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BAMBURGH, 1588
El palo mayor del Nuestra Señora del Rosario se alejaba cubierto de espuma, zarandeado y maltratado como un niño en brazos de un gigante. Lo que no habían sido capaces de conseguir los barcos, al mando de ese hijo de mil padres de Francis Drake, lo acabarían consiguiendo las malditas tormentas del Mar del Norte.
Aunque más de secano que el trigo, era consciente de que no le quedaban muchas más opciones aparte de agarrarse fuerte a la tapa de un tonel de galleta, que la providencia le había hecho llegar. Y rezar. Su compadre Antón Fraga, de Muxía, Costa de la Muerte, gallego, español y con dos cojones más grandes que tres de los navíos de su Graciosa y Virgen Majestad, le dijo unas dos horas atrás, que no perdiera ojo a cualquiera de los toneles que había en el barco.
—Ésta es de las buenas Ducátez—le dijo—sólo quedarán viudas y huérfanos. Cuando toque saltar, procura tener a la vista algo que flote.
Así que cuando la penúltima ola partió el palo trinquete por la mitad, llevándose a cinco soldados como armarios, que vomitando como perros hasta la última papilla lloraban como niños de teta, procuró buscar algo a lo que subirse mientras Neptuno y los simpáticos ingleses decidían que hacer con él y el resto de supervivientes.
El viejo Padre Penas llevaba ya un buen rato repartiendo bendiciones, absoluciones y extremaunciones a barlovento y sotavento, sentado, apoyando la espalda en la puerta del camarote del capitán. Bajito, achaparrado, enjuto y medio jorobado, era demasiado mayor para estar allí e incluso demasiado mayor para estar vivo. Pero las promesas hay que cumplirlas y cuando su viejo compadre Fraga le pidió que cuidara de su hijo, lo tomó al pie de la letra, aunque ya estuviera muerto. Y cuando el nieto de su antiguo compañero decidió enrolarse en la Armada a la vuelta de un infructuoso viaje a las Indias, decidió acompañarle. Llevaba una cruz en su mano izquierda y un rosario dentro de un cáliz, en la derecha, que le habían acompañado en las misas y oraciones de los últimos sesenta y cinco años, desde que siendo un joven imberbe aquello del voto de obediencia le obligó a acompañar a los tercios que pelearon en la campaña de Italia, cuando al traicionero Francisco I se le puso entre ceja y ceja quedarse con el Milanesado a toda costa.
Un nuevo golpe de mar, sacudió el Nuestra Señora del Rosario. La espuma cubrió el barco y hubo un nuevo recuento de hombres: está vez el Mar había decidido que el cura cenara con Dios. Por dar una alegría a los dos.
—¡Ducátez!—gritó el gallego—coge la copa. No hay que dar el gusto a estos puercos británicos de hundirnos con Dios. Además, parece buen oro. Quizás nos libre de la cárcel. O de la muerte.
A la mañana siguiente, se sentía el hombre más afortunado del mundo. Empapado, aterido de frío, la boca llena de arena, la nariz llena de arena, en fin, el culo lleno de arena. Pero estaba vivo. Miró a su alrededor donde el sol comenzaba a acariciar las rocas. Era su primera vez en una playa, ni siquiera en La Coruña había podido pisar esa extraña arena, que cuando se mojaba, en vez de embarrarse, volvía al mar. Levantó la cabeza y pudo ver ese frío mar que llamaban del Norte, ahora en calma pero firme.
Estaba en calma. A la derecha el faro, sobre una pequeña isla, junto al continente. Se preguntó si el piloto conocía ese dato ya que tal vez hubiera maniobrado directo hacia la playa y quizás seguiría vivo.
A su alrededor, los supervivientes comenzaban a levantarse los unos y a expirar los otros, rodeados por los restos del naufragio, sobre los que, de momento y a la espera de la autoridad, ninguno de los aldeanos allí presentes se atrevía a abalanzarse. A cinco pasos tenía a su compadre Fraga. Se miraron, se vieron vivos y se dieron un abrazo.
—He perdido la cruz, amigo, mi cabeza depende de lo que tengas en tus bolsillos—rio Antón.
—Todavía tengo la copa y el Rosario—respondió mientras se aseguraba buscando la bolsa, que seguía bien amarrada a su cuello, tocándola y palpando el contenido con los dedos.
Tras Ducátez, la playa terminaba en una pared cubierta de más arena todavía, llena de dunas aplastadas como por pisadas del mismo Goliath y nidos de plantas parecidos a los juncos que crecían en la orilla del Záncara. Sobre ellos, se levantaba un imponente castillo. Cuatro almenas y tres torres dirigidas al mar, se encargaban de las labores de vigilancia. A su diestra, una gran muralla escondía las dependencias del conde, marqués, duque o quien tuviera la suerte de habitar aquel magnífico lugar.
Algunos soldados comenzaron a aparecer por encima de las dunas e inmediatamente después, cinco caballeros hicieron acto de presencia. Los soldados los miraban desconfiados, sin bajar las lanzas. No en vano, aún mojados, cansados y hambrientos eran parte de la mejor infantería que los tiempos vieron. Los derrotados, todas las naciones de Europa, siempre les presentaban como los demonios de la guerra, a los niños se les asustaba con su presencia y los reyes del continente buscaban aliarse hasta con los turcos para acabar con España. Por eso, no era de extrañar que aquellos jovenzuelos, armados, vestidos y desayunados tuvieran miedo de estos, no más de veinte harapientos españoles.
Fueron llevados a presencia de sir John Forster, señor de aquellos lares y Guardián de las Marcas Medias, título importantísimo por esos pagos pero que lo único que consiguió fue arrancar una risotada de aquellos presos hispanos. Éste les recibió en el patio de armas, mientras esperaban la llegada de un sacerdote que tradujera al latín la lengua de los ingleses.
El sacerdote, al que llamaban priest, pelirrojo, pálido y escuálido, les informó que aquel día la Gracia de Dios había caído sobre ellos y no serían ahorcados en ese preciso instante. Se les concedía el tiempo de dos padres nuestros para decidir si querían morir o unirse al ejército de la amadísima y virginal Reina Isabel, con el lustroso cargo de sirviente, o sea esclavo. Un paso al frente los que optaran por la horca. Los dieciocho supervivientes, no necesitaron dos oraciones y con lo que dura un avemaría tuvieron más que de sobra. Hubo alguno que se quiso hacer el remolón, pero la mirada fulminante de sus compañeros terminó por convencerle de que una muerte honrosa era mejor que pasar el resto de su vida sirviendo tocino hervido y cerveza caliente. Diecinueve pasos adelante. Sólo Fraga avanzó dos.
—Dígale al Sire, que puede ir contando las cuerdas, si no tiene nada mejor que hacer. El palenque lo montamos nosotros si quiere. Algunos trabajamos de carpinteros.
—You will be died for breakfast—. Sentenció Sir John, que no necesitó traducción alguna y quién seguía sin comprender el motivo de aquella rebeldía absurda, aunque el priest ya se lo había advertido nada más ser avistados en la playa.
—Vaya preparando su excelencia la ejecución—le informó inmediatamente después de que le pidiera que tratara de convencer a los prisioneros de que desertaran. Y es que no se tenía a Europa de rodillas con soldados que cambiaban de Reina a las primeras de cambio.