probablemente me quieran arrancar las uñas para preguntarme por cosas que no sé, y el problema será cuando no me crean. Yo era muy feliz aquí, en breve iba a buscar trabajo, mil euros al mes nada menos—a Jaime se le escapó una sonrisa—. Así que si no te importa el que empieza a estar un poco cansado de este embrollo en el que me has metido tú, soy yo. Bonita.

Beth le miró con cierta ternura. En el fondo el pobre tenía razón, pero su conciencia le había obligado a incluirle en este desastre, además si alguien podía entender en que había empleado la Cooley su esfuerzo y dinero todos estos años, era él.

—Sabíamos como entrar, pero no conocíamos todos los sistemas de seguridad de la cámara, los bancos suizos siguen siendo casi inexpugnables, y no conseguimos robarles todos los planos de la cámara. El viejo había copiado el diseño del SCB pero en versión reducida. La CIA se encargó de que el tipo que diseñó la caja fuerte nos contara hasta el número de tornillos que tenía. El Presidente en persona autorizó mi entrada.

—Querrás decir asalto.

—Ponle el nombre que quieras. Entré sin problemas, la verdad es que era menos segura de lo esperado, y la cámara en si sólo tenía recuerdos del viejo y de su mujer. Abrí la caja sin problemas, aunque esto fue mérito de los sutiles interrogatorios de mis compañeros. Algo de dinero, muchos papeles y...

—Y un sobre con los códigos que relacionan las muestras con las que trabajábamos con el origen de los pacientes. Y lo abriste, le echaste un vistazo y te pareció lo mismo que a mí, que aquello estaba más podrido que una manzana en un campo de concentración y discúlpame la comparación. Muy bien ya lo tenías, y ¿me puedes explicar qué tengo que ver yo en todo esto?

—Pues sí. Lo vi y me asusté. Empezaron a pasar teorías por mí cabeza pero no podía confirmar ninguna sin tu ayuda. Créeme, lo hice por ti. Si hubiera pasado esa información directamente habrían tardado meses en descifrarla y al final te hubieran tenido que, llamémoslo, reclutarte, para que tú lo resolvieras. Eso, si tenías la suerte de ser solicitado por la CIA. Hay muchos países trabajando en esto, lo sabes Jaime y nosotros todavía tenemos algo de compasión. Además, por primera vez en todos esos años, dudé. ¿Qué haría mi país con esa información? No somos hermanitas de la caridad y he participado en muchas barbaridades en nombre de mí patria, he robado y matado pero esto me parecía demasiado, así que les dije que no había nada de importancia que no supieran ya y te envié el sobre.

—Gracias—ironizó mientras abría la tercera cerveza—. Obviaré eso de que has matado porque yo también robé una vez un bolígrafo, pero por cierto, la taberna, ¿fuisteis vosotros?

—Sí. Y llevo casi una semana mintiendo constantemente, a ti y a ellos, y ya no puedo más. Además, esta tarde localizaron al dueño del apartado de correos, Ken Adams, uno de...

—¿Quién coño es Ken Adams?

—Uno de mis alias.

—Joder, que lista que eres, ¿no podías haber utilizado otro nombre? Eso se me ocurre hasta a mí, que no he hecho ningún curso de espías.

—Pues no, no se me ocurrió, fue todo demasiado rápido. Tenía que enviártelo lo antes posible, eras la única esperanza para mí.

—Gracias por la confianza de nuevo, pero deberías haber buscado un cura mejor que a mí. Las conciencias se me dan fatal.

—No Jaime, creo que acerté contigo. ¿Sabes a qué se dedicaba el viejo?

Su cara había cambiado, y Núñez se dio cuenta, pero la tercera lata de medio litro comenzaba a hacer efecto.

—Pues no, no me he revisado la documentación en profundidad. Pero también tengo mis ideas, me encantaría confirmarlas pero no creo que éste sea el momento, estoy muerto de sueño. Son las cuatro de la mañana.

Ambos se miraron durante un rato, el uno medio borracho, deseando que alguien apagara la luz para poder dormir, ella, esperando que todas las molestias que se había tomado fructificaran en algún momento.