15
EDIMBURGO, 1588
—Tengo la espalda bien jodida, Ducátez.
—No te quejes, amigo. Pensaba que sería mucho más húmedo. ¿Crees que saldremos de aquí?
—No tengo la menor duda de que no.
Fraga se levantó, se acercó a la puerta y golpeo la mirilla.
—¿No se come nunca aquí?
El guarda se acercó, y miró con sorna a los dos andrajosos españoles.
—Tenemos dinero.
La mirada pasó de la sorna al interés.
—Ahora nos traerán algo.
—¿Piensas que te ha entendido?
—Somos españoles, ¿recuerdas?, todo el mundo entiende nuestro idioma, por la cuenta que les trae.
Ducátez comenzó a escribir su nombre en la puerta con su cuchillo, el mismo que unas horas antes había puesto en el cuello de un escocés.
—No te van a recordar por mucho que escribas. Somos soldados, chaval. Basura. Prescindibles. Nadie pagaría un duro por nosotros. No pierdas el tiempo.
—¿Qué harás cuando vuelvas a casa?
—No quiero volver. Me buscaré la vida por aquí. Sé pescar y tengo buenas manos. Seguro que encontraré un pueblo donde hacerme viejo. Este sitio es bonito. Quizás hasta tengan un Rey que valore a aquellos que mueren por él.
Aporrearon la puerta. Abrieron el ventanillo y les pasaron dos cuencos con algo caliente.
—No está malo.
—Lo habrán calentado con meado, chico—observó Fraga.
—¿Dejaste muchos amigos?
—La mar mató unos cuantos, allí en Muxía, así que casi no quedan. Y luego, pues holandeses e ingleses hicieron el resto. El último el Páter. Era amigo de mí abuelo que murió en Italia, cuando el Emperador. Estoy acostumbrado a ver morir a mi alrededor. No soy buen compañero de viaje. Lo que me sorprende es tener todavía el pellejo en su sitio.
—Yo volveré a España, iré a Sevilla. Quiero ir a las Indias. En casa no tengo a nadie.
—Espero que tengas suerte, a mí no me fue nada bien. Si España es corrupta, aquello es horrible.
A la mañana siguiente les condujeron ante el jefe de alguaciles, un tipo bajito, cejijunto, cargado de espaldas y malhumorado. A Ducátez le recodaba a más de un vecino de su pueblo.
—De momento sois libres para moveros por las tierras de su Majestad. No hay sitio aquí para reteneros, no valéis mucho y nadie pagará nada por vosotros. No busquéis problemas, no sois más que extranjeros y además pobres de solemnidad—dijo mirando la bolsa de Ducátez—. La verdad es que disteis una buena paliza a esos borrachos. Tenéis bien ganada la fama que os precede en toda Europa. Aunque creo que vuestra Armada ha hecho aguas. Deberíais conocer mejor la mar. Un Imperio como el vuestro no se conserva con inútiles dirigiendo las flotas y más sabiendo que vuestra infantería se habría plantado en Londres sin problemas.
Los dos se miraron. Le habrían dado la razón de buena gana, pero pensaron que no era la mejor ocasión.
—En fin, salid de aquí.
Los españoles se dieron la vuelta para recuperar la libertad cuando se dirigieron de nuevo a ellos.
—Por supuesto, la bolsa se queda aquí. Los donativos son siempre bienvenidos. La capilla de Santa Margarita está necesitada de gestos cristianos de buena fe. Creedme, por favor. No me miréis así, no me la quedaré yo. La Reina Ana os lo agradecerá en sus plegarias. Tomad unas monedas, tendréis suficiente para un par de días hasta que encontréis trabajo.
Tras salir del castillo, se dirigieron a los muelles, más pobres aún que cuando salieron de España, pero libres y vivos, que no era poco.
—Amigo, yo me quedo aquí, buscaré algún barco que me necesite. Quizás tarde poco en llegar a Flandes, será un poco peligroso, pero me costará menos que encontrar un barco que me lleve a Portugal o a Italia. Desde allí, me tocará andar hasta Sevilla.
—Cuídate mucho, eres un buen chico. Tal vez te hagas rico en las Indias. Yo tiraré al norte por la costa. Preguntaré por aquí.
—Antón, toma el dinero. Yo no lo necesito. Aquí tendré trabajo y comida hoy, he visto muchos barcos en dirección a Holanda o a la Hansa.
—Gracias chaval. No te pases de bueno. Te acabarán tirando por la borda.
Se dieron un abrazo y cada uno tiró por su lado. Pobres, sin destino y olvidados por el Rey por el que habían dejado su país. Pero nunca cabizbajos, guardando el orgullo de ser soldados españoles, de tener el mundo a sus pies y no tener miedo a la muerte siempre que fuera con honor. Algo que aquellos que les enviaban a empresas imposibles nunca entenderían.